Tichya se para y torna a ver cuánto ha avanzado en el viaje de punta rocosa a punta rocosa, teniendo como intermedio a la playita extendiéndose placentera al son de manso oleaje. Aproximándose al otro lado no solo se ha estirado la playa sino que ha crecido en su ancho, y  luce la fina arena crema abundante y caldeando bajo el borde del bosque de Manzanillo desembocando verde y frondoso en el filo marino. Manzanillo: hermosura arbórea conteniendo el fruto prohibido al mortal humano mas no al mortal galápago. Bosque de manzanillos llamando a anidar a su pie, y amparo, a las iguanas marinas formando un ruedo de cofradía bañista tomando vitaminas solares y elevando la temperatura corporal interior para digerir su dieta vegetal submarina.

 

¿Qué ve Tichya exaltada?… Es la figura caballeresca del Quijote, a lomos de Rocinante y de Sancho, a lomos del innominado rucio de su adoración. Caballero y escudero vienen avanzando en silencio y están a tiro de vista, en breve ambos arribarán al punto del espectador del portento, embebidos en la alegría del paisaje y agasajados por la brisa de media mañana, mientras sus monturas chapotean en la línea gris húmeda de arena dura que apenas lame el mar y se retira burbujeando. 

 

Don Quijote, ladeando a trochemoche su fina estampa de caballero armado presto a galopar lanza en ristre a acometer endriagos y vestiglos de archipiélago tropical, más bien cabalga desinhibido y atento al paisaje, suelto de manos, hermanado en ello con su amigo y escudero Sancho Panza. Se diría que  Don Quijote va de pensador contemplativo antes que buscando solucionar entuertos que no vislumbra en parajes que elevan la mente y el cuerpo a estadios poéticos. En todo caso, Tichya, reflexiona que esta suerte de acontecimientos contemplativos vendrían a ser la normalidad de Don Quijote y Sancho acá, o sea mientras permanezcan en el mundo original de las Islas Encantadas. 

 

Don Quijote y Sancho se mueven en modo beatífico, beneficiándose de la conjunción lumínica de tierra, océano y cielo que se generó tras el espanto de tormenta eléctrica sumada al diluvio de acuarela oscura galapagueña. De la oscuridad de bosque seco, mojado, que flagela los ojos con rayos y retumba en los oídos con relámpagos, nació la luz y calor de playa nivelada, más larga de lo que acaparan los ojos y colmada de tierna arena cremosa acotada por cúmulos azabaches de roca volcánica fúlgida. ¿Y qué más añadir del fastuoso ramaje artrítico de los manzanillos? En sí es la primera playa de esta modalidad extensa y ancha que Tichya encuentra de sopetón, por obra y gracia del sendero que conduce de la tempestad enceguecedora a un tesoro escondido en medio de las tantas caletas que desaparecen del plano playero, entregando su orilla arenosa al reclamo de pleamar. Y, por excelsa coyuntura, a la mañana que ya ganó para sí el título de plácida apenas llenando el horizonte con la silueta de Isla Floreana, arribaron a estos pagos el Quijote, Sancho, Rocinante y el rucio.

 

Desmontan de sus cabalgaduras y no rebasan y tampoco paran mientes en el sujeto de la experiencia que viene a ser testigo afortunado de un episodio atípico del Quijote, dado en el archipiélago de Galápagos, asaz distante del continente sudamericano. Digamos, Tichya, que Don Quijote está aliviado de la dinamita presta a explotar del caballero justiciero que es y, de repente, es nuestro anarquista cabalgando no solo fuera de su tierra natal, la España de Cervantes, sino  lejos del continente en el que habita y medra el bípedo depredador del pedazo planetario llamado Ecuador. Entonces, cabalga también fuera de la atmósfera del Ecuador de Montalvo, fuera de la altitud de la serranía y valles primaverales incrustados entre los altos Andes ecuatorianos, hay mil kilómetros de océano de por medio y océanos de tiempo volcánico detenido en las islas nacidas del fuego submarino. 

 

Don Quijote, apeándose en el borde de los manzanillos, aspira hondo aprovechando la sombra y frescura benefactoras del ramaje de bosque dilatándose lo suficiente hacia la tibia arena dispuesta a convertirse en ergonómico colchón para los caminantes. Una vez que Sancho le quita el peso de la armadura y las armas, manifiesta que es de agradecer tener a mano la visera de los manzanillos, esto ante la canícula que inició su ascenso al clímax de mediodía isleño ecuatorial.  Don Quijote, solicita de buen talante a Sancho (acogiéndose al juvenil humor mañanero que los acompaña desde que se dio el cambio de tercio del bosque seco a la playita donde reina la distensión de bajamar) que procure brisa a Rocinante y al rucio, que los libere del yugo de monturas, víveres y arreos para que puedan mudarse desnudos a las delicias del sitio y husmear en las barreras de orilla rocosa y en el piso biológico aledaño, donde podrían hallar  pampa de humedal escondido y hartarse de hierbas suculentas. Añade que si los cuadrúpedos tienen sed beberán agua dulce del cielo atrapada en cuencos naturales de campo volcánico, y que el lugar sea en dichos animales puros una ventura tal cual lo es para el caballero y su escudero. Don Quijote le participa al amigo Sancho que han de ser dignos de este remanso galapagueño haciendo realidad el goce playero de Rocinante y el rucio, que el uno se eche a relinchar de dicha y el otro rebuzne de contento, y ambos se entreguen a la vida plena como lo hacen los chivos en brisa. Recalca que tanto Rocinante y el rucio están avisados de que el fruto del manzanillo es veneno letal para ellos, aunque no sea así para los centenarios galápagos que los engullen como si se tratase de dátiles exquisitos. 

