¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, es el título interrogativo de la novela de P. K. Dick que inspiró la película dirigida por R. Scott, Blade Runner (traduzcamos su significado como algo parecido a esto: matador de androides subversivos). Primero había visionado el rodaje que es un gigantesco engranaje de humanos y material fantástico, para conseguir una de las ralas producciones señeras del cine de ciencia ficción. Esto me motivó tiempo después a leer el libro que inspiró tan memorable película, y que tiene un título ajeno al rodaje puesto que si bien allí se visionan androides no aparece ninguna oveja eléctrica. ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, es obra de un solo creador (escritor), a diferencia del producto de un equipo bajo la batuta de un director que carga con la fama de haber realizado Blade Runner. No así, el libro de Dick, que está entre el montón de obras de ciencia ficción que dejó su alucinada prodigalidad, basta decir que en su diario inédito acumuló más de un millón de palabras. ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, en sí es una interrogación existencial, y que a la sazón carece de sintonía con el título de la cinta Blade Runner, y es debido a que la película toma un rumbo diferente del que tiene la obra psicodélica de Dick.
Blade Runner, en su ámbito celuloide, está en la cima de la pirámide; ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, es una novela que seduce leerla gracias a la película, y no es emblemática como lo es La naranja mecánica, de A. Burgess, libro que procreó a la película homónima. Burgess, catalogó a La naranja mecánica como su “media novela”, en comparación a las otras novelas de su autoría que consideraba de más condumio, pero ésta tuvo la suerte de que el irlandés Kubrick la escoja, y use su mismo título, para su laureado largometraje, que es paralela a la novela sacando un provecho extraordinario de ella aunque sin tomar en cuenta el capítulo final, de lo que Burguess se quejó amargamente puesto que allí los extremos de la ultraviolencia frente a la paz borreguil, se amalgaman para abrir un camino intermedio de armonía sin renunciar a las sinfonías de Beethoven. No se puede homologar una película con una novela así nomás, el cine imagina por uno dando su versión de las ficciones literarias con un máximo de cuadros y un mínimo de palabras.
Un libro existencial que sacude, página a página, hasta los cimientos del lector, se niega a ser transferido a una película, se niega a ser empaquetado en un tiempo-espacio ínfimo que no le corresponde pues, se debe al lector-recreador en exclusividad quien, en radical soledad y con todo el tiempo del mundo, lo repotencia y extrapola a su propio lenguaje en constante fermentación. Del salto cuántico cometido por el creador-escritor se sirve el lector-recreador para a su vez dar el suyo.
Hay películas que arruinan el imaginario de novelas sencillas y fáciles de digerir, como El Hobbit. La magia de los personajes y escenarios de El Hobbit, de J. R. R. Tolkien, se diluyó visionando la superproducción cinematográfica, desde Bilbo Bolsón para abajo se me quedaron grabados con la fisonomía que les otorgaron los disfraces aunados con maquillajes y efectos especiales. La película me sirvió los paisajes acabados para que no pueda añadir nada a su artificial perfección, así que maldigo la hora de haberla visionado porque destruyó la capacidad que tenía para recrear a mi antojo a las criaturas míticas de la lectura de El Hobbit. Pagué caro la gula de querer ver más donde los efectos especiales hicieron trizas mis ficciones literarias para que se colen las fantasías de la matrix. Esto no me sucede con novelas cumbres de la literatura existencialista que he tenido la suerte de haber leído y releído, pues, no son víctimas del perfeccionamiento cinematográfico y, por el contrario, éstas liquidan a las películas que pretenden capturar su estatura literaria.
Por ejemplo, la producción de Bajo el volcán, del director J. Huston (rodaje que metió sin miedo billete, técnica cinematográfica, engranaje humano, para obtener grandes recaudaciones), no obstante su huella es deleznable, ni las pisadas de la novela Bajo el volcán, de M. Lowry, no transmite el espíritu de las páginas gloriosas del ebrio universo que gira infatigable con el cónsul Firmin, ¡qué alegría me dio constatar que es inmune a la picadura del entretenimiento comedido! En eso de “inspirarse” con Bajo el volcán, le fue mucho mejor en términos de creatividad artística al largometraje de bajo presupuesto Mezcal, del mexicano I. Ortiz, que toma su propia senda con una fotografía y guión original, vislumbrando el monólogo copioso del genial alcohólico Firmin/Lowry o podemos decir también Malcom/Geoffrey. Mezcal, aglutina ciertos aires de la complejidad indefinible e inabarcable de la novela Under the volcano, como en la recreación del escatológico caserío de Parían y las sombras que filosofan en la cantina El Farolito, en el magnífico caballo que luce sereno a la luz del día, y que aterrorizado por los truenos de la tempestad pos crepuscular se desata, se desboca, atropella y mata. Nadie podrá hacer una película que se equipare a los demonios del cónsul Firmin, como los borrachones que descienden al inframundo que anhelan porque el paraíso es la sede del tedio. En la Divina Comedia, Dante, crea un edén que no es tentador a la lectura, la figura del infierno es tan dominante que del cielo dantesco apenas puedo dar fe que lo ascendí sin emociones fuertes puesto que no tengo de él recuerdos preponderantes. El paraíso dantesco sirve para el engolosinamiento de académicos y autodidactas de la A a la Z, como el autodidacta de La Náusea, de Sartre. Bajo el volcán, es el “non serviam” -no serviré- de un genial endemoniado que no oculta su desdén por el feliz más allá humanista, prefiere hundirse en un ebrio averno antes que estar sobrio como una tumba en el campo santo de los autómatas.
