Incendios, así se denomina la película que me introdujo en el mundo cinematográfico de Denis Villeneuve, una obra devastadora sobre la alienación del fanatismo religioso y de la política sectaria, generadores de máquinas biológicas diseñadas para la entropía máxima, productores de engendros vacíos de contenido auténtico para la vida. Este no-vivir viene emparentado con la obsesión del sujeto del desarrollismo por estar inmerso en informaciones útiles, cautivo de los datos que aportan a su estado de hombre bólido, quien huye de lo bello elemental para volcarse en el precipicio del nihilismo tecnolátrico.
Visionando al Homo sapiens de Blade Runner 2049, visionamos también al sujeto del desarrollismo de estos días entregado al sueño de perfección de las máquinas y al no-dolor del universo virtual. Sueño que al genio creador de androides lo lleva a ir en pos del parto natural de sus amazonas tipo Y, y que de ahí surjan los ejércitos de “ángeles endemoniados” que tomen por asalto el Edén y que él, Luzbel, sea el Dios Todopoderoso del Universo. Este Luzbel ciego pero que lee a profundidad la psiquis del otro sea humano o androide, tiene más y mejor vista que cualquier mortal soltando a sus sensores de ciencia ficción filosófica. Él habita en un mundo de suaves entonaciones crepusculares, en interiores esterilizados por una profilaxis extrema que contrasta con su alma fracturada; medra entre la cárcel concreta de su unidad de carbono aunque prolongándose como materia a través de la cibernética y la sed de ser Dios eternizándose en el Edén con su ejército de ultra-hombres vencedores del caducado Homo sapiens. Mientras la amazona tipo Y no dé el salto cuántico para procrear con el todoterreno tipo K, los ejércitos de ángeles de Luzbel seguirán siendo un sueño, pues, no le ha sido dado obtenerlos por el método a goteo de su fábrica de androides.
Los corredores marmóreos se proyectan en incendios acuáticos, el crepúsculo de los dioses copa la estética que trae al mundo a un “ángel” adulto que, a imagen del hombre, desde que nace es lo suficientemente viejo para morir, y teme por sí mismo apenas caído de la funda de plasma que lo contenía, se ha quitado del estado ideal en nuestro universo: no haber nacido. Un prototipo de amazona yace a los pies de su creador y, a pesar del indescriptible dolor de nacer, del temor consciente a la vida, se aferra a ella con desesperación. Luzbel, puñal en mano, la mata por no portar consigo el salto cuántico de ser un vientre de ángeles.
El sujeto del desarrollismo, sometido a la libertad del capital para multiplicar la servidumbre moderna, globalizando el tiempo laboral que enajena hasta su descanso, está pendiente del llamado de volver al redil como en los tristes recreos de la época escolar carcelaria, así no se vive para darle sustancia a la muerte sino que se es un condenado a perpetuidad a trabajos forzados. Así el arte también es libre pero encuadrado en la libertad de mercado, debe venderse y prostituirse creando burbujas de alienación acumulativa, hay que darle anti-valores al consumo desaforado, jamás valorar la belleza intangible del cuadro puesto en subasta de Leonardo da Vinci o de Vincent van Gogh. Pura utilidad bursátil, pura especulación estética monetizada, apenas la percepción del acaparador narcisista: “…esta obra de arte cuesta más de trescientos millones de dólares porque tal fue el precio que pagué por ella”.
De las aportaciones a granel de la cinematografía comercial engullida por las masas vía pantalla gigante, grande o mini, la excepción vienen a ser largometrajes que tengan como fundamento hacer que lo suyo sea el séptimo arte, sea el arte más cercano a la realidad de la modalidad visual que es el sentido que por inercia dispara la imaginación de los demás sentidos del sujeto de la experiencia, así sueñe con los ojos cerrados. Qué refrescante y verídica es la lentitud de los incendios de Denis Villeneuve en Blade Runner 2049, una exquisitez para demorarse lo que a uno le plazca en su pos-visionado, como una montaña no se puede abarcar de una todas sus aristas, vertientes y demás accidentes geográficos. Tiene condumio para rumiar de largo, su contenido poético filosófico no es una ficción futurista sino que machaca en la realidad actual de nuestra especie, es una reflexión de este mundo satinado, sin mancha original, de perfección claro oscura que en sí es el habitáculo donde mora el sujeto narcisista, el sujeto de los imperativos de la calocracia.
