Las aguas del río temporal han corrido lo justo para relatar a manera de psicoterapia los hechos acaecidos en Soda-Bar Andrómeda. Empiezo con los acontecimientos previos que desembocaron en el portento dado en Callejón Anticuarios. Sucedía que cumpliendo el mes o teniendo como tope inconsciente pasados cuarenta y cuatro días de la última visita a Callejón Anticuarios, volvía a él en plan contemplativo y de adquisición de piezas de arte tan valiosas como raras. No es que de antaño sea un ávido coleccionista de antigüedades sino que de repente tuve la necesidad estética de que el hogar minimalista que habito tenga un toque de artistas en el anonimato o en todo caso desconocidos para uno, deviniendo en obras que por una fuerza íntima impensada me cautivaron en el establecimiento denominado Arturo, el anticuario. Donde Arturo hice adquisiciones intempestivas de arte auténtico. Arturo nunca me mostraba más de una obra cada vez que entraba a su anticuario a ver lo que tenía que ver tras recibir expresa y sucinta invitación: “venga conmigo, caballero, acá tengo una maravilla que usted sabrá apreciar”. Arturo era el único anticuario que tuve la suerte de encontrar entre las tiendas de curiosas baratijas que en realidad eran el resto de establecimientos del famoso callejón que se remontaba a la época colonial, eso sí los dueños se esmeraban en montar una decoración tipo “Arturo”, que sin tapujos ni vergüenza les ha sido útil para chantarse nombres suculentos, por ejemplo, “Anticuario las 3 Manuelas”. Arturo, no les hacía ascos a sus compañeros de cuadra pues, a la sazón, se beneficiaba de ser la estrella luminosa del callejón sin salida que culmina en monumental roca de granito liza, cortada a pique, como si lo hubiese hecho una enorme máquina de diamantes atómicos, ofreciendo de lejos la figura de un arco del triunfo romano y de cerca la figura de un portal o túnel azabache que motiva a tocarlo para cerciorarse de que no es un agujero negro al infinito, aunque no extrañaría que así sea el rato menos pensado. De hecho, en el imaginario ciudadano, se llama “agujero gusano” a esta peculiar formación rocosa que ya inspiró una novela corta o cuento largo de ciencia ficción filosófica, del escritor macareño Clemente Simancas Castillo, alias Siluro, que titula Anticuario de las estrellas, recomiendo su lectura, y, si el lector ha tenido la suerte de haber sido transeúnte nocturnal de estos pagos, la obra rendirá a tope.

Supe que Arturo, el anticuario, era una persona de respeto y admiración desde la primera vez que ingresé a su tienda, atraído por el cuero etiquetado “Piel de Chivo Judas”, que se exhibía vertical en la vitrina y no fue porque me entusiasmaba el poder comprar dicho artículo, sino que me vino cual relámpago esclarecedor cuadros yuxtapuestos de la novela de Honoré de Balzac, La piel de zapa, y con ello una gana compulsiva de husmear largo y tendido en el establecimiento que se me antojó encantador y de donde, al cabo de los meses, salí con impresionantes mascarones de proa y en especial pinturas al oleo danzantes y de fuertes colores, de brochazos salvajes cual violines tempestuosos, de pinceladas armónicas y ritmos semejantes a las flautas y tambores de las fiestas indígenas del Inti Raymi. Así fue que nunca adquirí la Piel de Chivo Judas y, por añadidura, ni de lejos cosa parecida a cueros curtidos, por más atractivos que sean. No obstante, aquel objeto que en principio disparó en la mente el drama espeluznante de La piel de zapa, fue mucho más que evocación literaria, fue el detonador para meterme en la realidad de un mundo inexplorado hasta entonces, fue el impulso para dar un giro radical a las paredes escogidas en los interiores de mi hogar, que de repente dejaron de estar vacías, en contrapunto con el marcado minimalismo de gustos visuales casa adentro.