No serví para seguir lo preceptos de los apóstoles del positivismo irracional, la cantaleta de que hay que triunfar a troche y moche me hacía el efecto de un somnífero, he sido inmune a la droga que hace que olvidemos de raíz cómo vivir por sí mismos, y si alguien me pregunta qué aprendí de los años de cubil en cubil en los centros de estudios borreguiles (CEB) -de la primaria al PHD, donde la perdición del ser creativo está garantizada-, diría que nada, o sea que fui honestamente nihilista en sus fantásticos reductos. Y eso me salvó de estar sometido a la matrix de por vida, desperté, renací conforme avancé a la adultez, el gran desasimiento es para los pocos, las masas no conocen esta suerte, y lo penoso es que cabezas privilegiadas que conocí se arruinaron en aras de ser ponzoñas graduadas de los CEB, quedando inútiles para reinventarse, convirtiéndose en epígonos de la nada o sea en humanistas a sueldo. Juan Rulfo, en una memorable entrevista en blanco y negro con Joaquín Soler -que hacía malabares para sacarle palabras de la boca a su impasible invitado-, lanzó una frase imperecedera cuando le preguntaron con intencionalidad qué de provecho sacó del internado escolar: “Aprendí a deprimirme y hasta ahora lo hago muy bien”.
Es loable que con unos pinchazos al teclado del esclavo de silicio, uno tenga a disposición a Blade Runner para visionarla, y para leer a ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, y emparentar sus valores aunque nunca fusionarlos. No hay necesidad de enfrentarlos el uno al otro porque están en diferentes dimensiones. Cuán fácil es bajarse el conocimiento Homo sapiens del ciberespacio ya sea para visionar, contemplar, leer o escuchar en un portátil convertido en cineteca, pinacoteca, discoteca y abismal biblioteca. Con la actual sobreabundancia literaria colgada en el ciberespacio, no habría cabida para el autodidacta de la A a la Z de La náusea, a menos que quiera cometer suicidio por atragantamiento de fajos de palabras. Sartre, se ensañó con su personaje sartreano de lo que puede hacer un autodidacta por pretender aprehender lo que se le ponía por delante literalmente empezando por la A para nunca llegar a la Z en la biblioteca provinciana de su desastre total. Sartre, no tuvo compasión alguna con el sujeto que fue libre para escoger su enajenación en la biblioteca que sirvió para quemarse la mollera con tomos y tomos de la A…, físicamente por más que lo ilusionara al desquiciado autodidacta arribar a la Z era una empresa imposible, pues, no había hecho los cursos de lectura dinámica que dicen que cualquier vecino se puede tragar sin digerir en seis minutos, ejemplo, la novela El Túnel, y ahí no estuvo el doctor Sabato para hacerle entender al depravado que “la suma de posibles hacen un imposible”. No hay manera de imaginarlo a este bichomonstruo sartriano, desaparecido a mediados del siglo XX, bajándose indiscriminadamente libros a su portátil para que le presten una vida de la A… Pero, ¿quién sabe?, a lo mejor al autodidacta se le iluminaba el caletre y habría optado por la bulimia de las redes sociales, y hubiese escogido plegar al chismorreo incesante para ser curioso de la A a la Z , y se hubiese convertido en compulsivo megustero no-mesgustero, en un ente hiper-sociable que a diario reparte generosa e indiscriminadamente, por doquier en los portales del ciberespacio, sus versátiles “me gusta” y “no me gusta”, evitando todo lo que huela a tiempo-espacio de reflexión.
No es fortuita la voluntad de entrar en acción con mi propio entendimiento para emparentar las dos obras de arte que celebro haberlas pasado por el gaznate como un aperitivo de los dioses de la ciencia ficción filosófica -etiqueta que hay que colocar para diferenciar ambas obras de los enlatados de bazofia futurista-. Blade runner, tiene dos horas de metraje y, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, se aproxima a las doscientas páginas de extensión. Con la película, en mi esclavo de silicio, pude hacer regresiones a placer, reforzando las partes que requieren más de un visionado para ordenar mejor la concatenación imparable de su acción, p. ej., cuando el androide filósofo da su último discurso enardecido a favor de la vida, en un mundo donde los humanos no viven propiamente -¿quién hace una vida auténtica ahora mismo?-, y fenece con una sonrisa en los labios después de haber exprimido cada instante de sus días que apenas alcanzaron a reunir cuatro años.
Con la lectura del libro ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, te queda de una lo que propone P. Dick, la demencia de una sociedad distópica donde el Homo sapiens tiene a la mano opciones para fugarse de su espantosa realidad, y así huir de la elección de autoeliminarse. Una posibilidad es pinchar en la “caja de ánimos” lo que el usuario cree lo pondrá en un estado similar a los deseos cumplidos, otra posibilidad es sumergirse en la caja masoquista del calvario que lo llevará a la redención. Estas dos alternativas de no-vivir no son el fuerte de la película Blade runner y, gracias a que la visioné antes de leer la novela que la inspiró, he tomado los cuadros y diálogos de ahí para redondear lo que en el libro no brilla por su exquisitez, así he mejorado -para mí- la forma y sustancia de la novela que al fin al cabo mete a una oveja en su trama, la que dice mucho de los animales puros que por haber sido exterminados del planeta son muy codiciados y mientras menos quedan más caros son en el catálogo de mascotas orgánicas, de ahí que la inmensa mayoría de urbanícolas ha de contentarse con tener mascotas eléctricas, y sueñan con obtener un bichito de carne y hueso para que dé algún valor a su obtusa existencia (no más absurda que la existencia de la humanidad actual, Kafka ya la describió tal cual es promediando el siglo XX). ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, es una cuestión existencial que sugiere que el androide es más vividor que el ser humano entregado a la fantasía de un mundo feliz.