Si hubiese tenido que conocer a genios de la ficción literaria como Onetti y Rulfo, motivado por una entrevista radial o televisiva, probablemente no habría entrado en sus obras. La gana de verlos actuar ante Joaquín Soler, me vino mucho después de haberlos leído a cabalidad en lo que me ha sido dado de ellos por los dioses de la creación, y cursando ya la segunda década de este siglo, aprovechando que dichas joyas históricas pueden ser visionadas en la pantalla de mi esclavo de silicio. El blanco y negro de A fondo, con esa inolvidable música instrumental de introducción, brinda un escenario idóneo por su higiénica austeridad, teniendo la impresión de que se ha suscitado una reunión de dos amigos para conversar y filosofar en la cabaña minimalista de Henry David Thoreau. La cálida sencillez de la instalación de A fondo concuerda con la personalidad de sus invitados, ahí hay dos sillas, una para el entrevistado y otra para Joaquín, una mesa lateral para contener la obra impresa del autor y copas con agua o whisky; paredes vacías e imaginaria ventana, de persianas cerradas, al bosque de Walden. Al otro lado estoy ocupando la tercera silla, la del espectador. Nada más, todo lo demás viene de esos raros y entrañables escritores que apenas se expresan de viva voz, acostumbrados a la riqueza de sus monólogos. Soler intuye cómo tratar con semejantes personajes ensimismados, no se entrega a la pantomima propia del periodista tipo impertinente, sino que su tino es fruto del seguimiento que hizo de la psicobiología de éstos a través de la lectura de sus obras. En todo caso, no hay entrevista que sea comparable a la creación del escritor, solo lo conoces a fondo zambulléndose en la verdad de sus mentiras; ahí reside la integridad de Rulfo y Onetti.
El formidable escritor uruguayo que estaba muy lejos de ser un orador, no escondía su fobia a los preguntadores de oficio, que no lo era Joaquín por ello aceptó la invitación y, siendo ambos vecinos de Madrid, la noche anterior se habían citado en un foro citadino para tratar sobre la entrevista en A fondo. Imagino a Soler ofreciendo todas las garantías para que Onetti se sienta lo menos oprimido en un espacio medido por el tiempo de la normalidad calculadora que está muy distante del tiempo reflexivo onettiano, ese que discurre pausadamente tal como en el denso mundo de sus ficciones. Onetti no durmió bien pensando en lo de mañana, pero ya metido en el escenario bonachón de Soler se sintió relativamente cómodo con alguien que lo conocía por las lecturas que tenía de su obra, alguien que podía responder por él en caso de un ataque de ataxia o cosa parecida, y se lanzó a la entrevista marcando el ritmo onettiano, estirando y ralentizando el tiempo a su antojo. Hubo un momento que se le inquirió sobre el génesis de la imaginaria Santa María -la urbe ribereña onettiana- y, Onetti, que se volvió para echar mano a un vaso largo portando el líquido que refrescaba la sequedad bucal del fumador empedernido que intermitentemente giraba a sus costados a vaciar la ceniza, clavándole sus ojos de demonio al bueno de Joaquín, le dijo que no hay respuesta para esas cosas. Soler sonriente replicó, “algo podría decirme de aquello, maestro…”. Entre calada y calada, un resignado Onetti, especuló que Santa María podría ser un híbrido entre Montevideo y Buenos Aires. Cuenta Onetti que había estado dictando conferencias en una universidad estadounidense, donde pudo observar la radical oposición de faulknerianos y hemingueyanos, con bandos tan enfrentados como los hinchas de béisbol de los Demonios, de Illinois, y los hinchas de los Lagartos, de Misisipi, esto equiparando el campo de las pasiones beisboleras con la arena de las pasiones literarias, qué sé yo… A la verdad, son dos escritores de profundidades distintas, me atrevo a decir que leyendo a Faulkner no se me cierran las puertas de