Estas son las primeras palabras que vuelco en un cuaderno de bitácora que será intermitente, sin fecha ni horario en el calendario. Desde que tengo uso de razón y memoria me he narrado historias orales, hoy me nace hacerlo en la modalidad escrita por la aventura inédita que inicié libre del todo del chip conductor de Racionalidad Digital, y no podía tener un mejor título: El hombre sin espejos. Empiezo: me recogió puntual, al final de la manga aérea, el AVUA, modelo libélula fucsia, y cerré los ojos en el pasado y los abrí en el futuro. Así fue el trato con Malinche, abandonar sin adioses ni preámbulos la piel del Chancusig de la vida rápida por la piel del Chancusig de la vida lenta. Me mandé a mudar a media tarde y desembarqué ligero, lúcido, estrenando la piel del intrépido expedicionario, convengo que ayudó la siesta que tomé ni bien alzó vuelo vertical la libélula fucsia. 

El AVUA insonoro, de ventanas opacas sin reflejo, apenas se balanceo suspendido a ocho o nueve metros del suelo boscoso a pisar en la tierra prometida, y fue abrir los ojos al portal de cielo parcialmente cubierto por nubes de algodón jugando con la luz filtrándose a raudales en el calorcito de valle subtropical andino. Dejé el  portal del AVUA y descendí por la rampa transportadora al punto de aterrizaje. Estaba de pie absorto en mitad del puente peatonal de madera roja adornada con estrías blancas y motas negras, la madera mate venía envejecida gracias a la integración molecular de la materia que habrá encargado Malinche para crear este detalle de bienvenida al aventurero Chancusig. El puente está dentro de lo artificial al que echa mano el contrato de servicios de refugio esencial celebrado con Malinche, entiendo que las cosas que no son originales y han sido construidas a base de integración molecular vienen de cajón cuando las circunstancias así lo ameritan, sin afectar la biosfera prístina ni la aventura en lo ignoto en sí del señor Chancusig. No viene incluido en la vida lenta el repudio a un mínimo de muletillas de época, pues, no estoy aquí para rendir homenaje a la remota historia de Robinsón Crusoe. A la verdad, lo que menos quería él famosísimo náufrago, Robinson Crusoe, proveniente de la homónima ficción del Siglo de las luces, era aislarse de la cultura y régimen social de su tiempo. Sí siento afinidad con la aventura de un ente de ficción legendario, el cual quiso renunciar en cuerpo y alma, no solo a su época las luces sino a ser parte de la especie humana y es Gulliver, en el País de Los Houyhnhnms.  No soy un náufrago de Racionalidad Digital, soy un renacido de mi propio espacio-tiempo. 

Aterrizar en el puente de bienvenida a la aventura de Chancusig, y fue sentir que había sido arrojado al espacio-tiempo de la duración del instante o vida lenta. Se agradece la experiencia ganada en mis salidas de engorde a la biosfera alterada, valió la pena el alto precio que tuve que pagar para aburrirme de lo lindo sin apartar el cuerpo ni un centímetro de la cinta transportadora panorámica, solo aguardando el feliz retorno a la cueva digital, me río suponiendo que mucho peor  hubiese sido el fastidio dando la vuelta retrepado en un sillón ergonómico. Lo cierto es que el detalle de pasear de pie en la simulación de andar por libre en senderos de biosfera domesticada, impulsó esta mudanza. Orearme en los circuitos de Oréate, vino a ser la capacidad que tengo aquí y ahora de distinguir lo adquirido. 

Aterrizando únicamente valía mi cuerpo-mente para tomar decisiones y moverme ya no por inercia de un holograma o un circuito domesticado, sino accionar el conjunto Chancusig y hacer los pasos siguientes que lo conduzcan a su residencia aún invisible. Apoyado en el pasamano de madera que prolongaba las mismas características del material y colores del puente, me quedé con la primera pintura imborrable de la tardecita: el aire suave y tibio venía perfumado por algo más que los sauces melodiosos en perspectiva dibujando arcos danzantes de una lejanía propia. Saludé con el arroyo correntoso de agua clara y fondo pétreo. 