Da risa nerviosa, y otras sensaciones inocuas visionar el paroxismo de las películas huecas de afectada no-ciencia ficción, en este entretenimiento uno no se vincula ni se demora, es un pasar por la zona sin sustancia del me-gusta, un seguir por la dimensión que no regresa a ver porque en los templos del consumismo hay que embelesarse rápido y atragantarse sobre la marcha. Qué bien surtidos de placebos están los pasillos del enfermo terminal. En la estética volandera del me-gusta, la reminiscencia se va de excursión a la nada, allá no se generan recuerdos que animen el mañana del sujeto de la experiencia. El niño, púber y adolescente Proust sí generó futuro, hizo que el escritor Proust recobre el tiempo perdido en siete tomos y 3.500 páginas, allí los aromas de la eternidad se repiten como un sueño, sin caer en la transparencia que es en sí lo pornográfico recurrente. La pornografía de nuestra era del desperdicio es la ausencia de pudor y desnudamiento de la intimidad, desacralizándola en la cotidianidad virtual.
Las realizaciones cinematográficas anti ciencia ficción filosófica, que apenas avanzan en la curiosidad, son la generalidad a cuenta de la insaciable novedad de las masas. La escatología extraterrestre no es otra cosa que la proyección del ser humano, ese muerto viviente digno de pantalla. Las especies de pacotilla que pululan en el cine-basura, esos monstruos venidos de algún lugar de la Vía Láctea, sacados de los confines del universo o de dimensiones paralelas, al cabo son efectos visuales a precio de oro que retratan al bípedo depredador que funge de amo de la Tierra aquí y ahora. Las formas alienígenas sacadas de la amplia gama de insectos terrenales, se abalanzan sobre todo lo que entienden como suyo para hacerlo papilla, a nuestro uso y semejanza.
La estética del consumismo fomenta la bulimia del usuario por producciones que se embotan a sí mismas al par que se anulan en el espacio desechable del me-gusta no-gusta. Es prioritario en el ciclo del desperdicio dar lugar a flamantes productos que urgen ser arrastrados a su vez por la corriente de lo inmemorable y, como los periódicos y noticieros, oxidarse entre montañas de basura informativa y datos intrascendentes.
El director canadiense no asumió el reto de hacer una réplica de Blade Runner 1982, no aceptó que su producción sea una vulgar y predecible continuación de la joya cinematográfica de R. Scott, el creador de la marca Blade Runner (matador de androides subversivos). Tampoco lo ha hecho para competir o emular a R. Scott, superarlo sí en el sentido de fundar su propio taller Blade Runner. Villeneuve se metió en su propio laberinto movido por la realidad actual del ser humano embebido en la tecnolatría. Lo cierto es que el mismo R. Scott se encarga de poner peros a la realización del colega y amigo heredero de la saga Blade Runner, se quejó entre jodido y chistoso de que el metraje le vino “endemoniadamente largo…”. Este dicho de R. Scott le conviene, y mucho, a Villeneuve, en suma es la certeza de que no fue un amanuense o servidor de lo que el caballero inglés esperaba del rodaje si hubiese estado bajo su dirección. Se impuso el artista, el estilo Villeneuve de hacer cine prevaleció, y de esto es que tenemos una producción endemoniadamente distinta a la de R. Scott.
Blade Runner 2049, mantiene la etiqueta de estar inspirada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (publicada en 1968,), es una cortesía que se le debe a la obra psicodélica del gran Philip K. Dick, esto sin que sufra la distancia real de la película con el libro precursor de ciencia ficción filosófica. Es más, se agranda la distancia por el tiempo transcurrido desde la elaboración y lanzamiento de Blade Runner 1982, entonces el escritor Philip K. Dick estaba en pie y al tanto de la filmación del largometraje por el que mostró simpatía sin que pueda visionar el resultado final, falleció en marzo de 1982, meses antes de su estreno. En lo principal, Blade Runner 2049, se aparta de la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, por el mismo instinto de distancia que lo separa del estilo cinematográfico de R. Scott, porque es una condición inalienable del cineasta Villeneuve hacer arte por él mismo. Villeneuve marca la diferencia de lo que es la literatura en sí y de lo que es el cine en sí, acercándose con ello a la independencia que proclama Andrei Tarkovsky. No es cuestión de perder la influencia de las artes entre sí, o de extirpar la inspiración que provoca en el cine las artes más antiguas, se trata de que la cinematografía esculpe en el tiempo secuencia a secuencia, crea poesía cuadro a cuadro, y con ello se acerca como ningún otro arte a la realidad concreta del ser humano que está anclado a la modalidad de lo visual.
