Estás penetrando a una zona peligrosísima, a una abominación no vista hasta ahora en estos pagos de Abraxas inspirado… jajajojojiji, bromita nomás era porque vas rumbo al mar y sus murmullos eléctricos y las formas salobres de artríticos mangles, andas en pos de calzarte los ojos oceánicos del vate Neruda y ver más que ayer como decía el artista pintor Mora. Vienes atravesando un segmento del infiernillo paradisiaco que es el bosque seco inédito y los aromas de palo santo como referencia aromática del conjunto vegetal selvático. Amiga Tilda, escapaste por los pelos al senderito de guarda parques que se ofreció a tu sed de silenciosos y encuentros cercanos con los ojos de las tortugas y los trinos de ruiseñores del alma. Los ojos del gran angular de la bípeda erguida se han llenado de gozo con la vista del juvenil galápago, ¿macho o hembra, qué mismo será?, para la ocasión suena bonito describirlo como epiceno de faldita escotada y escamas relucientes; “qué cinturita de la niña prieta”, podría haber dicho Inti si tuviese tiempo-espacio para quitarse la camisa de fuerza de la bestia humana apurada y parlanchina y escurrirse de la ruta de los existentes ávidos de selfis. Vaya que estuvieron cerca de alcanzarte el grupo de azuayos simpáticos a la distancia; oh, distancia, cuán propicia fuiste borrando a Tilda del camino de esos endemoniados pedaleando y a un tris de rebasarte. Se desquició la gente alegre que en el desayuno fungieron de turistas moderados, será que montan en bicicleta y creen que están sufriendo a la montaña rusa del mundo Disney, o peor aún a la Máquina Infernal, lo verídico es que se transformaron a tus oídos saludables en horda invasiva, auspiciados por el comandante Gritón. Apenas lo escuchaste vociferar “¡longa loma, puerca loma, sucia loma…! ¿dónde te escondes imberbe que no te veo?”, asociaste por el acento cantarín inconfundible que era el jefe del grupo del desayuno en el hostal Copetón. Rodaban en pos de Colina Radar y el mentado Muro, el comandante Gritón ansiaba finalizar el trayecto y de ahí su reclamo existencial de “longa loma… etcétera”.
Tilda mía, actuaste por reflejo y desapareciste en el senderito providencial que asomó a mano izquierda cual ente salvador de psicoterapeutas en apuros. Adiós comandante Gritón, la prisa te carcomía desde que cronometrabas, al puro estilo Inti, tu mañana en la isla que te habías propuesto peinarla en veinte y cuatro horas, incluida pernoctación de por medio. El grupo tenía que cumplir metas importantísimas como esa de “a la una almorzamos para irnos bien comiditos en la puerca lancha”. Jeejijijuju, salud a estos espíritus australes, son de antología, ¿qué dices?, embarcarse bien comiditos en lancha rápida y arrullados por el océano profundo de la tarde, coraje no les falta.
Te encanta toparte con conatos de bifurcaciones de senderitos que al cabo resultan desviaciones a distintos hogares de tortugas gigantes, aquí tienes uno lindo Tilda, ¿lo vas a tomar? Sí, husmea donde te apetezca, eres la tirana de tu tiempo-espacio, dale a ver con qué te encuentras al tope… ¿Viste?, esto es lo que te preparaba el desvío que decidiste experimentar: un galápago de respetables dimensiones está babeando y tosiendo fuerte como queriendo expulsar algo del interior del pico que si no fuese una herramienta para cortar hojas espinadas de cactus daría terror hacer contacto ocular con el espécimen de marras, si te mordiera te volaría un par de dedos fácil, en todo caso la realidad dicta que la especie depredadora por antonomasia es la tuya mi estimada Tildita, y él lo sabe desde que su especie guardó en su memoria el peligro inminente que significa contactar con la bestia humana. Pocas historias habrán de amistad sincera y perdurable entre galápagos y cristianos, la única que conoces bien y te ha conmovido es la relación del finado Solitario George (el galápago centenario que fue obligado a abandonar su divina soledad en Isla Pinta) con el finado Fausto Llerena (guarda parques que cuidó, en cautiverio, de principio a fin a la última tortuga de Isla Pinta). Mira tú, nuestro espécimen escupió un trozo de madera o algo así, vaya que en la escases de todo, todo es alimento para estos campeones de la supervivencia, ¿te parece poco aguantar hasta medio año sin comer ni beber? No exageras, y si así fuese prefiere exagerar a quedarte corta en tu admiración por estos adorables gigantes. Y a la verdad la capacidad de la especie de aguantar meses sin agua ni comida ha hecho que esté al filo de la extinción. Imagina, Tilda mía, el chollo para piratas y otras yerbas toxicas que incluyeron en su dieta a la carne viva de galápagos raptados para ser consumidos en travesías largas alrededor de los siete mares. Recupérate panita campeón de la auténtica resiliencia, nos vemos al regreso del suave descenso a lo desconocido marino, si todavía estás medrando en los alrededores.
Conforme te sumerges en la brisa del piélago que acaricia a la isla, viene un crescendo del compás melódico de olas chocando o lamiendo la orilla rocosa que deja al descubierto caletas de ensueño de arena gruesa pintona que incluye conchas machacadas por la erosión. Soñaste con piscinas de aguas cristalinas teniendo de bañistas tostándose al sol a hieráticas iguanas marinas y a ligeras y huidizas lagartijas endémicas; estás hecha amiga Tilda, vas a pintar ese sueño y exclamar: oh, frondoso y retorcido mangle de avanzada, en tu regazo voy a tender la cama playera. Tal maravilla es lo que te aguarda al final de la vegetación leñosa y pajiza que cede a tupido verdor de orilla, tuviste un adelanto de bajamar festonada de caletas combinando grises volcánicos con piscinas turquesas cuando tu gran angular capturó pinturitas nítidas desde lo alto de Colina Radar.
Las tortugas gigantes no habitan el piso biológico que forma la barrera vegetal de hiervas rastreras que precede a la orilla rocosa, y para ti sería impenetrable si no existiese el estrecho senderito recién mantenido y desbrozado a los costados por los guarda parques, y que nos place estrenarlo con los pies, ojos, orejas y olfato. De no tenerlo a disposición de la curiosa psicoterapeuta no habría un acceso gentil al pedacito de línea costanera que se viene a ritmo de lagartos marinos. Este laberinto de verdes matas entrelazadas entre sí traen la figura de una red del Reino Fungi en exteriores, y acá es de alivio saber que brillan por su ausencia los monstruos venenosos tipo serpientes o esos terroríficos dragones monitor, de filosa dentadura carnicera, que inyectan de baba infecta de gangrena a su presa para dado el momento tragarse a mordiscos a la víctima muerta o moribunda. Aquí, amiga Tilda, nada de miedos atávicos a tus antiguos depredadores, no eres presa más que de tu intuición galopante, y es difícil andar distraída, di tú en modo paseante de vitrinas de supermercado, donde compras poco o nada pero anhelas todo lo que se ofrece etiquetado a diestra y siniestra. Percibo que no anhelas cosas provenientes de los santuarios de la tecnolatría cuando se activan los cuatro ojos que tienes para ver más que ayer. Diste en el clavo, entraste de lleno en el territorio donde anidan las iguanas marinas; ¡alerta, alerta…!, comienza el movimiento de godzillas en miniatura, van saltando al senderito colas, partes de cuerpos y cabezas dragoniles que emergen del país del Rey Iguana.
Presientes, Tilda, que algo memorable va ha suceder porque surgen espaciadamente pares de iguanas erguidas, ya atravesadas a lo ancho o ya apostadas a lo largo del senderito flanqueado por paredes vegetales. Fíjate que no vienen formando el cuadro relajado de individuos de sangre fría estirando sus miembros anteriores y posteriores al máximo para tomar las vitaminas del sol que elevan su temperatura interior corporal en aras de digerir a plenitud su dieta de algas submarinas, sino más bien están adoptando impasible y solemne pose de guardianes del territorio del Rey Iguana. No es más un presentimiento sino una realidad incontrastable: pisas una plaza sagrada destinada a rituales del mismísimo Rey Iguana. En todo caso no hay marcha atrás, todavía te brindan espacios libres de roce interespecies, y ellos hacen caso omiso al paso sigiloso de la intrusa, que es decir que aupan tu resolución de continuar. ¿Intrusa?, sí, eso eres Tilda, no es que te has incorporado al paisaje natural como si fueses parte de una especie endémica de la isla, y la consciencia de no serlo es lo que hace que te sientas una alienígena de vacaciones en este pedacito impoluto del planeta poluto. Estos soberbios especímenes guardianes auguran algo mayor que se nos aproxima porque, no te engañes, vas directo al encuentro con el ser reptiliano que ya imaginas porque te ha sido anunciado dentro de ti como una fábula, estás sobre la marcha en lo que viniste a buscar fuera de la perenne bulla y gases tóxicos de megalópolis: realizaciones intempestivas.
Se viene, se viene, esto es orgiástico Tilda. Detente y apenas respira, controla tu impulso de gritar de alegría, relájate como la buena psicoterapeuta que te dicen que eres para otros y selo para ti misma, es el momento de crear involuntariamente imágenes, texturas, olores y sonidos prístinos memorables, sin selfis perecibles en lo instantáneo intrascendente, hiciste lo justo al darle su sitio al bicho que te inyecta el metaverso de todos los días, refundirlo entre la ropa sucia hasta que sea rescatado por ¿quién?… En efecto, por Tilda, la amante de la psicoterapia como sucedáneo del paraíso en los pulmones podridos de la posmodernidad. Jojojijijaja, ¡grosera!, respeta tu profesión para eso aúllas a rabiar en las redes sociales que la profesas siendo ínclita profesional a la manera de los críticos amnésicos del celuloide tipo Boyardo, Bayardo o Boyero. Chica, da lo mismo cualquier nombre si captas la esencia de la idea. Basta de bromear contigo misma, amordaza a tu risa de bruja urbanícola, ¡silencio, Tilda mía!, acaso no sientes lo que tienes a tus pies desde este escalón privilegiado, contempla y asómbrate mucho más que Napoleón ante las pirámides egipcias cuando dijo algo así de solemne a su tropa invasora efervescente: “valientes guerreros tres mil años de civilización los observa”. Acá tenemos a millones de millones años de vigencia de los dragones ancestrales expuesta en una iguana marina fuera de lote. Entérate chiquilla, estás ante el Rey Iguana que es monocromático por derecho adquirido, no viste colores porque no los necesita para ser cautivante, vaya que es tan apolíneo como te lo imaginaste en tus sueños húmedos, dobla el tamaño de las hermosuras reptilianas resguardando su círculo íntimo. Ya te quisieras la estampa de una sola de esas beldades antediluvianas, ¿en modo bípedo humano?, favor no digas burradas… perdón por el lapsus, hemos resuelto que en este mundo cero alusiones despectivas abusando de la inocencia de los animales puros, corrección: favor no digas humanadas, ¿oíste bien?
En el planeta de los humanos muchas comparaciones despectivas y que denotan perversidad de los individuos de la especie dominante, se sustentan en el comportamiento y en las imágenes de los animales puros salvajes. De facto el que va a ritmo de galápago es el galápago pero ella, Tilda, quiere experimentar, en el sitio preciso para ello, lo que es ir detrás de una tortuga gigante. Desde que pisó Isla Isabela con esa fijación a cuestas, está siendo acusada de pasiva por parte de Inti –ya con huecas palabras, ya con cansino lenguaje corporal–. Inti ha venido a ser para Tilda un índice de velocidad, es el ser que funge de idóneo espécimen posmoderno. Si ella no va a zancadas de manicomio, Inti la culpa de estar perdiendo el tiempo y, lo peor, hace que él gaste su tiempo rápido y fugaz en la vida lenta que ella propone acá, y la sola mención de bajar revoluciones lo pone fúrico.
Inti es como es o sea la esencia de la bestia humana apurada y parlanchina, mantiene su frenética existencia aun estando de paseo en las Islas Encantadas, y es algo incomprensible que a él le digan que vaya a paso de tortuga y aproveche en modo recogimiento su libertad de acción en las islas que vino a peinarlas en ocho días, en realidad vendrían a ser seis días completos quitando las dos jornadas de viaje aéreo del continente a Isla Santa Cruz y viceversa. Cómo es posible que Tildita afirme que no hacer nada es estar más ocupada que nunca, es exasperante que semejante conclusión filosófica del oscurantismo se ponga en práctica en la época de la cotidianidad automática y venga de alguien que pertenece al mundo del sujeto del rendimiento.
¿Qué me dices, Tilda?, no es chiste, busquemos un senderito primitivo de tortuga y literalmente vamos detrás del galápago que encontremos avanzando en radical soledad sin perturbarlo, caminando a prudencial distancia a su ritmo… ¿serías capaz de poner real distancia y tiempo con la bestia humana apurada y parlanchina? Vendría a ser un lindo experimento en la época donde la velocidad prima anulando la introspección natural del individuo mental, es corriente que hasta a la calma espiritual se la empuje al precipicio de la prisa histérica de la estupidización callejera. Para él, ir a paso de tortuga es estancarse cualquiera sea la circunstancia en que se halla inmerso como velocista de su tiempo-espacio, no importa si está en las meras Islas Encantadas, donde las tortugas gigantes son saludables paradigmas de larga existencia. La sicoterapeuta va a mandar bien largo al carajo al resto o sea al apuradito de Inti y ser lo que quiero hacer de este instante: una oda a la vida lenta.
–Tildita vámonos, por favor. Estás como atrofiada en tus marchas, pareces tortuga a propósito. ¡Apúrate!, tenemos lo del tour de bahía y observar a los pingüinos tropicales es tan caro como entrar al zoológico de San Diego, pagué por avistar al menos una docena de pingüinos ¿sabes?… Aquí no hay nada que mirar y no hay nadie civilizado a la vista a quien preguntar si ha visto algo imprescindible de ver. Madrugamos para venir a este lugar horrible, lleno de mala vibra, no perdamos más el tiempo en esta soledad de piedras y fantasmas de sufridores cargándolas para levantar desquiciada pared de catálogo turístico –berreó al viento Inti–.
Inti, apenas llegando al umbral del Muro, se empacó y se desentendió de continuar a pie más allá del parqueadero de bicicletas, se aburría a morir, no subió a Colina Radar para en la cima beneficiarse de aromática y melódica claridad ambiental mañanera que, en estos lares, constituye raro bocado del Olimpo. Hizo ascos a las profundidades eléctricas del océano Pacífico, donde se mostraban las siluetas de Isla Floreana e Isla Santa Cruz. No hubo para él sendas vistas panorámicas a la cercanía de Isla Tortuga y Bahía Puerto Villamil, siguiendo la línea costanera a sureste; no hubo vistas de la zona agrícola y de la cordillera de Sierra Negra, al norte; no hubo vistas del volcán activo Cerro Azul, destacando en nitidez al suroeste tras veinte kilómetros de espeso bosque seco tropical brotando de piso volcánico. Inti pasó de capturar el instante desde un mirador privilegiado. Sí cubrió en bicicleta el trayecto de cinco kilómetros al mentado Muro, a toda máquina y gritando cual poseso por costumbre, simulando que entraba en carreras con Tildita que es tan veloz como él en bicicleta y casi en todo lo demás, pero se mostró reacia a tragarse el Camino de las tortugas a su costado y, cosa de locos, se ha olvidado de los selfis de rigor. Ella no estuvo puntual para los selfis con dos tortugas gigantes que con fastidio y pesadez dejaron de caminar y escondieron la cabeza emitiendo fuerte bufido gutural. A él que se enfaden esos reptiles mansos le vale un rábano, lo que quería es superarlos igual que a los especímenes de los costados que rebasó como a piedras incrustadas en la vegetación leñosa, no los considera animales deslumbrantes como los grandes felinos del zoológico de San Diego. De un plumazo hizo suyo todo lo que había que sentir por acá y su lógica viajera mandaba a mudarse a otra cosa que acumule selfis que prueben que viene funcionando a tope en las Islas Encantadas.
Tilda, está resuelta a experimentar la fauna y flora del bosque primario por sí misma, no hicieron mella los reclamos de Inti llamándola de vuelta al redil de la bestia humana apurada y parlanchina. Ella va a extraviarse, a sembrar y cosechar en un tiempo valioso por recobrable en la memoria del existente vividor, memoria mágica que no es la del otro que tal como es jamás se unirá a ir detrás de un galápago moviéndose majestuoso en su hábitat.
–Aquí me quedo, vete tú, estoy a gusto con las lagartijas, ¡Inti, qué lindas lagartijas de buche rojo hay por acá! –replicó duro y claro, invisible desde cualquiera de los altillos miradores de Colina Radar que en conjunción con el Muro logran anfiteatro acústico que puede ser templo de silencio recogido en los trinos de cucuves, pinzones, canarios y copetones o una fuente de estridencia estremecedora de humanos en cháchara–.
¿Qué fue esto?, has respondido con inusitado énfasis que despachó de ti a Inti. Silencio, divino silencio en la fresca mañana que conforme viaje al mediodía se volverá un horno seco tropical y para la hora del bochorno ya estarás envuelta en brisa playera. Inti se marchó en fuga, aullando y resoplando por esa picazón alérgica preludio de la angustia que lo ataca cuando percibe que ha perdido el tiempo y el hombre corre desesperado hacia el futuro. Ido el estorbo estás forjando el instante prístino e imbuyéndote del espíritu de lo primordial, más allá de Colina Radar y el Muro. No sabría decir si acabas de ingresar a una suerte de estado de conciencia alterado, lo verídico es que de repente vas absorta y dichosa por un senderito propio de tortugas gigantes. Se nota, mira la huella irrefutable de la pelotita de bagazo…
Tilda se colgó de un tiempo inmedible tras el recodo que la acopló al paso rítmico del quelonio gigante que había expulsado la pelotita ovalada de bagazo, espécimen que copaba el ancho entero de la trocha imperdible, pues, espeso sotobosque y cúmulos grises de aglomeraciones de roca volcánica cerraban el acceso a los costados. Sin duda se había topado con un ejemplar impactante, aunque tiene de él su figura posterior, por el juego de cuernos o cúpulas sobresaliendo de lustroso caparazón tipo galápago, es tan vistoso como el regio individuo que estaba nutriéndose cerca del lado escondido del Muro, con el cual se inició en la abstención de selfis, se abstendrá de usar a especímenes en estado salvaje para salir ñañitos en retratos manidos que pasado el rato ya son obsoletos como trillones de imágenes alrededor del orbe que no son para el mañana sino para la desmemoria instantánea. Los selfis de ayer no fueron remitidos a las redes sociales para que en un santiamén cósmico se redirijan al basurero fotográfico del ciberespacio, ayer mismo le resultaron repulsivas las imagines de ella y él en los aeropuertos de Quito y Baltra, de ella y él en el avión, de ella y él en Canal Itabaca, de ella y él aguardando en el muelle de pasajeros de Puerto Ayora el traslado horripilante en lancha rápida a Puerto Villamil, Isla Isabela. Fue providencial el hecho de que le provocaron hartazgo los selfis de ayer y como nunca postergó su envío a la nada social, y el resultado es que aquí y ahora borra esas imágenes y va más allá aún: resetea a fondo su dispositivo celular a manera de una depuración mental y limpia del alma impostergable. No desdeña lo que cosechó ayer, fue un día memorable como preámbulo de lo que resuelve hoy, el impacto de arribar a Galápagos y no desencantarse de entrada sino encantarse de verdad al punto de suscitar terremoto interior que fue auténtico propulsor de su renacimiento. No necesitó para encantarse de la oferta animada e inanimada que se vende en catálogo versátil, a la medida adquisitiva del viajero.
Vendo, vendo, un viaje soñado a Isla Española, sin parangón en el avistamiento de albatros galapagueños… Muy tentadora la oferta, aves majestuosas al filo de la extinción que no veras por ti misma, sin embargo eres afortunada, acabas de adquirir un recurso turístico invaluable porque no existe en mercado alguno, ir por un caminito que se transforma en serendipia. Te apagué móvil de última generación, y ganas tengo de estropearte del todo plaga maldita pero me niego a cargar tu chatarra todavía. Qué ritual iniciático fue resetearte hasta la médula de tus fibras hipnóticas, este bicho va a ser tu esclavo de silicio y no al revés tú la esclava de carbono del bicho. Bravo, fuiste capaz de neutralizar a la cosa como psicoterapia de la sicoterapeuta de prestigio que eres, que no te ubiquen Tilda, en especial el señor que sabemos va a desesperar por tu desaparición y retirada de su gran vuelta a las islas en un abrir y cerrar de ojos. Es elemental, date cuenta animalito bípedo veloz, entérate que Tilda vive en soledad radical y vas a respetar la distancia de seguridad que te ponga así como ella respetó la distancia con la tortuga gigante que distendida devoraba espinada hoja verde de cactus opuntia, o mejor de cactus candelabro porque es fascinante la forma que da su nombre. Aquí con la novedad de que vas caminando a paso de galápago, ¡qué delicia chistosa! Tú la apurada por el apurado, no te sientes lenta por detrás de tu monitor que te ha contagiado de su cadencioso andar con rumbo fijo. Oye, Tilda, no tuviste que seguir un curso para ralentizar tu tranco de torre citadina, sintonizaste de una con él. He sido feliz sorprendida por la sicoterapeuta que acá no está sujeta a la prisa de las arterias de megalópolis artrítica y ahumada. El camino es largo y estrecho en contraste con el tiempo que se expande a los costados en el bosque leñoso infranqueable y prohibido para vos, no así para las especies que perviven acá donde tú estás de paseo nomás, ida por vuelta en un senderito reconocible por tus huellas marcadas en el suelo arenoso, te toparás con ellas cuando retornes al punto de partida en el Muro.
Tres cerdos cimarrones huyen a galope, por un instante la alivio comprobar que acá no existen jabalíes con ansias de embestirla, tampoco eran especímenes endémicos inocuos, aunque se presenten simpáticos y saludables, sino individuos descendientes de la especie invasiva traída por colonos del continente y que al escaparse del corral cambiaron su naturaleza doméstica a un estado salvaje, estos depredadores se han venido prolongando por generaciones y, a pesar de la sacrificada labor de control y exterminio de plagas por parte del personal de Parque Nacional Galápagos, subsisten cerca de los humedales. Tilda figuró a los puercos cimarrones escarbando con sus poderosos hocicos y pesuñas en los nidos de huevos de las tortugas gigantes, e inferir que junto a gatos y ratas son los devoradores de embriones de la especie insignia llamada a poblar estos pagos.
Pronto se distrae con el trajín de los pinzones de Darwin capturando semillas nutritivas del bagazo extendido que han hecho de las pelotas ovaladas, ahora es paja envejecida y tostada en el horno tropical, colige que son detritos de otros quelonios adultos que tomaron su rumbo fijo por la trocha horas antes que el gran espécimen que ella sigue. Se maravilla sobre la marcha de la actividad de los pinzones, sabía que éstos eran diseminadores de semillas pero no cómo aprovechan la vida que los galápagos esparcen en sus residuos biológicos donde ha podido distinguir, -oh, sorpresa-, frutos enteros digeridos y expulsados de manzanillo, motejado el árbol de la muerte. Las distracciones del sendero ayudaron a conservar la distancia de seguridad con el galápago que continuaba avanzando a su ritmo, sin detenerse para esconder la cabeza y bufar de enojo por el rebasamiento de cualesquier humano transeúnte. Tilda concluyó que la bicicleta estaba bien para dar vueltas en el pueblo y en las vías asfaltadas. Andará más, en lo posible descubriendo trochas de los guarda-parques, y será consciente de sus pasos ajenos al relajo de grupo.
Atenta, Tilda, noto cambio de ritmo y disminución de velocidad de nuestro espécimen monitor, presiento que va a girar a la izquierda para internarse en la maleza espinada y chao… nos manda a frenar del todo, a la vera del senderito se metió en su hueco, agujero, casa o cueva cubierta por ramas leñosas. Pero qué lindo iglú tropical te has montado y de cama mullida de tierra arcillosa hecha a tu semejanza, aquí estás bello durmiente con tu cabeza de anaconda y cerrando los ojos distendido, estirando las extremidades anteriores y posteriores mostrando tus enormes manos y pies, libres y al aire las garras de excavar, poderoso y frágil a la vez. “Oye Tilda, me voy de siesta, ya puedes retirarte en paz”. Y es lo que haces para no dañar la captura futura del instante.