Hemingway; mas, si solo me acostumbraba a leer a Hemingway, me sería muy difícil ingresar conscientemente al universo de Faulkner. Es una tarea leer a Faulkner, muy jodida si uno no paladea, no huele, no escucha, no ve, la terrible y a la vez deliciosa decadencia de una familia sureña de cierta estirpe como en El sonido y la furia (The sound and the fury), novela escrita bajo la influencia de Joyce. El mundo onettiano es de ese calibre, es denso y devastador, ahí no hay lugar para la lectura veloz, tienes que estar al acecho y aguardar el momento en que estás maduro para explorar en él. ¿Quiénes están dispuestos a esperar el tiempo de sufrir sin amortiguadores la embestida de la lectura lenta? Los pocos que tras salir de los Centros de Alienación Superior, empiezan a ser lo que al fin pueden ser por sí mismos después de haber sobrevivido a lo que hicieron de ellos su familia, la sociedad y la patria (parafraseando a Sartre). Me he quedado con la imagen -parte invento mío- de un Onetti por instantes eufórico participando a Soler que a veces lee algún párrafo al azar de una novela suya y aúlla “eres lo máximo, Onetti”, pero apenas decirlo estampa con furia el libro contra el piso. Señores, si lo quieren encontrar a Onetti hay que meterse de cabeza en lo que les toque, con el favor de los astros, de su obra. Nada hubiese sacado hablando con él en su piso madrileño una o tres horas -Joaquín lo hizo cuarenta y dos minutos por mí en el saludable escenario de A fondo-. Me habría encantado tocar la puerta de sus últimos años de encierro voluntario para que me pase por debajo esta nota de su puño y letra: “Onetti no está”. Onetti sí está en los diálogos a fondo, y por años, que hemos sostenido en las dos novelas y una noveleta que leí y releí: El Astillero, Juntacadáveres, Los adioses.
Juan Rulfo se presentó en A fondo portando su magnética impasibilidad y a ratos remitiendo al espectador una sonrisa adolescente, fruto del niño que nació a la desolación de un pueblito perdido que no asomaba ayer ni asoma ahora en los mapas del estado de Jalisco. Apenas abrió sus ojos presintió un futuro devastado por una revolución estúpida, la Guerra de los Cristeros, que trajo extrema violencia y miseria a los suyos. Se crió con gente que apenas abría la boca para soltar palabras tristes entre los vivos, comprendiendo que el monólogo era la catarsis que lo puso en franca comunicación con los muertos. Se puede decir que desde su estancia acuática en el vientre materno ya estaba zambullido en lo fantasmagórico y teratológico, que luego aflora sin amortiguadores en Pedro Páramo y los diecisiete cuentos que nos legó como una creación contundente y rotunda, hija predilecta de la angustia. Rulfo dejó quietos a todos los que clamaban un mayor rendimiento del escritor “…denos otro cuento, otra novela corta, no sea malo don Juanito”. Un buen día dijo aquí me quedo jóvenes, se acabó el combustible astral para hacer nuevos fajos de palabras, no doy más porque mi tío Celerino abandonó su corporeidad, y él era el que me platicaba todo, yo hacía de amanuense. (Acá, en esta parcela ecuatorial del planeta, gozamos de la alucinada genialidad de Pablo Palacio 1906 – 1947, que dio su espíritu al Universo -y más allá aún- a los cuarenta y un años de edad, el que también tuvo un tío Celerino que lo condujo a desligarse de la literatura antes de entrar a la treintena; se fue incomprendido, sin que la fama -la bastarda que deslumbra- lo visite). Rulfo nunca cedió a la tentación de ser un profesional de las letras, no hay cosa más horripilante para un escritor que se precie de serlo que le claven ese título ponzoñoso. Fue un contemplador melancólico. De su estancia en el internado escolar -el orfanato de monjas adictas a un orden policiaco, que también servía como correccional de púberes de padres ricos-, saca en limpio que por inercia aprendió a