 

Tichya, viene atenta y halagada por interpretar para sí misma el rítmico castellano de católico viejo del siglo de oro que, a sus oídos, le infieren tales magníficos caminantes e ingenieros del lenguaje emancipador quijotesco. Sancho, suelta entre risas sonoras viajando a carcajadas, a estómago rugiente, a Rocinante y al rucio. Así les comunica, valido de sendas venias de aprecio y respeto por su aporte impagable a la causa de Don Quijote, que sus señorías cuadrúpedos tienen brisa en popa para iniciar un coloquio de caballo a rucio, o de rucio a caballo, si les place; igual pueden  irse al mismísimo horizonte donde yace la silueta de Isla Barataria, si les apetece. De regreso a la sombra fresca de los manzanillos tiene a bien dirigirse a Don Quijote, y le confiesa que la tarea liberadora que hizo es precisamente lo que él iba a proponer hacer con un discurso menos sabio pero no menos idéntico de la cosa en sí que concluiría en el alivio de útiles ajenos al cuerpo del rucio y al cuerpo de Rocinante, y que sus señorías cuadrúpedos desnudos susciten sus propias y pequeñas felicidades como a bien gusten en el escenario que sin duda tendrá más movimiento que el escenario de los bípedos implumes. Entiende que la necesidad de comida y bebida está cubierta para los humanos, tuvo la precaución de portar sencillas cosas de comer en la alforja y a la hora de hincar el diente, con el apetito saludable que abre la intemperie de este privilegiado sitio, vendrán a ser cositas finas que a él, Sancho Panza, le proporcionarán pequeñas felicidades terrenales aunque no provengan de las altitudes que alaba y consume Don Quijote, en su condición de caballero que se manda a mudar a donde su afán de aventura total, a vida y muerte, lo lleve.

 

Los amigos veraneantes, con el ánimo de oxigenar sus cuerpos, se han quedado en paños menores, la brisa corre en aras de ahuyentar los mosquitos y ya estirados, ya recostados o sentados teniendo el borde de arena de mullido respaldo, respiran la fragancia post-aguacero que expide el bosque y la tierra que habita. Ahora son sujetos playeros unidos al círculo de las iguanas marinas en una suerte de momento interespecies, agasajados por los elementos. Han colgado a orear, al son de del oleaje, las prendas de vestir y, con antelación, el diligente escudero hizo lo mismo con las monturas, arreos y víveres que vienen uncidos a primordial limpieza y ventilación en el espontáneo, versátil y amplio perchero a la intemperie que ofrece el ramaje bajo de los árboles de manzanillo.

 

Don Quijote, en tensión relajada, le avisa a Sancho que suspende su ayuno ipso facto, puesto que ha superado con largueza las horas que prometió pasar sin ingerir alimentos mundanos, esto en homenaje al aniversario de la doncella que se abstiene de mentar no por misterio alguno sino porque a partir del instante mismo que concurre, en el sitio de su resolución íntima, declara que la belleza sin parangón de la innombrable es una presencia inmanente a las Islas Encantadas.  De lo dicho se desprende que la hermosura de su señora estará presente a donde fueren de visita mudándose de aventura, está aquí hoy y lo estará mañana cuando viajen a Isla Barataria, la isla volcánica que Sancho se adelantó a nombrarla así, apenas fue verla en el horizonte entre el cielo y el mar despejados y quedó prendado de su voluptuosa figura. Don Quijote, manifiesta su voluntad de apuntarse a la degustación de las viandas que con su generosidad habitual provee el amigo Sancho y, cuando sea oportuno acorde al reloj biológico del precavido escudero, se concrete la repartición de cosas finas de comer. Que cunda en provecho del paladar la tortilla de patatas y guisantes verdes, que nutra el escabeche de champiñón y calabacín y, para limpiar el gusto, que venga la horchata aromática nativa a falta de vino tinto manchego.     

 

Tichya, se manda a mudar tomando el filo de arena amparado por la sombra del borde boscoso; ha cogido ritmo de caminata con el trino melódico de pinzones, copetones y demás avifauna del paraíso sobre la marcha. Por inercia, se aleja del escenario quijotesco, el cual se ha  recogido en un remanso de silencio. Tichya, pasa de regresar a ver y tampoco le dedica ningún adiós al portento dado porque lo lleva adentro de una casilla de memoria intempestiva. Será la memoria intempestiva, después de acogerse a ineludible lapso de maduración, la que disparará este escenario reinventado en el futuro. De repente, Don Quijote, Sancho, Rocinante y el rucio, se encenderán como un relámpago de entendimiento, sin que intervenga la voluntad del sujeto de la experiencia del mañana. 

 

Tichya, cursando la canícula del mediodía ecuatorial, reconoce la entrada del sendero de salida ingresando a la boca flanqueada por paredes de hierbas rastreras. Es el caminito de la mañana que apenas lo siguió con la vista un trecho corto, el resto fue seguirlo únicamente con los pies debido al enceguecedor diluvio acaecido de porrazo. Alucina con la trocha abriéndose quirúrgica entre la maraña impenetrable de palo salado, tal intrincado cúmulo de bejucos de fúlgido verdor es el espacio oscuro y fresco donde anidan las iguanas marinas, pero vendría a ser un infierno a cruzar para el bípedo implume. A la verdad, no entusiasma caminar y ver todo al revés, desde el final al principio, extrañaría la tempestad y tormenta eléctrica que fue la energía que movió su mente-cuerpo al hallazgo de la playita. La flecha rutilante de fondo rojo y marco negro, invita a tomar la banda rápida de regreso al Callejón del Lagartijo.