Rocinante se quedó estacionado a 3.900 msnm., en el claro al costado del portón de hierro de control que estaba cerrado al igual que la caseta de información de Laguna Muertepungo. En todo caso, lo esencial  no estaba negado al bípedo senderista y, al cabo, devino en beneficio el no haber previsto que alguien tenía que subir para abrir el ingreso motorizado  a la básica carretera de montaña que administran los dueños de la Asociación Muertepungueros, que son las personas que tienen en propiedad fincas que llegan hasta Laguna Muertepungo. Esta asociación se formó con el loable propósito de que crear el espacio silvestre de amortiguamiento biológico previo a la Reserva Antisana, y su fin es recuperar y preservar la flora y fauna del páramo de Muertepungo, manejando así el acceso carrozable a la zona que cuidan de la depredación humana. La vía rústica de montaña vino seca y con oleadas de fino polvo arcilloso por los embates del viento, de haber transitado en lomos de Rocinante hubiese levantado desagradable nube polvorienta tras de sí y de haber habido caminantes o ciclistas habrían maldecido su paso, al igual que yo hubiese renegado de tener que lidiar con el polvo de autos que vayan por delante del mío. A la verdad no hubo otro carro subiendo a la laguna en todo el recorrido motorizado desde la iglesia de Santa Rosa. Fue cosa de agradecer la ausencia de tránsito vehicular e imaginé cómo sería el camino muertepunguero en trance lluvioso, con tiempo frío y mojado habría sido barrizal envuelto en la nada mimética en que se transforma el páramo, y se podría decir que encapotarse es su estado natural, la fortuna me acompañó al acertar en el pronóstico meteorológico de que iba a tener un día luminoso y generoso en reflejos que fabrican colores para solaz del viajero. Es de provecho moverse al amparo de cielos despejados que juegan con nubes volanderas que matizan haciendo figuras, así se aprecia más los distintos azules y celestes que vienen como el fondo y la luz mudable de cuadros de montaña estáticos.

Son memorables las experiencias de campamento en la  niebla y cellisca de la media montaña y tres-cuartos de montaña (y más arriba aún), aquellas jornadas duras de roer ancladas en las cimas del gran sufrimiento se vuelven preciosas gracias al contraste con salidas efímeras de equipaje ligero y que apenas exigen traje rompe-vientos y que, de repente, se resuelven como maná del bípedo senderista sin pretensiones de coleccionista de testas de picos andinos. Cuando la intemperie del páramo ha sido brutal contra el intrépido expedicionario este vislumbra la promesa de soñar tendido en mullido y tibio lecho herboso con vista a parajes divinos de arriba hacia abajo en las altitudes de mediodía primaveral. Las altitudes desconocidas por su carácter afable son redentoras cuando dan a conocer el lado íntimo de salvaje calidez que poseen, cuando se transforman en pinturitas con música  de los instrumentos propios de la montaña que se reinventa en el tiempo inexorable.

Seguí a pie la senda carrozable de la Asociación Muertepungueros que se encontraba en mejores condiciones que la carretera polifacética principal hacia el páramo de Muertepungo (ya de piedra, ya de arena y tierra arcillosa que con lluvia forman barrizales a discreción fundidos con zanjas que serían como para quedarse varado o perder los frenos, sea a la ida o a la vuelta). A partir de la iglesia de Santa Rosa, se abandona el asfalto subiendo veinte y pico de kilómetros, ascendiendo  más de mil metros en altitud sobre el nivel del mar, por la tortuosa y rústica vía general que confluye con las entradas particulares de las fincas, esto hasta dar con el control de ingreso muertepunguero cubriendo los pisos biológicos y microclimas que separan a los acogedores valles interandinos de la cruda intemperie del páramo andino oriental. Era previsible que el tramo de acceso privado a las fincas de Asociación Muertepungueros fuese mejor que la cuarteada carretera pública principal, pues,  desde el control de ingreso solo había una distancia de aproximadamente siete kilómetros a Laguna Muertepungo, y sobre un terreno mucho más nivelado que la vía general. Al cabo se asciende cien metros en vertical a la cocha y doscientos metros en vertical a la máxima altura de la vía muertepunguera, a saber, el mirador del flujo lávico Antisanilla.  Merced a la mañana y tarde bonancibles –excepcionales, a todas luces, para el cometido del bípedo senderista– la caminata se dio en parte por la altiplanicie, en parte bordeando lomas traviesas y cerros adustos. El accidente geográfico medular de la zona es el flujo lávico Antisanilla, pues, este acontecimiento geológico hizo que surja Laguna Muertepungo y desaparezca la quebrada serpenteante acarreando agua dulce del superpáramo al pre-páramo, dando lugar al paisaje pétreo que irrumpe entre los verdores de la gradiente andina con un brochazo gris que impresiona.