deprimirse, afirmándose en su tendencia de crecer en la intimidad del ser propio, del Rulfo adentro. Joaquín Soler, previsor, tiraba de la lengua de su invitado valiéndose de los datos circunstanciales que tenía a mano de éste. “…y usted cómo sabe eso”, dijo Rulfo llegando al cénit de la charla, gratamente sorprendido por los pasajes de su vida que sacaba a flote el entrevistador, que Rulfo había sido vendedor de llantas –él aclarando que prácticamente se vendían solas-, Rulfo agente secreto de emigración que no pescó ni un emigrante ilegal, Rulfo detective portuario deteniendo a dos buques cargueros de la Alemania nazi, etcétera. El A fondo con Rulfo duró dos minutos más que el de Onetti, nuestro diálogo a cambio se estira a la fecha. Si alguien me preguntara ¿quién es Pedro Páramo?, contestaría como el arriero fantasma de la Media Luna que guió a Juan Preciado a Comala: “es un rencor vivo”. Y a ese alguien lo dejaría en las mismas porque no está en darle pinceladas de la complejidad de Pedro Páramo, sino que éste tiene que hundirse por sí mismo a rumiar en esa singularidad de ultratumba. Rulfo, que había autopublicado dos mil copias de su obra para obsequiarle al género humano, tuvo que esperar quince o más años a que sea reconocida por el público lector de la generación que sucedió a la suya. El mismo escritor señaló que para que cunda su novela cumbre en el caletre del lector hay que leerla tres veces, y si te pasas involuntariamente no produce empacho, el arte del olvido hace que transcurrido un cierto tiempo la extrañes. A propósito de Rulfo y Onetti, admiraban la obra del otro, pero en la sola ocasión que se toparon y tuvieron oportunidad de charlar de largo por haber sido ubicados con intencionalidad en asientos contiguos durante un traslado a no sé dónde -dentro de la programación de un congreso internacional de escritores-, aparte de mano y saludo “hola Juan”, “hola JC”, no cruzaron palabra. Ambos preferían quedarse con una botella de Wild Turkey 101, en sus respectivas habitaciones cuatro estrellas, a hacer turismo de masas.
La segunda entrevista de A fondo con Borges, en los ochenta, no tuvo el aire de rincón claroscuro de escritor por la falta del blanco y negro del escenario de los setenta, perdió el ambiente acogedor en el que a su hora participaron Rulfo, Onetti, Cortázar, Sabato… ¡Apenas nombrarlos de golpe y me estremezco! El A fondo de 1976, tenía a un Borges joven, lozano, alegre, acoplado a la instalación minimalista que le sentaba a su carácter, a su personalidad, a su ceguera. Si bien seguir su discurso oral no era fácil había tiempo para completar lo que decía el genio siempre que uno esté al tanto de las lecturas y maestros favoritos de él, pues, como le agradaba repetir estaba más orgulloso de lo que ha leído de lo que ha escrito, y muy campante pedía borgeanamente hablando al futuro lector que pasen de Borges, que en sí era una subliminal astucia que convocaba a que no sigan al Borges público palabrero sino al escritor solitario que escribe para sí mismo. “Yo me enseñé alemán a los dieciséis años solo para leer en su lengua materna a Schopenhauer…”, recalca Borges, y de ahí que el mentado escepticismo borgeano es una influencia temprana del filósofo del mundo como mi voluntad y mi representación. El A fondo, a colores, en un primer visionado da la impresión de que fue atropellado, pero Soler -más feliz que Borges por el premio Cervantes recién otorgado-, planteó una distinta estrategia ya que en cuatro años la situación del escritor había dado un giro notable y anhelaba que su queridísimo maestro se luzca evitando en lo posible que tartamudee y apenas sentía que podía caer el ritmo frenético que impuso desde un comienzo lanzaba una interrogación, un comentario, o leía versos para que Borges critique a velocidad de crucero la poesía de Borges, “está bien eso… ¿no?”, “a ese táchelo… ¡qué vergüenza!”