A un poeta andante le basta una libreta o la pantalla de su tableta para levantar su obra, la austeridad es inherente a su rescate de la belleza. Matsuo Bashō lo hacía haiku a haiku en el siglo diecisiete, caminando meses cargando lo mínimo en su morral, calzando alpargatas que hoy se exhiben en vitrina del sol naciente ido, haciendo una vida de subsistencia por los senderos del Japón feudal del período Edo, aquietando la marcha para asentar poesía de cualquier paraje que pida acción contemplativa. Haikus brotando de la floración de cerezos y duraznos, de la hojarasca del bosque de bambú, del ciervo sika rumiando el otoño, del chapoteo de una rana en el estanque de lotos primaverales. En comparación con el romántico minimalismo oriental de Bashō, de la picante austeridad quijotesca de la literatura, lo que sí se puede afirmar de la producción de Villeneuve es que fue endemoniadamente costosa. Con un presupuesto así de monumental el cineasta checo Jan Švankmajer, sin menoscabo de su magnífico arte total, a lo mejor no sabría qué hacer con el montón de plata que le sobraría. Esculpir el tiempo en Hollywood puede llegar a tener un precio obsceno, vale la burbuja cuando en lo esencial el arte no se ha prostituido y, como directos beneficiarios de Blade Runner 2049, somos demorados gastrónomos del condumio del tiempo lento, de la demoledora verdad de la condición humana difuminada en sueños robóticos y de la poesía visual que ahí se destila.
Una vez liberada la obra en el ciberespacio, por cuenta propia acudimos a su encuentro fuera de estrenos en cines rimbombantes, en nuestro escritorio y con la pequeña pantalla de la laptop como herramienta de arte visual se dio el punto de reunión con Blade Runner 2049, no es el romántico escenario de un cinéfilo tradicional, pero al fin acomodamos la circunstancia cinematográfica a nuestra circunstancia de espectador de mini-pantalla. Tenemos como principal sentido para capturar el contenido de una película a la vista, siendo el acompañante de rigor el oído, y ambos sentidos se han acoplado sin queja alguna al visionado en pantalla mínima, ya defenestrada la televisión con su pantalla grande de pared, ya defenestradas las salas de cine enclavadas en una sección de los templos del consumismo. Si fuese a un teatro de proyecciones regular saldría lagrimeando por la migraña que me ganaría por la costumbre perdida de acudir a los puntos de encuentro del cinéfilo tradicional, de ahí que sería un tormento mantener la cabeza alzando a ver a la pantalla gigante y, por añadidura, aparte de los efectos especiales que son de ficción, sufrir el volumen “normal” al que se emite el rodaje como si gozara de un mega oído, vendría a ser intolerable estridencia. Supongo que pierdo algo o mucho de la espectacularidad de los sonidos y colores del cine Hollywood y sus sucedáneos a nivel global, pero por contrapartida he sido favorecido con la imaginación que vuela a la hora de recrear lo visionado en mini-pantalla porque nos hemos detenido a discreción en la sustancia y sus detalles. Así se experimenta el contrapunto con la pantalla gigante o la pantalla grande de pared que viene a ser el rectángulo del tiempo hecho trisas, el rectángulo de la prisa artificial, el rectángulo bulímico.
La pantalla de televisión de hoy día no es nada chica, es lo suficientemente grande, transparente e hipnótica para equipararse, en sus efectos devastadores en la psiquis humana, a los efectos de “la caja de ánimos” de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? A través de la pantalla grande se ofrece el ánimo que encaje con el ánimo del televidente, y la oferta de ánimos es prácticamente inabarcable a toda hora y todos los días del año televisivo. No sé si llegue al televidente interactivo con una oferta de programas en tiempo corriente tipo “como la vida mismo”, siendo una suerte de usuario-actor del teatro montado a la manera psicodélica de los hogares de Fahrenheit 451, novela de Bradbury. En las redes sociales ya el usuario está inmerso en actuaciones de “como la vida mismo”, y puede asumir distintos papeles en tiempo corriente, que van desde el de mero observador casi-invisible hasta avezado actor casi-presencial del acontecer mundano, yendo del campo familiar al conocido general y, por extensión, explorando si le apetece en el último rincón planetario político/social que los robots buscadores lo conduzcan.
Se espía y se es espiado a gratuidad, sin manchar ni arrugar el espacio de acción concreta del sujeto de la experiencia que está de vacaciones indefinidas en el limbo -plano e insensible-, es el ente del ciberespacio el que navega en la información a mansalva de las redes sociales, retratándose a muerte con el paloselfie injertado en el brazo. Parafraseando al doctor Sabato, acá en el mundo virtual, la suma de comunicaciones hace una incomunicación.
El androide tipo K, de Blade Runner 2049, no sueña con ovejas eléctricas sino con una androide tipo Y, así ella sea la maldita de la película y, en consecuencia, sueña en procrear la especie que no deje más asidero al Homo sapiens para proclamar superioridad moral sobre los androides a cuenta del fenómeno reproductivo mamífero y su capacidad de superpoblación sustentada en el número de vientres activos. Cuando ya el androide tipo K ha superado con creces al prosaico Homo sapiens, no es el adefesio de súper-hombre útil de la calocracia o útil de la vigorexia horizontal. No, el androide K, empujado por la locura religiosa de su creador humano que quiere trillones de “ángeles” para reconquistar el paraíso, toma consciencia de que él ha concretado al ultra-hombre contemplativo vertical, al salvador de lo bello distinto y vinculante, aquí como si se estuviese remitiendo a la filosofía de Byung Chul Han.