Siguiendo cierta intuición mañanera validada después de horas como un logro en el tiempo del sujeto del descubrimiento galapagueño, me bajé del autobús en el kilómetro once de la autovía al Canal de Itabaca, entre Bellavista y Santa Rosa, como referencia visual hallé en el letrero apostado al otro lado de la carretera que estaba a la altura de Rancho Fortiz. Ya sé por mis píes que desde ese punto al caserío de Santa Rosa promedian tantos kilómetros y al pueblito de Bellavista otros tantos kilómetros. Estaba de regreso a Bellavista por la ciclovía de cara al este de la isla, para el recuerdo y foto del trayecto queda el avistamiento de una tortuga gigante juvenil que, en la entrada rustica que conducía a inconclusa construcción de una casa tomada por la maleza, se hallaba forrajeando indiferente al tráfico vehicular de la autovía que constituye una barrera a la libre circulación de los quelonios dividiendo en dos partes la isla (este y oeste). Aunque el peligro de muerte que conlleva cruzar el asfalto es un detente instintivo para los galápagos, de vez en cuando se dan atropellos que generan fuertes multas y restricciones al conductor que es identificado como infractor.             

La sorpresa en Bellavista vino con el suculento desayuno dominical: dos tazas de café de cosecha local, tostado y molido en las fincas de tierras altas de la isla; empanada de viento con queso; tortilla de huevos de gallinas camperas y guarnición de arroz macareño… Me decía he ahí la intuición que me hizo descender del autobús al humeante asfalto a la altura de Rancho Fortiz, dado que la fiesta gastronómica es una costumbre  dominguera en Bellavista. Pero, la cosa recién empezaba, la degustación de delicias locales fue abreboca de la mañana, lo que arribó sobre la marcha vino a ser el verdadero condumio del día, surgió  inesperado senderismo al cerro Crocker, ascendiendo a su cumbre (860 msnm), siendo la mayor elevación de isla Santa Cruz y por ende el balcón ideal para cubrir con la vista la isla.

Subí por la vía lastrada que atraviesa las fincas agrícolas pensando o mejor dicho engañando al cuerpo con la idea de que alguna camioneta podía surgir para el aventón, mientras ganaba terreno distraído con los nombres de las propiedades y sus portales entre cercos biológicos atenuando la fealdad de alambrados. La solitaria carretera rural trinaba junto a los jilgueros y se fundía con los aromas de flores y semillas al viento. Al final la trocha del Parque Nacional y el ingreso al bosque de Miconia donde anida el Petrel patapegada (Pterodroma phaeopygia), del cual no tuve visión alguna pero sí lo presentí a través del recuerdo de su indeleble alarido existencial, capturado bajo el titilar de cúmulos nítidos de estrellas contrastando con la oscuridad impenetrable de la montaña tropical, aconteció apenas caído el sol en la cima del cerro Allieri (isla Floreana) y fui solitario testigo del despertar del ave oceánica que encantó la noche. Entonces bandadas de aves noctámbulas brotaron de escondidos refugios a flor de tierra selvática, el lamento existencial fue creciendo haciendo añicos el silencio nocturno iniciando una suerte de ritual mágico ensordecedor antes de volar al piélago en pos de la pesca marina que sustente a su especie al borde de la extinción. 

No subieron carros para atender el posible aventón que disparó la escapada de Bellavista buscando los balcones propios de la isla, aprovechando la falta de lluvias en las montañas del lugar. Vino a ser un alivio que haya sido así, pues el acercamiento a la entrada autorizada del Parque Nacional resultó más fácil y corto de lo que había imaginado. Pensé que por ser domingo podía haber un flujo de visitantes a la zona del Puntudo y el Crocker, yo y mi sombra avanzábamos ligeros por el nutrido bosque de Miconia tapizando colinas rechonchas que guardan el sueño diurno de aves de costumbres pelágicas que en temporada de anidación y eclosión regresan a la montaña donde nacieron. Fascinante transición de los estratos medios a los estratos cimeros de la serranía isleña, incluyendo la bifurcación de senderos y la cuestión de rigor: ¿el Puntudo o el Crocker?; lanzamiento de moneda de por medio, creí haber escogido la ruta al Puntudo tomando a la derecha, malentendí el aviso en la Y frondosa, acabé embebido por los jardines liliputienses previos a la arista cumbrera del Crocker. Arribar al tope fue abundancia de brisa galapagueña y qué magníficos paisajes del lado sur, sureste y suroeste de la isla como isla Santa Fe, Puerto Ayora y Bahía Tortuga, y, al voltear la vista al lado norte, noreste y noroeste de la isla el panorama —aunque nebuloso por el calor del mediodía ecuatorial que despide el bosque seco de color pastel desembocando en el Océano Pacífico— vino majestuoso, destacando el Canal de Itabaca e isla Baltra con el reflejo del Aeropuerto Seymour; también asomó el desmochado cerro Mesa y el área de El Fatal, playa El Garrapatero, islotes Plaza, etcétera. De las otras islas pobladas que he pisado Isabela, Floreana y San Cristóbal no hubo visión de sus siluetas, y con ello me quedé sin hacerles reverencias al estilo de Lovochancho saludando a las montañas andinas de su círculo íntimo.