Arturo, intuyó apenas arribé al umbral de su tienda que se me había venido a la mente el anticuario donde la intención de un suicidio fulminante, piadoso, se alargó en las tensiones de un suicidio tan lento como insufrible, borrascoso, y cerrando con el último suspiro el deseo ardiente y primordial por antonomasia del suicida: morir mordiendo el rosado, turgente, voluptuoso, pecho de la mujer amada. “Nada que hacer con la piel tenebrosa de Honoré de Balzac, lo que vio es la piel pintona de un chivo Judas de las islas Galápagos, los llamaban así porque fueron obligados a hacer el papel de “Judas”, los chivitos involuntariamente ayudaron al exterminio de la plaga letal que constituyó su especie invasiva, plaga que arribó con los colonos de las islas y con el correr del siglo veinte se volvieron indómitos y se comían el escaso alimento natural de las tortugas gigantes. Una vez que era capturado el chivo que iba a  fungir de “Judas”, se le implantaba un chip y luego era liberado para rastrear desde helicópteros su retorno a la manada y proceder con fuego aéreo de cazadores a su exterminio. Ayer nomás hicimos feliz trueque con el hijo del cazador que se llevó algo mío que ya tenía vendido con antelación y yo igual tengo vendida la piel que el futuro dueño la retirará mañana junto al chip identificador pertinente, no dudo de la procedencia de la piel y como pudo observar es una pieza fina, bien trabajada, pero usted no está acá para adquirir ninguna piel ni cosa similar a eso… lo digo porque tengo algo que sí le conviene”. Así más o menos me habló Arturo al inicio y luego me infirió la frase que cité textualmente arriba, y que repito cual mantra cuando me paro frente a una pared de las mías a contemplar la obra de arte que gracias a su anticuario las tengo colgadas a disposición de los ojos y el tacto del alma —“venga conmigo, caballero, acá tengo una maravilla que usted sabrá apreciar”—. No exagero al decir que cuando Arturo me lanzaba la frase clave, era inevitable que yo aprecie tanto la obra de arte que me era presentada que a la mañana siguiente la recibía en casa y con cierta aprensión la colgaba en la pared que había destinado con antelación, ni bien amanecía, para que la acoja en exclusividad. Al cabo, la aprensión era injustificada y eso le otorgaba un extra espiritual a la pieza, no solo que tenía íntegra a la obra de arte que me conmovió en lo de Arturo, sino que el remezón interior del ser era la afirmación cabal de que la pared es el complemento secundario ideal del huésped y el huésped el complemento despertador, regenerador, del anfitrión.                     

Me siguen agradando las paredes desnudas que no llegaron a alojar una única e irrepetible obra de arte, y en conjunto con las paredes reflectoras de creación artística resaltan, en nítido contraste, los cuadros vegetales, los mándalas vivientes de las ventanas del velero anclado en la altitud de meseta andina y su clima estacionado entre el otoño y la primavera. Antes de la aparición del anticuario de Arturo, para qué quería adornos teniendo el mándala del arupo blanco y su selvita, el mándala del chereco y su selvita, el mándala del arrayán y su selvita, etcétera.  Y de súbito, sin cargar con más de una obra arte por pared, evitando el horror que provoca llenarse de cosas que los ojos pasan de contemplar y el tacto rehúye sentir, al cabo tengo la esencia de lo artístico irradiando la modalidad visual, más allá de paredes vacías o llenas. Tenía una biblioteca con incontables libros, no los conté desde que empecé a acumular volúmenes grandes y vistosos por una suerte de vanidad intelectual de presumir de insaciable lector ante otros «insaciables lectores» que sacaban pecho de sus propias bibliotecas, y al preguntarme cuántos tomos contenía mi librería, haciendo una mueca de no sé con exactitud cuántos pero sí sé que son demasiados, replicaba: “creo que ya van por los cuatro mil y pico, ¿qué sé yo?”. Y ese ¿qué sé yo?, de a poco, vino a ser fastidioso porque ni siquiera hacía cuentas de cuántos libros había sentido cual corrimiento telúrico, de cuántos libros apenas había hojeado, de cuantos había leído y releído como un viajero espacial reconociendo otra Tierra y, por real aproximación a ella, reconociéndose a sí mismo en la profundización del ser oscuro y olvidado del sí mismo.

Un buen día, bueno de verdad, me visitó Franz portando la tarta preferida de él y que en esa ocasión también fue mi golosina predilecta, la tarta de manzana que Franz no disimulaba su orgullo por haberla horneado. Se trataba de la tarta lograda en base a las frutas maduras que con sus manos recogió del adorado árbol dador de suculentas manzanas. «Vamos a hacerle honores en la biblioteca… que sirva para algo mi cementerio de libros», dije ante el asombro risueño de Franz por el jodido chiste mío. Una vez instalados cada quien en su canapé árabe, como mandado a hacer para el momento vino el tema de la biblioteca, esto aprovechando que estábamos ahí tendidos y relajados por la degustación de la torta de manzanas, de convertidos en estómagos diletantes y mentes abiertas al diálogo. De pronto dije lo que él quería escuchar a manera de sincero agradecimiento: “Sabes hermanito, en una biblioteca ahíta de libros virginales, no hay mejor tarta de manzanas que las que uno cosecha con sus propias manos, mejor dicho las que vos trasladaste del árbol a la cesta y de la cesta al mesón de cocina donde montaste la receta que el horno devolvió en digna torta de Adán”. Y para reafirmarme en lo dicho saboreaba con fruición cada pedazo atrapado en la boca de la mitad de la torta que me tocó; sí, como si fuera un descubrimiento gastronómico mundial.  Imagino a Franz y su tarta de manzanas, visitando a Pablo Neruda, allá en lo que es hoy la Casa-museo Nerudiana de Isla Negra y, habiendo el vate paladeado la exquisitez le habría dedicado un homenaje poético tan sabroso como “Oda al caldillo de congrio”.