. Mandó al olvido a Inquisiciones pero no así a Otras inquisiciones, libro que cambié de sitio de la entrañable librería londinense que proveyó buena parte de los escritores que leí con devoción en mi primera juventud, y que pensé iba a disfrutar a rabiar, -como un adolescente fugándose de la secundaria para ir al billar Playboy-, en mi cuartucho compartido de Bolton Gardens, pero me abrumó su erudición y al cabo lo detesté, fue una mala elección porque ahí no estaba el Borges de los laberintos fantásticos ni la milonga de Manuel Flores que buscaba. Un par de lustros después hice el hallazgo de los relatos que traía consigo el Informe de Brodie (inspirado por Viaje al país de los houyhnhnms, de Swift), que me arribó con el tomo de las obras completas de la foto de abajo, que tuve el privilegio de heredar de la biblioteca de mi abuelo materno junto con los siete tomos de En busca del tiempo perdido, de Proust. El siguiente encaramiento con los aborrecidos ensayos de Otras inquisiciones, me regaló una buena nueva que hizo que la aversión que les tenía se vaya a pique, me refiero a la declaración anarquista de Borges: Nuestro pobre individualismo. Digamos que él fue un anarquista spenceriano. (Ser anarquista es haber superado al hombre fósil, es haber dejado atrás al sujeto convertido en mero combustible de la cleptocracia mundial. El estadio anarquista es libertario, amplio y heterodoxo; el anarquismo es incomprendido por los perezosos mentales, los esclavos modernos y cándidos malvivientes se han convencido que anarquismo es sinónimo de lanzar bombas incendiarias a discreción con el fin de paralizar al individuo y sumirlo en perenne terror, que en sí es lo que hace con el hombre-cosa la imagología, los imagólogos sí que tienen al ciudadano sujetado de la mañana a la noche en el redil del absurdo consumista. El ciudadano-masa, sumido en abyecta estupidización, no escucha el llamado emancipador del anarquismo). No lo conozco a Spencer, Borges no lo conoció a Thoreau, y en su forma de vivir y en sus proyectos existenciales estos dos filósofos que fueron contemporáneos sin saber uno del otro podrían estar en las antípodas. Sé que Henry temprano consumó su ideal de caminante, le bastaron cuarenta y cuatro años en el planeta Tierra para vivir milenios, su Utopía fue realidad palpitante en los bosques y laguna de Walden. Guardo con cariño ráfagas inolvidables del Borges acuchillador del prójimo, así cuando Joaquín le dijo que paradójicamente su ceguera podría ser una bendición porque gracias a ésta dedicó su vida a las letras, y Borges replicando “…a mí me que conviene que sea verdad lo que usted dice… debo estar muy agradecido de mi ceguera, según sus palabras”. Lo mejor del A fondo de 1980 vino el momento que Soler comedidamente le pidió al maestro que mejore su posición en el asiento porque el camarógrafo le avisó que estaba echado hacia delante, demasiado agachado para un buen cuadro, entonces Borges se re-acomodó en el respaldar alzando su noble calavera y, justo antes de que arribe el auxilio verbal del interlocutor, lanzó su saeta: “ofrezco mi decrepitud a sus ojos”. Por lo demás, recuerdo de Borges diciendo que él le gana a cualquiera en timidez, que no conoce (no ha leído) a Vargas Llosa; que Neruda no era de los suyos; que Cien años de soledad es grande ahora y lo será mañana; pidió disculpas por únicamente haber leído Casa tomada de Cortázar, cuento que publicó en una revista bonaerense bajo su égida (esta ficción es considerada como una crítica al peronismo, y a Borges la sola mención de Perón lo crispaba, éste era “el innombrable”), debido a que después le cayó la ceguera absoluta y que una vez saludaron en París cruzando breves palabras tan corteses como frías; manifestó que de repente discute largamente con el doctor Sabato, que no sabría decir si son amigos y que del mismo había leído Uno y el Universo, no sus novelas porque no es la suerte literaria que apetece. “Olvídense del Borges palabrero…”, JLB.