Dar dos pasos fue colgarme del pasamano opuesto, y, respirando el mismo aroma ribereño, descubrí otro paisaje de cara al río despegándose del túnel claroscuro de sauces llorones y corriendo hacia herbosa vega que venía a ser distinta lejanía y distinto paisaje. Una bandada de aves azules alzó vuelo, sacándome del ensimismamiento. Miré arriba buscando a la libélula fucsia, se había ido ya, ni siquiera esperó a que le diga “que te vaya bonito”. El contrato de servicios con Malinche dice que cumplidos los 365 días vendrá el AVUA a ponerme de regreso en el mundo cavernícola digital, pero el contrato también estipula que puedo prorrogar mi salida cuantas veces quiera o sea al infinito, y más allá aún… No soy el Doctor Fausto pactando con Satanás sino el señor Chancusig pactando con la arquitecta Malinche.  Dicho el “que te vaya bonito”, inexplicable dicha por las “naves quemadas” me invadió. Estupendo, no hubo adioses, y me olvidé del AVUA. Con los pies en el puente, volví a lo me atañe y observé dos trochas de grava apisonada o algo así serpenteando, en las respectivas orillas a favor de la corriente de la vega herbosa. 

Salí del puente y tomé la trocha contracorriente camuflada a izquierda de los sauces arqueados y flanqueada por una hilera de cedros en flor perfumando el medio ambiente. Reconocí el olor dulce y almendrado de los cedros en flor en el corto trayecto claroscuro de andar sumido en él, pues, es un aroma que me es familiar. Coincidencia o no entre las caminatas que hago para menear el esqueleto y mantenerme en mínimos saludables allá en la cueva digital, una de mis favoritas es la del holograma odorífero de cedros en flor. En este punto reafirmé la radical diferencia entre lo que es holográfico y lo que es original, fue una extensión del momento demorado del aterrizaje y ambientación en el puente. Es fundamental esto de reconocer la vida lenta de entrada, y ser parte de la gran diferencia con la prisa que cargaba de zafar de los circuitos en la biosfera alterada de Oréate.  

Emergiendo del trayecto claroscuro de bosque ribereño, copó los sentidos del senderista el cuadro de la nave de multicristal que en sí constituye la base del renacimiento del señor Chancusig. De una se mostró el escenario de mi residencia con los pies en la tierra; allí, la mansión oval de mi destino que, por un efecto óptico pasajero, lucía kilométrica, y era un ojo cósmico verde-pardo aguardando al único invitado a gozar de sus encantos. De hecho la mansión Chancusig es inmensa para un solo ocupante, materializando el minimalismo puro que encargué a Malinche. Sus medidas, a ojo de buen cubero, son: más o menos de cien metros de largo por sesenta metros de fondo, en su máxima extensión, y cinco metros de altura. El ojo Chancusig, está acoplado con holgura a la plataforma de roca blanca marmoleada, roca que hace un escalón de unos diez metros de altitud que desciende por una rampa corrugada y ondulante de amigable pendiente conectando con el sendero. Natural y sobrio acceso al hogar; sí, taxativamente, es el primer hogar del señor Chancusig. 

Mi hogar ocupa un tercio, en el costado izquierdo, de la luna menguante que forma la gran muralla de granito cortada a pique. La muralla es eónica, es el colofón pétreo esculpido por el tiempo, una obra de arte geológica de vetas horizontales de azabache mate intercalando con vetas rojo añil. El cuadro integrado del ojo cósmico y la muralla de luna menguante, sacudió la república de células denominada Chancusig. Calculo que la muralla, tiene un frente aproximado de trescientos metros con una altura de treinta o más metros. Esta reliquia temporal me llegó nítida a la vista, levantándose airosa al tope del vallecito flanqueado por colinas bajas que, allende su aparente redondez cimera cubierta por especies arbóreas propias de bosque seco, denotan alta dificultad para ser escaladas por el señor Chancusig, quien dicho sea de paso no vino acá a cometer ninguna proeza ascensionista.

Iniciado el crepúsculo de nubes arreboladas formando un campo arado celestial entre jirones de azul lavado, observé desde la altura y mirador privilegiado del ojo cósmico que, a media cuadra siguiendo el pie de la pared de granito, brota del subsuelo el río de agua melodiosa. De golpe surge la corriente freática, de la muralla nace el agasajo a la vista y a los oídos. Entendí que la muralla de luna menguante es el símbolo non plus ultra, hasta aquí llega y de aquí parte mi aventura. El arroyo viviente de la muralla de granito se dispara raudo aprovechando el desnivel del lecho pedregoso y escalonado, y, corriente abajo, antes de entrar al bosque claroscuro del puente de bienvenida, sortea grandes piedras polimorfas. Y sí, es de celebrar que Malinche supo interpretar lo subliminal de mi pedido de aislamiento en lo silvestre, en esto consiste mi incomunicación con Racionalidad Digital.