De regreso al Muro la recibió un concierto de cucuves trepados en lo alto de las rocas grises, se recogió en el silencio cantor y tomando una piedra redondeada y porosa, negra azabache, de aproximadamente once libras de peso, la empató en el espacio inferior de la muralla. La roca milenaria calzó como un acto simbólico de solidaridad con los reos que levantaron la pared que despidió potente y cautivadora energía íntima. De repente se escuchó invocando al Espíritu del Muro, y tuvo horrendas visiones de matanzas de tortugas en el sitio, luego vinieron secuencias redentoras: cazadores y traficantes de especies huyendo aterrorizados por el guardián de las tortugas y los ruiseñores de volcán Cerro Azul.
—Dandy, me voy a pernoctar con las estrellas en las alturas de Pajarero mirador.
—Quiere, su merced Ginebra, que prepare algo apetitoso para desayunar arriba, ¿qué le provoca?
—Ya que lo mentas sí, me encantaría una cosita sabrosa. Arriba amaneceré con la gana de hundirme en los sabores, olores y texturas de una tortilla española que incluya cebolla paiteña, pimientos morrones y guisantes verdes frescos… ¡Por Gea!, tú sí que sabes hacer la tortilla española de pandereta, cosita fina que a una la transporta al huerto en flor de olivos bíblicos de Getsemaní. No hay comparación con la tortilla instantánea, insípida y desangelada que provee en un pestañeo la cocina de integración molecular, lo tuyo es rara delicia que a golpe de fuego lento, en el dispositivo de adobe que es más que un adorno, se hornean los dones de nuestra huerta orgánica.
—Así será su merced Ginebra, de una así será —confirmó Dandy guiñando sus ojos grises, metido en ese tono jocoso y cómplice que fascina a la campesina, pues, él tiene la gracia de la especialidad cibernética Eugenio, Clase A Todoterreno, 7 oficios personalizados, reactualización mental y física automática, energía inagotable, etcétera—.
—Sí, mi estimado, así será porque quiero despertar en Pajarero mirador con sabores, texturas y aromas del Mediterráneo ancestral y no de la cocha asquerosa donde ahora mismo estarán embarrándose a gusto los Pipones Bullangeros.
La nitidez atmosférica de los luceros contrastando con la negritud terrenal motivó que sea renovada huésped de Pajarero mirador. Es su voluntad que todo lo que ha dispuesto para desayunar en el mirador de la finca cafetera, de la finca de olivos, de la finca hortícola Ginebra, sea de origen propio, cositas finas cosechadas en Valle Fin de Mundo, el suelo que –por derecho adquirido– la cobija en exclusividad. Saber qué va a desayunar allá arriba es un acicate más para refocilarse en la noche oscura. ¡Oh, oscuridad primordial, libre de contaminación lumínica y acústica; oscuridad arrullada por vertiente de agua exquisita, eufónica!
Ginebra, fue el nombre que le vino primero a la mente –y así permaneció– para la finca del café de alcurnia, del olivar altivo, y demás frutas y hortalizas del huerto prometido para sembrar y cosechar. Vino con su hogar ambulante empaquetado, no fue una novedad de que la nave espacial de entrada le serviría de casa sino la creatividad que puso en los arreglos que hicieron que la nave pierda radicalmente su forma oval y se transforme en cabaña multimadera que en lo posible se ha mimetizado con el bosque endémico de Valle Fin de Mundo. Y se lo montó de maravilla, trajo consigo la materia prima –semillas de crecimiento meteórico, a la vista, como en el caso de los árboles de olivo y los gemelos Podocarpus, que a la semana ya eran hermosos individuos añejados–, y lo principal vino con Dandy, es él quien maneja los dispositivos del ciclo entero de huerta desde sembrar a cosechar, él es la versatilidad en persona. Ginebra únicamente se concentra en planificar y exponer a Dandy –con mutua clarividencia– las tareas a ejecutar, el resto es el resultado sincronizado de una mente que tiene sueños de campesina y otra mente que los materializa. Ginebra, en su charla formal inicial con Dandy, entre otras ideas fundamentales manifestó: Parafraseando al legendario Vincent van Gogh: yo sueño despierta con escenarios agrícolas y tú haces de ese sueño realidades concretas.
Ginebra soñó, con los ojos abiertos, en este lugar escondido entre el lomerío de la arrugada cordillera Sureña, lo buscó y encontró en el mapeo virtual transcurrida la luciferina guerra contra los Sórdidos. Conflicto feroz en el que combatió victoriosa con el grado de Comandante, no puede ser más que un triunfo para ella y los Contemplativos el que la guerra haya culminado en honroso empate dado la colosal superioridad numérica de los Sórdidos. Comandante Ginebra pertenece de espíritu y corazón a los Contemplativos, sección Metaleras Sinfónicas, y vaya que provocó estragos en la sección enemiga de elite auto denominada Pipones Bullangeros. Se puede afirmar que la verdadera paz entre las masas informes de Sórdidos y la minoría aristocrática de Contemplativos, vino con la implementación del Domo de claustro, tal como se lo conoce entre ambos bandos al escudo sónico y visual, esencial invento que permite a los Contemplativos librarse en soledad del espanto de la contaminación acústica y visual que infieren multitudes de Sórdidos consumistas y alienados bajo el yugo tecnolátrico, multitudes estancadas en estridente fealdad.
Qué estupendo venía tomar el aire tibio de la noche estrellada entonando la melodía del arroyo y las piedras lavadas. Noche oscura inspiradora de fresca mañana que no le quepa duda reventará en sol calcinante a mediodía, aunque ese mismo bochorno sea el factor ideal para gozar del calorcito temprano después del desayuno. Entretanto la tibieza nocturnal la invita a subir por la rampa zigzagueando entre las dos coníferas gemelas de Podocarpus, de 60 metros de estatura. Las coníferas endémicas de la zona montañosa nublada que prendieron a manera de cortesía en dominios del bosque seco, fueron parte de las semillas de crecimiento acelerado que trajo consigo, y que se levantaron como cohetes vegetales por encima de arupos, faiques y arrayanes. Los gemelos Podocarpus son pilares separados lo justo para albergar la estructura colgante de Pajarero mirador. Ginebra concibió desde el tiempo del conflicto con los Pipones Bullangueros, la idea de crear en algún lugar de calorcito seco y constante música de fuente freática, su propia obra de arte aérea inspirada en el Pajarero mirador de ficción que la cautivó de la remota novela señera del escritor Petronio Ojeda: El mundo de los Cachimochos en el país de los Coquinches, publicada bajo el sello editorial Bípedos Depredadores. Una cosa fue imaginar su Pajarero mirador en medio del evento bélico con los Sórdidos, y otra fue concretar en la tierra prometida este monumento a la creatividad equilibrista, joya de la arquitectura flotante arbórea.
Dandy enviará vía ascensor los elementos del buen yantar: recipiente conteniendo el litro del café tesoro de aromas y sensaciones de Finca Ginebra, tortilla española modificada a su gusto, pan crujiente a la gallega, bebidas hidratantes de agua de vertiente. La melodía salvaje la pondrán los trompeteros de la noche y tras reparador descanso los trinadores del amanecer. Ascendió con buen aire y de un tirón al rellano de Pajarero mirador. Saboreó el viento tibio acariciando ramaje matizado por crujidos de la madera viviente, respiró el conjunto que la hará verse como la comandante del galeón del Renacimiento cursando quieto mar de arupos blancos. Surgió al tiempo de transición o sea el tiempo idóneo para que el nocturno de Finca Ginebra la llene de paz y alegría a través de los oídos, el olfato y el tacto terrenos, mientras la modalidad visual viajará a las estrellas. Toda esta hermosura sin par era posible debido a la barrera sonora y visual que abarca en exclusividad el terreno y espacio aéreo correspondiente al vallecito perdido en el entresijo del lomerío sureño y que vino como hecho a la medida de la campesina que fundó Finca Ginebra. A vuelo de pájaro nocturno, ella mismo, se transforma en poesía disparadora del apetito por las cosas del espíritu encarnado, que es la certidumbre de tener de sobra lo que requiere para ser moderadamente feliz. Mientras se aclimataba a la torre daría las vueltas de rigor inherentes al ritual de reencuentro con los treinta metros cuadrados libres de estorbos que obstaculicen la circulación. Otro ambiente es cuando requiere de la modalidad sala de higiene, a lo largo y ancho del Pajarero mirador, entonces se dispara el dispositivo que la muda a buzo de funciones biológicas y abluciones tonificantes.
Empotrados en el parapeto de los pasamanos descansan tres objetos permanentes, a la mano, a saber: hamaca; gafas de uso diurno y nocturnal, es el dispositivo graduable que proyecta en gran angular hasta 360 grados y, por añadidura, facilita enfoque teleobjetivo y macro; disparador múltiple de rayos desintegradores, dispositivo amuleto de Comandante Ginebra, yace flamante en vertical urna protectora. Las gafas y la hamaca son de uso regular, cada vez que sube se sirve de estos dispositivos. Mientras que el desintegrador molecular de la excombatiente no ha salido de su vitrina, no lo tocado siquiera desde que lo guardó en la altura de los gemelos Podocarpus. No niega que le place ver y tener a tiro de las circunstancias impredecibles a la Chola (así llama al desintegrador de Pipones Bullangeros) que se acopló a su mente y brazo formando una trilogía imbatible, y volverían a incorporarse si traban contacto voluntario. Mi Chola está lista para la acción, por si acaso. Musitó ahuyentado escenas y escenarios que no empatan con la aclimatación a las delicias de Pajarero mirador.
Duerme. …soy yegua fina pastando en los prados del Edén.
La mañana límpida y el baño y masajes que tomó a placer lento con el cancionero de jilgueros que desconoce sus nombres vulgares o científicos, le basta identificarlos apenas verlos y/o escuchar sus trinos del alma, por lo demás son el verdiamarillo flotador, el negro pico rojo, el atigrado copetón, el rojo enmascarado, el velociraptor fucsia, etcétera. Qué mejor aperitivo para disponerla a desayunar con hambre, sana y voraz en las alturas. ¡Por Gea, cuánta sabrosura en la sencillez!, exclamó viéndose devorar rebanadas de pan gallego con la tortilla española que viene portando suculentos añadidos a la receta original de los campesinos mediterráneos que hace fu la crearon para hacerle el quite al hambre. Y esa exquisitez subía de quilates gastronómicos con cada sorbo del café campeón de su mundo. Y es la mañana en la que Ginebra está comiendo y cantando fuerte con las chirocas, es Ginebra yendo y viniendo por el Pajarero mirador, desayunando de pie y bromeando para sí se acordó de la frase que nítidamente brotó de su boca ayer, …soy yegua fina pastando en los prados del Edén. Ya cayendo en las simas oníricas, tuvo visiones celestiales que se distorsionaron al despertar. Y de festejar que las pinturitas oníricas de ayer sean borrosas hoy, para qué las quiere si lo que tiene aquí y ahora, son cuadros terrenales que no se arrugan ante espejos paradisíacos.
La mente y cuerpo de Ginebra ya eran equipo con Pajarero mirador, ella era parte del espíritu de los gemelos Podocarpus y se impregnó del airecillo cósmico que aportó el desayuno aéreo. Pasado el momento de las cosas de comer que marcan el ritmo de una mañana llamada a ser de gloria arbórea, solo tiene que hacer visible y usable la hamaca empotrada en el parapeto transparente del pasamano y activar la modalidad de siesta y ensoñar a plena luz tropical. La siesta instintivamente concluirá antes de que caiga el bochorno ecuatorial, entonces su cuerpo–mente acatará la señal ineludible de abandonar Pajarero mirador, a tiempo. Para la campesina, los espaciados viajes a la cima de los gemelos Podocarpus, tienen condumio, sabores y aromas temporales que en la mente del sujeto de la experiencia se conservan involuntariamente y de igual forma retornan al ser consciente tras variable periodo de añejamiento rumiante en las bodegas del instante. Ella no ha hecho de Pajarero mirador una costumbre rutinaria sino una respuesta efectiva al llamado repentino de volver a subir. Sucede que al minuto mismo de pedirle a Dandy que prepare algo de comer diferente, los aromas del desayuno pasado y del mañana la invaden, pero de su boca no salen las palabras cocina lo de siempre Dandy, lo de siempre… y por encanto renueva la solicitud como si fuese un antojo de estreno, y suelta la suerte de la tortilla española.
Se caló las gafas de ver y reconocer aves aquí, allá y acullá, y saltó al escenario que da nombre al Pajarero mirador. Hola harpía Barrabas, ya te enfoqué te guste o no, ¿estamos con progenie? Vaya, enhorabuena Barrabas y señora. Iba dando la vuelta de rigor a los pájaros que brotaban ante sus ojos selváticos, no faltaron especímenes irreconocibles para su regocijo a la vez que suponía que otros se habrían ido definitivamente. Adiós a los desaparecidos, el espíritu del Gran Pájaro perdurará por ustedes y por mí. Contemplo en la perfección terrenal que no es inmortal, pues, está floreciendo en terreno abonado por la extinción.
Para la ocasión el aire de faiques, de arupos, de arrayanes y demás gentileza endémica leñosa y arbórea de bosque seco tropical, se presentó como preámbulo aromático de la siesta. Ginebra despliega la hamaca y fluye en la fiesta emplumada que los dignos descendientes de los dinosaurios le han preparado para destilar ensueños, nada inmediato podría estropear este rato remolón que es finito e irrepetible porque se manda a mudar, es mudable para que cada siesta cometida en Pajarero mirador sea de estreno. ¡Qué rico instante terrenal! Dime Gea, ¿acaso son los cinco centavitos de felicidad que me das para moderar el contraste ineluctable de la infelicidad metafísica de la especie conocida en el multiverso como un error evolutivo? Amigo S. Lem, cuán tragicómico es eso de Bicho monstruo cadaverófilo furioso.
La siesta no se fue de largo y duró lo que tiene que durar para no descender bruscamente al vacío y convertirse en modorra y arruinar el instante. Por ello es lo de la suficiente antelación en ceder el espacio a la canícula del mediodía. Intuyó que la siesta si bien fue intensa en ensoñaciones se quedó algo corta con respecto a otras del pasado. Probablemente la canícula ecuatorial se va a adelantar un tantito, toca descender a la morada de Finca Ginebra, en todo caso es mejor tener tiempo de sobra antes de que reviente a plenitud el calor infernal de la tierra prometida, seré yo bajando con los sentidos ahítos de percepciones que se pondrán a la sombra para madurar y reverdecer.
La cosa sobrevino como una bomba sónica aturdiendo los sentidos, y no era una alucinación proveniente de las secuelas oníricas de la pasada guerra con los Sórdidos. Si en un sueño profundo la visitan escenas de combate, eso no hubiese sido una novedad dentro del intento del subconsciente de paralizarla de miedo con recuerdos bélicos, tales pesadillas vienen a ser un estímulo para preservar la memoria guerrera de Comandante Ginebra, una manera de probar su capacidad de respuesta a cualesquier contingencia inesperada. En todo caso, ella tiene el antídoto para cortar de raíz las pesadillas de guerra que de vez en cuando la acometen, con la palabra clave: café. Y dijo café no una sino tres veces. Pero acá no había donde perderse, salía de la siesta de Pajarero mirador con sus sentidos alerta en el presente-futuro de Valle Fin de Mundo. Está entrenada hasta la medula para la defensa y contraataque y, por reflejo instantáneo, incorporó a su brazo izquierdo, a su mente–cuerpo, el desintegrador molecular de Sórdidos que en conjunción con las gafas de enfocar ubicaron la burbuja enemiga que, ante inusitada falla del escudo sónico visual, invadió Finca Ginebra con las ondas del ruido siniestro y propio de Pipones Bullangeros, era el pinche Capulina y sus mariachis “emulando” al afamado artista Alejo. Vaya remedo ridículo y estridente de un compositor y cantante que al cabo dio lo suyo otrora, Alejo sí había hecho roncha entre las masas fatuas que son el antecedente histórico de lo que en esta época suya se materealizó en multitudes de Sórdidos.
¡Pinche Capulina!, te me escapaste por las mechas la última vez que nos topamos en singular batalla… ¡dale con todo Chola feroz, que no quede huella del condenado Capulina y su banda de bestias Homo sapiens! Acto seguido atacó con el efecto racimo del desintegrador molecular, se esfumó la burbuja y a las cenizas de Capulina y sus mariachis no sabrá distinguirlas de la tierra sureña, imagina que servirán de alimento a los sembrados orgánicos de Finca Ginebra.
¡Por Gea, Dandy!, ¿qué diablos fue eso?… Eufórica y de buen talante, no podía ocultar que el final de su espaciotiempo en Pajarero mirador había sido una escena digna de un rodaje de ciencia ficción memorable. Es que a su merced se le apareció algún ser luciferino alado. Dandy distendido, no respondió a la cuestión porque no mostraba mayor sorpresa cuando Ginebra y sus circunstancias eran motivo de júbilo privado, propio del ser que lo experimenta, la diferencia más bien venía por la súbita presencia de ella. De hecho en las anteriores visitas al Pajarero mirador había descendido zigzagueando por las rampas y ahora usó el ascensor y en un suspiro estuvo frente a él. Entiendo, tú no te enteraste de nada, fue cosa mía y de… favor comunícame con la jefatura de Metaleras Sinfónicas, mismamente con la Comandante Freya.
La conversación con Freya estuvo cargada de buenos augurios y risas nerviosas que pronto ascendieron a fraternales bromas de excombatientes de la legión Metaleras Sinfónicas. Tal como lo presentía no hubo falló del escudo sónico y visual, el holograma del pinche Capulina y sus mariachis fue parte de un programa experimental para divertirla con juegos de guerra inocuos y de paso verificar en situ su estado físico mental en transición de campesina en contemplación a combatiente endemoniada.
La noche en la que acaeció el portento de Soda Bar Andrómeda es el meollo de este relato que mi amigo el loquero onírico, me recomendó activar en modo terapia del alma, o más bien diría yo que es en modo ficción de una realidad que experimenté a plenitud y que no es posible clonarla sino apenas hacer de los hechos concretos una narración extraordinaria o algo así. Voy a ello sin más preámbulos, la noche empezó saludable como en las otras ocasiones que acudí a la Milla Histórica o Ciudad Vieja, cenando delicioso menú vegetariano en Cueva de Godzilla, magnífico establecimiento festonado con hologramas nítidos de retratos de especímenes de iguanas marinas, qué maravilla de imágenes subacuáticas y de orilla gris rocosa volcánica, qué colores de estos expresivos dragones que evocan a godzilla en miniatura, qué lagartos tan fotogénicos como inofensivos que sin el menor esfuerzo destilan salvaje hermosura. Estos seres luminosos, endémicos de las Islas Encantadas, inspiran el nombre, las texturas y sabores de Cueva de Godzilla, de ahí que era mi abrevadero y punto de degustación gastronómica especializada antes de hacer el recorrido por Ciudad Vieja y su arquitectura barroca y tesoros patrimoniales que datan de los siglos coloniales. Concluida la vuelta de rigor entre soberbias catedrales, me dispuse a tomar el exquisito bajativo que es más que caminar un deslizarse calmoso, sobrado de tiempo, desocupado del mundo de termita Homo sapiens, por Callejón Anticuarios. Esta vía de exclusivo uso peatonal devino en amplia calzada de grandes planchas rectangulares de piedra azulada, simulando al camino del Inca provisto de porosidad para en días de lluvia evitar resbalones molestos y así facilitar el andar distraído entre las vitrinas de la variopinta oferta que en su abrumadora mayoría vende objetos decorativos intrascendentes, como dije antes son tiendas que no son anticuarios en sí sino un remedo de lo de Arturo.
La noche de media luna matizada por sendas nubes estriadas, vino seca y brindando cierto calorcillo primaveral que no es raro pero tampoco algo corriente en el clima montañés templado al pie del macizo de Los Pichinchas. Fue bienvenido el usar americana ligera merced a la calma eólica y la claridad atmosférica, caminaba sin el menor asomo de aire avasallante y con el ambiente histórico resplandeciendo como si un chubasco repentino hubiese acontecido hace poco, fungiendo de limpiador ocasional y, por añadidura, perfumando el lugar con efluvios de granos de café recién molido y aromas de menta silvestre de la montaña andina. De entrada, además de la inusual nitidez atmosférica me llamó la atención que no había gente en el callejón que tiene la etiqueta SS (seguro-seguro) para el turista nacional y extranjero, jamás se ha escuchado de conatos de asalto a desprevenidos transeúntes y peor aún de crímenes, es tal cual reza la leyenda municipal, sin ápice de exageración: “Callejón Anticuarios está libre de violencia”. O como dice parte de la letra satírica de Paseando en el cielo, del conjunto metalero SOS, “[…] soy una bestia feral pero acá seguro-seguro no he derramado una gota de sangre humana”. En todo caso, me sentía muy a gusto con la calzada vacía, al grado que lucía más original que nunca en vez de una ilusión temporal, y, después de algunas noches de media luna en el río del tiempo, ha prevalecido en la memoria así de atractiva y profunda.
Caminé absorto en el centenario silencio del callejón hasta topar con el granito del Anticuario de las estrellas (hago esta referencia a la noveleta de Siluro porque se me vino patente el momento en que al personaje principal, Vivanco, se le abre la puerta al espacio sideral… Sí, en una noche tan espectacular y fantasmagórica como la mía).
Las tiendas estaban cerradas al público aunque las vitrinas mostraban los productos de la oferta, parecía que los dueños acababan de cerrar sus puertas para tomarse un recreo nocturno a distancia de Callejón Anticuarios y que cualquier rato retornarían al igual que el vaho humano despedido por multitud de turistas. Sí, algo fundamental echaba en falta en la calzada sin que me percate a conciencia de ello, me había ido de largo a la pared de granito azabache porque titilaba cual cúmulo de estrellas vistas desde el desierto de Atacama, y yo era el escogido para atender su lamento celestial. No paré hasta que palpé y posé segundos las palmas de mis manos en el portal que de cerca perdió su magia estrellada y no se abrió para mí como sí lo hizo con Vivanco, por un momento había creído que se me iba a dar la puerta sideral y que desaparecería sin dejar rastro tal cual sucedió en la ficción de Siluro.
No es chiste, estaba presto a desaparecer a voluntad, quería ser succionado por la pared de granito, no importaba si hubiese sido para que al cabo “los marcianos” hagan ceviche del curioso impertinente que de una quiso ser viajero estelar. Esto de “los marcianos” devoradores de especímenes Homo sapiens, cual si fuesen rara exquisitez de la gastronomía galáctica, sí es un chiste. Ahora más que ayer no me cuadra en la mente que extraterrestres que conocen y practican traslados intergalácticos, que se sirven de la tele-transportación, no tengan para sí la integración molecular de su menú alimentario y nutritivo, ¿qué sé yo qué comerán?; de pronto, el aire es su comida y bebida, y en un santiamén degustan lo que les brinda el horno atómico de la buena mesa universal.
Creo que los monstruos lovecraftianos devoradores de hombres pululan dentro de mí, son las criaturas dantescas de un infierno personalizado; después de haber sido cliente VIP de Soda Bar Andrómeda, sé que es una realidad innegable que el ente de sin par belleza integral cósmica que se llevó algo de mí, o quizás lo correcto sea decir que tomó todo de mí, no se nutre en absoluto a semejanza del máximo bípedo depredador y omnívoro cadaverófilo terrenal.
Regresando de la pared sin haber sido premiado con un viaje a las estrellas, fue que tomé conciencia de que la realidad mía en Callejón Anticuarios superaba la aventura espacial de ficción de Vivanco. “¿Dónde estás?”, interrogué en alta voz como cuando se pierde una cosa funcional que se tiene a mano y de repente asoma en tus narices porque se movió de su sitio habitual lo suficiente para uno desconcertarse. Parado bajo el toldo de El Transeúnte, la tienda imperdible frente a lo de Arturo, revisé minuciosamente que los establecimientos vecinos con sus membretes respectivos seguían dentro de la normalidad aparente, y no daba crédito a la novedad que por fin se materializaba ante los ojos como sacada del Teatro Mágico… solo para locos, no para cualquiera, que atrapó a Harry Haller, alias el lobo estepario, con los irresistibles efluvios seductores de Armanda, la joven que en un vano intento de amansar al maduro y feroz espécimen aunque sí le enseñó a bailar el foxtrot… (A propósito, hubo chance para el humor y pensé que hubiese sido divertido practicar el alegre baile de las grandes praderas estadounidenses, “el paso del zorro”, aunque extraño, paradójico, siendo como soy lobo de páramo andino).