Es un gusto nombrar cada vez la trilogía novelística del milenario Ernesto Sabato: El túnel, Sobre héroes y tumbas, Abaddón el exterminador, que, flanqueada por sus adoctrinadores ensayos, le alcanzó y sobró para colocarse en lo alto de los creadores universales, sin echar de menos la soltura de un francotirador anarquista insobornable, allende el mentado boom latinoamericano. El doctor Sabato emergió al escenario de A fondo despejado, concentrado, incisivo, emotivo, y sobre todo para plácemes del espectador (incluido Joaquín que no se privó de señalar aquello públicamente) de buen humor. Para escarnio de sus monstruos interiores, no asomó el maestro de carácter podrido que su hijo Mario, por estos días del 2014, dijo haber heredado pero que desgraciadamente no le fueron transferidas ninguna de sus virtudes, esto lo recogemos de una carta que le escribió a su padre siguiendo la costumbre que en vida de éste tenía cuando se trataba de algún asunto que requería comunicación familiar ya que la modalidad hablada estaba casi negada entre ellos dos. Mario Sabato, le participa a su difunto padre que kafkianos políticos y burócratas no colaboran para que concluyan los trabajos de Casa Museo Ernesto Sabato, y por fin abrir la mansión de El escritor y sus fantasmas en Santos Lugares a los peregrinos del arte. “…no quiero que caigas en esas depresiones que tanto nos agobiaban en casa. Quédate tranquilo (aunque me cuesta imaginarte tranquilo, aún después de muerto), porque lo vamos a lograr”, se despide Mario. A Sabato, no es que le agradaban las entrevistas, por el contrario, hubo un momento que pidió preocupado que se termine ya la cosa dando a entender que el tiempo es dinero para los imagólogos, pero Soler replicó que tenía vía libre en el asunto puesto que nunca más iba a haber otra oportunidad de hacer un contacto así de memorable con Ernesto Sabato. No se equivocó, Joaquín. El instante emocional vino cuando Soler topó el escape de Sabato de ir a parar en los centros de lavado de cerebro estalinistas. El joven Sabato fue secretario de las juventudes comunistas de Argentina, y lo premiaron enviándolo a Bruselas para que ahí aguarde el ansiado viaje a la URSS; no obstante, tras una fuerte discusión con un camarada sobre el gulag de Stalin, presintió que podía ser presa de los pozos infernales que más tarde se comprobó existieron para que ardan millones de soviéticos, y decidió fugarse del cautiverio dogmático al que voluntariamente se había sometido por el ideal comunista que hasta el final de sus días abrigó como una sociedad de comunidades cooperativas donde no se someta al individuo creativo y pensante a la tiranía de masas tan felices como abstractas. En París, halló posada en el cuchitril del camarada indigente que compartió con él todo lo que tenía para capear un duro invierno, su bondad congénita y fajos de periódicos para cobijarse en el lecho. La explosión existencial parisina del joven Sabato lo condujo a refugiarse en el impoluto e inmutable universo de las matemáticas, -la antípoda del mundo putrefacto y biodegradable de la unidad de carbono Homo sapiens-, que había abandonado para cumplir con la ilusión que generaba ser un observador directo del comunismo soviético. Esta huida trajo la eclosión del físico matemático graduado con honores, nos facilitó al doctor Sabato que fue becario en el famoso laboratorio de los cónyuges Curie -esto gracias a la recomendación del científico argentino Houssay que en 1947 le fue otorgado el Nobel de Medicina-, regresando a París para protagonizar una nueva rebelión microcósmica. En los deslumbrantes laboratorios de la ciencia preparándose para la segunda guerra mundial, fue un beato rodeado de los físicos y químicos que abrieron las puertas de la fisión