Qué privilegio es caminar en radical soledad (estado que anima a la república de células del ser reflexivo), fueron nutritivos kilómetros recorridos hasta el pie de la laguna y de regreso al portal de control muertepunguero donde aguardaba Rocinante; así reivindiqué para el bípedo senderista las dos caras distintas de una misma travesía. Por arte del lapso temporal del  páramo muertepunguero que me adoptó, libre del ruido de la maquinaria positivista Homo sapiens, anduve con los instintos contemplativos en modo de cosecha de instantes para que sean develados en distinto mediodía. ¡Qué  rotundo diálogo con los instintos primordiales, con el mito y la magia muertepunguera!

La primera sorpresa de ida a la meta fija de Laguna Muertepungo, fue conocer que la Asociación Muertepungueros estaba reforestando la zona con flora endémica como el polylepis y otras especies vegetales de páramo, no hice fotografías  de la flora a la ida a pesar de lo tentador de congelar imágenes de diminutos jardines laterales de gencianas exhibiéndose, ¡cuán graciosas son apretujadas en lechos de jugosas  almohadillas de páramo! Estas ondulantes formaciones verdes además de ofrecer nutrientes a las flores violáceas de genciana, las protegen contra el deshidratante viento gélido y de los potentes rayos solares de la altitud ecuatorial. De hecho pensaba más en recibir la dosis de adrenalina extra que me daría la visión de la laguna deseada, así imaginaba que después de tal recodo obtendría el acicate mental para continuar airoso la caminata. Antes de obtener la certeza de que el descenso a la cocha era irreversible, tuve que superar la única cuesta empinada del recorrido de ida que se presentó en perspectiva como si fuese la cicatriz de un corte quirúrgico perpendicular en la frente del herboso cerro. A cierta distancia creí que hubiese sido el solo tramo de la ruta entera, desde la iglesia de Santa Rosa, en el que Rocinante habría utilizado su  tracción 4×4. Ya subiendo la cuesta supe que no habría estricta necesidad de poner en modo tractorcito a Rocinante y que si lo haría es porque en sí constituye una muletilla psicológica para el conductor, más que por exigencia de la vía que venía expuesta al barranco pero era solida y sin obstáculos o zanjas peligrosas. Intuí que al cabo de la cuesta obtendría la repuesta de cuán cerca o lejos estaba Laguna Muertepungo, y por fin pude tener cierto reflejo de la cocha aún lejana, aproximadamente a un kilómetro abajo del mirador del flujo lávico Antisanilla, era apenas visible porque se hallaba escondida tras la fantasmagórica barrera pétrea que la tapona y represa sus aguas. El parapeto lávico, conforme se acercaba al bípedo senderista, aparecía cual soberbio castillo medieval de Transilvania, allende el Paso del Borgo, es decir era como un sucedáneo andino de la morada del Voivode de Drácula, y él dispuesto a repeler con fiereza inquebrantable al invasor turco y así defender el tesoro acuático luminoso que resguarda entre lúgubres farallones.