En el lugar preciso del que se había esfumado la tienda inconfundible de joyas de arte escondidas de Callejón Anticuarios, se mostraba intermitente un letrero rutilante de neón que avisaba de la presencia de un negocio ajeno, incompatible, en su totalidad no solo a lo de Arturo sino al espíritu de la calle romántica por antonomasia de Ciudad Vieja. Soda Bar Andrómeda, decía el cartel en letras rojas de fuente gótica ubicándose en el centro de una figura hipnótica monocromática, circular, que en primera instancia creí simulaba la boca de un túnel o agujero gusano en perspectiva. ¿Cómo fue que en el lapso de cuarenta días se mandó a mudar el anticuario de Arturo sin que él mismo no me haya avisado de su partida del callejón? ¿Cómo fue posible que no me haya enterado de un suceso que debió haber sido noticia en el ciberespacio que navego? Fueron las preguntas de rigor que me hice frente a lo que esa noche no me devolvió la imagen del anticuario que, cual rayo de lucidez, me hacía descubrir preciosidades para que dejen el anonimato de tienda y pasen a ser forma y materia sublime del hogar del montañés.
Estaba despierto y atento, tenía conciencia de que a lo de Arturo me dirigía no con la idea de comprar cosas que no quiero sino de hacerme de otra pinturita que aligera el alma y alegre la cruda realidad interior del existe-vividor. Quería una flamante obra de arte incorporándose a los arboles y las flores que expelen poesía acotada por muros de bambú domesticado, esto a falta de paisajes oceánicos como los que alimentan el espíritu inquieto del capitán del Mar de Sargazos. No era asunto de restregarse los ojos ni pellizcarse el cuerpo, frente al transeúnte se enmarcaba el túnel rutilante de Soda Bar Andrómeda en lugar del anticuario de Arturo, y hacia ese espiral hipnótico me dirigí con la firme intención de romper su encanto externo y ver de cerca su fealdad de neón. Quise forzar a que se despeje el fenómeno artificial y que tome la forma vulgar del negocio que había expulsado de Callejón Anticuarios al único establecimiento que respondía con creces y mayúsculas a la etiqueta de Anticuario. Me dije cruzando la calzada a paso de lobo vengador, que si había manera de entrar al sitio lo haría sin pestañear para descubrir cuán repelente debía ser por dentro, iba dispuesto a consumir uno o dos tragos de whisky, en lo posible Wild Turkey 101, y así pasar de tener pena de no volver a Callejón Anticuarios sabiendo que había rescatado a tiempo un tesoro de lo de Arturo. Pero la obviedad que iba a destapar con los sentidos me fue negada, nada de husmear en un soda bar intrascendente donde pedir whisky serviría para inferir las cuestiones indispensables, ¿qué ocurrió con lo de Arturo, a dónde se fue?
La forma, que más o menos a nueve metros de distancia, reflejaba una suerte de espiral magnética, la que yo creía una puerta falsa gracias a los efectos especiales de las luces de neón, resultó que no era ilusión óptica para devenir en una realidad insoslayable. La boca rutilante y monocromática de agujero de gusano, era la entrada en sí del soda bar, y dejó de ser un letrero alucinante y, de repente, la voz de Andrómeda me invitó a pasar con cadenciosas palabras que fueron directo al caletre. La voz de Andrómeda -¿cómo llamarla de otra manera?-, iba más allá de calificativos de sensual, picante, caliente, etcétera… diría que su llamado mental fue irresistible para el sujeto del pensamiento. La respuesta mía no se hizo esperar, ingresé al túnel sereno como si fuera asiduo cliente de Soda Bar Andrómeda. Fue un instante en mi memoria y sin embargo creí haber hecho un viaje largo e impensado en la nada, digamos que en cosa de segundos inmedibles en el tiempo astronómico pasé de estar estático en el túnel rutilante a verme inmerso en un ambiente saludable e íntimo que movía al relajamiento en vez de propiciar tensiones corporales. Estaba incorporado a una sala de estar magnífica, el piso venía cubierto de madera de fondo blanco con betas rojizas que se expandían cual red de micelios del reino fungi, esto bajo el techo visual que consistía en un domo solar y paisajístico tridimensional. La primera acción de voluntad fue cerciorarme del diámetro de la sala: conté sesenta pasos regulares de un extremo a otro y di una vuelta completa por el borde del límite marcado por la circunferencia del domo, fui palpando las paredes del contorno con las manos, eran hechas de la misma madera y colores que la del piso.
Conforme la modalidad de lo visual se fue acoplando a la sala, el diorama decorativo que cubría el techo y buena parte de las paredes, era visto desde cualquier lado la sala, su profundidad en perspectiva se acomodaba a la distancia de enfoque óptico y remitía la pinturita ideal de un pajonal de superpáramo andino que peinaba el viento y el sol naciente doraba sus hebras hasta toparse con la azulada roca cimera del Ogro Quilindaña. La voz de la anfitriona intervino en mi mente para comunicarme que era la pirámide estrato-volcánica del Ogro Quilindaña y de sus pajonales sublimados desde mi subconsciente. O sea yo mismo era el creador del diorama que ponía serenidad y alegría ambiental al lugar de Andrómeda.
El ser femenino que aguardaba conocer con los sentidos se materializó en el domo, ¿acaso fui yo el que encarnó a esa diosa cazadora? No hubo necesidad de abrir la llave de las palabras vocales, entablamos una conversación mental sin tapujos y sucedió lo que yo deseaba que se concrete: carnalidad pura y dura. “Muerte cruzada”, dije yo bromeando hasta el final. “No, esto más bien será vida cruzada”, dijo ella divertida. “¿No digas que me has inoculado una especie de virus creador de vida extraterrestre?”, dije sin ápice de aprensión por cualesquier intercambio de protoplasma que se haya producido entre nosotros. “¡Qué chistoso eres!, me refiero a que fuiste tele-transportado, es decir el otro está allá y tú te quedaste aquí, ¿entiendes, mi queridísimo representante de la humanidad?…”. Dicho esto esa figura perfecta de lo femenino en el varón domado, se des-materializó pero no se fue de la mente, ella dio explicaciones de todo lo que tuve a bien pedirle esclarezca mientras me hallaba de nuevo afuera del portal rutilante de Soda Bar Andrómeda, ya caminando por la calzada vacía en pos de salir del amable silencio y nítida atmósfera de Callejón Anticuarios.
A la verdad no estaba preocupado por cómo mismo funcionó la tele-transportación, si yo podía retornar a mi hogar seguía aquí y, el sujeto de la experiencia que se fue por el agujero gusano al planeta de Andrómeda, que prosiga allá con su destino manifiesto. De regreso a mi lar, cuando me enteré de la hora que era -antes de apearme miré con atención en el panel electrónico del taxi que me trajo a casa-, y vi que apenas daba diez minutos pasados de las nueve de la noche. No elucubré sobre la relatividad del tiempo porque lo que había sucedido en Soda Bar Andrómeda era una realidad indiscutible, así que sin encender luces como es mi sana e inveterada costumbre, y encima acolitado por el claro de luna iluminando los amplios espacios de circulación libres de puertas, fui directo al dormitorio y me metí en el sobre, y ¡buenas noches! Dormí de un tirón, tan a gusto que a la mañana siguiente disfruté como si fuese un santo saliendo de una temporada de infierno en el desierto de Gobi, los pequeños placeres de la ducha y el café sibarita hicieron el resto para agarrar al flamante día por los cuernos. Me tomó una hora y pico atender el tele-trabajo de ingeniero máster en proveer formulas mundiales para dinamitar mamotretos espantosos y espantables fruto del letal desarrollismo humano, esto fue actualizarme con el futuro en lo de ganarse el pan cotidiano, esta vez estuve inspirado y lo hice para los tres meses venideros, un récord; sí, tuve fortuna, la última ocasión tardé lo mismo en lograr las habichuelas de dos meses.
Por lo demás, las acciones posteriores a seguir tras el portento acaecido en Callejón Anticuarios, las dejé como tarea del descanso nocturnal. Evité elucubraciones diurnas de lo acontecido bajo el influjo lunar, remití al subconsciente lo pertinente al lado oscuro y tenebroso de mi encuentro con Andrómeda. La respuesta de qué hacer vino diáfana: no hice nada al respecto, solo tenía que aguardar a que la información me llegue por sí misma a través de los medios de comunicación del ciberespacio. Transcurrieron cincuenta días y me había mantenido en mi intención de no volver a Callejón Anticuarios, la fecha coincidió con mi gana de visitar la página literaria Deambulando, y recién sacado del horno virtual me encontró la noticia que quería escuchar, servida en bandeja de silicio por La crónica urbanícola de Mariangula: “Ha pasado una semana , el martes trece de julio del año corriente caí con la tardecita en Callejón Anticuarios, donde el plato fuerte fue develar, en exclusividad, el reino de Arturo, el anticuario […]”. Hurra, y mil veces hurra, lo de Arturo no desapareció, el que desapareció de allí fui yo.
Sigo siendo el mismo dinamitero de ayer y el individuo de allá, el espécimen tele-transportado, asumo también lo será porque, de acuerdo a Andrómeda, él iba a hacer su existencia a imagen y semejanza de la mía. En otras palabras hará la cotidianidad que esos seres que habitan una dimensión inmaterial le han implantado, esto sin que sufra traumas emocionales tipo nostalgia patológica. El ser de la experiencia tele-transportado tendrá sus demonios y ángeles interiores, vivirá a tope en el planeta diseñado para ser carne de cañón y a la vez edén de especies incorregibles como la nuestra. Andrómeda, me dijo de yapa, para una mejor comprensión del todo, de qué se trataba el experimento de los suyos: “allá estamos montando continental zoológico de especímenes Homo sapiens”.
Las aguas del río temporal han corrido lo justo para relatar a manera de psicoterapia los hechos acaecidos en Soda-Bar Andrómeda. Empiezo con los acontecimientos previos que desembocaron en el portento dado en Callejón Anticuarios. Sucedía que cumpliendo el mes o teniendo como tope inconsciente pasados cuarenta y cuatro días de la última visita a Callejón Anticuarios, volvía a él en plan contemplativo y de adquisición de piezas de arte tan valiosas como raras. No es que de antaño sea un ávido coleccionista de antigüedades sino que de repente tuve la necesidad estética de que el hogar minimalista que habito tenga un toque de artistas en el anonimato o en todo caso desconocidos para uno, deviniendo en obras que por una fuerza íntima impensada me cautivaron en el establecimiento denominado Arturo, el anticuario. Donde Arturo hice adquisiciones intempestivas de arte auténtico. Arturo nunca me mostraba más de una obra cada vez que entraba a su anticuario a ver lo que tenía que ver tras recibir expresa y sucinta invitación: “venga conmigo, caballero, acá tengo una maravilla que usted sabrá apreciar”. Arturo era el único anticuario que tuve la suerte de encontrar entre las tiendas de curiosas baratijas que en realidad eran el resto de establecimientos del famoso callejón que se remontaba a la época colonial, eso sí los dueños se esmeraban en montar una decoración tipo “Arturo”, que sin tapujos ni vergüenza les ha sido útil para chantarse nombres suculentos, por ejemplo, “Anticuario las 3 Manuelas”. Arturo, no les hacía ascos a sus compañeros de cuadra pues, a la sazón, se beneficiaba de ser la estrella luminosa del callejón sin salida que culmina en monumental roca de granito liza, cortada a pique, como si lo hubiese hecho una enorme máquina de diamantes atómicos, ofreciendo de lejos la figura de un arco del triunfo romano y de cerca la figura de un portal o túnel azabache que motiva a tocarlo para cerciorarse de que no es un agujero negro al infinito, aunque no extrañaría que así sea el rato menos pensado. De hecho, en el imaginario ciudadano, se llama “agujero gusano” a esta peculiar formación rocosa que ya inspiró una novela corta o cuento largo de ciencia ficción filosófica, del escritor macareño Clemente Simancas Castillo, alias Siluro, que titula Anticuario de las estrellas, recomiendo su lectura, y, si el lector ha tenido la suerte de haber sido transeúnte nocturnal de estos pagos, la obra rendirá a tope.
Supe que Arturo, el anticuario, era una persona de respeto y admiración desde la primera vez que ingresé a su tienda, atraído por el cuero etiquetado “Piel de Chivo Judas”, que se exhibía vertical en la vitrina y no fue porque me entusiasmaba el poder comprar dicho artículo, sino que me vino cual relámpago esclarecedor cuadros yuxtapuestos de la novela de Honoré de Balzac, La piel de zapa, y con ello una gana compulsiva de husmear largo y tendido en el establecimiento que se me antojó encantador y de donde, al cabo de los meses, salí con impresionantes mascarones de proa y en especial pinturas al oleo danzantes y de fuertes colores, de brochazos salvajes cual violines tempestuosos, de pinceladas armónicas y ritmos semejantes a las flautas y tambores de las fiestas indígenas del Inti Raymi. Así fue que nunca adquirí la Piel de Chivo Judas y, por añadidura, ni de lejos cosa parecida a cueros curtidos, por más atractivos que sean. No obstante, aquel objeto que en principio disparó en la mente el drama espeluznante de La piel de zapa, fue mucho más que evocación literaria, fue el detonador para meterme en la realidad de un mundo inexplorado hasta entonces, fue el impulso para dar un giro radical a las paredes escogidas en los interiores de mi hogar, que de repente dejaron de estar vacías, en contrapunto con el marcado minimalismo de gustos visuales casa adentro.
Arturo, intuyó apenas arribé al umbral de su tienda que se me había venido a la mente el anticuario donde la intención de un suicidio fulminante, piadoso, se alargó en las tensiones de un suicidio tan lento como insufrible, borrascoso, y cerrando con el último suspiro el deseo ardiente y primordial por antonomasia del suicida: morir mordiendo el rosado, turgente, voluptuoso, pecho de la mujer amada. “Nada que hacer con la piel tenebrosa de Honoré de Balzac, lo que vio es la piel pintona de un chivo Judas de las islas Galápagos, los llamaban así porque fueron obligados a hacer el papel de “Judas”, los chivitos involuntariamente ayudaron al exterminio de la plaga letal que constituyó su especie invasiva, plaga que arribó con los colonos de las islas y con el correr del siglo veinte se volvieron indómitos y se comían el escaso alimento natural de las tortugas gigantes. Una vez que era capturado el chivo que iba a fungir de “Judas”, se le implantaba un chip y luego era liberado para rastrear desde helicópteros su retorno a la manada y proceder con fuego aéreo de cazadores a su exterminio. Ayer nomás hicimos feliz trueque con el hijo del cazador que se llevó algo mío que ya tenía vendido con antelación y yo igual tengo vendida la piel que el futuro dueño la retirará mañana junto al chip identificador pertinente, no dudo de la procedencia de la piel y como pudo observar es una pieza fina, bien trabajada, pero usted no está acá para adquirir ninguna piel ni cosa similar a eso… lo digo porque tengo algo que sí le conviene”. Así más o menos me habló Arturo al inicio y luego me infirió la frase que cité textualmente arriba, y que repito cual mantra cuando me paro frente a una pared de las mías a contemplar la obra de arte que gracias a su anticuario las tengo colgadas a disposición de los ojos y el tacto del alma —“venga conmigo, caballero, acá tengo una maravilla que usted sabrá apreciar”—. No exagero al decir que cuando Arturo me lanzaba la frase clave, era inevitable que yo aprecie tanto la obra de arte que me era presentada que a la mañana siguiente la recibía en casa y con cierta aprensión la colgaba en la pared que había destinado con antelación, ni bien amanecía, para que la acoja en exclusividad. Al cabo, la aprensión era injustificada y eso le otorgaba un extra espiritual a la pieza, no solo que tenía íntegra a la obra de arte que me conmovió en lo de Arturo, sino que el remezón interior del ser era la afirmación cabal de que la pared es el complemento secundario ideal del huésped y el huésped el complemento despertador, regenerador, del anfitrión.
Me siguen agradando las paredes desnudas que no llegaron a alojar una única e irrepetible obra de arte, y en conjunto con las paredes reflectoras de creación artística resaltan, en nítido contraste, los cuadros vegetales, los mándalas vivientes de las ventanas del velero anclado en la altitud de meseta andina y su clima estacionado entre el otoño y la primavera. Antes de la aparición del anticuario de Arturo, para qué quería adornos teniendo el mándala del arupo blanco y su selvita, el mándala del chereco y su selvita, el mándala del arrayán y su selvita, etcétera. Y de súbito, sin cargar con más de una obra arte por pared, evitando el horror que provoca llenarse de cosas que los ojos pasan de contemplar y el tacto rehúye sentir, al cabo tengo la esencia de lo artístico irradiando la modalidad visual, más allá de paredes vacías o llenas. Tenía una biblioteca con incontables libros, no los conté desde que empecé a acumular volúmenes grandes y vistosos por una suerte de vanidad intelectual de presumir de insaciable lector ante otros «insaciables lectores» que sacaban pecho de sus propias bibliotecas, y al preguntarme cuántos tomos contenía mi librería, haciendo una mueca de no sé con exactitud cuántos pero sí sé que son demasiados, replicaba: “creo que ya van por los cuatro mil y pico, ¿qué sé yo?”. Y ese ¿qué sé yo?, de a poco, vino a ser fastidioso porque ni siquiera hacía cuentas de cuántos libros había sentido cual corrimiento telúrico, de cuántos libros apenas había hojeado, de cuantos había leído y releído como un viajero espacial reconociendo otra Tierra y, por real aproximación a ella, reconociéndose a sí mismo en la profundización del ser oscuro y olvidado del sí mismo.
Un buen día, bueno de verdad, me visitó Franz portando la tarta preferida de él y que en esa ocasión también fue mi golosina predilecta, la tarta de manzana que Franz no disimulaba su orgullo por haberla horneado. Se trataba de la tarta lograda en base a las frutas maduras que con sus manos recogió del adorado árbol dador de suculentas manzanas. «Vamos a hacerle honores en la biblioteca… que sirva para algo mi cementerio de libros», dije ante el asombro risueño de Franz por el jodido chiste mío. Una vez instalados cada quien en su canapé árabe, como mandado a hacer para el momento vino el tema de la biblioteca, esto aprovechando que estábamos ahí tendidos y relajados por la degustación de la torta de manzanas, de convertidos en estómagos diletantes y mentes abiertas al diálogo. De pronto dije lo que él quería escuchar a manera de sincero agradecimiento: “Sabes hermanito, en una biblioteca ahíta de libros virginales, no hay mejor tarta de manzanas que las que uno cosecha con sus propias manos, mejor dicho las que vos trasladaste del árbol a la cesta y de la cesta al mesón de cocina donde montaste la receta que el horno devolvió en digna torta de Adán”. Y para reafirmarme en lo dicho saboreaba con fruición cada pedazo atrapado en la boca de la mitad de la torta que me tocó; sí, como si fuera un descubrimiento gastronómico mundial. Imagino a Franz y su tarta de manzanas, visitando a Pablo Neruda, allá en lo que es hoy la Casa-museo Nerudiana de Isla Negra y, habiendo el vate paladeado la exquisitez le habría dedicado un homenaje poético tan sabroso como “Oda al caldillo de congrio”.
Franz, a la hora de agasajar el gaznate con vino blanco chileno, un caldo afrutado de fuste, me supo expresar que sintió una cosa parecida a la pena al posar la vista en la ordenada e impoluta biblioteca mía. “Sí, está toda limpia y perfumada con fragancias de eucalipto, pero la percibo desangelada, parece que tu alma no se zambulle en ella, no exagerabas cuando entre chistoso y jodido dijiste que era un campo santo de libros, se nota que tus dedos ya no palpan en su sabiduría”, dijo con voz cavernosa e intencionada mirada acusadora, solo faltaba que me señale con el índice y me arroje del ambiente librero que se sostenía a fuerza de profilaxis. “Sí, de un tiempo acá la tengo de adorno, jamás me agradó leer sentado durante la plenitud de la luz solar y dejó de ser apetito del alma leer de noche recostado en este canapé o bajo sábanas en el dormitorio, me molesta la luz artificial de las bombillas, y siento grima de ver esa cantidad de libros apiñados, inactivos, dormidos, aguardando ser pasto intelectual o espiritual del dueño que los desdeña, al punto que hasta he tejido visiones de que los bomberos del gran Bradbury, los personajes siniestros de ficción de Fahrenheit 451, llegan a mi hogar a quemar hasta el último libro de la abigarrada biblioteca del subversivo denunciado por…”. Franz emitió festivas carcajadas y copa en mano se levantó del canapé, le hizo mucha gracia que haya mentado a los bomberos de las distopía de Bradbury, aquellos que no apagaban incendios sino que los propiciaban, incinerando más que libros quemaban el símbolo del alimento del alma. Tragicómico era verme, en Fahrenheit 451, tendiéndome una emboscada a mí mismo. “Hermanito, qué oscuro te pusiste en medio de la claridad, mas aquí estoy inspirado para hacerte una oferta mejor que la de los bomberos incendiarios y de facto rescatar tu biblioteca de las visiones dantescas que generas por haberla echado al abandono profiláctico…”.
Si Franz tenía algo fenomenal que ofrecerme además de la torta de Adán, por inercia iba a ser el florecimiento del árbol de manzanas que rumiaba en mí paladar. “Venga tu propuesta, desembucha hermanito”. Franz, preclaro y conciso como es, no se hizo esperar, y la cosa rodó en satinada plancha de mármol de Carrara, hubo trueque. Yo doné mi biblioteca entera, incluido mobiliario, a la Fundación Pompas Paradiso, y Franz a cambio me donó un paquete exequial a mi medida en las instalaciones de Paradiso. Tuve yapa, cuando se concretó la primera parte del trueque porque la segunda parte la pondría yo de cuerpo presente como sujeto de adioses nada fúnebres, recibí obsequio sorpresa que me sacaría de un estado catatónico frente a los libros, el dispositivo electrónico para leer libre de bombillas en la noche cerrada y llena de murmullos de animalitos nocturnos que como yo huyen de la contaminación lumínica. A mano tengo el lector de libros anti-reflejo que apenas pesa como una obra de cien páginas o menos, provisto de luz discreta e interna que no cansa a los ojos. “Aquí el libro que contiene a todos los libros”, fue la nota que vino con el dispositivo irrompible; si estoy leyendo algo que me pone eufórico lo lanzó a chocar con la pared y rebota indemne al piso. He vuelto a leer a conciencia donde respiran mis ángeles y demonios; viajo en pos del adentro en la noche más oscura, lluviosa, de relámpagos y truenos.
Del trueque salimos ambos beneficiados e incluso, cada quien por su cuenta, presume de haber hecho un gran negocio. De mi lado puedo decir que más pronto que tarde hubiese ido donde Franz a solicitarle me incluya en calidad de cliente intempestivo en el calendario de actividades de Paradiso, lo que sé es que en dicha empresa uno participa a cabalidad como ser vivo y consciente antes de dar el espíritu a quien corresponda en el universo o multiverso; creyente o no propones la forma y fondo de lo que será la despedida de este mundo en los predios sinfónicos de Franz. Lo cierto es que Paradiso te entrega una demostración visual de cuán imaginativo y dichoso será el evento exequial (sí, para los invitados tiene que ser una ocasión feliz para los sentidos y la mente porque no existen pompas fúnebres en Paradiso, no hay lugar ahí a semejante oxímoron). Fue genial que Franz se adelante en el tiempo a mi intención de contratar los servicios de Paradiso, la cosa vino por sí misma gracias a la gentileza de compartir la torta Adán conmigo, y que yo haya escogido la biblioteca para engullir la golosina entera y que de ahí se pasó al meollo del diálogo rociado por el vino blanco del vate de Isla Negra, fue la consumación de la genialidad.