nuclear, mientras que afuera de su pasantía se embriagaba de irracionalidad en los templos de surrealistas, “…me sentía como una ama de casa que de día se entregaba abnegadamente a sus quehaceres domésticos y de noche se prostituía con la misma abnegación”. Al cabo, tras rechazar la invitación a cometer suicidio que le extendió el auténtico pintor surrealista Óscar Domínguez (posteriormente acabó con sus trágicos días, cuando la depresión, el alcohol y la acromegalia o elefantiasis lo acorralaron), reventó el artista pensador que renunció a la ciencia previendo las aplicaciones que condujeron a la tecnolatría hoy reinante, declarándose ex-físico y ex-matemático, durísima decisión que le quitó el saludo de la secta de Houssay. Para conocer a fondo al doctor Sabato de sus demonios liberadores hay que llegar al fragmentado Abaddón el exterminador, habiéndose sumergido obligatoriamente en Sobre héroes y tumbas; la lectura de El túnel, viene a ser el aperitivo levantamuertos en esta portentosa trilogía. El pensador que adoctrina lo tengo a mano en sus ensayos, ahí está el maestro de letras que no aceptó una silla en la academia de la lengua consecuente con su reacción ante los doctos que pretenden hacer del lenguaje un cementerio. Hace poco pillé en el ciberespacio una carta fina, depurada, que data del año sesenta, de Ernesto Guevara a Ernesto Sabato, en la cual, discusión o aclaración política aparte, el Che expresa su admiración por la obra sabatiana, celebrando expresamente a Uno y el Universo. Aparentemente las cosas quedaron ahí, pero la respuesta de Sabato al Che la podemos deglutir en las ficciones de Abaddón el exterminador (1974), ahí late su respeto por el vividor Ernesto Guevara; favor remitirse al fragmento titulado: ¿No, cómo Marcelo podría preguntarle nada?
Grato sabor me dejó el A fondo con Julio Cortázar que empieza con un campechano “aquí me tienes”. Joaquín Soler, celebró haber pillado al escritor existencialista tras meses de insistir para que participe en A fondo, siguiendo la pista de Fantomas contra los vampiros multinacionales, quien de repente abandonaba las delicias de su agujero hobbit para enfrentar con denuedo, en desigual batalla, a las potencias oscuras enquistadas en el poder económico y político latinoamericano. Un Cortázar romántico, pluma en ristre, salió poco antes de su fallecimiento en París a defender a la revolución sandinista, con su libro ensayístico Nicaragua tan violentamente dulce, 1984. (Por estos días, Cortázar, ni muerto iría a Nicaragua a contar cuentos y recitar versos junto Ernesto Cardenal, pues, el nonagenario poeta de Isla de la juventud es perseguido por el nuevo Somoza del siglo XXI; la otrora heroica revolución sandinista devino en tragicómico remedo de la familia Somoza echando de sí todo vestigio del libertario Sandino, una pareja de desquiciados tiranuelos se enquistaron en Managua para «sembrar» árboles multicolor de lata fosforescente). En la instalación de A fondo se vislumbra a dos personas afines fumando y tomando whisky mientras conversaban amenamente. Cortázar alabó lo bien informado que estaba el entrevistador sobre su obra literaria, a diferencia de ciertos fantoches que sin haber leído sus libros lo habían entrevistado por capricho y obligación mediática, a los que con asco y algo de compasión se vio forzado a ayudarlos a que hagan una entrevista potable, mediocre. Un momento dado, nuestro querido Cogtázag (esto aludiendo a su involuntaria pronunciación francesa de la R, debido a una irregularidad congénita de vocalización), se quedó sin whisky y, antes de volver a entrar en materia sobria, le pidió a su anfitrión que le ceda parte de su copa aún llena, “¿me convidas un poco de la tuya? …a mí cualquiera me gana una discusión política, no soy un sujeto de ideas”. Sí. Lo que perdura saludable, a cien años de su nacimiento, es el fabulador