Encaramado a cuatro mil ciento y pico de metros sobre el nivel del mar, desde lo alto del cerro ventoso y punto de inflexión rumbo a Laguna Muertepungo, ya elegí cual “pungo” o puerta montañosa que encierra a la cocha iba a ser el Predicador de silencios. Como es de esperar del contacto con los balcones andinos naturales, recibí atento la lección de geografía vivencial inolvidable hecha para la modalidad de lo visual que se apoya en la modalidad auditiva dominada por el rugido de Eolo y la modalidad olfativa envuelta por  los aromas de la flora de páramo que perdura, con su perfume salvaje, en los trapos del transeúnte. Trepado en terraza verde cubierta de almohadillas de páramo asociadas con gencianas violetas y celestes, el protagonista del paisaje panorámico era el flujo lávico Antisanilla. En reciente pasado había gozado de horas primaverales bajo el influjo de cadenciosa melodía de las ondinas de Laguna  Secas y Laguna Tipopugro, acá estaba pisando el otro extremo del fenómeno volcánico escupidor de rocas, a más de mil metros de altitud y once kilómetros distante de la quebrada del Isco, completando la visión del flujo lávico de arriba hacia abajo, magnífico panorama que  no había imaginado iba a contemplar días antes.  Si fuese cosa de bajar a las cantarinas lagunas del Isco por una lengua compacta de magma que se enfrió cual parejo engrudo borboteante, sería maravilloso descender erguido y silbando hasta toparse con ellas, pero la cruda realidad es un poderoso detente para regocijarse de lejos en lo de franquear los once kilómetros de campos de molones sueltos, superpuestos y yuxtapuestos. Semejante trabajito vendría a hacer del cuerpo-mente una piedra a cargar –no la del mentado Sísifo, sino la que uno es en sí en semejantes circunstancias–, o sea la propia unidad de carbono puesta a rodar cuesta abajo por inefable zahúrda de los sueños infernales de Francisco de Quevedo.

Entrar a Laguna Muertepungo pegado a la ciclópea pared nororiental fue una suerte de contemplación eónica del mundo. Cuán grato vino el encuentro con la puerta (pungo) del comedido Predicador de silencios y el resto de puertas (pungos) de sus pares, formando en conjunto imponente herradura montañosa.  Los pungos (puertas) no dieron lata insufrible al transeúnte, al contrario, lo honraron con su pose hierática resplandeciente aún resistiendo el embate de los siglos. Fue inevitable que uno que otro plástico o restos de vidrios de botellas estampados contra el suelo asomen en nombre del Antropoceno, la huella de neumáticos de automóvil, motos y bicicletas avisaban de visitas recientes, en todo caso de jornadas pasadas inexistentes en el espacio-tiempo en el que anduve. Al desembocar en la laguna, cuando se dejó ver entera, la primera impresión fue la catedral de silencio que los farallones erigían, y no fue a cuenta de la forma acuática que venía coloreada desde el gris plomizo al ocre rojo o rojo siena, dependiendo de la luz reflejando en algas ferruginosas. Después vino la impresión de aguas que al son del viento en popa eran como un caldo espeso meciéndose sobre el flujo lávico que reposa en el fondo. A falta de la visión del oso andino de anteojos, la vista de los patos de páramo alimentándose de bichitos que medran en la película de agua algosa, la vista de hermosos caballos pastando en los espacios verdes nivelados, fueron complementos agradables de la inmensidad de las viejas murallas herbosas y boscosas en las que dominaba el Predicador de silencios. Era el receptor humano de los encantos individuales y en conjunto del anfiteatro volcánico, no hubo más visitantes transeúntes en el lugar; la casa-refugio color ladrillo de Asociación Muertepungueros daba cuenta de que tenía gente adentro por la ropa tendida que azotaba el viento como si fuesen las banderas rojas y blancas del Predicador de silencios, agitándose airosas. La gente muertepunguera no se dejó ver y correspondiendo a su buen talante no hice mención de acercarme siquiera a su morada. Esta ausencia de visitantes me permitió moverme a ritmo de perezoso de bosque tropical, el lente de la cámara viajera capturaba con el mínimo esfuerzo imágenes profundas y vistosas de Laguna Muertepungo.