Es curioso que me encuentre a la fecha activo con el libro virtual que contiene a todos los libros que como lector aristocrático escojo para experimentar. El menú principal del trueque, los adioses definitivos, están en lista de espera en Paradiso. La actualidad es releer el Quijote, releer el Ulises joyceano, y por arte sincrónico internarme en la profundidad junguiana del Libro Rojo.
Pequeño entre la sombra espesa de eucaliptos decorativos,
el arupo escapa de oscuro y fresco zócalo selvático,
por fuerza inclinado cayendo hacia occidente,
es tupido ramaje horizontal proa al sol de venados.
Aromas de café cunden en la morada del montañés,
viniendo a la mañana nebulosa cargada de rocío,
de flores silvestres guareciendo a insectos saltarines,
de pencos de sábila ascendiendo superpuestos,
de mariposas nectarívoras en margaritas diente de león,
de cochinillas medrando en arpegios de armónico viento,
de volanderos trinos de ruiseñores de la altitud.
Ventanas abiertas al árbol desnudo
de pálida piel exfoliada,
extendiendo sus brazos tortuosos,
de múltiples y nervudas extremidades,
a la deidad lumínica de intensos colores,
en pos del clímax vitamínico solar.
Aires de mayo echaron a tierra hojas pardas,
hojas lanceoladas inertes crujiendo en húmedo suelo,
confundidas con raíces maternas serpenteando
a flor de yerbas rastreras refugio verde de gusanos,
alimento predilecto de atigrados gorriones,
manjar de esbeltos y azabaches mirlos,
golosina de canarios y tórtolas glotonas,
anunciando en lenguaje alado la floración íntima.
El volcán Cotopaxi no se percató o también podría ser que a consciencia pasó de contestar el fraternal saludo de Taita Chimborazo. Nada de aspavientos, fue una ligera venia como viene siendo inveterada costumbre intervolcánica, aunque sí le infirió discreto guiño al compañero de orogenia, esto a manera de cortesía avisándole que la medianoche está servida para un banquete de poesía primordial. Taita Chimborazo no se sorprende por su heteróclito vecino, en cierto modo todo volcán que se precie de sí tiene algún grado saludable de anarquista y no diría que son malos modos del joven Cotopaxi, es cosa corriente su adolescente distracción y humor intempestivo a veces eufórico, a veces cascarrabias y no menos veces envuelto en la serenidad de perezoso andino filósofo.
“No se sabe con este muchacho vividor a tope, rayado, díscolo, a lo mejor está lidiando con la muela del juicio… ¿Qué sé yo?”, vibró para sus entrañas Taita Chimborazo, divertido y de buen talante. La noche límpida de luna llena viene a punto de golosina geológica para la modalidad del poeta que es él en noches como esta. Sus ojos privilegiados se han acomodado en el pedestal volcánico de la montaña tropical más prominente de Gaia que es y será hasta que las erupciones acaben por achatarlo y devenir en una loma cualquiera perdida entre el lomerío, mientras tanto es la mole andina dominante, superalfa, es el Taita Chimborazo que se levanta desde las entrañas del cinturón de fuego equinoccial y tiene a su haber tres miradores: dos pre-cumbres y la cúspide que culmina la silueta proa a la cara pálida de Selene, la deidad monocromática que irradia paz y silencio en el vasto territorio visible merced a la nitidez ambiental. El coloso andino abarca con su mirada kilométrica, caleidoscópica, que cubre trescientos sesenta grados de paisajes de tierras altas en primer plano, incluidos los colosos andinos vecinos, y vistas panorámicas de las gradientes y pisos biológicos que descienden al océano Pacífico y a la cuenca amazónica.
En la temprana noche primordial contempló a la mega-fauna pululando en los valles desparramados en sus cercanías, manadas de mastodontes y otros grandes herbívoros paciendo y ramoneando mientras sus depredadores naturales acechaban por tierra y aire a los especímenes más jóvenes, débiles, enfermos o mejor aún, que son ya carroña conformando una comida fácil. Es la ciega evolución aferrada al ensayo y error de la lucha de las especies por preservarse en las parcelas de Gaia. Taita Chimborazo fascina con la visión de la mega-fauna en los valles interandinos que circundan sus estratos inferiores, aunque por su condición de ente geológico está sujeto a la orogenia planetaria y ha sido, es y será atento testigo del proceso evolutivo de las criaturas zoológicas que batallan en la Arena Gaia. Adora el vaivén de ejemplares mamíferos que a sus ojos lucen adorables, desde los osos a tigres dientes de sable. No obstante, añora la visión de los tardíos dinosaurios de su infancia, los últimos que avistó antes de la total extinción de los lagartos terribles que pulularon en su memoria mágica, asume que es por su forma reptiliana que le remiten un no sé qué de los Dragones de Gaia, más allá de que estos últimos lograron una estética depurada y fractal sin menoscabo de su poder defensivo y de repulsión contra cualquier ente interno o externo que amenace el equilibrio terráqueo. Lo rústico de los lagartos terribles trajo el recuerdo sofisticado de los Dragones de Gaia, y no es en vano, es una suerte de aviso de que en breve tendrá el honor y placer de que se dé el encuentro milenario de rigor con los mensajeros de Gaia, seres divinos que lo visitan en veladas de atmósfera clara como esta noche de ensueño.
Extasiado en la medianoche se nutre de poesía estrellada; como el potente volcán que es, se atiene al tiempo eónico al que pertenece y que transcurre entre milenios, lo demás es vivir a todo pulmón las circunstancias de la era geológica que lo acoge en el presente y futuro inmediato. Así, Taita Chimborazo, flotaba a discreción en el delicioso manantial de poesía ancestral y lunática brindaba cuando el Cotopaxi prendió la alerta con una desapacible vibración subterránea, «no vaya a querer erupcionar justo en este instante encantado, y eche a perder las siete armonías que lo cobijaban».
– ¡¿Qué te acontece animalito de Gaia?!
– Me tiene podrido la muela del juicio… estoy tratando de expulsarla de mí sí o sí, ¡¿entiendes?!
Taita Chimborazo tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlar las fortísimas vibraciones de una carcajada monumental que hubiese sido receptada a cientos de kilómetros a la redonda, al cabo consiguió trocarla en sendas muecas moderadas de conmiseración y solidaridad con su vecino. No le iba a contar que el chiste que se mandó para sí mismo, eso de “no se sabe con este muchacho díscolo, a lo mejor está lidiando con la muela del juicio…”, se hizo realidad y ahora no le toca hacer de doliente sino ser algo más que eso, fungir de juicioso consejero y así ganarse pizca de aprecio y consideración del otro.
–Si te calmas y dejas de eructar a lo bestia primordial y paras de lanzar maldiciones procaces a los cuatro vientos te podría servir mi experiencia al respecto, ¿qué me dices?
–Dale Taita, dale… por una vez en tu eónica existencia preocúpate por mí.
Taita Chimborazo sonrió evocando la lucha que tuvo para deshacerse de su propia muela del juicio que a la postre se transformó en gigante mineral viviente e insoslayable, una joya de la orogenia. “Oh, memoria mágica ven a mí”, vibró entrando en reorganización retrospectiva a la noche lunática en que él mismo fue protagonista de la expulsión de la mayor muela del juicio que jamás se ha posado en el cinturón de fuego de Gaia y que, por añadidura, tomó vida propia convirtiéndose en volcán independiente. Aquel diente fue bautizado con el nombre epiceno de Carihuairazo, devino en una mole andina que creció a largos tirones sobrepasando los cinco mil metros de altitud sobre el nivel del mar, y que se yergue apenas a diez kilómetros de su progenitor. “Veamos qué gema nos arroja el joven aún”, vibró interesándose por la coyuntura fenomenal del Cotopaxi.
–Vamos de lleno a la cosa mi dilecto vecino. Solo hay un primer paso indispensable, el resto rueda por gravedad. Y es servirse para hacer gárgaras del elixir espirituoso que nos donó Gaia a través de Pangis –Oh, divina reina dragonil de los Guardianes de Gaia–, en la última convocatoria a la asamblea de los volcanes de nuestra zona ecuatorial, ¿imagino, joven aún, que debes de tener una reserva del líquido del multiverso mágico embodegado, o no?… Que recién te acuerdas del elixir, que lo tienes todo a tu disposición, entonces estás hecho almita de Gaia. ¡Vaya cogorza bendita y sin resaca que vas a agarrar! Yo voy a traer de lo poco que me sobra para acompañarte en el ritual de la expulsión de la muela del juicio, es momento de escanciar mis reservas hasta el concho, presiento que voy a re-abastecerme del elixir ya mismo, respiro en el aire el advenimiento de la convención milenaria con los Dragones de Gaia, se acerca a aletazos uniformes del comandante Aleph Dark.
–O sea que me vas a acompañar en el dolor hasta que se rompa la noche y los dragones de oriente incendien el pajonal al alba, así se habla Taita Chimborazo… Voy por lo mío y tú vete a por lo tuyo, aquí nos topamos en breve. Me amanezco, Taita… ¡Me amanezco!
Quedó atrás la medianoche y, Taita Chimborazo, se ve metido en las gárgaras que vinieron a ser preámbulo cómico antes de la cosa en sí. El condumio del ritual son las abluciones de mente y materia con el elixir de Gaia. A la verdad, no está metido en esto únicamente de puro comedido y gracioso, es auténtico placer hacer de instructor personal y que por imitación se anime el Cotopaxi “a sancochar de raíz” la muela en cuestión al punto que se insensibilice y ablande lo suficiente para que de repente surja el tremendo estornudo que por inercia eche afuera el objeto del suplicio del doliente. Se guarda de avisar al otro de que le sobrevendrá tan repentino como potentísimo estornudo tectónico, el proceso tiene que fluir natural y que conforme avanza sea ocasión para el encuentro intervolcánico atento con el coloso que presume de tener la mayor reserva de poder de fuego, acá en las entrañas de la mitad del mundo de occidente continental.
–Oh, dragones divinos, inolvidables Aleph Dark y compañía festiva, cuánto los recuerdo y aprecio ahora que exprimiré hasta el concho el elixir de Gaia… Oh Pangis, dragona portadora del sagrado encargo del que me había olvidado, desconociendo sus cualidades por simple negligencia. Oh, elixir de Gaia, que no prescribes en el tiempo y estás a punto de manjar milenario espirituoso en boca. Mira tú por dónde vengo a trabar una cogorza del padre y señor mío a cuenta de la muelita que ya va sancochándose de raíz como bien anotaste, magnífico Taita Chimborazo, era el paso previo para hallar alivio y solaz en la noche lunática e impoluta que empiezo a gozar tal cual lo hacía en la niñez cuando surgió la gran floración en estos pagos, el portento natural que puso colores y perfumes embriagantes a un paisaje vegetal pálido e imberbe que venía mustio, gris, ¡qué explosión de fanerógamas fue aquella que pintó la infancia! Así, limpiando el gaznate y sosegando los nervios de los múltiples conductos de la muelita fastidiosa, ¿quién no se vuelve juicioso? Me amanezco, Taita. ¿Qué me dices, acolitas? Si te hace falta más elixir yo poseo de sobra para compartir contigo cuando gustes.
Taita Chimborazo, se contagio del recogimiento aristocrático del joven Cotopaxi, son dos entregados a la psicoprofilaxis que es la poesía lunática rezumando de los pajonales descendiendo a las delicias que proveen los valles interandinos a la mega-fauna rumiante, ya en reposo nocturnal. La libación del elixir provoca melodiosas vibraciones, suscita silencio filosófico y soledad divina, nada más lejos de expansiones estridentes de ebrios alucinados. El Cotopaxi pasó de las gárgaras explicitas del inicio, que fue una suerte de broma compartida con su tutor, a cometer abluciones rítmicas que dispersa el elixir en los conductos de la pieza rebelde y por añadidura fluye el grueso del valioso líquido en la intrincada red subterránea de canales lávicos, haciendo una limpieza idónea hasta el origen del complejo sistema eruptivo del volcán.
El silencio de la noche estrellada se va apagando junto al efecto monocromático de Selene encendida, la amplia visibilidad ambiental del páramo cede a los incendios de los dragones diurnos de oriente, la alborada entra con el trino de jilgueros de altitud entre vapores y perfumes almibarados, picantes, del rocío bañando verdiamarillo pajonal. De repente, irrumpe en la melodía alada del amanecer el gran estornudo tectónico del volcán Cotopaxi, la muela peleona salió disparada a la estratosfera pero la gravedad detuvo su viaje espacial y la mando de regreso aterrizando en caída libre con estrépito. Taita Chimborazo, supo de inmediato que se había dado el acontecimiento esperado en medio del delicioso letargo en que lo había sumido el sol naciente.
El volcán Cotopaxi, que se hallaba sumido en sabrosa vigilia, activó la alerta ante el estremecimiento que se produjo desde los cimientos de su ser volcánico; a no dudar fue el salvaje estornudo que le vino de súbito lo que lanzó algo suyo, muy suyo, por los aires. Al escuchar el impacto de una roca hundiéndose en algún lugar del arenal que circunda las estribaciones limítrofes con sus glaciares, constató que había volado la muela del juicio. No cabía de gozo al enterarse que se libró del problema en un suspiro y sin que haya previsto esta situación sublime, vaya que la cosa no se quedaba en “sancochar la muelita”, como aconsejaba Taita Chimborazo –mostrando su lado humorista–, sino que en realidad lo que proponía era la expulsión aérea del diente rebelde.
Tras el sol naciente no hubo helada mañanera y el joven Cotopaxi vislumbra que disipada la niebla habrá límpido cielo celeste arriba de los valles cálidos y altiplanicies templadas de la serranía. Los picos andinos serán pinturitas indelebles en su memoria mágica, esto después de que en un instante de los incendios del alba estornudó con tal fuerza que se rompió el exquisito arrobamiento que lo arrullaba. Para él no había la expectativa de ver brincar a la muela en el claro de luna nocturnal ni al amanecer, y por ello el sacudón lo conmovió aunque se perdió el espectáculo visual porque la niebla lo impidió, en todo caso fue un suceso sonoro y chispeante el choque de la pieza contra el suelo volcánico, asumiendo que se clavó en algún punto de sus estribaciones menores. Una vez que se disuelva el mar de nubes que se suspende volátil cubriendo su masa estrato-volcánica, tapando la visión de los arenales y páramos que lo rodean, se sabrá cuán grande es es el diente y su secuela del impacto y cuán lejos fue arrojado de su cráter escupidor de magma.
Taita Chimborazo agotó sus reservas del elixir porque la ocasión vino propicia para ello, está en paz con la dosis recibida y también contento de no haber requerido de echar boca de las copiosas existencias del Cotopaxi, pues, no va por la vida de ansioso. Además, esto de gastarse lo suyo a tiempo, lo coloca en mejor disposición ante la próxima visita del milenio de los Dragones de Gaia, no lo quepa duda de que la convención de dragones en la mitad del mundo del altiplano andino va a reventar en un encuentro aún más celebrado que el vivido en el milenio inmediato anterior, cuando tenía un sobrante del elixir que aumentó sus reservas sin que se haya propuesto acumularlas.
– ¡Me amanecí!, Taita Chimborazo, me amanecí en libación celestial. Se ha renovado el tuétano de mis conductos lávicos; he limpiado mi mente y materia pasando por el guargüero, sin desperdicio, hasta la última gota del elixir de Gaia. ¿Dónde estará la muelita? No tengo cabeza para buscarla… Ayuda con tus ojazos de alcance telescópico y de gran angular trescientos sesenta grados, a rastrear la pieza disparada por arte del estornudo salvador que arribó como todo lo memorable, intempestivamente. Imagino que habrá que bautizarla, ponerle nombre, tal como es la tradición ancestral de los nuestros cuando un fenómeno orogénico nos despierta el alma y remece la materia de la que estamos compuestos, ¿o no?
Taita Chimborazo hizo cálculos mentales valiéndose de la experiencia de sus oídos receptando ondas sónicas, y clavó sus ojos en las faldas sur-occidentales del joven Cotopaxi, siguió la pista por la cañada humeante, recién abierta, que se dirigía al arenal de los glaciares bajos del volcán y ahí estaba la muelita reluciendo cual joya orogénica color miel parda. “¡Fascinante!”, vibró en sus fibras íntimas. Al pie del joven Cotopaxi, demasiado cercana como para desarrollarse a la manera del gigante en el que se convirtió el Carihuairazo, yacía una muela encantadora, apacible, hecha y derecha. “Y así se va a quedar”, volvió a vibrar para sus adentros.
–Joven aún, mira junto a tus pies sur-occidentales, es toda una figurita digna de la hermosura terrenal de Gaia. Resplandece, no hay dónde perderse, ¿la ubicaste?
–Pero qué cosa fenomenal resultó mi muela del juicio, vendrá a ser relajamiento involuntario de mis ojos. Y has pensado en algún nombre, Taita…
–Es tu opción y privilegio, no el mío. Yo le chanté a mi monstruoso diente el primer nombre que se me vino como un rayo, cual inspiración del fuego planetario.
– ¡Morurco…! Ya está consumado tu bautizo, diente mío: tú nombre epiceno y orogénico es Morurco.
Entro a la zona de amortiguamiento del Charco contemplativo, ha llovido y la senda barrosa serpentea entre verdes sudando en la maleza y el bosque de árboles lechosos dispersando perfumes salvajes de dríades propiciando mugidos de estación de acoplamiento de tortugas gigantes. Jilgueros trinan y se extraña la larga ausencia del pájaro brujo que, a la sazón, no he avistado ni siquiera de lejos en las tantas inmersiones que he venido haciendo a los fragmentos de isla que son parte del menú de andar y ver, fragmentos que en sí constituyen mundos aparte, son creaciones prehistóricas que han venido incorporándose al comensal ancestral conforme se descubren en tiempos y espacios distintos. Me congratulo por ser un “comensal ancestral”, ¿a quién de mis conocidos reales o de ficción se le ocurrió esta regia auto-denominación? No existe una respuesta exacta, siendo que fueron algunos a la vez -me incluyo en ellos- los que lanzamos al “comensal ancestral” en el ciberespacio conocido… y más allá aún. Lo verídico es que le calza bien al sujeto de la experiencia y del descubrimiento que está descendiendo por amable desnivel hacía el charco contemplativo, eso sí batiendo barro y enjuagando, en menudas concavidades que han recogido agua lluvia, las sandalias de senderismo con suela para doblar espinas y provistas de tracción pantanera.
Penetré al mundo de las tortugas gigantes del oeste embebido en los aromas, flujos y reflujos del próximo encuentro con el charco contemplativo. Qué me deparará la vuelta de rigor al silencio que durante meses abastece de cantares prístinos a la mente del citadino anclado en la desquiciada megalópolis Medusa Multicolor, que en sí es el reino del sujeto sujetado a sus herramientas desarrollistas y los objetos inherentes al diario tránsito por versátil contaminación psicobiológica, psicofisiológica, el pan de cada día para la estupidización de la especie humana, ejemplo rampante, el ente del rendimiento positivista que no pasa de la tercera página de una ficción exigente. Sí, tengo una isla verde dentro del purgatorio terrenal de la rebelión de las masas, es el mínimo espacio arbolado que permite respirar dignidad entre la prisa de los engranajes que mueven la máquina del colapso del planeta de los humanos.
La inmediata anterior visita a este lugar que me llena de la gracia original de lo mudable, se difumina para dar paso al tiempo mágico y al instante de siembra, a la vida suculenta en borrador e incorregible. Los huecos oblongos construidos por las tortugas para ser espacios de higiénico placer, otrora vacios y cuarteados en la temporada de sequía, están húmedos, semillenos y dispuestos para rebosar de agua lluvia. Vacíos no lucen, y hoy resaltan los ocupantes refocilándose en ellos; son tinas que tienen espíritu porque ha llovido lo justo para ser animadas con gracia tortuguil. Y es el tiempo de piletas ovales agradecidas por recientes aguaceros que las vuelvan una tentación ineludible para el hedonismo acuático de regios especímenes de Chelonoidis porteri. Cuánta poesía derrama el sotobosque cuando se muestran los quelonios beneficiándose de bañeras hechas a la medida de su soledad aristocrática.
La expectativa mayor era cómo iba a encontrar los parajes selváticos de orilla y cómo se presentaría el charco de mi ambición contemplativa; al cabo, la senda estaba despejada aunque en ciertos tramos había batido barro con los pies, y no se había perdido bajo el agua que en pasada visita me llegó a las rodillas y con ello me negó la entrada a la fuente inundada. Sí tuve acceso a espacios herbosos húmedos pero fácilmente transitables antes de toparse con lirios vistiéndose de gala para el banquete de mariposas monarca. De repente alzo a mirar al cielo celeste parcialmente adornado por nubes volanderas que se reflejaba en la fuente, y veo la réplica del instante. Con esto quiero decir que tengo ante mí al otro espectador que me observa como yo a él, ambos alzando a ver hacia arriba y en el espejo del agua que de súbito se formó sobre mí y de hecho sobre el charco replicado o desdoblado en el cielo abovedado y que seguramente para el de arriba es al revés… complicado es esto de contarme a mí mismo el fenómeno pero la cosa fluye nítidamente en los sentidos comandados por la modalidad visual. Mi momento es tu momento, dijimos yo y el otro yo al unísono. ¡Qué serendipia!, vine a encontrarme con las tortugas gigantes copando el paisaje de la cocha y me hallo conmigo mismo arriba y abajo, pues, en el reflejo de la película de agua veo igual al trasunto que alzando a verlo al son de tibio viento. Al cabo, el otro yo –de cada cual– se expresa y reflexiona idéntico. El humedal se había expandido y con ello haciendo que desaparezcan las pinturitas veraniegas de playitas copadas aquí, allá y acullá por sendas manadas de quelonios bañistas, y no había tampoco cáfilas de patillos brincando al agua desde trampolines rocosos para nadar en hileras cruzadas. No extraño la voluminosa y gentil presencia de las tortugas gigantes porque tuve suerte de que en el sendero retozaban ya en soledad, ya en parejas y tríos beneficiándose de piletas aristocráticas.
A golpe de ojos mansos y adormilados apenas se habría reflejado una charca verdosa vacía de las especies zoológicas endémicas que engalanan el bochorno vegetal, pero no es la charca de aguas fangosas recalentándose en la quietud de bosque primario lo que veo porque estoy inmerso en la modalidad visual del bípedo despierto, y es la que se disparó duplicando el paisaje y al espectador donde por obra de caprichosa meteorología se esfumó el balneario, el comedor y el abrevadero de tortugas gigantes, donde batir y untarse de lodo no solo limpia y provee vitaminas a su cuerpo acorazado y piel rugosa, sino que viene a ser idóneo desparasitante externo. Aquí flota la poesía de nenúfares de isla tropical sudando el medio día. Y más allá de cualquier observación naturalista tengo por delante a la fuente de las delicias festonada por bosques de manzanillos y guayabos que la circundan.
Me veo haciendo la vuelta a la doble charca, ya por dentro pisando entre lirios de flores fucsias y pastizal reverberando cara al sol, ya por fuera tomando el senderito abriéndose paso en la espesura de ramaje artrítico de guayabos barbudos y manzanillos de frutos prohibidos al paladar del bípedo goloso. Aspiro el aire benigno de la fuente de las delicias, es parte del maná del que estoy siendo convidado en este esplendor y hechizo mimético. Evoco a la avifauna del lugar y su reflejo asoma en la película acuática: hileras de coloridos patillos, gavillas de gallinulas de cresta roja; una pareja de garzas de Tero real picoteando larvas en la orilla, las mentadas monjitas americanas dan zancadas dejando terrosa estela a su paso; fragatas magníficas provenientes de la línea costanera portan consigo música de cuerdas aerodinámicas al quitarse la sal del cuerpo emplumado con sacudidas fulgurantes, un pestañeo sumergidas y a mandarse a mudar.
Nanga Parbat, Montaña desnuda, llamada también Diamir, Rey de las montañas, fue de hecho la cumbre del destino de Reinhold Messner antes que la Montaña del Destino Alemán, como al expedicionario Karl Maria Herrligkoffer le gustaba denominarla para ensalzar el deber que él tenía de hollar su ápice por la ruta más difícil, aunque sea de manera subliminal, a través del trabajo de escaladores con convicciones nacionales y fe en las cuerdas fijas que aseguran kilómetros de un desnivel de vértigo.