buceando en el individuo bifronte, zambulléndose en la relatividad del tiempo mágico encarnado. Cortázar advierte que después de concluir Rayuela tomó conciencia que El perseguidor más que anunciar a Rayuela, fue el precursor de Rayuela. Oliveira, el alucinante intelectual de Rayuela vino a ser amanuense de Johnny, el semisalvaje saxofonista de El perseguidor que paraba de súbito una sublime improvisación para reclamar airadamente que esa música no era de ahora sino que la estaba tocando pasado mañana, exigiendo al ingeniero productor del estudio de grabación que la borre de inmediato del presente que no le correspondía. De esos instantes puros del perseguidor de la realidad del otro lado de la matrix, donde era un ser milenario, vivían sus seguidores íntimos como el periodista condenado a existir bajo la tiranía del reloj racionalista en contraste con el artista que transcurre en el tiempo de la imaginación creativa. Pablo Palacio diría de esto: El vacío de la vulgaridad frente a la tragedia de la genialidad… El crítico de jazz, Bruno, que se nutre espiritualmente del estrellado genio, pero escoge ser su biógrafo musical y no del hombre conflictuado porque ahí no hay provecho útil, tintineante, ha sacado un buen billete con la primera edición del libro sobre el revolucionario saxo alto de Johnny, y lo hará ganar más todavía la segunda edición que al cabo fue embellecida por el trágico fallecimiento del perseguidor de Utopía. Alguna vez Johnny saludó con su seguidor, entre cariñoso y despectivo, así: “el compañero Bruno es fiel como el mal aliento”; mas yo lo oigo repitiendo con sorna cada vez que se lo encuentra, “eres fiel como el mal aliento”. Cuando Bruno conectaba con la dimensión de Johnny viajaba a los últimos rincones de su propia conciencia, pero una vez devuelto al mundo del ejecutivo cotidiano la influencia del músico cedía como un sueño para fundirse con el bocinazo de la realidad callejera que le urgía volver a su razón pecuniaria de la existencia, y toda la realidad del otro lado se diluía, no podía ser como el saxofonista que vivía quince minutos dentro de sí por un minuto y medio del tiempo controlado por las paradas en las estaciones del metro parisino. La primera vez que leí El perseguidor me chocó lo de llamar drogadicto a Jhonny por el consumo de marihuana -como si eso fuese parejo a los estragos del alcoholismo o al daño físico mental que provoca la adicción a la heroína, por ejemplo-, buceando años después en el ciberespacio encontré a Cortázar admitiendo que cometió un error porque al momento de escribir su noveleta señera inspirada en la vida corta y tormentosa de Charlie Parker, era zanahorio, no tenía noción de los efectos, particularidades y diferencias entre las substancias psicotrópicas no convencionales. Doce años transcurrieron desde el surgimiento de El perseguidor para que, por arte de su destino cortazariano, caiga en un nido de hippies y ahí se dé -exagerando- un atracón de cannabis, “[…] durante toda una noche descubrí hasta qué punto no solamente no son el cáncer social que denuncian los bien pensantes, sino que el cáncer es precisamente lo que los rodea y los hostiga; en todo caso, en ese grupo había algo muy parecido a la felicidad, al término de un largo viaje, a una reconciliación. La marihuana ayudando, claro (la fuman, la fumamos sentados en las escalinatas de la catedral, lo que tenía su chiste, y sin que la policía se metiera para nada a pesar del olor que poco tiene que ver con el del incienso) […]”. En Rayuela, ya no se mete con productos exóticos, tiene a Oliveira haciendo lo que sea por la yerba popular y no vedada del cono sur del continente americano, el mate. Matear es un ritual que no espera así se ponga en riesgo la integridad corpórea de la mujer amada del vecino (Traveler), tal cual aconteció con Talita en el episodio del puente de tablones, capítulo 41.