Tichya está en el punto de partida del sendero, apenas se detiene en el pintoresco letrero que reza A orillas del Machángara, rebasa la figura de la mano señalando con el dedo índice el futuro imperdible. Tiene rumbo en estos pagos prístinos: adentrarse en la ribera de bosque primario andino, bordear la vega y cañadas de agua dulce corriendo por el río nacido de las entrañas del volcán Atacazo. El añadido es que iniciando la marcha, con la saludable lentitud corporal que se le achaca al perezoso, oye la voz grave cargada de solemnidad femenina anunciando: A continuación la introducción metalera de las sagradas notas beethovenianas de A orillas del Machángara.
La introducción metalera fue breve y certera, cumplió su cometido de bienvenida eléctrica, desperezando a cabalidad la mente senderista. Acaso pende en el aire salvaje esa suerte de himno beethoveniano que debía ser A orillas del Machángara. Se quedó en cortesía, cunde el rugido de la naturaleza original como auténtica evocación beethoveniana. Tichya, agradece el latigazo despertador de la guitarra, el bajo, la batería, el violín, el sonido del viento acompañando los reclamos guturales del intérprete metalero. Lo demás lo pone este sendero y su entorno que es en sí el himno del caminante.
¡Qué ágil bordea la vega el sendero!, pegado a las faldas ondulantes de la peña evita el humedal y aligera el ritmo de marcha en desniveles mansos. Festival de flancos herbosos, detrás fauna y flora endémicas brotan del bosque primario andino. Intrépido puentecillo colgante se ofrece para cruzar el río sorteando grandes piedras en bramido de incipientes cascadas color melcocha: aguas canoras revientan en piscina de fondo cristalino de pardos guijarros. Espejo de agua reflejando el azul del cielo como un ojo abierto entre nubes azucenas.
Aves remolineras se bañan jugando con los lirios de agua de pétalos violetas. Embebido en bosque de fragancias silvestres, el quinde negro pica en faroles rojos y, a los ojos de Tichya, es el príncipe de la especie alada que prospera en radiante arcoíris nectarívoro. Los glotones mirlos cantan a la primavera de la mañana viajando con la meseta andina al otoño crepuscular, allá se recogerá en lejanos murmullos de pluviselva.
Abandonado el húmedo verdor de cañada, llega el lamento del pavo real alzando vuelo de la esponja vegetal suculenta. El río se estrecha y aúlla en veloz retirada, y Tichya descendiendo con la imperceptible gradiente montañosa perfumada por matas de menta en nupcias con mariposas de cristal.
El río encañonado corre celeste, reflejo del cielo límpido que reúne cóndores, arriba han ubicado los despojos del venado cornudo que el puma despreció por hartazgo. Tichya, presiente el fin del sendero con el trecho de orquídeas estallantes. Ojos atléticos descubren el valle inconmensurable, a oriente, difuminando en lontananza, chocando con el último escalón de colmillos andinos. Invisible está el imperio de los sudores y exuberancia sin par de la cuenca alta amazónica.
La plataforma gris de granito corrugado topándose con el abismo verde, es el balcón oblongo y panorámico de lejanías primordiales, es el detente del sendero desembocando en el salto de agua que cae vertical al agujero pétreo insondable, bóveda sin eco del golpe de agua en el lecho que, Tichya, figura como la morada de la deidad a orillas del Machángara.