Franz, a la hora de agasajar el gaznate con vino blanco chileno, un caldo afrutado de fuste, me supo expresar que sintió una cosa parecida a la pena al posar la vista en la ordenada e impoluta biblioteca mía. “Sí, está toda limpia y perfumada con fragancias de eucalipto, pero la percibo desangelada, parece que tu alma no se zambulle en ella, no exagerabas cuando entre chistoso y jodido dijiste que era un campo santo de libros, se nota que tus dedos ya no palpan en su sabiduría”, dijo con voz cavernosa e intencionada mirada acusadora, solo faltaba que me señale con el índice y me arroje del ambiente librero que se sostenía a fuerza de profilaxis. “Sí, de un tiempo acá la tengo de adorno, jamás me agradó leer sentado durante la plenitud de la luz solar y dejó de ser apetito del alma leer de noche recostado en este canapé o bajo sábanas en el dormitorio, me molesta la luz artificial de las bombillas, y siento grima de ver esa cantidad de libros apiñados, inactivos, dormidos, aguardando ser pasto intelectual o espiritual del dueño que los desdeña, al punto que hasta he tejido visiones de que los bomberos del gran Bradbury, los personajes siniestros  de ficción de Fahrenheit 451, llegan a mi hogar a quemar hasta el último libro de la abigarrada biblioteca del subversivo denunciado por…”. Franz emitió festivas carcajadas y copa en mano se levantó del canapé, le hizo mucha gracia que haya mentado a los bomberos de las distopía de Bradbury, aquellos que no apagaban incendios sino que los propiciaban, incinerando más que libros quemaban el símbolo del alimento del alma. Tragicómico era verme, en Fahrenheit 451, tendiéndome una emboscada a mí mismo. “Hermanito, qué oscuro te pusiste en medio de la claridad, mas aquí estoy inspirado para hacerte una oferta mejor que la de los bomberos incendiarios y de facto rescatar tu biblioteca de las visiones dantescas que generas por haberla echado al abandono profiláctico…”.

Si Franz tenía algo fenomenal que ofrecerme además de la torta de Adán, por inercia iba a ser el florecimiento del árbol de manzanas que rumiaba en mí paladar. “Venga tu propuesta, desembucha hermanito”. Franz, preclaro y conciso como es, no se hizo esperar, y la cosa rodó en satinada plancha de mármol de Carrara, hubo trueque. Yo doné mi biblioteca entera, incluido mobiliario, a la Fundación Pompas Paradiso, y Franz a cambio me donó un paquete exequial a mi medida en las instalaciones de Paradiso. Tuve yapa, cuando se concretó la primera parte del trueque porque la segunda parte la pondría yo de cuerpo presente como sujeto de adioses nada fúnebres, recibí obsequio sorpresa que me sacaría de un estado catatónico frente a los libros, el dispositivo electrónico para leer libre de bombillas en la noche cerrada y llena de murmullos de animalitos nocturnos que como yo huyen de la contaminación lumínica. A mano tengo el lector de libros anti-reflejo que apenas pesa como una obra de cien páginas o menos, provisto de luz discreta e interna que no cansa a los ojos. “Aquí el libro que contiene a todos los libros”, fue la nota que vino con el dispositivo irrompible; si estoy leyendo algo que me pone eufórico lo lanzó a chocar con la pared y rebota indemne al piso. He vuelto a leer a conciencia donde respiran mis ángeles y demonios; viajo en pos del adentro en la noche más oscura, lluviosa, de relámpagos y truenos.

Del trueque salimos ambos beneficiados e incluso, cada quien por su cuenta, presume de haber hecho un gran negocio. De mi lado puedo decir que más pronto que tarde hubiese ido donde Franz a solicitarle me incluya en calidad de cliente intempestivo en el calendario de actividades de Paradiso, lo que sé es que en dicha empresa uno participa a cabalidad como ser vivo y consciente antes de dar el espíritu a quien corresponda en el universo o multiverso; creyente o no propones la forma y fondo de lo que será la despedida de este mundo en los predios sinfónicos de Franz. Lo cierto es que Paradiso te entrega una demostración visual de cuán imaginativo y dichoso será el evento exequial (sí, para los invitados tiene que ser una ocasión feliz para los sentidos y la mente porque no existen pompas fúnebres en Paradiso, no hay lugar ahí a semejante oxímoron).  Fue genial que Franz se adelante en el tiempo a mi intención de contratar los servicios de Paradiso, la cosa vino por sí misma gracias a la gentileza de compartir la torta Adán conmigo, y que yo haya escogido la biblioteca para engullir la golosina entera y que de ahí se pasó al meollo del diálogo rociado por el vino blanco del vate de Isla Negra, fue la consumación de la genialidad.

Es curioso que me encuentre a la fecha activo con el libro virtual que contiene a todos los libros que como lector aristocrático escojo para experimentar. El menú principal del trueque, los adioses definitivos, están en lista de espera en Paradiso. La actualidad es releer el Quijote, releer el Ulises joyceano, y por arte sincrónico internarme en la profundidad junguiana del Libro Rojo.