Sueños y discursos

Sueños y discursos de verdades descubridoras de abusos, vicios y engaños en todos los oficios y estados del mundo

Francisco de Quevedo

El sueño del juicio final, El alguacil endemoniado, El sueño del infierno, El mundo por dentro, El sueño de la muerte, sumaron después de algunos años de haber sido publicados el postrero Infierno emendado o Discurso de todos los diablos, que cierra la saga infernal quevediana con humor arcoíris, sátira potente y refinada, prosa candente e indeleble. Cada sueño tiene un prólogo que es dirigido al lector como arte y parte de la sátira de marras, verbigracia: “Al ilustre y deseoso lector”; “Al pío lector”; “Al endemoniado e infernal lector”; “Al lector, como Dios me lo depare, cándido o purpúreo, pío o cruel, benigno o sin sarna”;  “A quien leyere”; “Delantal del libro, y sea prólogo o proemio quien quisiere”. 

El visitante onírico del infierno, que es el mismísimo D. Francisco de Quevedo –lo imagino calzando y vistiendo de caballero de Santiago–, es impelido a escuchar a los demonios con atención a su paso por las distintas zahúrdas plagadas de condenados y, al cabo, encuentra discreción y sabiduría en las razones que dan sobre los alojados y los castigos que les infligen acorde a sus distintas categorías. ¡Vaya lidia!, la de los diablos custodios de las masas incesantes que arriban hasta volando a los hacinados corrales del averno; las multitudes vienen por la avenida ancha, rectilínea, sin obstáculos y bien provista de placeres mundanos que conduce al portal paradójicamente estrecho y de una vía no retornable que –a mi manera de leer– tiene dos letreros, el primero dice: “Estimado gobernante, político, cortesano, juez, boticario, doctor o linda ponzoña graduada, mercader, alquimista, astrólogo, sastre, librero, y etcétera de oficios incluidos, y que los siglos venideros te etiquetarán con diverso nombre… estás donde en vida pediste ávidamente estar”; el segundo dice con letras grandotas: “Abstenerse de bajar los espantosos sujetos que traen la consigna de ganarse el favor de Lucifer, esto con el ánimo descarado de expulsar a los sufridos y auténticos Diablos. Ejemplo, los malos alguaciles que no son víctimas de los diablos sino que nos encierran a nosotros en ellos”.  Esto último porque montón de allegados al infierno en vida habían sido más endemoniados que los propios diablos valiéndose de oficios, profesiones y/o cargos políticos que a la fecha persisten en nuevas formas y colores generadas por entes para la esclavitud mental y física de masas como la corporatocracia, bancocracia, despotismo burocrático.

Tenemos dos sueños y discursos en los que D. Francisco de Quevedo no desciende directamente a las zahúrdas del infierno, y son El mundo por dentro y El sueño de la muerte. Siendo estos dos episodios un caldo onírico de potentes ingredientes filosóficos. El mundo por dentro, no requiere que se aleje el protagonista de su cotidianidad, basta con que Desengaño lo conduzca a la Plaza Mayor para que constate que Hipocresía es la suerte que domina el quehacer humano en el mundo del deseo por las cosas y posesiones.  El sueño de la muerte, aquí se le viene a Quevedo la mujer que lo pilló desnudo en su lecho, y que “No me espantó; suspendióme, y no sin risa, porque bien mirado era (como vulgarmente se dice) figura donosa […]”. Al saber de quién se trataba, el pensó había llegado su hora de irse al más allá o más acá, pero ella lo tranquilizó diciéndole que era tiempo de que un vivo visite –con pasaje de retorno asegurado– a los muertos cuando de corrido tantos muertos visitan a los vivos, añadiendo que lo acompañe tal cual estaba reposando en su lecho ya que a su lugar nadie iba vestido. Al ser interrogada del porqué no venía en calavera y huesos y con la guadaña entre manos, respondió que ella no posee cráneo ni huesos y que lo que le endilgan pertenece a los muertos cual restos de los vivos.

Se vive de cara a la muerte, porque uno es el futuro muerto total, y esto es debido a que empiezo a morir desde que nací al mundo, y la vida-muerte es mi estancia natural en el tiempo-espacio o lapso terrenal. No es que expiro de una sino que acabaré de morir viviendo cuando venga el último suspiro, por decirlo así. Siglos después de Quevedo, Heidegger -el filósofo de Ser y Tiempo-, nos escribe que una vida auténtica se hace de cara a la muerte, pues, de todas las posibilidades que baraja el ser humano es la única imposible de ser evitada. A la vida fui arrojado para trascender desde los primeros chirlazos que me propinaron los doctores; sin embargo, apenas uno profirió el  alarido de horror para dar cuenca que cayó en el mundo ya se es lo suficientemente viejo para morir. Escuchemos a la muerte del sueño quevediano: “Si esto entendiérades así, cada uno de vosotros estuviera mirando en sí su muerte cada día y la ajena en el otro; y viérades que todas vuestra casas están llenas de ella, y que en vuestro lugar hay tantas muertes como personas; y no la estuviérades aguardando, sino acompañándola y disponiéndola […]”.                    