Si se hubiese dado el hecho de que la Asociación Muertepungueros abría el portón de control de la carretera para recaudar fondos que ayuden a sostener su propuesta ecológica -ya alertados con antelación de la presencia de grupos de turistas-, las extremidades doble tracción de Rocinante habrían galopado y cubierto la distancia a la regia cocha como si no existiese la aclimatación a lo desconocido muertepunguero, ese salto habría dado origen a otra aventura senderista que hubiera empezado en la laguna y concluido en ella. No habría sido el recolector de silencios que fui, la vista y murmullos de la humanidad motorizada hubiesen achicado el espacio-tiempo y difuminado la impresión de lo eónico de los pungos (puertas de la percepción), el ruido de la civilización siglo XXI habría cundido en las murallas y hubiese pasado desapercibido el Predicador de silencios.  Habría ganado otra aventura si llegaba al pie de Laguna Muertepungo con mi propia bulla y nube de polvo al mando de Rocinante, ¿qué sé yo?, de pronto  hubiese optado por perderme en la flora de los riscos o mejor extraviarme en los campos pétreos del flujo lávico. Pero no fue así, me quedé con la oportunidad única de dilatar la mañana y tarde primaveral pisando los distintos suelos biológicos del páramo muertepunguero.

Sí, ayudó que escogí a propósito un martes de una semana regular, con esa precaución a cuestas la posibilidad de que haga paso a paso la caminata no prevista –tal vez soñada– aconteció como si hubiese sido planificada de ese modo con antelación. Y así se plasmó, fue por añadidura el vuelo inmedible de ojos atléticos a horizontes volcánicos que no volverán sino es en el tiempo recobrado de las alturas del páramo muertepunguero nunca antes visitado por este mortal. De hecho, subir más de mil metros desde la iglesia de Santa Rosa, retrepado en la butaca de mando de Rocinante a una velocidad de crucero de diez a quince kilómetros por hora que es la velocidad natural del azaroso camino de campo que supera la zona agrícola ganadera y que da lugar a sendos miradores de lo exquisito volcánico que es una vitrina a los volcanes del círculo mágico de Lovochancho, los cuales se exhibieron  como  sobrias deidades  apolíneas y a la vez siendo sátiros ebrios de soledad musical en lontananza de un martes raro por su generosidad ambiental .

Imaginé que la mayoría de las fotos de flora de páramo las iba a conseguir al pie de Laguna Muertepungo, dada la exuberancia selvática montañosa que la rodea, no sucedió así porque fui poseído por la deliciosa pachorra de un perezoso de pluviselva, aunque sí me salió una chuquiragua, un botón de senecio que no había conocido antes, un par de margaritas y un escuálido dedo rojizo. La mayoría de instantáneas de la flora de páramo muertepunguero vinieron en la caminata de regreso, y tuve primero que sacudirme del perezoso de pluviselva encantado por el Predicador de silencios y sus secuaces. Hice la cuesta de regreso a la pequeña plataforma verde del mirador del flujo lávico Antisanilla, en el trayecto me obligué a retratar a la flor de Calcitium reflaxion, a flores de racimo de Monticalia andicola y, lo mejor, a  las alucinantes hojas lanceoladas, felpudas y nervudas pertenecientes a la planta Gynoxys hallii, no me llaman la atención sus flores amarillas sino las hojas que se acoplan milimétricamente por su lado verde dando la impresión de ser una sola hoja de color pizarra y sedosa preparada para capear los rigores de la altitud andina.  Acabando la extensa cuesta que hizo que lo demás sea papaya dulce, volví al campo de almohadillas de páramo de cara al flujo lávico que desciende a la quebrada del Isco, esta vez para aprovechar el tiempo de fotografía retratando  a las especies de gencianas que se agrupaban aquí y allá matizando el piso verde con los colores celestes y violáceos de diminutos jardines de Gentiana sedifolia y Gentianella cerastioides.