Karl Maria invitó a los hermanos Reinhold y Gunther Messner a unirse al ideal de vencer a la tenebrosa vertiente Rupal, superando los más de cuatro mil metros de pared vertical que separaba el vacío de la vulgaridad terrena con la inconmensurable altitud alumbrada por Odín. Tener una imagen del tamaño monstruoso de la vía por la vertiente Rupal, que en su mayor parte la abrieron los hermanos Messner camino a la cima del Nanga, sería como colocar cuatro veces, una sobre otra, la cara norte del Obispo ecuatoriano (la cima más expuesta y exigente de los picos que conforman el circo volcánico del Altar) que tiene alrededor de mil metros de caída perpendicular.
Los jóvenes Reinhold y Gunther –de 25 y 23 años, respectivamente–, en el verano de 1970, arribaron del Tirol del Sur para incorporarse a la expedición de Herrligkoffer, venían con la etiqueta de superdotados para la escalada libre. Ellos encarnaban el símbolo de la autosuficiencia de “la bestia rubia” en los Alpes, aún no se habían contaminado con las ascensiones piramidales clásicas, las que proponían el ritual de plantar la bandera patria en la cima como máximo objetivo, donde no contaba el liderazgo individual sino únicamente los logros del conjunto, siendo la base del éxito de estas empresas monumentales la tracción animal de porteadores que trepan el circo humano a la altitud.
Reinhold gustaba apostar con los muchachos de su pueblo natal a que iba a subir tal cumbre, por cierta vía, en tantas horas, sin drogas vigorizantes ni dejar huella de pitones en la pared, ultraligero y apenas alimentándose durante el reto ascensionista. Imaginaba el pico de turno y luego pronosticaba el resultado, a semejanza de su ídolo Mohamed Ali, quien decía “en el quinto asalto lo voy a tumbar a Mike”; asimismo, Reinhold, sentenciaba: en diez horas hago la cara norte del Ogro.
Los hermanos Messner, a su corta edad, habían llenado una hoja de vida “hacia arriba” envidiable, eran ya veteranos de los Alpes que los capacitaba para soñar con los montes ochomil del Himalaya, siendo que a fuerza de buscar la conquista de lo inútil les llegó el reto más grande del himalayismo de entonces, hacer la inexpugnable vertiente Rupal del Nanga Parbat. De entrada sólo Reinhold fue invitado a participar en la expedición, pero más adelante un escalador canceló su participación en la misma y, ante el pedido de Herrligkoffer de que se le recomiende otro alpinista que sustituya al saliente, Reinhold le propuso incluir a Gunther. Ambos hermanos, tragándose el discurso del deber nacionalista de Herrligkoffer, a sabiendas de que éste no comulgaba con la espontaneidad del individuo para lograr sus propias metas fuera del objetivo colectivo, tuvieron que contemporizar con el “jefe”, no existía otra forma de ascender por lo más escarpado de la cara sur del Nanga Parbat, en un tiempo donde no se daban auspicios corporativos a una aventura personal por los Himalayas. La juvenil ambición de enfrentarse a la vertiente Rupal, la pared del miedo y la locura por antonomasia, hizo que se dieran al experimento de grupo, haciendo a un lado su verdadera vocación: escalar por sí y para sí en su montaña mágica.
Reinhold, graduado de Arquitecto, aunque todavía ganándose las habichuelas como profesor de matemáticas, cumplía con lo mínimo que le exigía la apariencia de estar uncido a la normalidad imperante. Sin embargo, ya había decidido que iba a dedicar el resto sus días a la exploración de lo ignoto dentro de sí y afuera en el mundo salvaje, liberándose de las ataduras que le impedían tomar posesión de su destino. No temer a la libertad individual de consciencia fue una fijación temprana en la voluntad de vivir de Reinhold, mientras que Gunther aún parecía conformarse a su futuro de empleado bancario. En esa proyección existencial diferente los encontró a los Messner el viaje al Rey de las montañas, donde el hermano mayor portó la voz cantante de los dos y tuvo acceso a discutir con el maduro líder de la expedición el rumbo de la ascensión al Nanga Parbat, ejerciendo suficiente influencia en las decisiones que tomaba éste. El “jefe”, a pesar que le irritaba mucho la tendencia de los Messner a hacer lo suyo, se dejó asesorar por Reinhold. No obstante guardó instintiva desconfianza hacia ellos dos, suponía bien que en los campamentos de altura corría el riesgo de que no se acaten sus planes por impracticables, y con ello convertirse en burla de los escaladores ya ajenos al deber de equipo que, allá abajo, en la calidez y abundancia del campo base montado a 3.600 msnm, la encarnaba el “jefe” (ya le sucedió antes con el desobediente Herman Bull, quien asaltó la cumbre del Nanga en solitario, vía el Collado y la Meseta de Plata, contraviniendo su orden de retirada de la montaña). La fobia que tenía el doctor Herrligkoffer a que los Messner tomen decisiones propias donde le estaba negado controlarlos, lo llevó a que al final los separe en sus funciones ascensionistas, haciendo lo posible para que al menos Gunther no haga la cima.
Cuando cundió el desaliento luego del primer intento de atacar la cumbre y se acababa el tiempo para ello, puesto que había que hacerlo antes de la temporada de los monzones, y todo indicaba que la retirada era la única opción en adelante, Reinhold convenció al “jefe” para que le dé un postrero chance a la ambición de completar la vertiente Rupal. De esto surgieron las decisiones que marcaron la suerte que corrieron los hermanos en la Montaña de la locura —como sacada del horror lovecraftiano— , todo lo que acaeció por encima del incomunicado campamento V (ubicado en una repisa sobre los 7000 msnm), fue una travesía en la zona de las parcas, y hollar el ápice fue una forma de estulticia. El error no enmendado de las bengalas, que protagonizó Karl Maria, dejaba en libertad al mayor de los Messner para intentar un ascenso a la cumbre en solitario. Kilómetros más abajo, desde el campo base de la expedición, se lanzó la señal roja que implicaba mal tiempo, habiendo lo contrario, o sea un ambiente meteorológico favorable a la ascensión de equipo. Así se desencadenó lo que Reinhold no esperaba de su hermano menor, que éste se rebele a su deber de equipar con cuerdas fijas el corredor de hielo para asegurarle el retorno por la misma ruta del ascenso. Gunther se negó a hacer ese trabajo extenuante, tal gasto inhumano de energía lo dejaba inhabilitado para cualquier intento de coronar el Nanga Parbat.
Reinhold partió rumbo a la cima a las dos de la mañana. Gunther abandonó la labor de cuerdas antes del alba, siguió la huella de su hermano realizando un esfuerzo supremo, cubriendo en cuatro horas seiscientos metros verticales le dio alcance a éste a pesar que le llevaba una ventaja muy difícil de igualar. La campana de la autodeterminación sonó para el joven resignado a su empleo en una casa bancaria y, revelándose contra la ecuanimidad que mostraba al lado del genio indomable de Reinhold, se fue él también a por la cumbre.
A las cinco de la tarde ambos posaron sus pies en la cumbre. ¿Alegría consciente?, ninguna. ¿Cómo se puede disfrutar de un sitio donde el mundo es un desierto empinado, un congelador convexo, y morir es la euforia de no sentir dolor ni apego a la existencia? Apenas había que sentarse y dejar que el dulce sueño blanco los acoja. La vida le es indiferente a un cuerpo anestesiado que ha empezado a morir. Y no puede ser de otra manera, estaban a más de ochomil metros de altitud ahogándose por la falta de oxígeno, portando un botellín de agua, media libra de cacahuates, una colcha térmica para enfrentar los cuarenta grados bajo cero de la noche. Fácil de imaginar para los guerreros del hielo polacos a la zaga del rinoceronte psicológico, Jurek Kukuczka, pero inimaginable para el urbanícola que reside en la constante primavera de los valles interandinos.
El anhelo de eternidad que reventó en Gunther, esas cuatro horas de ascenso forzado sobre una altitud demoniaca, lo incapacitaron para intentar un descenso por la misma ruta de ascenso que los hermanos abrieron para que la posteridad la llame vía Messner. Gunther acusa el tremendo esfuerzo que realizó al no resignarse a ser la sombra que Karl Maria quiso que fuese en “su expedición” al Nanga Parbat, de esto que le propone a Reinhold hacer la única salida lógica que les quedaba, es decir, bajar por la vertiente Diamir, siendo que su parte posterior, la Cuenca Bazin, se presentaba como un paseo de hadas en comparación al infernal declive de la vía Messner (no había otra alternativa de descenso, tal como lo corroboró en 2005 el escalador estadounidense Steve House, quien al estilo alpino, ¡en cinco días!, coronó el Nanga por otra variante de la vertiente Rupal).
Reinhold aún abrigaba esperanzas de que el espíritu de equipo de la expedición se hiciera presente, confiaba en que la cordada que subiría al día siguiente siguiendo sus huellas les proporcionaría ayuda, al menos una cuerda para descender rapelando por un paso extremo y dar con el corredor de hielo Merckl. Vivaquearon en la brecha al pie de la cima, mejor dicho se sentaron a alucinar dentro de los cuarenta grados bajo cero que trajo la noche interminable, sólo existiendo para mover sus manos y pies, evitando congelarse y dormir a la vez, perder del todo la conciencia era entregarse al abrazo de la muerte dulce. A la mañana siguiente, Reinhold, avistó al dúo que ascendía por la ruta que ellos les marcaron e intentó comunicarse con Félix Kuen, que se hallaba ochenta metros más abajo del paso impracticable donde él se encontraba solicitándole la cuerda que facilitaría el descenso de Gunther. El viento, la distancia entre ellos –insalvable a esas alturas– y, sobre todo, la imposibilidad de entenderse con otro cuando el cuerpo ha empezado a morir de agotamiento y por falta de oxígeno, hizo que dialogar con Kuen sea una pesadilla inolvidable. El dúo se fue tras la cumbre, y, Reinhold, aullando como un poseso, por fin se dio cuenta que nunca llegaría la ayuda de equipo. Habían desperdiciado un tiempo irrecuperable en bajar por donde ya Gunther lo señaló hace tantas horas.
El descenso fue liderado por Reinhold, abrir ruta hacia abajo era lo único que podía hacer para ayudarse a sí mismo y a su hermano. Lo hacía invocando el espíritu de pioneros como Mummery, desaparecido en la inmensidad de la Montaña desnuda. La fascinación por el montañismo de renuncia, hizo que antes de embarcarse a la expedición de Karl Maria, estudie a fondo la trayectoria de Mummery en la vertiente Diamir, y esto lo llevó a intuir la salida del laberinto. Lo de aquel hombre fue definitorio porque, allá en 1895, ascendió por vez primera la vertiente Diamir a dúo con el gurja, Ragobir, llegando a las puertas de la Cuenca Bazin, y lo consiguieron apenas calzando botas claveteadas, sin portar pitones para asegurar las cuerdas en la escalada o descender rapelando, llegando tan alto que hasta habrían vislumbrado el último tramo a la cumbre. Merced a la memoria que hizo de lo hecho por el desaparecido alpinista inglés, 105 años después, descendió por la ruta que éste abrió, hallando el paso entre la parte superior del espolón Mummery y la Cuenca Bazin, el que se podía superar sin el apoyo de cuerdas y más tecnología moderna de escalar.
Durante ciertos tramos de la travesía por el descomunal jeroglífico del Diamir, Reinhold, percibía que ya había hecho antes ese descenso kilométrico, y así se lo comunicaba a Gunther, quien fue adquiriendo confianza mental y arrestos físicos conforme la posibilidad de resolver el enigma de roca y hielo se imponía. Apenas contaron con una breve parada a medianoche en la parte superior del espolón Mummery, y el precario vivaque se suspendió con la luna alumbrando la oscuridad a la que ya estaban acostumbrados. En todo caso, apareció la certidumbre del tercer escalador que descendía a la par que Reinhold. ¿Quién era ese tercer escalador que bajaba a su costado en la claridad sublunar? Lo acolitaba el observador de sí mismo, su yo escindido se veía desde afuera y viceversa, dándose mutuamente ánimo. Con el advenimiento del nuevo día, la conciencia de apurar el paso para no ser víctimas de las avalanchas que provoca la solana, y ya encontrándose sobre un terreno fácil de cubrirlo, hizo que Reinhold cada vez se alejara más de su hermano, sin darse cuenta de lo rápido que podía ser ante la lentitud que acusaba el otro. Fuera del entresijo de las torres de hielo pendiendo sobre su exhausta humanidad, emergiendo triunfal de los mayores peligros del descenso, al pie de la pared ya podía escuchar la música del agua donada por los glaciares deshelándose, mientras el cálido ambiente mañanero se henchía con el perfume de los valles floridos que presentía en lontananza. Por fin se detuvo a esperar al rezagado y a procurar calmar la sed abrazadora de su cuerpo, junto al manantial, adormilado, escuchaba los pasos de Gunther aproximándose a él, la voz de éste llamándole le indicaba su cercanía. Pasó el tiempo corriendo entre las aguas turquesas, y de repente le sobrevino la certeza de que Gunther no iba a llegar al lugar, premonición que al cabo se cumplió.
Reinhold buscó alrededor de dos días al pie de la vertiente Diamir, sólo había hallado la huella fresca de un alud por donde podría haber pasado Gunther, su corazón se negaba a creer lo que su mente le mostraba: el cuerpo inerte de su hermano yacía sepultado bajo toneladas de hielo. Lo demás fue el trabajo del instinto de conservación, su carne moribunda echó mano a esa dosis extra de poder que es propia del genoma Messner. Reinhold se arrastró hasta el pequeño valle donde fue encontrado por los pastores con los que inició el largo y penoso traslado de su funda biodegradable al hospital de Innsbruck, siendo que su alma se quedó con el Rey de las montañas, rastreando al amigo, hermano y dúo de la cordada irrepetible. ¿Dónde dejaste a Gunther?, fue el reclamo que le hizo la sociedad personificada en la autoridad paterna.
Treinta y cinco años después (la montaña que se llevó varios dedos de los pies del superdotado escalador por libre para que se dedique al aburridor pero comercial y harto bien remunerado propósito de ser la súper-estrella que hizo por primera vez la cumbre de los catorce ocho-miles, sin oxigeno artificial), la montaña a la que Reinhold regresaba en una suerte de peregrinación, a conversar con el espíritu de Gunther, finalmente le entregó la prueba física de que nunca abandonó al hermano menor a su cuidado. Esto último a cuenta del retiro de los glaciares de la vertiente Diamir y en general de las estribaciones menores del Nanga Parbat, desliéndose por el recalentamiento global.
“Ahí están pastando los caballitos pintones, buena señal, las tortugas Chelonoidis donfaustoi no tardarán en materializarse”, dije para mi capote. En reorganización retrospectiva, me situaba en el escenario de la primera visita que hice a Cerro Mesa —entonces y como ahora y mañana— con la exclusiva fijación de conectar con la especie que, recién en diciembre de 2019, tomé conciencia que podía descubrirla por libre, tal como he venido haciendo con la tortuga Chelonoidis Porteri. La primera vez que subí caminando desde el caserío El Cascajo, en pos de congelar imágenes de la especie de quelonio recuperada, intuí que tras los caballos paciendo —dentro del perímetro de la hacienda y refugio de vida silvestre Cerro Mesa—, me toparía con la primera tortuga de Don Fausto; así fue y, por añadidura, se hallaba distraída alimentándose de flores violetas emergiendo de jardín paradisíaco.
Fue un hallazgo de anteayer, ayer y lo será mañana y pasado mañana, pues, no le quita encanto al instante con la tortuga Chelonoidis donfaustoi, el hecho de que la tortuga Chelonoidis porteri, esté más a golpe de ojo por ser la que cuenta con la mayor población endémica de la isla en su hábitat del oeste —no es raro observar individuos jóvenes moviéndose cerca de Puerto Ayora—, y son visibles sobre la marcha entre la reserva de tortugas gigantes El Chato y la zona agrícola de Santa Rosa. Bajando a Laguna Verde o subiendo de regreso a la villa de Santa Rosa, he observado a los Galápagos del Oeste devorando gardenias rojas, yerbas de flores peculiares, pencos, guayabas, y, en temporada de sequía, no hacen ascos al cogollo de guineo y clavan su pico a lo que asome de comer junto a las vacas de corral.
Individuos brotan solitarios a la mañana de bosque húmedo levantando vapor entre primigenios aromas picantes, dulces, de semillas y fanerógamas. Voy inmerso en el silencio y los verdores de camino de campo perlando, yuxtapuesto a árboles barbudos de Guayaba de Cerro Mesa y a cantarín pastizal al pie de colina Pikaia, meciéndose al son de tibio viento ecuatorial. La comida vegetal es abundante merced a las aguas decembrinas y, cada uno de los especímenes que a bien tienen mostrase, exhiben sus caparazones lustrosos y se dan a los ojos del transeúnte con poética morosidad, en sí vienen a ser una magnifica estampa de la pausada recuperación de la Tortuga del Este, que tuvo colgada muchos años la etiqueta de extinta. Se creía que la dispersa y mínima población, residiendo en la zona montañosa del este de la isla, era remanente de la Tortuga del Oeste, Chelonoidis porteri, así décadas pasó desapercibida la “nueva” especie, que en realidad no había desaparecido pero sí menguado hasta que surge airosa como especie re-descubierta, con nombre y apellido científicos, y, desde 2015, tenemos a la Chelonoidis donfaustoi.
Cede la garúa lo justo para que la ropa y sandalias de secado rápido que visto y calzo se beneficien sobre la marcha de la coyuntura de avaro sol avivando los colores del paisaje montañés. Al otro lado de la alambrada refulgen los verdes del pastizal y los frutos de naranjos silvestres trepando colina Pikaia; es el instante del cuadro prístino de cobriza piscina que acoge a la pareja de tortugas gigantes, ahí retozan dándose baños de agua lluvia y batiendo barro de tierra arcillosa. Hubo que cruzar el lindero alambrado para retratar al espécimen que estirando su cuello al máximo digo que dijo: “Bueno… bueno, haz el clic y luego te puedes retirar tan callado como llegaste”.
El graznido de decenas de patillos de Galápagos llena la pinturita de cocha festonada con lechuguines y algas pardas, acá se reúnen festivos en temporada de apareamiento. Fue un aperitivo alado para el encuentro de la Pampa del galápago durmiente, el que duerme beatífico en los aromas de guayabo en flor, el no se estremece con sueños de perro guardián de parcelas humanas, sino que anima sueños en inconmensurable territorio de su magia ancestral: danza en el fondo verde del Agujero Colapso de Cerro Mesa.
De repente, me hallo atravesando alterno y camuflado atajo apartándose del circuito de tres kilómetros que da la vuelta completa a Cerro Mesa. Sigo el atajito en la vegetación que borró la huella humana, aunque no el alambrado que al costado intermitentemente dejaba al descubierto cuernos y morros de ganado vacuno devorando invasivo pasto elefante. No fue vano perderse en él, descubrí su tesoro. Vi la forma posterior del quelonio gigante que copaba el paso, parecía estar en reposo o tal vez haciendo un alto comestible rumbo a la Pampa del galápago durmiente, donde acabó desembocando el túnel de guayabos barbudos. Si continuaba caminando y rebasaba rozando el voluminoso caparazón del galápago, sin respetar la debida distancia de seguridad, solo hubiese conseguido que esconda su cabeza y largo cuello retráctil de reptil, y emitiendo el rugido gutural de fastidio y alerta característico de la especie. Evité arruinar el contacto visual internándome en la selvita, a la derecha, para ganar unos metros y retomar la senda por delante del individuo. Qué fina estampa obsequió el atajo cuando estaba por creer que venía vacío de quelonios; qué visión frontal entera y sobre todo la mirada de sorpresa del espécimen alfa, cómo no decir que dijo: “Me pillaste, no te sentí llegar, vaya… vaya con el bípedo implume, ¿de dónde demonios saliste?”.
Mojarse al regreso de la visita al hábitat de las Tortugas Gigantes del Este, allá en los microclimas de montaña de Isla Santa Cruz, no fue triste ni una historia que sea digna de entrar en los anales del sujeto de la experiencia vapuleado por los elementos climáticos de la intemperie. Sí me he calado hasta los huesos en lo altos y gélidos Andes del Ecuador, y, ese recuerdo del frío de superpáramo para arriba, es el que ipsofacto hace efecto relajante cuando uno es presa de tibios aguaceros tropicales. Más bien la lluvia fue la pincelada que se añadió a la acuarela de tortugas gigantes en la niebla. Gané dos mañanas haciendo naturalismo de cuerpo y alma, en hacer cosecha existencial, en hacer deporte filosófico. No fue sacrificado descender, sorteando o pisando charquitos, al manso y moderadamente feliz caserío El Cascajo. Bajé a tiempo por la franja marrón rojiza que es la carretera lastrada cruzando las fincas, sabiendo que vendrá el colectivo parroquial casi vacío y con mucha suerte corriendo a todo trapo el repertorio del malo del Bronx. Sí, lo más probable es que no suceda así y que venga el gusto ajeno o bulla ajena a los oídos, el estoico sabrá capear la imposición de la “música” de moda, moverá la aguja del dial y sintonizará en la mente con los aullidos guturales, guitarras, bajos, baterías, violines, cuernos y demás componentes de ritmos metaleros aristocráticos, endiablados, de Noruega. De hecho, venga lo que viniere en modo contaminación acústica de carretera de segundo orden o vía principal, arribar a Puerto Ayora es haber viajado en el tiempo y el espacio, tan cerca y tan lejos de las tortugas en la niebla; cerca porque media dieciséis kilómetros de su lugar, lejos porque es un mundo de silencio tortuguil aparte. Unos cuantos pasos en el malecón de la pequeña urbe, harán efecto en la ropa de secado rápido y listo, calentito en la media tarde rumbo a la tardecita con la mochila del caminante más liviana portando el contacto cercano con las tortugas Chelonoidis donfaustoi.
Gandulfo, esgrimiendo la posición estratégica de combate diseñada por su especie marina cuatro millones de años ha, luce impotente, temible, sobre todo a la distancia; dispersa advertencias feroces con rugidos secos inaudibles por el viento y las olas chocando contra la orilla rocosa del territorio que defiende contra enemigos visibles e inmediatos como Fierabrás y Mambrino y, por añadidura, previniéndose de los invisibles dragones que cualquier rato brotan del piélago para orillarse tras haber consumido la dieta de algas submarinas que prosperan en corrientes templadas y escasean cuando la corriente caliente del Niño se prolonga demasiado, provocando hambruna y muerte por inanición en especial entre los individuos alfa que para mantener sus colores –lunares negros, manchas rojas y tonalidades verdes que resaltan el dorso ahíto de púas blancas y prominentes– azogando intensos y atractivos en temporada de apareamiento, apenas se alimentan.
Al otro lado del charquito de marea baja, pintando las aguas cristalinas con algas rojas y pardas, dominan en sus respectivos territorios Mambrino y Fierabrás. Mambrino emite compulsivos movimientos de cabeza de dragón iracundo y echa relámpagos por los ojos, mientras Fierabrás mantiene el tipo aristocrático sin descuidar sus fronteras. Los tres jóvenes dragones forman un triangulo de fuego Gandulfo en su isla, separado por la quieta cocha que obsequia acuarelas móviles, por ejemplo, la garcita verdosa pescando. Tanto en la Isla de Gandulfo como en la plataforma y rocas lávicas en las que medran el balsámico Fierabrás y el perseguidor Mambrino, no faltan admiradoras de sus dispares encantos. A su manera, los tres jóvenes dragones, se exhiben cuán magníficos son ya estáticos, ya patrullando la zona de seguridad que han creado para sí en el tiempo estoico de deslumbramiento dragonil, descuidando los ritmos propios de comer mar adentro, sacrificándose en aras de conservar el tipo altivo de machos alfas, pues, es la temporada de tensar los músculos, rugir y poner en fuga a los imberbes transeúntes que osen pisar sus territorios.
