Puerto Iguazú
Aterricé con la tarde de domingo, cursando el tercio final de octubre, en el aeropuerto Cataratas de Iguazú; una combi me dejó a puertas del pequeño y acogedor hostal muy bien ubicado en un barrio tranquilo y arbolado, teniendo el centro de la ciudad a mano, caminando diez minutos. Puerto Iguazú, de 40.000 habitantes residentes permanentes (no sé cual es la población flotante que llega acá de aproximadamente un millón y medio de visitas al Parque Nacional Iguazú, que se reparten entre los meses y estaciones del año austral), es la puerta principal para acceder a la mayoría de saltos acuáticos del río Iguazú. Vine en provecho de la temporada baja, a mediados de la primavera austral, evitando así los picos de visitantes de temporada alta, sabiendo que por acá no para el flujo de turistas pero al menos merma lo suficiente para no agobiarse y hacer que cunda el ansiado encuentro con las cascadas de Iguazú, portento de Gaia. Al caer la noche se desencadenó diluvio tropical acompañado de relámpagos y del alarido metálico de las chicharras que me hicieron pensar que tendría jornadas mojadas por delante pero no fue así. El día lunes se presentó amable con el viajero, nublado pero sin precipitaciones de rigor y de aquí fue a mejor el factor meteorológico tuve días secos, cálidos y parcialmente despejados.
La lección de no traer a Puerto Iguazú dólares manchados la aprendí apenas quise pagar el alojamiento. La costumbre de andar con billetes de dólares trajinados en Ecuador, se topó con la sorpresa de que acá no los reciben si están marcados con sellos, firmas, etcétera. De esto no tuve noticia en la parada de rigor que hice en Buenos Aires para hacer el peregrinaje a lo de Sabato. Los billetes que pasaron el riguroso control de la recepción del hostal, alcanzaron para cubrir las seis noches de estadía y el copioso desayuno de la mañana siguiente. Alguien se apiadó del viajero con dólares manchados y obtuve los pesos suficientes para fundirme con la melodía y poesía acuática de ríos y cascadas.
Puerto Iguazú resultó una ciudad propia para el andar y ver sosegado, uno puede echarse a caminar por sus calles y avenidas sin la preocupación de extraviarse, y sí jugar a perderse en la milla central repleta de comercios, establecimientos hoteleros y de comidas y bebidas. Para comer con las tres B están los menús populares del Mercadillo; para tomar la fresca y llenar la vista con paisajes ribereños está el amplio paseo al filo del río Iguazú que desemboca en río Paraná.