Línea florida
Serán otras flores de Bartsia laticrenata Benth, las que vendrán a los ojos atléticos del futuro, esa versatilidad del instante es lo que hace precioso el tiempo recobrado. La línea florida de Los Pichinchas brota espontánea recorriendo en la mente el tiempo-espacio donde hubo flores archivadas en la memoria mágica, esto con opción a ser descongeladas intempestivamente. Las flores y paisajes de este artículo son tan solo una muestra de lo capturado por el subconsciente y el fin de la cámara fotográfica del viajero es poder recrear instantes del pasado para contemplarlos en el presente tan frescos como fueron en su mañana de cielo celeste, mañana despejada y cálida de altitud andina, cosa de festejar conociendo la meteorología caprichosa del superpáramo, la que funge de radical cuando en minutos cambia de genio y de regio calorcillo se manda a mudar a temperaturas gélidas, cubriéndose de espesa niebla borra de su entorno toda empatía con el paisaje que deleitaba al senderista. De repente uno es expulsado del paraíso de las montañas tropicales, a golpes de granizo en la testa. Lo cierto es que a mayor castigo menos recuerdos desagradables del fallido anfitrión de marras en la altitud andina, el acontecimiento tormentoso se ablanda con el paso del tiempo y no hay lindas fotografías de por medio que digan ¡así fueron las garroteadas que te dio el Rucu, o mejor, el Ogro Quilindaña!
Pincho va trotando en el pajonal, se aleja airoso de las voces humanas ya difuminadas por el viento. Los bípedos también se han dispersado, cada quien tomará el rumbo que les brinda esta jornada dedicada a pisar la línea que une a Los Pichinchas. Nadie preguntó hacía dónde iban antes de romper filas, sin embargo, si hubiese que dar una respuesta sería: aquí no más, a darle una vuelta al Rucu, hasta que llegue el momento de devolvernos a Rocinante promediando la tardecita. Los tres mamíferos que van por el filo, abren sus sentidos a la lustrosa dentadura del pico Padre Encantado. Kantoborgy ha retomado su tranco y efectuará otras progresiones en el fondo que une el celeste del cielo con las testas grises de los animales andinos.
Pincho pastorea, se ha volcado al vaivén propio de la raza a que pertenece, se divierte yendo y viniendo; a ratos da alcance al amo y luego se detiene a husmear para darle tiempo a Lovochancho para que se le acerque y de esto ir a su encuentro batiendo la cola por lo alto. Después de unos minutos de ir junto a Lovochancho se separará de él y, merced al uniforme y vigoroso trote que le permiten sus largas zancadas rasantes al piso irregular, cubrirá el tramo que lo separa de Kantoborgy. Los dos bípedos ayudan tomando la distancia natural entre ellos, y Pincho disfruta del justo medio hasta que se decide a ir con el uno o el otro.
Lovochancho llena la retina del observador con el derroche de grácil fortaleza que le brinda el can Pincho. Kantoborgy, no se detiene ni regresa a ver atrás, se pierde con los silencios hacia delante, sin distraer el pincel del artista creador que anida en sus ojos. Los caminantes están entrando a ese estado de conciencia que los confunde con el páramo. Pincho sigue avanzando en el medio, los hombres se han borrado de vista uno del otro; mientras Kantoborgy bordea la roca cimera del Padre Encantado, Lovochancho estira la mirada hacia la manada de caballos salvajes que escapan por la hondonada. Ambos fueron a dar al collado que les regaló, por separado, la adusta negritud de la pirámide occidental del Rucu Pichincha que se une al circo aserrado del cerro Ladrillos. Lovochancho no reprime la emoción que lo embarga ante la faceta occidental de una montaña que la ha subido tantas veces por el otro lado, por la cara oriental. Esta es una ruta de reposo comparada con la de las jornadas de espartano esparcimiento, siguiendo la kilométrica vía que Aqueronte pasó de sufrirla. “Podrás trajinar mil días en esa vertiente, pero se quedará como la mujer amada que jamás se posee para poder desearla hasta el último suspiro”, susurró. Este rostro lavado del Rucu lo hace entender que no volverá a repetir la vía de la Boa sino como una exquisita lejanía, ya intocable. “Allí donde todo es figuración del placer que puede ofrecer una doncella”.