Cálmate mi querido Gandulfo, no voy a cruzar el charco hacia tu isla efímera, solo me movió a incorporarme sobre mis cuartos traseros el retratar a la garcita verdosa que tienta con las plumas erizadas de la cabeza al momento de atrapar peces, o si es propicio algún pequeño y cenizo cangrejo brotando de agujeros de la negritud pétrea. Viste, aprovecho el ojo artificial que congela instantes, enseguida retorné a la perezosa reclinable de piedra y mirador que me acogió para ser testigo del acontecer salvaje. En este pedazo ínfimo de orilla rocosa se me da el ritual patrullaje de tres dragones marinos distintos entre sí. Y además tengo al filósofo pelícano que ronda tu isla clavándose con estrépito cada vez que pesca, pero aún sin ponerse a tiro para sacar un retrato decente del esplendor que remite a los ojos.
Allá va Mambrino patrullando al púber transeúnte que osó poner sus garras en su territorio, no se salva del afán perseguidor a pesar del sigilo y espacio que puso en hacer su trayecto al mar e ir a por la ración de algas submarinas del mediodía, el imberbe no está a dieta como los dragones estoicos. No creí que Mambrino lo iba a alcanzar al intrépido desconocido, había el obstáculo de grandes y separadas rocas por superar; pero lo hizo sin despeinarse, haciendo caso omiso a la mala fama que el gran Charles le dio a la especie Amblyrhynchus cristatus, eso por el apuro que cargaba el joven naturalista en sus expediciones en las Islas Encantadas, hubiese sido otro cantar si contaba con la perezosa de piedra transferible, pongamos que durante observaciones intermitentes a través de una década, entonces habría exclamado “¡qué frágil y fascinante a la vez, elegante y feroz, veloz y bella especie dragonil halaga los ojos del contemplativo!”. ¿Qué me dices amigo Charles?, ahora que estamos sentados compartiendo la banca y la tardecita rumbo al crepúsculo, acá donde anidan las iguanas marinas. Sí te escucho claro y fuerte, no va más la etiqueta de lagartos torpes y repulsivos.
Decía que Mambrino se movió con sigilo y astucia gatoserpentosa, y, cuando menos lo esperaba, se desplazó cual rayo superando en un santiamén la distancia que le faltaba para hacer presa del enemigo. Sacó un golpe de garra derecha abierta, combazo que no llegó a impactar de lleno en el dorso del adversario ya precipitándose al charquito con maña ancestral, más bien le sirvió de envión para coger la suave ola en resaca que lo alejó a salvo del perseguidor pero no del auténtico depredador de los mares, la entropía máxima global impuesta por el Antropoceno. Mambrino, antes de regresar vencedor a su trono, satisfecho de la demostración de fuerza y ágil movilidad, infirió advertencias a Gandulfo que desde la isla replicó con similar ahínco.
Fierabrás es dragón fino, transmite bien sus atributos individuales de combatiente y los encantos endémicos de la especie; él no sufre la obsesión perseguidora de Mambrino ni la fijación de Gandulfo de reinar a horas en la isla de bajamar, opta por la sugestión para mantener a raya a sus enemigos inmediatos y por ende a los extraños. En caso que le toque chocar cabezas con otro de su alcurnia para conservar su parcela de independencia no rehuirá combatir, pues, de hecho es un luchador de cuidado. Vaya que la rabieta de Mambrino no lo impresionó tanto como a Gandulfo que se puso rabioso, ahora que por inercia plegó al ciclo de advertencias dragoniles y lo hizo, por si acaso, no solo dirigiéndose a aquellos dos sino que dio la vuelta completa a su lar parándose de vez en cuando para mostrar a quien concierna las cualidades que lo hacen dueño de sí en su pedacito de orilla rocosa.
¡Gandulfo al agua!, de repente la marea creciente comenzó a tragarse a mordidas de Godzilla a la isla y al charquito que pintaba la lejanía desde la plataforma de roca volcánica azabache, borboteante. Allá fue a orillarse el defenestrado rey que, a pesar del cataclismo, no extravío su dignidad. Gandulfo, ignorando a sus enemigos inmediatos que paradójicamente tomaron la misma actitud –o mejor, no lo reconocieron como adversario, el rey de la isla lo era, no así el náufrago–, encontró sobre la marcha un sitio a gusto para tumbarse estirado cuan largo es, qué bien se acomodó a la plancha calentita merced al generoso sol ecuatorial de las tres de la tarde, tosió escupiendo restos de sal y, sin más trámite, de una se entregó a reparador sueño dragonil, merecido luego de las fatigas de la jornada que terminó en heroica retirada. Mañana, o cuando la próxima marea baja diurna sea propicia para el tiempo mágico, él volverá a tomar posesión de la Isla de Gandulfo y hará todo lo que venga necesario para agotarse en defensa de su feudo ante Mambrino y Fierabrás, cuales lo acogerán de nuevo en calidad de adversario eminente, y así ganarse el reposo del guerrero cuando sea desalojado por otra marea endemoniada.
Bram Stoker, escritor irlandés, autor de Drácula —obra maestra del terror romántico, y gótico, a la que Oscar Wilde calificó como la mejor novela de habla inglesa del siglo XIX—, murió sifilítico a principios del siglo XX en un miserable cubil Londinense. Acorde con el testimonio que dejó la viuda de Bram, tumbado en su lecho de muerte, señalaba insistente a una esquina bajo la penumbra del cuarto de alquiler, musitando con fervor, “¡vampiro… vampiro!”.
Es inquietante imaginar que la figura del mentado conde Drácula estuvo en la cámara mortuoria de su creador, así sea producto del delirio estertoroso de Bram. Fascino con la escena del Rey Vampiro presente en el lecho de muerte de Bram, iluminando de alegría el rostro del moribundo y trayéndole paz en medio de la miseria.
No vengo a despedirme de ti, ¡oh Bram!, esto no es un adiós sino un hasta pronto porque tú a través de mí serás indeleble maestro de la creación artística. Tu obra señera no sucumbirá ante el tiempo astronómico, no será cautiva de tus contemporáneos que sí serán barridos de la faz del mundo por el olvido; he ahí tu condición de clásico, pasar de largo por la intrascendente actualidad. Tú y yo viajando en la memoria mágica del Homo sapiens adolescente. Allá, en nuestra errante galaxia, ajenos a la tierra de sujetos podridos por la madurez zombi, nos preservaremos de los intentos chapuceros, cándidos, de emular a tu criatura, no habrá otro romántico Nosferatu como el conde Drácula.
Generaciones de lectores crecieron y aún medran a la sombra del conde Drácula, de B. Stoker, allende la imagen de asesino en serie que le infirió la industria cinematográfica con sus irrelevantes dráculas —salvo tres honrosas excepciones artísticas que son fieles al legado del irlandés: Nosferatu (1922), de Murnau; Nosferatu, Vampiro de la Noche (1979), de Herzog; Drácula, de Bram Stoker (1992), de Coppola—. Tanta bazofia subdrácula se ha producido que el propósito parece haber sido apocar al auténtico aristócrata que resplandece incólume tras el Paso del Borgo, sin embargo no ha sido esa la meta sino el hacer dinerillo con el entretenimiento vulgar que reivindica la masa zombi. La majestad del Rey Vampiro no ha sufrido ápice por los rodajes que han alcanzado la excelencia en la técnica para exacerbar lo sangriento mórbido, ofreciendo retahíla de descuartizadores y pica-cuerpos infatigables, máquinas de torturar y con licencia ilimitada para poner quietos del pánico a sus avezados seguidores, los que anhelan sufrir miedo percibiendo mejor la sangre que brota generosa de los cadáveres de película, aquellos que desean de una vez se invente la sala de cine que proporcione los olores putrefactos del tormento de la carne ajena, para de esto aullar con respeto: ¡Qué real que fue eso… qué real! El ser humano siglo XXI disfruta del zombi cinematográfico cual alter ego de su propia realidad cotidiana, la de ser zombi disfrazado con la normalidad del esclavo moderno: insaciable zombi consumista-desarrollista.
La gula de mis congéneres por comprar carnicerías en los rectángulos de la alienación, tiene la gracia de despertarme el apetito por lo original vampírico, y, en consecuencia, buscamos con ganas el rencuentro, sobre el lugar mismo donde trabamos amistad con el portentoso conde. ¿Cuántos lustros sin visitar el ayer espantoso edificio colgante —de paredes a pique precipitándose en Arges, el Río de la Princesa—, hoy la sagrada morada del Nosferatu inimitable? Qué importancia tiene aquello si entretanto uno ha sabido desarrollarse para comprender mejor el arte de vivir, y entender que Drácula está más allá del bien y del mal, como todo ácrata enamorado de las posibilidades lejanas que juntas forman lo imposible inmediato. Sentir un profundo asco y temor por el conde Drácula era tarea del lector novato, el apreciarlo como a un amigo del alma es un hecho del vividor que vino después.
Volvimos a viajar al reino perdido del Rey Vampiro con la misma tensión adolescente, para que desde el inicio se note la diferencia de la lectura que hizo el imberbe aprendiz con la lectura del barbado vividor. Mantenerse adolescente es tener lubricada la vocación por aprehender, y esta vez hicimos la travesía ya en calidad de huésped de la regia hospitalidad del conde que es amo anfitrión y servidor a la vez, quien nos abrió su portal recitando: Eres bienvenido a entrar por tu voluntad a mi morada, ven en paz a disfrutar de ella dejando tus preocupaciones afuera, y dispuesto a darnos algo digno de tu ser... El retorno a la novela de Bram tuvo la ventaja de hacerlo como si fuese el coautor de la misma puesto que, una vez que el irlandés la escribió y la donó al mundo, ésta dejó de ser toda suya para que sus lectores pasen a reinventarla a su albedrío.
Las novedades que se hallan en la agreste Transilvania, después de larga ausencia, son magníficas. Ya no era el paisaje indómito que circunda a la morada del conde un abreboca para el terror del muchacho citadino que apareció por primera ocasión allí; tampoco la suerte vertical de las paredes del castillo nos dio náusea, ni venía a ser una cárcel inexpugnable montada sobre el filo de lo teratológico. Encontramos aire renovado de montaña, y la noche nos invitaba a vivaquear bajo el titilar de astros refulgiendo sobre el dosel de un bosque templado proyectándose inconmensurable al amparo de creciente luna, todo ello matizado con el canto alegre de lobos rodeando a la hermosura de las hijas de la oscuridad. El trueno de los rápidos que nos ahuyentaba cual rugido lúgubre, devino en melodía de agua dulce corriente que arrulla. Las imágenes siniestras que aupaba la naturaleza virgen de los Cárpatos, se transformaron en oleos de ecosistemas primordiales para admirarlos a placer desde el balcón del anfitrión, siendo en sí mismo una maravilla arquitectónica asimilada a la abrupta cordillera. ¿Cómo no embriagarse con la soberbia vista de esa construcción aérea, a pique, que viene a ser una prolongación del peñón de granito que la sustenta? Tal grado de exposición lo tentaría aun al mago del alpinismo, Reinhold Messner, haber si arriesga una escalada por libre desde la base del cañón que aloja río fogoso de aguas turquesas producto del deshielo de los glaciares de las cumbres. Lo que sí querría por firme Reinhold, es que la instalación de Drácula, y el alucinante escenario que lo circunda, fuesen suyos para instalar ahí la sede principal de los museos de montaña que levantó en Tirol del Sur.
MEMORIA
El conde no ha salido de su hogar algunos siglos, desde que dejó de hacerles la guerra santa a los turcos para ser vampiro aristócrata beneficiándose del ocio salvaje, allá en el entorno paradisíaco del Castillo de Bran. Recidivante pena de amor lo ancló al tiempo-espacio de la mágica Transilvania. De repente, se le presenta la oportunidad de experimentar la modernidad en el Londres del siglo XIX, donde reside la sin par belleza de Mina, quien reencarna a su pasado amor posible pero ésta no tiene memoria de aquello por lo que se constituye en una pieza clave para la cacería y destrucción del “monstruo”, encabezada por el doctor Van Helsing.
Drácula, se llena de goce espiritual merced a su imprescriptible amor. Ha bebido de la sangre moderna de su reina ancestral, se vio forzado a cruzar océanos de tiempo hasta encontrarla transmutada en Mina Murray. Ella, sin memoria de su pasado aristocrático, ha cometido vil traición al ponerse de lado de la jauría humana que lo acorraló sin remedio en el viejo Londres. Drácula cortó con la uña del índice, cual bisturí, en su pecho para que Mina succione la sangre milenaria que la devolverá a la singular belleza de los viñedos, bosques y jardines del Castillo de Bran.
La implacable persecución del “monstruo” que bajo el sol pierde su poder nocturnal convirtiéndose en común ciudadano, hace que éste vaya perdiendo a sus féretros rellenos de tierra bendita por los pontífices de la fe cristiana, tierra que durante centurias ha preservado por ser el único lecho al que puede acudir para reposar imperturbable. El médico holandés, Van Helsing, devino en experto exterminador de vampiros deduciendo que una sobredosis de santidad sobre la tierra sagrada le haría perder su valor para el imprescindible sueño del vampiro, de ello que una hostia bendita dentro de cada cofre fue suficiente para echar a perder su paz diurna. Drácula, apenas logró conservar una de las tantas cajas que trajo consigo desde Transilvania por lo que se ve obligado a emprender heroica retirada al Castillo de Bran. Ante la desigual batalla que venía librando con Van Helsing y su tropa de valientes, no tenía más opción que la de huir, pues el experimento de Londres se convirtió en una lucha de un solo caballero feudal contra la mismísima organización del mundo positivista.
Escapó de Londres en estampía, con lo puesto y cargando el sarcófago remanente sobre los hombros, rumbó a los Cárpatos vía marítima surcando las aguas del océano Atlántico, luego todo el mar Mediterráneo y, tras cruzar el estrecho del Bósforo, seguir por el mar Negro. El barco de la huida del conde se abría paso como alma que empuja el demonio, siendo que el dueño y capitán del mismo –políglota a la hora de maldecir y proferir, de proa a popa, dicterios en diferentes idiomas-, ante el insistente reclamo de la tripulación para que eche al agua el siniestro ataúd que los atemorizaba y al cual imputaban los extraños sucesos que acaecían durante la travesía, se excusaba diciendo que él no era nadie para contradecir los designios del señor Diablo. Lo cierto es que la nave, durante los días y noches que cumplió su cometido de trasladar al decrépito cliente que la alquiló, de corrido estuvo invisible para otras embarcaciones, iba envuelta en una nube plomiza y próxima a la tempestad, como volando sin tropiezo sobre las aguas, subida en aires traídos del averno que no cejaron de animarla hacia delante.
Todo el poder de Drácula resultó impotente para enfrentarse a la tenacidad del doctor Van Helsing, quien, anticipándose al arribo de éste al Paso del Borgo, incursionó con la salida del sol en la torre donde reposaban las compañeras del conde. Una vez dentro del dormitorio de las vampiresas —tres beldades de la noche— procedió a eliminarlas con el ritual de rigor: estaca bendita partiendo el corazón, posterior degollamiento y embutir de ajos sus fauces. Y es aquí donde sufre el exterminador para realizar su cometido, duda ante la belleza terrible de las vampiresas; se enamoró de la principal de ellas, una rubia que lo embelesó con su potente feminidad primordial. Sueña, no sé sabe qué tiempo, con la dama de hipnóticos ojos de azul eléctrico; sueña con el peligro de quedarse ahí petrificado hasta que caigan las sombras, y una vez que despierte la agradecida vampiresa se dejaría amar por ella a morir. ¡Qué desperdicio!, habrá rumiado el implacable Van Helsing mientras, con lágrimas brotando a raudales de los ojos, daba fin a su abominable trabajo.
Drácula, segundos antes que la oscuridad le devuelva sus poderes sublunares, fue ajusticiado al pie del Castillo de Bran. Y, cual D. Quijote vencido retornando a su lugar, empezó la cabalgata de vencedor por la posteridad, a través de los lectores que contemplan en la novela de Bram Stoker. En la infelicidad metafísica reside el romanticismo del vampiro adolescente, el que nunca se cansa de conocer porque jamás madura para ser una fruta podrida, el que es amando a la naturaleza silvestre tanto como a la feminidad que esta encierra en su forma de Mina Murray.
Hospedarse en Puerto Ayora es pretexto para hacer sendas caminatas a Bahía Tortuga, aprovechando la mañana temprana. Si uno cae a Playa Brava con marea baja, luce majestuosa; su anchura la hace más grande y gana en extensión visual de cabo a rabo entre las prominentes plataformas grises rocosas que son sus límites naturales. Otra cantar es la menuda Playa Mansa, remanso escondido tras la arremetida oceánica contra la orilla azabache de lava petrificada alternando con joviales barreras de mangle. Playa Mansa, en apogeo de bajamar se muestra cual charca salina inapetente, acotada por nervudos manglares clavando sus raíces aéreas en el fango y cúmulos de piedra volcánica que cuando sube la marea forman trampolines a la piscina con aires de concha acústica, pues, cincuenta personas reunidas ahí podrían provocar ruido espantable. Cuando acá llegan turistas novatos y se topan con la cara indeseable de Playa Mansa, no salen de su asombro por no encontrarse con el paisaje acuático paradisíaco que sus mentes copiaron de imágenes colgadas en el ciberespacio… ¿usted sabe dónde está Playa Mansa? Sí, vuelva acá cuando suba la marea y verá lo que quiere ver.
Las iguanas marinas playeras se hacen notar sobre la marcha ya reunidas en cremoso lecho de arena fina cálida y abundante; si es temporada de anidación se las presiente vigilantes a las madres iguanas, patrullando cerca de los agujeros que han excavado y tapado en la arena gruesa tras el bosque de opuntias gigantes (cactus endémico de Galápagos), apartándose de los senderos turísticos. En época de apareamiento vienen agrupadas en campos rocosos de orilla matizados con verdes de mangles de avanzada aferrándose al suelo gris pétreo para detener la ambición del mar de tragarse su hábitat. Iguanas dirigiéndose airosas a surcar las olas en pos de las algas que medran en las corrientes templadas y que proveen la dieta submarina que nutre y que después de ingerirlas suscitan largas horas de baños de sol para subir la temperatura interior y una vez regulada digerir a tope los nutrientes que hacen que luzcan espléndidas, allá estirándose cual bañistas de largo aliento tostando sus pieles en la canícula ecuatorial. Los dragones marinos de las galápagos sufren temporadas de hambruna en masa y hasta son víctimas de muerte por inanición, esto último cuando el fenómeno de la corriente cálida del Niño se prolonga en demasía y se torna criminal, al entibiarse las aguas submarinas desaparece el sustento biológico de las iguanas y no hay vegetal terrestre que reemplace a las algas propias de su dieta.
Para la ocasión en Bahía Tortuga, además de avifauna de orilla en la playa ancha y océano azul de brisa electrizante, se sumó la silueta de Floreana a la distancia, a sesenta y pico de kilómetros de mis ojos encandilados por el hechizo de la isla camuflada, al asecho, entre el cielo y el mar; no tener un cuadro nítido de la isla, la hacía más llamativa aún. Sí tuve clara visión de la cordillera de isla Santa Cruz: el recién ascendido cerro Crocker y el esquivo cerro Puntudo posaban despejados como buenos vecinos compartiendo la misma línea montañosa. Apenas arribé a Playa Brava dejando atrás el sendero de adoquín que atraviesa el bosque seco, y me capturó la silueta de isla Floreana flotando en el piélago, yacía cuan larga y abarcable es su cara norte desde Punta Cormorant, pasando por el Mirador de la Baronesa y Bahía Post Office… y las figuras de los cerros Pajas, Allieri y Asilo de la Paz desfilando por la mente. Las reverencias y saludos a la isla encantada que guarda misterios sin resolver surgieron espontáneos, contemplarla en silencio y soledad radical fue un goce completo. ¿Quién presta alguna atención a brumosa silueta isleña cuando acude a solazarse en las exquisiteces de Bahía Tortuga? A la persona que le es indiferente por desconocido el mundo que bulle tras un perfil isleño difuso en lontananza, no ve nada más que una sombra sin tiempo y espacio para la creación de sensaciones y recuerdos, una forma o dibujo vago que se desvanece sin emociones ni sensaciones de por medio conforme avanza la mañana de playa rumbo a la canícula tropical. Y hubiese sido pasto de olvido para el único espécimen que con veneración la escrutaba en el horizonte si en su memoria hubiese reinado la última visita a Floreana, cuando disminuido en sus ambiciones de realizar memorables jornadas de descubrimiento a cuenta del talón inflamado, se resignó a hacer triste regreso a Puerto Ayora, pero esa corta estadía en apariencia inconclusa e irresoluta al cabo devino en combustible para detonar la certeza de haber realizado a tiempo senderismo propio en parajes prístinos de la isla, lo que ha venido y venga después es aventura extra y no desventura. Cada vez que tenga la oportunidad de enfocar a discreción andando a nivel del mar o raudamente retrepado en un asiento de autobús, o si la coyuntura da para mirarla desde una avioneta haciendo la ruta San Cristóbal – Isabela o viceversa, bajo distintos grados de visibilidad y profundidad atmosférica, se resolverá la cosa teniendo relámpagos de aproximación a lo ajeno íntimo de Floreana Salvaje.
Siguiendo cierta intuición mañanera validada después de horas como un logro en el tiempo del sujeto del descubrimiento galapagueño, me bajé del autobús en el kilómetro once de la autovía al Canal de Itabaca, entre Bellavista y Santa Rosa, como referencia visual hallé en el letrero apostado al otro lado de la carretera que estaba a la altura de Rancho Fortiz. Ya sé por mis píes que desde ese punto al caserío de Santa Rosa promedian tantos kilómetros y al pueblito de Bellavista otros tantos kilómetros. Estaba de regreso a Bellavista por la ciclovía de cara al este de la isla, para el recuerdo y foto del trayecto queda el avistamiento de una tortuga gigante juvenil que, en la entrada rustica que conducía a inconclusa construcción de una casa tomada por la maleza, se hallaba forrajeando indiferente al tráfico vehicular de la autovía que constituye una barrera a la libre circulación de los quelonios dividiendo en dos partes la isla (este y oeste). Aunque el peligro de muerte que conlleva cruzar el asfalto es un detente instintivo para los galápagos, de vez en cuando se dan atropellos que generan fuertes multas y restricciones al conductor que es identificado como infractor.
La sorpresa en Bellavista vino con el suculento desayuno dominical: dos tazas de café de cosecha local, tostado y molido en las fincas de tierras altas de la isla; empanada de viento con queso; tortilla de huevos de gallinas camperas y guarnición de arroz macareño… Me decía he ahí la intuición que me hizo descender del autobús al humeante asfalto a la altura de Rancho Fortiz, dado que la fiesta gastronómica es una costumbre dominguera en Bellavista. Pero, la cosa recién empezaba, la degustación de delicias locales fue abreboca de la mañana, lo que arribó sobre la marcha vino a ser el verdadero condumio del día, surgió inesperado senderismo al cerro Crocker, ascendiendo a su cumbre (860 msnm), siendo la mayor elevación de isla Santa Cruz y por ende el balcón ideal para cubrir con la vista la isla.
Subí por la vía lastrada que atraviesa las fincas agrícolas pensando o mejor dicho engañando al cuerpo con la idea de que alguna camioneta podía surgir para el aventón, mientras ganaba terreno distraído con los nombres de las propiedades y sus portales entre cercos biológicos atenuando la fealdad de alambrados. La solitaria carretera rural trinaba junto a los jilgueros y se fundía con los aromas de flores y semillas al viento. Al final la trocha del Parque Nacional y el ingreso al bosque de Miconia donde anida el Petrel patapegada (Pterodroma phaeopygia), del cual no tuve visión alguna pero sí lo presentí a través del recuerdo de su indeleble alarido existencial, capturado bajo el titilar de cúmulos nítidos de estrellas contrastando con la oscuridad impenetrable de la montaña tropical, aconteció apenas caído el sol en la cima del cerro Allieri (isla Floreana) y fui solitario testigo del despertar del ave oceánica que encantó la noche. Entonces bandadas de aves noctámbulas brotaron de escondidos refugios a flor de tierra selvática, el lamento existencial fue creciendo haciendo añicos el silencio nocturno iniciando una suerte de ritual mágico ensordecedor antes de volar al piélago en pos de la pesca marina que sustente a su especie al borde de la extinción.
