El Ogro
El Quilindaña, pico de 4919 msnm., situado en el Nudo de Tiopullo, viene rodeado de extensos pajonales de alta meseta andina y jardines de superpáramo, suele estar escondido entre nubes tras el volcán Cotopaxi y su apéndice el cerro Morurco. Cuando se destapa la cara norte del Ogro, la poesía visual brota de su oscura pirámide de roca vertical levantándose sobre ancho zócalo de conglomerado volcánico.
Aquí dos párrafos tomados de la novela episódica De montañas, hombres y canes, correspondientes al capítulo La voluptuosidad del Ogro, inspirado por los viajes y campamentos del sujeto de la experiencia en el Quilindaña.
Lester González, se adentró en las particularidades herbosas que hacen el entorno del lago oblongo al pie de la cara norte del Quilindaña; viene atrapado entre las antiguas morrenas que bajan formando flancos, teniendo como tope la pirámide meridional que lo resguarda del aire inflamado de oriente, haciendo que se pare junto a la fuente a despojarse del exceso de ropa de abrigo que trajo para no dejarse sorprender del frío o la lluvia helada que podría caerle cualquier rato. Llegó acá prevenido sobre este animal andino y sus imprevistos cambios de humor, lo estudió en el ciberespacio antes del encuentro. Para evitar la insolación, se quedó con el fino pasamontañas de lana de vicuña cubriendo su cabeza y enmascarando parte de su rostro; aunque antes de subirse a Rocinante se embadurnó de protector dérmico, está tomando las precauciones de rigor ante el implacable sol de altitud. “¡Aquí me quedo!”, aulló tan pronto se le llenaron los ojos con la masa de agua dulce meciéndose entre las paredes del pajonal ora amarillento, ora verdín. Cual ensueño, se vio enfundado en el traje interior rojo que hace poco adquirió con la garantía del vendedor de que el viento no le calaría los huesos. Le divierte su quijotesca estampa, la proyecta en el espejo de agua, está como si calzara paños menores de una época caballeresca, apenas levantado en el regazo de Yurac Cocha, a más de cuatro mil metros de altitud sobre el nivel del mar. La brisa no lo entumece habiendo dejado de andar, es una caricia lacustre, y, Nefertiti, convertida en ninfa acuática, flota cara al sol, muy cerca de él.
Lovochancho, más arriba, en Verde Cocha, se cree privilegiado por los favores del Ogro, que ha soltado a sus náyades en vez de enviarle a las tempestades que de corrido echa sobre los que osan traspasar su círculo de seguridad. Diferentes viajeros de talla, románticos e ilustres geólogos, como H. Meyer, apenas pudieron contemplar de cerca el cuadro entero del Quilindaña porque es un alfa-andino-dominante, no aguanta que se lo queden mirando, hacerlo es retarlo a batirse, y de ahí su fama de energúmeno. En la pasada visita que hizo al Quilindaña, fue arreado a la cumbre, pues, no lo habría pisado sin las seguridades que le brindó Kantoborgy. Esto cuando ambos eran ciudadanos pata-al-suelo y un Rocinante todoterreno lujo inaccesible a su economía, lo que hacía de la aproximación a una montaña el pretexto para una excursión de días, como en los tiempos del caballero Whymper. ¡Oh, jornadas de andar potente, alivianados de plata, pero pudientes bajo la carga de los campamentos 1, 2, 3…! Días de devorar la exquisitez que sus escuálidos bolsillos les permitía, verbigracia: chaulafán andino, platillo único que Adelaida Matute no aceptaría “ni estando perdidamente enamorada de ti”. Aquella ocasión tuvo ciertas horas para retratar al Ogro; no obstante, la mayor parte del tiempo, él se acogió al silencio envuelto en niebla y fue renuente a mostrar su desnudez de cuerpo entero. Pero tampoco lo castigó con su común intemperancia, se puede decir que fue tolerante con la presencia humana; aunque sin intimar como lo hace ahora, paradójicamente, cuando vino de visita ida por vuelta. Hasta aquí dobló el lomo manteniendo el ritmo que enalteció al caminante, ahora levita entre los elementos de la montaña cristalina: agua, pajonal, neviza, roca parda y gris, firmamento azul estriado. Atrás se estacionó el asco de ascender cediendo al paso moderado convencional que manda al olvido los instantes duros del montañismo, y todo es un presente prometedor. ¡Cuánto ha avanzado en su percepción sobre los cuatro mil quinientos metros de altitud! Cómo se regocija de este silencio lacustre, envuelto en la melodía de las ninfas que le abrieron el sendero a su recogimiento. Libre del ruido de engranajes artificiales, a puesto suficiente distancia con esos bólidos que le resultan aquí una fantasía, con ello la suerte de esta mañana se decantó.