Bajo la cresta azulada del Rucu Pichincha, viene descendiendo en sesgo la figura difusa de un cánido, cortando el empinado arenal que ha amanecido límpido, en la patina de sus grises no se divisa huella humana. Lester González apostó otra vez por excepción a subir, lo hizo al collado que le recomendó Kantoborgy. Está saciándose del Rucu que no ha visto desde su lujoso ático asentado en una colina oriental privilegiada, que le da una mirada caleidoscópica de la metrópoli. En casa tiene a su disposición la faz oriental del Rucu, la que llegó a serle indiferente incluso en crepúsculos y amaneceres majestuosos, como si fuese naturaleza muerta colgada en la pared. Contempla arrobado, llenando el gran angular de sus ojos, la cara occidental del adusto Rucu, la que da a la línea que lo une con el incandescente Guagua. No puede evitar sentirse veterano de este páramo, aunque antes no pisó esta altitud porque el soroche lo mandó de paseo al valle de Lloa. Cómo sea, ésta es la prueba de su renovación psicofisiológica, ha sido pragmático integralmente, tiene fuerza corporal y su alma bebe de los pétalos humectados de la genciana celeste, Nototriche hartwegii.
LG ha vivido años al pie de Los Pichinchas, apenas a trece kilómetros de la boca hirviente del Guagua, pero sólo cuando este volcán hizo erupción de baja intensidad, deslumbrando al género humano que observó kilométrico hongo gris ascendiendo a los cielos, asumió de que estaba residiendo en el cinturón de fuego de Gaia y que es un sujeto inerme ante los fenómenos planetarios. Superado el susto (a la imagen de la apocalíptica energía que puede detonar un animal andino), le sucedió el desamor al mundo salvaje, sus sentidos retornaron al servicio de la superficialidad de los quehaceres arribistas. Eso del contacto espiritual con la Pachamama, a través de viajes sufridos a las montañas, era para los artistas del hambre. Él estaba ocupado haciendo billete, y no salía de la ciudad ni para ir a esas hosterías rurales de lujo que le recomendaba JP en aras de tomar buenos aires con una moza bonita. No requería de áreas verdes para montar su farsa de amor campero en casa, mediante las caricias que le prodigaban mujeres que se prestaban a disfrazarse de campesinas por una noche.
LG está paladeando las sinuosidades de Los Pichinchas con ojos de águila. Es formidable la aclimatación que goza en la media montaña, sus pulmones se han ensanchado, y no deja de contrastar el deplorable estado físico del bípedo callejero de ayer con la salud que despide el senderista de hoy. Le provoca placer acordarse de cómo apenas bajándose del todoterreno se metió prisa por subir, y caminó quince minutos hacia arriba y se quemó sin alcanzar siquiera a posar la vista sobre la caldera hirviente del Guagua. Cuando creyó que de golpe podía dar grandes zancadas “cual ejecutivo buscando ingresar al ascensor”, a poco se derrumbó bajo el látigo del soroche. En su segundo estar entre la línea del Guagua y el Rucu, se ha dado el gusto de hacer cortas progresiones ascendentes sobre el ondulante pajonal y, con Pincho -que mutuamente se hicieron ascos en un inicio-, ya se prodigan amistad de iguales.
Kantoborgy, Pincho y Lester González se reunieron en el arenal que baja a la costa, al pie de las murallas que han formado rocas erosionadas del estratovolcán, siendo el último paso dentado antes de tomar la rampa que sube a la cima del Rucu. Ellos se acogen al abrigo del atalaya que vigila el valle del Ensueño, tumbados en la suave y tibia arena cremosa. Kantoborgy goza de las lejanías como si estuviese en el palacio de su señora Galadriel; esta playita lo invita a irse con los filos de la gradiente andina descendiendo a la sabana, el calorcillo de la altitud quiere darse un abrazo con el sudor de los trópicos del océano Pacífico.