No subieron carros para atender el posible aventón que disparó la escapada de Bellavista buscando los balcones propios de la isla, aprovechando la falta de lluvias en las montañas del lugar. Vino a ser un alivio que haya sido así, pues el acercamiento a la entrada autorizada del Parque Nacional resultó más fácil y corto de lo que había imaginado. Pensé que por ser domingo podía haber un flujo de visitantes a la zona del Puntudo y el Crocker, yo y mi sombra avanzábamos ligeros por el nutrido bosque de Miconia tapizando colinas rechonchas que guardan el sueño diurno de aves de costumbres pelágicas que en temporada de anidación y eclosión regresan a la montaña donde nacieron. Fascinante transición de los estratos medios a los estratos cimeros de la serranía isleña, incluyendo la bifurcación de senderos y la cuestión de rigor: ¿el Puntudo o el Crocker?; lanzamiento de moneda de por medio, creí haber escogido la ruta al Puntudo tomando a la derecha, malentendí el aviso en la Y frondosa, acabé embebido por los jardines liliputienses previos a la arista cumbrera del Crocker. Arribar al tope fue abundancia de brisa galapagueña y qué magníficos paisajes del lado sur, sureste y suroeste de la isla como isla Santa Fe, Puerto Ayora y Bahía Tortuga, y, al voltear la vista al lado norte, noreste y noroeste de la isla el panorama —aunque nebuloso por el calor del mediodía ecuatorial que despide el bosque seco de color pastel desembocando en el Océano Pacífico— vino majestuoso, destacando el Canal de Itabaca e isla Baltra con el reflejo del Aeropuerto Seymour; también asomó el desmochado cerro Mesa y el área de El Fatal, playa El Garrapatero, islotes Plaza, etcétera. De las otras islas pobladas que he pisado Isabela, Floreana y San Cristóbal no hubo visión de sus siluetas, y con ello me quedé sin hacerles reverencias al estilo de Lovochancho saludando a las montañas andinas de su círculo íntimo.
Tras corto alojamiento de cinco días en isla Floreana el retorno a isla Santa Cruz fue triste, debido a que no quise admitir que el dolor del talón y pie derecho iba a peor en detrimento de futuros descubrimientos en lo salvaje asequible al caminante por libre que soy. Almorzando sabroso donde Oasis de la Baronesa, aprovechando que había un grupo de turistas del día o sea de aquellos que por añadir en sus bitácoras un recurso turístico de oportunidad cometen el error de ojear al apuro una isla encantada que no se da bien por horas. Groso modo, haciendo cuentas, cuatro horas se pasan en la lancha de ida y vuelta a Santa Cruz y cuatro horas “conociendo” Floreana, haciendo turismo sonámbulo, con el añadido que para las personas que se marean cursando el piélago galapagueño esto acaba en tormento memorable en vez de una aventura memorable. Me colé en el establecimiento de comidas de doña Emperatriz porque la coyuntura fue favorable sobre la marcha, mis futuros compañeros de traslado interislas en lancha rápida estaban disponiéndose a almorzar ahí, dado que si no hay un mínimo de clientes que han reservado con antelación el menú turístico acá cualquier restaurante no abre sus puertas al transeúnte, entendible porque no es negocio atender a una o dos personas que salten de la calle vacía. Y el guía bromista, entre chistoso y sarcástico embebido en lo suyo de ayer y mañana, desenvuelto en el oficio de soltar datos automáticamente, se batía con los turistas siendo su voz alta ineludible desde mi rincón estratégico —con vista a los viajeros desganados por el tardío desayuno que supongo ingirieron pasadas las diez horas, y mejor vista a los pinzones del pasamano esperando los granos de arroz que apenas sobran del epulón, y mejor vista aún al retiro propio a la calle principal por el cerco de gardenias de flor blanca evitando así pasar por la mesa grande del grupo—, y uno se entera de cosas interesantes que no sabía y otras que son insípidas e irrelevantes de tanto oírlas de cajón. El desembarco en Puerto Ayora habría sido feliz si no cargaba conmigo el dolor de pie, librarse del ruidoso y monótono viaje en lancha a través del océano profundo es una pequeña felicidad por sí misma para un lobo de páramo, esa sensación de re-incorporarse a la bipedalización es deliciosa… Pero tal transición dichosa del mar a tierra firme no me esperaba porque eché por la borda la última oportunidad que tuve de ir al pequeño centro hospitalario que atendía sin apuros ni congestión de pacientes al frente de mi mesa en Oasis de la Baronesa , apenas tenía que cruzar la calle para que me inyecten antiinflamatorios tipo keterolaco que actúan cuando las pastillas de ibuprofeno ya no surten efecto desinflamatorio ni analgésico, este elemental movimiento habría desembocado en airoso arribo a Puerto Ayora, y con ello habría ganado el día que tomé en la menuda urbe para cuidar del caminador.
Con boleto de salida a las tres de la tarde en la lancha rápida Queen Astrid, decidí invertir la mañana radiante paseando aunque el sendero se convierta en algo tortuoso y camine afligido por la incapacidad de coger ritmo de senderista de bosque seco a bosque nublado tropical. Buscaba ir mucho más arriba de la colina Cerdita Comunista, apenas logré atisbar en la pendiente del conglomerado de rocas dentadas que llega al filo del agujero colapso escondido tras las estribaciones menores del cerro Pajas. No daba para más que efímero acercamiento. En pasada visita a Floreana realicé la travesía completa al revés, es decir de arriba hacia abajo, siguiendo la trocha de la manguera que desciende desde cerro Asilo de la Paz con un hilo de agua dulce para los aproximadamente 180 habitantes de Puerto Velasco Ibarra, precioso líquido de manantial brota de las entrañas de la montaña donde se encuentra actualmente el corral de pequeñas tortugas gigantes de laboratorio (5 a 7 años de edad) importadas de Puerto Ayora. El propósito del experimento que ha tomado más de dos décadas, es repoblar a largo plazo en isla Floreana a su extinta especie endémica, Chelonoidis nigra. El agua dulce es melodía líquida cuando cae y continúa por las cajas de revisión descansando en la senda de tierra rojiza que concluye en las instalaciones de tratamiento y distribución con horarios a los reservorios de plástico de los consumidores finales del pueblito calmoso. Al cabo de los días no queda resentimiento alguno por haber hecho una visita floja a isla Santa María, llegué sin un mínimo de preparación física previa en la altitud de valle interandino que habito sitiado por ingentes conglomerados humanos diseñados para excluir al peatón del goce de moverse al aire libre, uno está obligado a transitar entre el aire contaminado y la agresión acústica del parque automotriz, el olfato y la vista sufren la suciedad congénita de veredas estrechas e irregulares que repelen al ciudadano de a pie. Es de agradecer a las instantáneas que dicen que algo mismo recorrí en Floreana, y esclarecen los recuerdos. Había confiado y cargado demasiada expectativa en la memoria del cuerpo a cuenta de pretéritas travesías bajo el rigor extenuante del bosque seco y de la costa rocosa; si no tuviese detrás jornadas gloriosas en la cruda intemperie del tiempo mágico de Floreana, entonces habría regresado vacío a Puerto Ayora, no fue así porque vino a ser aclimatamiento en el dolor y la incertidumbre padecida por la inflamación del tobillo, y para cobrar con creces a la pronta recuperación, esto empezando con una nueva caminata a Laguna Verde en isla Santa Cruz. Andar alerta entre tortugas gigantes no genera rituales como los de la cotidianidad del sujeto de rendimiento citadino, florece el ser intempestivo, así a Laguna Verde la encontré en temporada veraniega y a falta de agua lluvia formando bancos de tierra arcillosa y charcos lodosos, en todo caso son playitas visitadas por familias de quelonios bañistas.
Reinas en angelados páramos y lagunas, vigilas el sueño del volcán Chiles con tus legiones, eres turgente paisaje de remota altitud.
En perenne talante de guerrero presto a cantar su fado, resistes el embate de la tempestad y sus agoreros meciéndote al son de furioso ventarrón gris, amaneces enhiesto y cubierto de escarcha que cede al fulgor de la luz ecuatorial.
Revestido de impavidez, hermano Frailejón, sufres la existencia sin amortiguadores, cargas el genoma del gladiador salvaje y el de amante generoso, prevaleces ante gélido temporal, te mimetizas con el rigor primigenio.
Radiante te entregas a veranillos intermitentes, tu faz de seda despide perfumes almendrados, donde van a refocilarse polinizadores atraídos por las feromonas del estro. Alados diminutos yacen en el tálamo afelpado del amor, ellos portan la semilla de los guardianes de la serranía.
Desde la atalaya humeante del diezmado cóndor, te nutres abismándote con el nacimiento andino. Bajo azur mañana se yerguen los pilares del sur, los volcanes desnudos y los nevados en desglaciación, añudados por el entresijo que hace prieta a la Pachamama.
Testas de medusa envuelven un pozo sagrado, al filo del barranco gozan con las cuerdas del universo, música visual: perfil dentado de la cordillera, trampolín a pacífico océano de nubes.
Allá bulle la caldera repleta del maná de los trópicos, por el cañón sube el piar de golondrinas de bosque nublado, trepa el aroma de encendidas bromelias e invisibles orquídeas, desparramándose en almohadones y esterillas de páramo.
Camufladas entre murmurantes colinas, aguas de intenso celeste reflejan, cual oasis de un desierto de pardos verdes, flores que revientan amarillas de tu esbeltez.
Oler la pureza lobuna es caminar contigo, hermano Frailejón; respirar aquí arriba hecho fauno, es beber de los humedales de Gea.
Oh, multitud de frutos dorados, perdido en el rumbo fijo de los ojos que se duplican, broto del cuerpo y el alma de un ser bifronte. Somos el espectador que voltea a ver al otro andante, el que sonríe tan cerca y tan lejos de humeante civilización, confundido con ejército apolíneo proa al sol. Voy arropándome con las múltiples orejas de conejo, el otro va clavándose de cara en un remanso de suspiros, ya está holgando con seductores efluvios de Gaia.
Para llevar a cabo la mutación definitiva, cumpliendo con lo que debía ser una salida de escena acorde con el respetable filósofo fundador del MUA (Movimiento Utopista Anarquista), se crea un ente jurídico sin pasado ni futuro, Pastor Camacho, que lo representa como albacea, el cual se encarga del papeleo de la repartición a diestra y siniestra de los bienes y cuantiosa fortuna fiduciaria del marqués. Este individuo misterioso y de cortísima existencia -quedó como visto y no visto para la posteridad, así debía de ser dentro de lo planificado por el marqués-, se esfumó por siempre jamás, tan pronto anunció la repentina partida de este mundo de su amigo y cliente imaginario. Por lo demás, Pastor Camacho, ejecutó la dispersión de las cenizas del marqués “en secreto y donde nadie las pueda ubicar”, cosa que vía telefónica y en privado comunicó al director de radio Marañón -en un tono que daba la impresión de ser un ser de ultratumba-, que la voluntad póstuma del difunto había sido consumada.
La noticia del deceso del marqués es lanzada a los cuatro vientos desde el Domo del Panecillo, una suerte de homenaje improvisado al difunto se desarrolla en los cuartos de radio-libre Marañón, cosa que agradece la audiencia noctívaga porque es lo que busca en la “programación anarquista” que se brinda a los lechuceros, y que pasada la media noche se extiende hasta los albores de la mañana naciente en las faldas del Rucu Pichincha.
Así como el montaje de la desaparición del marqués se efectuó con la precisión, silencio y suavidad de un reloj suizo, la transmigración al murciélago se activó con similar talante en el palacio de Guápulo. El patrimonio cultural y arquitectónico, que el marqués heredó a inmejorables manos, lucía cual colosal monumento surrealista, aupado por la luz de luna bañando de sobria soledad sus instalaciones y contornos. Apenas el murciélago escucha las primeras notas, del molto vivace del segundo movimiento de la Novena de Beethoven, que le llegaron a través de las ondas largas de radio Marañón, siente que el instante de partir arribó, pues, instintivamente su máquina animal se echó a volar, elevándose con la corriente aérea que lo coloca en la ruta directa de su cometido nocturnal. Vive único e irrepetible viaje de la meseta andina a la pluviselva de la cuenca baja del río Napo, tiene ante sí un reto: posarse en el higuerón sagrado de noventa y pico de pilares del segundo anillo de Pelancocha.
Kantoborgy, está a punto de ser una suerte de hombre de las nieves con tracción y agarre terrenal de un geko glacial. Por añadidura, los sentidos mundanos se van a potenciar con largueza; aguzando su vista, oído y olfato, en ese orden. Estrena la doble y única piel, se desnuda para calzarse el prototipo de traje térmico total -cual lo cubre de pies a cabeza y por las instrucciones que recibió no tendrá necesidad de colocarse botas invernales ni crampones-, que le envío el patrocinador en exclusividad de su estilo de vida, mecenas anónimo que fue nombrado como Ente Racional…
Añadiría a la leyenda de que cuando el hombre y la montaña se encuentran pueden suscitarse realidades extraordinarias, que de hecho acá se ha generado una ucronía del escalador y sus rituales de montaña. Kantoborgy, sube a las ruinas del palacio de Galadriel, para entregarse a la quijotesca velación de sus obsoletas herramientas de andinismo, era un mandato personal ineludible antes de viajar a las paredes de la locura, y hacer en solitario –libre de equipo de escalar y macuto– la nocturnal de la cara sur del Annapurna, Diosa Madre de la Abundancia.
Las ruinas de Galadriel, solo están para Kantoborgy, ubicadas en un punto de la cara sur oriental del Cíclope, el volcán Cotopaxi. Y es un espacio-tiempo para su comunión con parajes de piso musgoso, de verdes pardos y flora diminuta entreverándose con escoria eruptiva, de grises pétreos colindando con las nieves pasajeras y glaciares moribundos, frisando los cinco mil metros de altitud. Acá desaparece el valle y el sol mezquino de la medía tarde acariciando pajonales haciendo tenues olas cual mar verdín. Kantoborgy y su monólogo son envueltos por una cálida -por íntima- nube traslúcida, y medran con el espíritu del Cíclope, la manada de lobos que guardan las ruinas y el dragón escurridizo, Krizofilax Equinoccial.
Es el viaje a las montañas de Gea, de hombres y canes, repartido en once episodios con sus respectivos nombres o subtítulos. Viajar a las montañas de la soledad salvaje acompañada por el vaivén de humores meteorológicos o elementos naturales, que desfila por todas las gamas del calor y del frío -desde el sol calcinante veraniego a temperaturas glaciales-, es sumergirse en los lugares remotos de sí mismo. Andar por los pajonales y jardines de superpáramo, trepar a los distintos niveles de conglomerados estrato-volcánicos de los picos de los altos Andes ecuatorianos, es meterse en los ámbitos del círculo mágico de Lovochancho, de Kantoborgy y sus canes que tienen de invitado a un personaje que no es andinista, que no es senderista de media montaña, y que no pretende serlo a fuerza de voluntad ni mucho menos. A Lester González, el reino del vértigo le es ajeno y su gana de experimentar lo agreste andino no le alcanza para plantearse metas mínimas de básico ascensionismo; no obstante, aprovecha de su suerte de invitado para hacer lo que le plazca en la montaña, se beneficia de que a partir del punto donde se parquea el todo-terreno de acceso a los portales de la altitud filosófica, no hay reglas ni metas compartidas por los tres amigos, cada quien se toma la mañana para extenderse en ella como a bien le parezca y a distancia suficiente entre ellos, que los haga invisibles ante el otro y si es del caso olvidarse que alguien más camina erecto por su zona de ensueño.
Los canes sacan a relucir y airear sus genes atávicos de lobos esteparios, y a ratos también se dispersan entre sí sin extraviarse entregándose a las delicias que capturan sus olfatos privilegiados, a donde fueren sus oídos están atentos al llamado de reunión grupal que es el silbido agudo del superalfa bípedo y con piel de humano. Por allí Pincho, tiene su página de gloria pastoreando a soberbio toro de lidia que lo embistió en las verdes colinas vigiladas por la cóndor Albertina; por allá Panda, juega entre dunas herbosas a las escondidas con el travieso dragón que no puede volar.
Lovochancho, montañero de media montaña a tres cuartos de montaña, como el mismo gusta definirse, hace sus primeros campamentos y ascensiones en solitario, sube a cumbres accesibles a su ambición de conquistador de lo inútil; son cimas que en el lenguaje de avezados y famosos andinistas sirven para las “salidas de engorde”, pero que en él -que es lo que vale-vinieron a ser la versión de su propia “Vertiente Rupal”. Trepa a la cresta inhóspita y desolada que alberga las agujas del pico Sincholagua y, por un instante, siente que podría ser el trampolín ideal para abandonar con ventaja los valles de la corrupción incesante de la materia, y planear cual cóndor en las corrientes de la Mente del Universo. Asciende, desde la estación ferroviaria de Aloasí Alto, a la cumbre del monte Corazón, portando pesada mochila que lo hace verse a sí mismo como un pesado galápago, haciendo kilométrica peregrinación mística del calorcito de valle interandino a las fauces y abismos grises de la cumbre gorda lanceolada, allá desencadenará a sus demonios y miedos interiores para regresar expurgado al hogar al pie del manso y luminoso cerro Ilaló.
Kantoborgy, se prepara de mente y cuerpo para acudir a Las ruinas de Galadriel, y ahí encomendarse a su Señora antes de partir al encuentro con la Diosa Madre de la Abundancia, en pos de lo que vendría a ser lo que es hoy, una leyenda, pues, desapareció en los montes Himalaya; sí, a mí también me encanta creer que ascendió de dimensión, al fin se transformó en un leopardo de la nieves.
Lester González, el invitado, no sube hasta donde puede sino que aprendió a bajar sirviéndose de las ganas de hacerlo por los caminos de campo de las vertientes andinas, y además disfruta vagando por los valles de la meseta andina, y ver de lejos a los solitarios gigantes de roca y nieve que despiden poesía visual; cada animal andino envuelto en su intimidad tiene su personalidad y facetas acordes a los micro-climas de sus pisos biológicos.
Resoluciones de vida-muerte de la medianoche al amanecer es el signo de esta novela que abarca misterio, terror cósmico, suspenso, fantasía gótica, dispositivos de ciencia ficción o algo parecido, renacimientos con los dragones de oriente incendiado el hemisferio occidental, historia fúnebre del caserío suicida afectado por el Virus del Sentimentalismo, música celestial de guitarra flamenca dirigida a extraterrestres, viajeros cósmicos, estirpes caninas, lobos danzantes… ¿qué sé yo?, es toda una galaxia de percepciones, sensaciones y recuerdos que se desarrolla paralelamente tanto en la inmensidad septentrional de las grandes llanuras de Brecha de Búfalo como en la altitud andina de la metrópoli Medusa Multicolor.
Brecha de Búfalo, es la pradera que contiene al desangelado caserío Placidville, en el que únicamente han permanecido Teodoro Morris, Ana de Cazaderos y el can Pincho. Sin embargo, Placidville, es el escenario de la bienaventurada agonía de Teodoro Morris, alias el Saqueador, apodado así por cortesía de los propios habitantes del valle de Quinara, porque tomó lo justo y necesario (“para ser de rato en rato y con cuchara agasajado por esa bastarda llamada Felicidad”) del mítico oro de Quinara, entierro incaico del que ningún otro cazador de tesoros a podido beneficiarse. Lo curioso es que existe un lindo hostal tres estrellas, bien equipado para alojar cómodamente a los entusiastas guaqueros nacionales y extranjeros que se allegan a la pintoresca urbe de Quinara a echar suerte, y realmente se divierten como niños buscando huevos de pascua en los alrededores del valle subtropical homónimo. Esto último se da debido a que reciben copias del intrincado y esotérico mapa original de la ruta del tesoro que fue donado por el mismísimo Saqueador, cual se exhibe en una urna de cristal en la amplia recepción y sala de estar y de juegos del apacible establecimiento.
Radio-libre Marañón, emite sus ondas más que largas desde el Domo del Panecillo, puesto que según su noctámbulo propietario están de viaje a los confines del universo. Radio-libre Marañón tuvo como invitados a la herpetóloga residente en la cuenca baja del río Napo y al guitarrista noctívago que habita al pie del cerro Ilaló, José Miguel, ocupando la hectárea que heredó de lo que fue otrora una fastuosa hacienda, “La Merced”. Nadie se aburre en las instalaciones de otro mundo de la nave o estación de tránsito astral que podría ser el Domo del Panecillo —acorde con las especulaciones del afamado ufólogo azuayo que clama y desespera por acceder a esos “cuartos mágicos”, pero no le acaba de arribar la invitación prometida—. De vez en cuando oigo involuntariamente el discurso de la donosa herpetóloga, narrando el rapto de sapos y ranas de la amazonía por parte de entes alienígenas que han sido denominados Espaciales Saponáceos, o Fenómeno ES, mientras la guitarra flamenca del maestro José Miguel la acompaña con discreto arpegio de fondo.
De un cataclismo interior surge el gran desasimiento nietzscheano de Teófilo Samaniego, de la noche a la mañana se desprende de lo que más lo ataba en la metrópoli Medusa Multicolor. ¡Renuncio!, es el aullido que retumba en los confines de su microcosmos, y por fuerza del auténtico vividor renuncia a estar uncido al mundillo que le vendieron como el único digno de ser atendido: posgrado en Innsbruck, asenso laboral en los estratos respetables de la burocracia turística, familia adorable y fotogénica en redes sociales. Apenas ayer seguía el instructivo de posesiones y tradición acumulativa que le había sido entregado para capear el flamante siglo depredador, heredero de la excelencia para la destrucción planetaria de la centuria previa.
No había escapatoria aparente sino era en los juramentos risibles del borrachín libertario, todo él exacerbado por las melodías corta-venas alquiladas a la rokola de Soda Bar Carrión. “¡Ya vas a ver Tronkocito Huevonazo!, sí me atreveré a prescindir de la etiqueta de joven muy prometedor que me colgó en la corbata la sociedad de termita, cualquiera de estos días te voy a sorprender con mi intempestiva erupción plínica”, me contó que se arengaba rumbo al sollozo del subversivo que ante los más era un brillante prospecto conformista, afortunado pequeño burgués de ideas avanzadas. De repente, la coyuntura citadina de la Medusa Multicolor obró como rayo iluminador de su ineludible viaje, y se mandó a mudar a Remoto, Hostería de Selva Húmeda y Lluviosa.
De todos los magníficos instantes de mi visita a esos pagos de la creación de pluviselva, donde el equilibrio de las especies reina, hay uno que me estremeció recién, por estos días. Me hallaba ensimismado a la sombra del arupo de ramaje artrítico proa al sol que se enciende en su floración de julio, vistiendo ramilletes de estambres rosados retorcidos, y vino a mí el momento del cierre del escenario de Remoto, cuando se dieron los adioses al alba y bajo el rugido de fondo de los monos aulladores, allá en el muelle artesanal de la laguna Pelancocha formando dos anillos, el acuático ocho selvático acordonado por yutzos, que solo admite piraguas a remo que se desplazan a golpes de canaletes rojizos lanceolados.
Cuán vívido es el recuerdo que tengo del joven Teófilo despidiéndose de cada uno del grupo de naturalistas de andar y ver, al que plegué desde la ciudad Medusa Multicolor. Partimos en manada intrépidos expedicionarios y la tropa de cachimochos de hostería Remoto, estos coincidieron con nuestro viaje de retorno a la estridencia de los derivados de petróleo haciendo las delicias urbanas. Los cachimochos (como jocosamente a sí mismos se denominan en alusión a la serie de fábulas amazónicas de S. DelaCruz, El mundo de los cachimochos en el país de los coquinches), salían de vacaciones o mejor dicho venían a percudirse en las civilizaciones de humo siglo XXI. Mientras me alejaba en la estela acuática de luna del amanecer de Pelancocha, figuré las instalaciones de la hostería como una aldea naporuna vacía de gente, y a Teófilo Samaniego fascinando con la soledad radical y el silencio de pluviselva que buscó y encontró. Me he preguntado, ¿volveré a saber de los parajes míticos de la cuenca del río Napo, y de los circuitos alucinantes que programa para el intrépido expedicionario la administración de Remoto?
Para el Señor A, el viaje a las Islas Encantadas, vino a ser un acontecimiento pendiente que reventó tras el último encuentro con Clara en los cuartos de Café Vía Tarot, cuando se realizó la segunda develación de la pintura La Noche del Búho Argento. El Señor A, más de una ocasión se negó a atender la invitación de Clara a que visite la mansión futurista sin parangón que ella levantó en Isla Santa María. Interpuso excusas que rayaban en lo pueril; sin embargo, engañaba con su aparente negación, no era que a él le era indiferente el fascinante laboratorio biológico que muestra el fogoso génesis de la vida terrenal y su consiguiente evolución, que en sí constituye el archipiélago (Galápagos guarda la fragilidad de un mundo endémicos en peligro de extinción por distintas causas: cambio climático, introducción de especies depredadoras e invasivas, microorganismos parásitos portados por los turistas… etcétera), por el contrario, acumulaba ganas de mandarse a mudar desde que leyó Crónicas de Islas Encantadas, lo cierto es que aguardaba el disparador interno que le diga es ahora o nunca.
De repente, es decir partiendo de la primera página, estamos inmersos en el acontecer del Señor A, ya instalado como único ocupante y capitán de Fortaleza Negra –su hogar, su nave astral – y residiendo en la isla que nos la presenta con el nombre de Floreana Salvaje, diferenciando así la dimensión en la que vive en radical soledad humana con respecto a la dimensión de Isla Santa María –parroquia con una población aproximada de 150 habitantes, bajo la jurisdicción del Gobierno de Isla de San Cristóbal– , a la que debió arribar en lancha común y corriente desde Puerto Ayora (Isla Santa Cruz), y no lo hizo extraviando involuntariamente el itinerario normal a Puerto Velasco Ibarra (Isla Santa María), desde que aterrizó en el aeropuerto Seymour, Isla Baltra, el portal principal de ingreso al Archipiélago de Galápagos. Tenemos a mano una suerte de bitácora del Señor A, numerada del 1 al 28 cual entradas aleatorias, sin fechas cronológicas, que relatan algo o mucho de las jornadas del sujeto del descubrimiento. Nos zambullimos en el ir y venir del “intrépido expedicionario” de la isla prístina que abre trochas irrepetibles –de ida y de vuelta–, y es cuando me siento en constante trascender por el espacio-tiempo del multiverso.
El senderista no se acostumbra a caminitos hechos, permanentes, porque cada vez está estrenando uno en medio de pisos biológicos exentos de huella alguna del Antropoceno. Es el ser mudable que acude a sus sentidos para reconocerse en un medio ambiente que cumple con surtir lo mínimo para la vida de las especies endémicas, el es un extraño moderadamente feliz porque no se ve impelido a subsistir en la intemperie, pasa de ser émulo del náufrago tipo Robinson Crusoe soñando con heroico regreso a las civilizaciones Antropoceno; él no es un náufrago Homo sapiens, él no añora a la era suya que podría ser una ficción de la matrix. Entiende que puede perderse a discreción en la contemplación de sí mismo embebido por el entorno vegetal y zoológico de sus travesías en Floreana Salvaje, no se agobia y fluye sin oponer resistencia a su senderismo en la naturaleza virgen porque el retorno a las delicias de Fortaleza Negra es lo que sustenta la aventura de la mañana a la noche. La nave homeostática es la que provee al “capitán” del estímulo y la piel para desvelar los misterios del exterior, donde reina sin amortiguadores la cruda realidad.
Asimilo que los nueve Fragmentos de un Anarquista son ficciones que parten de la realidad a del señor A, o mejor aún, de su capacidad para elevarse a dimensiones que están vedadas al común mortal. Solo sé que residía en el ambiente futurista de Villa Juárez que, por lo demás, es una de las obras arquitectónicas ambientalistas de mayor prestigio nacional e internacional diseñadas por el mismísimo señor A.
Empecemos con el jocoso fragmento que revienta en diálogo existencial, entre la tortuga amazónica de patas amarillas y la rata parda. La tortuga encarna a una joven filósofa que tiene, taxativamente hablando, una vida por delante para depurar su innata vocación desde que tomó conciencia de que podía hacer de su cautiverio en Villa Juárez un espacio-tiempo fascinante, una vez que a tierna edad fue arrancada del hábitat primigenio al que no volverá salvo en sueños de paraíso perdido. De vez en cuando sufre visiones infernales con los ojos abiertos, se mira como una cosa de comer en lista de espera a ser sacrificada por el Homo sapiens, y asume que en sí este hecho no es la mayor crueldad, lo teratológico es verse anegada en la fetidez de una pocilga inmunda antes de caer en el matadero que, paradójicamente, hubiese sido la liberación del tormento de ansiar el fin. Rescatada por la providencial acción de la persona que no la quería como platillo sofisticado que provee la pluviselva, continuó su estancia terrenal en calidad de mascota y que, al cabo, por esos ajustes del destino para que ella llegue a ser lo es, fue a dar donde el señor A, quien fue cómplice y encubridor de que además de ser un ente de largo aliento terrenal, sea un ser para la contemplación. Por otro lado, la rata parda, encarna al ser pasajero que huye para delante a base de procrear a lo bestia para la conservación de su especie roedora; sin embargo, ha sido tocada por el portento de la palabra.
Revienta un joven novelista dentro de la corriente autor-editor. Asmodeo en brisa con sus novias FB, es lanzada en distintas ferias internacionales de libros (FIL), que en realidad son ferias nacionales tipo escenarios Disney, aunque de escaso presupuesto y circunscrita a la esmirriada parcela planetaria de lectores que es el Ecuador. El novel escritor cumple el noble cometido de difundir su obra que, por añadidura a su regio contenido, goza de una presentación impecable gracias a la mini-imprenta portátil que poseía cual mina dispensadora de libros, al por menor, de tapa dura y papel reciclado, dando la impresión de haber sido cocidos a mano y haciendo de cada uno de ellos un tomo de colección. Iba viento en popa hasta que huye de aquellas fiestas o reventones para los gestores culturales, que sacan pecho por sus dádivas en pro de la lectura embudo o lectura tirabuzón. No hubo casualidad en su partida, sí previsión porque las FIL fueron infectadas por un extraño mal denominado Síndrome de Animal de Feria, por sus siglas SAF.
Ecos de Berdog, abriga cierto espíritu stevensioniano. Así hablaba Berdog. «Ocupación: existente; recreo: vivir. Habito entre lomas fractales, son los senos de Gea amamantando al montañés en su hogar de madera; el indígena gime de placer hundiéndose en ellas…«.
Adiós CorniSancho, se une ultimadamente a los mundos paralelos de El sátiro y la princesa y La humana doña Fátima, aumentando un relato a la lucha a muerte que sostienen en dos dimensiones distintas la pareja protagonista. Este nuevo aporte narrativo cierra con un adiós lezamiano a CorniSancho, allá en las regias instalaciones de Paradiso, que viene a ser una dimensión luminosa tan cerca pero aparte de las sombras tenebrosas que se ciernen en la ciudad Medusa Multicolor. Paradiso, pompas del adiós lezamiano; ha sido creado en un lapso de espacio tiempo que destierra a las exequias fúnebres tradicionales. En la despedida de CorniSancho primará la celebración por lo alto, la que en vida él mismo encargó con minuciosidad, apersonándose en el taller de escenarios y cuarto de mando de Franz Kinto, colaborando en los detalles del festejo póstumo, como implementar un sol de los venados y la temperatura abrigada de valle interandino subtropical, a lo largo y ancho del magno evento. Café Vía Tarot, Crónicas de Islas Encantadas y La Noche del Búho Argento, son fragmentos que están estrechamente relacionados entre sí por su forma y fondo. En el exclusivo Café Vía Tarot —o mejor dicho el establecimiento que admite hasta un puñado de invitados a servirse de sus instalaciones—, se develan por turno y dando la vuelta a las obras pictóricas que tiene el privilegio de guardar el dueño, y de exhibirlas de vez en cuando para goce de sus amigos, así son objeto de contemplación cuadros como Aya Uma, La Noche o Magia Ancestral. Entre estas jornadas de asombrosos descubrimientos en Café Vía Tarot, se cuecen futuros acontecimientos del Señor A, en las Islas Encantadas.
«Sólo sabemos lo que recordamos», era la conclusión délfica de aquella cultura, que andando los siglos encontraría en Proust la tristeza de los innumerables seres y cosas que mueren en nosotros cuando se extinguen nuestros recuerdos.
José Lezama Lima
Paradiso, es una singularidad de la literatura universal, remitida desde la isla mayor del Caribe por el francotirador que no asomó en el mentado catálogo del “boom” de la literatura latinoamericana, como no lo hicieron Borges, Sabato y otros fundamentales escritores de nuestra América. Y no es que los autores del montado “boom” fueran menos que los francotiradores, pues, no hay cartabón para confrontar el nivel y estilo de un Cortázar frente a un Lezama Lima, a manera de ejemplo. Parafraseando a S. Lem, cada quien está en su galaxia con sus luceros titilando en los inconmensurables océanos de la negritud eónica y su eufonía de cuerdas. Las galaxias están para que uno las alcance y orbite en sus sistemas solares. Y fue un hecho que Cortázar cometió un viaje astral a la desconocida galaxia de Lezama Lima, y lo que descubrió en sus estrellas, nebulosas y gusano negro central que lo arrojó en un santiamén al punto de partida del astronauta, fue excepcional; apenas apearse de la nave, divulgó en la Tierra el hallazgo de la singularidad de Paradiso.
Ganó una pausa, como un pequeño leopardo en un ramaje inquietante.
José Lezama Lima
A transmigración o mejor a metempsicosis (para usar la palabra que conmociona a doña Molly Bloom en su insomnio joyceano), me sabe la madrugada en que conectan el general romano Atrio Flaminio, el insomne paseante de la lunática Habana Vieja y el crítico musical Juan Longo.
Atrio Flaminio, comandante de legiones romanas de ocupación, se enfrenta a la hechicería de la antigüedad griega, que no solo envía contra su ejército a fuerzas ectoplásmicas sino que manda a los demonios del inframundo a que destacen a los muertos en batalla. Los entes infernales echan mano de las partes y/o miembros que les falta, incorporando a sus desechos los restos humanos que hurtan, quizás usando el pegamento mágico o bálsamo de Fierabrás, del cual D. Quijote nos legó la receta.
El paseante en pos del alba es impelido por tres entes hogareños: el sillón móvil, la espiral de risas en la puerta entreabierta y el patio que lo empuja a la intemperie callejera. Rasurado y vestido con traje de oficinista, es sujeto de desvelamiento de los secretos de la Habana Vieja: aparecidos mezclados con noctámbulos corrientes y extraordinarios.
Juan Longo, miembro conspicuo de la Asociación de críticos musicales (esteticistas y anotadores de cualquier sonido que va desde el chirrido atónico de una puerta de cerrojos de antiquísimo castillo a la sonoridad completiva; además de afanosos por el whisky en las rocas que los vuelve conversadores, librándose de quedar congelados en el perplejo), a los setenta años es sometido a ejercicios de iniciación cataléptica a fuerza de presión de las carótidas y de retrocesos linguales, para una vez logrado el estado cataléptico echarle cera anti hexápodos y colocarlo en una vitrina esterilizada. Su mujer, la Circe habanera, celosamente existía para darle mantenimiento a su incorruptibilidad y que sea un burlador del tiempo, que sea un volador inmóvil, que sea un esplendor somnífero, que sea un dichoso intemporal, que sea un triunfo de la sonoridad extra-temporal, que sea un cuerpo ni exánime ni viviente en el que cada instante es la eternidad y el propio instante. Así, Juan Longo, reluciente por el barnizado anti ácaros en su urna de cristal, llegó a cumplir 114 años, y hubiese ido a por muchos más si no es por la intromisión de la directiva de la Asociación de críticos musicales que al despertarlo provocó su corrupción y el fin irremediable del ciclo cataléptico.
Frutal era su ámbito, no sus condiciones de hembra, frutal era también su pereza, el que se le acercaba se sentía como un holoturia que rebotaba contra una escollera algosa, entre mansos consejos y algodones de carnalidad.
José Lezama Lima
Paradiso, es cúmulo de estrellas en las cuales orbitar, ahí pululan los párrafos con ambiciones de ser por sí mismos un planeta verde que ha logrado el equilibrio justo para plantar texturas y aromas en su tiempo-espacio cara al sol, germinando sin requemarse ni ser una esfera gaseosa o una bola de billar gélida. Si abro el libro en el capítulo del ómnibus de turno público en el barrio El Vedado crepuscular, entonces subo al autobús a medio llenar y voy de tránsito por el estío de la Habana Vieja de los años cuarenta. De repente -o mejor dicho, a propósito-, cayendo la noche virginal, el transporte en plena viada de una recta sufre el desperfecto mecánico relacionado con la efigie de un toro de lidia y los piñones del motor, o algo así, y se orilla hasta reemplazar la pieza que lo pondrá de nuevo en circulación; en el ínterin, nadie se ha bajado, por el contrario, se ha llenado de pasajeros brotados de las sombras vegetales, entre ellos los destinados a tener vínculo invisible entre sí a través de intempestiva circulación de unas monedas de la Antigüedad clásica, dracmas relucientes moviéndose de una persona a otra. El ebanista apurado de dinero sustrae las monedas tintineantes y a la mano en el ancho bolsillo de la chaqueta del anticuario pero, al constatar que no eran los gastados pesos que buscaba para capear su necesidad inmediata, mete las monedas en los pliegues del acordeón de Madagascar de un joven ensimismado, y, por último, alguien más que se percata del hecho desde el comienzo, toma las monedas del acordeón y las devuelve limpiamente al bolsillo de la chaqueta del anticuario numismático. Por inercia se nos pone al día sobre los personajes que participaron del breve viaje circular, en el ómnibus, de las dracmas de oro intactas, las que no sufren la erosión del tiempo. La nocturnal y misteriosa interacción subliminal trajo consigo el ritmo sistáltico de las pasiones de la carnalidad pasando al ritmo hesicástico del equilibrio anímico de la poesía lezamiana.
Paradiso es una novela total: es prosa poética, es vivir de cara a la muerte, es alucinante realidad, es narración extraordinaria, es noctambulo tremor juvenil, es sueño barroco erótico, es arbórea metafísica, es gastronomía gourmet regional, es ancestral surrealismo, es preciosismo literario, es ensayo filosófico, es biografía íntima, es magia y mito… Mucha tinta se ha derramado a cuenta de una obra homeostática que ha fundado su propia galaxia y que, merced a la biblioteca universal ubicada en el ciberespacio, está al alcance de un clic para sumergirse por uno mismo en ella; sí, cuando llegue el momento propicio de sentirla sin amortiguadores ni muletillas de académicos. Obra que no es aprensible en modo lectura rápida, hay que bajarse del tren bala y caminar desocupado para hospedarse en cualquier párrafo tropical o capítulo en que a uno se le antoje o provoque pasar la noche. Es vano querer tomar a Paradiso por los cuernos y entender lo inentendible con la razón, no es cuestión de terminarla sino de recorrer –“…más contento que cabra en brisa”– los diversos senderos de su planetario, que es fluir sin resistencia en el lenguaje lezamiano. A Paradiso hay que sentirlo degustando sensaciones, saboreando sus giros paisajísticos, sudando en la canícula isleña los accidentes geográficos. El viajero expedicionario se toma el tiempo que le es necesario del mundo para sus travesías en Paradiso, y así descubrir los secretos de la isla caribeña de Lezama Lima, y guardarlos a futuro para disfrute del intempestivo rumiante. No es una novela lineal, ella se desborda exuberante abriéndose en múltiples ramificaciones cual cuenca de río mar desembocando en el piélago.
Paradiso, tras el primer reconocimiento oficial o de rigor capítulo a capítulo, poniendo meses o años de por medio, llama a los lectores que gozan del olvido –aquellos libres de padecer la enfermedad terminal de Funes, que no son anestesiados hasta perder la conciencia en la mnemotecnia–, a que la visiten por cualquiera de sus catorce y más portales. Y se alucina por donde quiera que uno reingrese a Paradiso, ejemplo, si uno reinicia por el catorceavo capítulo, habrá que seguir al noctívago estudiante José Cemí que, guiado por visiones sobrenaturales de la madrugada habanera estival, finalmente cae en la casa de tres pisos donde velan al vate de los cuarenta otoños Oppiano Licario, su mentor espiritual que lo aguardaba para que le sea entregada la poesía que escribió para él, y con ello desatar la definitiva simbiosis Cemí–Licario.
Tiempo le fue dado para alcanzar la dicha, pudo oírle a Pascal: los ríos son caminos que andan.
El doctor Robert Fähmel, dice de sí que es un arquitecto que no ha construido ni su casa, a cambio llegó al grado de capitán como especialista en voladuras, fue dinamitero eminente y condecorado oficial del ejército alemán, en la Segunda Conflagración Mundial. En las postrimerías del conflicto, el capitán Fähmel, fue asistente principal del general desquiciado que se ganó a pulso el apodo de Campo de tiro libre -esto porque en lo único que ocupaba su tiempo y espacio era en echar por tierra todo lo que se interponía al objetivo a derrumbar ya retirándose-. Robert Fähmel, azuzó la fijación que tenía su jefe. Se aprovechaba de la coyuntura para hacer el real trabajo de demolición que en sí, el experto en estática, era el ejecutor con precisión matemática. Tan solo a tres días antes de concluir la guerra, convenció al general Campo de tiro libre, para echar abajo desde los cimientos la Abadía de Sankt Anton, obra arquitectónica monumental y majestuosa, tal vez la más reconocida entre los edificios que diseñó y construyó el afamado arquitecto Heinrich Fähmel, su apreciado y respetado padre.
Con antelación a Billar a las nueve y media, ya me había beneficiado leyendo sendas historias cortas de Heinrich Böll, de esos sabrosos entrantes literarios me precio de haber retenido en la memoria mágica a dos sátiras de fuste, que me visitan sin previo aviso. El primer cuento, Los silencios del doctor Murke, es la historia del joven doctor Murke que, haciendo honor a su profesión de loquero de postguerra, se cura en salud contra los entes morbosos que pululan donde trabaja, es editor de la sección de arte y cultura de una radio pujante. Antes de ingresar a su oficina, toma el ascensor que le provee la dosis mañanera de intensos segundos de angustia para capear la jornada plagada de palabras que retumban por doquier, ejemplo, “arte” o “ser supremo”. Editar las cintas magnetofónicas de los oradores a sueldo de la cultura inyectada a fuerza de tirabuzón, desquiciaría al joven doctor si no fuese porque es un recolector de silencios; valiosos instantes de absoluto silencio del prójimo ajeno a él, le brindan paz y sosiego cuando los escucha en su hogar. El segundo cuento, Algo va a pasar (una historia de intensa acción), y no se equivoca el certero subtítulo en paréntesis; sucede que por la fábrica de jabones donde, el espacio-tiempo de los trabajadores de la A hasta la Z, transcurre a todo pulmón entre el “tiene que pasar algo” y en consecuencia la respuesta correspondiente de “algo va a pasar”, al cabo sucede algo tan conmovedor como irremediable: muere de súbito ataque masivo al corazón el director y propietario de la empresa, apenas recibió su postrero “algo va a pasar”. Y aquí es cuando el protagonista de la historia encuentra su innata profesión de silencioso doliente acompañante de cortejos fúnebres, por fin le pagan bien por meditar y es mandatorio el reposo.
Heinrich Böll, escritor considerado con justicia “la conciencia de Alemania”, herido en combate más de una vez siendo soldado raso en la Segunda Guerra Mundial (la novela que mejor retrata su paso y supervivencia de las atrocidades del conflicto bélico en el frente ruso es, El tren llegó puntual), reventó en escritor de obras cumbre de la literatura occidental. De sus novelas destaco dos que son de mis predilectas de todos los tiempos: Billar a las nueve y media -que motiva el presente artículo- y Opiniones de un payaso. La hipocresía de la clase media cristiana y en particular la de su propio círculo católico de nacimiento, es tema fijo en sus ficciones que destilan humor satírico y son una crítica rotunda a la sociedad maquinista que se obnubiló con el fascismo y, después de la hecatombe bélica, hizo como si nunca hubiese sido parte positiva y cooperante de ella.
Billar a las nueve y media, es la fascinante y estremecedora historia de la familia Fähmel antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial. La trama en sí se desarrolla en el día del octogésimo cumpleaños de Heinrich Fähmel, y desde la primera página salta a escena el personaje del ritual que da título a la novela. Robert Fähmel, acude a su boyante oficina de cálculos estáticos, pasadas las ocho de la mañana, y abandona sus tareas de experto demoledor de edificios antes de las nueve y media. Con puntualidad alemana, se dirige a atender su tiempo de exclusividad en la sala de billar del lujoso y tradicional hotel Prinz Heinrich. El doctor hizo una capilla de la sala de billar del hotel Prinz Heinrich, con la complicidad del personal de portería y recepción del establecimiento que no permite interrupción alguna a su ritual; la excepción a la regla de no estar para nadie son sus padres, sus dos hijos y un amigo judío de los tiempos de la pubertad y adolescencia. El afortunado jugador logra sendas carambolas de nueve y media a once de la mañana, mientras le cuenta su pasado, y por inercia, el de la familia Fähmel, al joven botones que lo escucha embelesado. Se ha organizado para trabajar en su oficina una hora al día, no más, nada de aceptar encargos que lo obliguen a romper sus rituales cotidianos, eso lo sabe muy bien su secretaria y las tres personas que a distancia, vía correo expreso, cotejan entre sí los cálculos estáticos, evitando errores a la hora de que se haga realidad la matemática de la dinamita.
Robert Fähmel, en esencia es el símbolo de la memoria que deprime a la sociedad alemana de postguerra. Este personaje en sí es la resiliencia de Heinrich Böll, es la resistencia a olvidar el enajenamiento de masas que, a través de mayorías de energúmenos, propició y sustentó al régimen nazi, teniendo como encubridores a los países claves de Europa, esto por su ceguera ante la hecatombe que se les venía encima a zancadas de manicomio. Entre otras objeciones de conciencia de Heinrich Böll, por el mismo hecho de haber sido católico de nacimiento, es la que apunta a la iglesia de su tiempo por haber coadyuvado al desastre físico y ruina moral de la familia católica. Y aquí tenemos a la acaudala, culta y libertaria familia Fähmel víctima de su época, la que avasalló la adolescencia y primera juventud de Robert Fähmel, la que mató a su hermano menor Otto en el frente de Kiev; la que llevó a la locura a su madre o mejor dicho se acogió a ella para no ser presa de campos de concentración, acusada de traición por su propio hijo Otto.
La voladura de la obra prima del aclamado arquitecto Heinrich Fähmel, pasó a ser parte de la lista de desastres que cometió contra la propia cultura alemana el general Campo de tiro libre, en su demente retirada. Así quedó a buen recaudo el secreto del especialista que en realidad dejó hecho escombros a la Abadía de Sankt Anton. Robert Fähmel creía ser el único en tener conciencia de ser el autor de aquella monumental voladura no obstante, su padre, descubrió el secreto cuando reconoció de entre las ruinas vestigios de cálculos matemáticos con la letra inconfundible de su hijo. Este descubrimiento nunca fue motivo de queja de Heinrich Fähmel, por el contrario, no se dio por enterado y, por añadidura, en la íntima celebración de su octogésimo aniversario con cinco invitados de honor, a alguien se le ocurrió halagarlo enviándole un pastel que traía la réplica dulce de la Abadía de Sankt Anton, y fue un placer para el homenajeado hacerla pedazos.
La paradoja que nos muestra hasta la saciedad Billar a las nueve y media, es que en la patria que ha dado pensadores, artistas, filósofos y científicos a granel -aquellos que habiendo salido de la caverna despiden claridad y serenidad en la cima de la sabiduría humana-, en ese mismo suelo generoso con los brotes de conocimiento e imaginación, se hayan activado las furias y potencias subterráneas con inusitada fuerza destructora. Paradoja vigente en las sociedades llamadas a ser las más inteligentes del planeta Tierra, pues, no se han librado de propender a la obediencia ciega, tecnolatría, y con ello ser engranajes de la entropía máxima.