Mientras que la trocha al cielo era un acenso extenuante por el filo rocoso y selvático de una montaña que metía miedo, que tenía a su favor a arrojados ascensionistas dispuestos a padecer con tal de hacer cumbre. Las trabas de la senda al cielo es lo que confundió en inicio al protagonista de Los sueños, que se convenció de que tan peligrosa vía era la del infierno. A la verdad, el viajero sí advirtió su error conforme avanzaba en la ancha carretera que ofrecía a los peregrinos placeres dignos de su carnalidad mundana, ese era el señuelo de Lucifer para que las masas de condenados no escapen de su destino infernal. Aunque había atajos para cambiar de vía de lado y lado, los pocos se atrevían a dejar su comodidad andante por el álgido sendero al cielo. En todo caso, sin ese providencial error nos hubiésemos quedado sin discursos diabólicos y a cambio tendríamos un monólogo medio venenoso de D. Francisco de Quevedo de visita en el cielo, éste ya había advertido que de La Divina Comedia, el condumio que atrae a la inmensa mayoría de lectores es el Dante dando cuenta de los círculos del infierno y que reducidos son los lectores que se interesan por la ascensión dantesca al cielo. Al cabo, llegándose al ridículo -por estrecho- portal de acceso al infierno, quiso devolverse por donde vino pero fue cordialmente solicitado a que ingrese a él en calidad de cronista con boleto de regreso, bajo palabra de ser enviado a su hogar apenas concluya su trabajo de andar y ver. Esa fue la palabra de honor del dictador absoluto de las pailas del averno.

Sueños y discursos, joya barroca y de la prosa castellana del siglo XVII, fruto ingenioso del afán satírico de D. Francisco Gómez de Quevedo y Santibáñez Villegas, nacido en cuna cortesana (Gómez de Quevedo, fueron sus apellidos paternos; Santibáñez Villegas, fueron sus apellidos maternos). Acá es menester aplicarse en la lectura lenta así como a fuego comedido los diablos se chamuscan y se cuecen los discursos infernales que, según el autor, eran magma hirviente  cuando parte de ellos fueron plasmados antes de cumplir los treinta años. Los primeros sueños y discursos, fueron suavizados en la madurez por cortesía hacia sus lectores  -¿cómo serían?, dinamita pura, imagino yo-, y para de cierta manera contrarrestar la censura de los inquisidores del Santo Oficio de la época, que no cejaban en la intención de hacerlo presa de sus fauces oscurantistas. 

Quevedo, tuvo enemigos que escribieron convincentes libelos desacreditándolo (así como él también los levantó por cuenta propia o por encargo de los mecenas que lo cobijaban). Quizás el libelo más contundente que le infirieron fue el que titulaba: El tribunal de la justa venganza, erigido contra los escritos de Francisco de Quevedo, maestro de errores, doctor en desvergüenzas, licenciado en bufonerías, bachiller en suciedades, catedrático de vicios y protodiablo entre los hombres […].  Se presume que aún contando con el favor del rey Felipe IV, uno más libelos supieron hacerle daño y provocar que sea encerrado más de tres años en el frío convento de San Marcos, en León, cerca ya de su fallecimiento.

Quevedo vivió décadas desterrado en recóndito municipio de Castilla – La Mancha, donde mucha de su versátil obra fue creada, incluidos Los sueños y discursos, gracias a la mansión solariega que adquirió su madre para que tenga como tuvo un refugio a las fatigas cortesanas y disputas públicas, entre los olmos y la paz bucólica que acariciaban su silencio. Por entonces ya fue la luz del caserío que habitó en los destierros de la corte madrileña, y que hoy día es la urbe patrimonio cultural y museo del genio quevediano. El espíritu del poeta se quedó para dar título al municipio y ayuntamiento de la actualidad: Torre de Juan Abad, Señorío de Quevedo.

La casi aventura de D. Quijote

“Un árbol que ha recibido lentamente la virtud misteriosa de los siglos, junto con la recóndita substancia de la tierra, es objeto que infunde respeto y amor casi religioso. Hay quienes destruyen en un instante la obra de doscientos años por aprovecharse de la mezquina circunferencia que un árbol inutiliza con su sombra: para la codicia nada es sagrado: si el ave Fénix cayera en sus manos, se la comiera o vendiera. Cosa que no produzca, no quiere el especulador: para el alma ruin, la belleza es una quimera”.

Juan Montalvo, autor de Capítulos que se le olvidaron a Cervantes – Ensayo de imitación de una obra inimitable, nos lega en el capítulo XVI pequeña joya escondida de la literatura universal, que vino a ser la casi aventura de D. Quijote. Montalvo, con su única y póstuma novela, no pretendió rivalizar ni competir con el Quijote cervantino –jamás habrá otro como él-, dejando en claro desde el subtitulo el respeto y reverencia que profesaba  al irrepetible caballero manchego. El afán de sus letras es rendir sentido homenaje al buque insignia de la lengua española, a la par que aprovechó para que D. Quijote no sea vencido por ningún bachiller prosaico y, por inercia, se negó a que haga testamento con cordura inapetente, se negó a que muera sobrio como una tumba. Montalvo lo quiso haciendo su cuarta e interminable salida por los magníficos paisajes del Ecuador. Acá, lo tenemos a D. Quijote cabalgando al infinito, y más allá aún, menos andariego que reflexivo, irascible cual dinamita, incansable emitiendo los dicterios que encantaron a don Miguel de Unamuno.

El capítulo XVI asombra porque en él, D. Quijote, no resuelve entuertos entre seres humanos desavenidos, no espanta a malandrines, tampoco acomete endriagos y vestiglos, hasta Sancho está de vacaciones. Sorprende por la época, finales del siglo XIX, que asome D. Quijote defendiendo pequeño bosque ante un ramplón de los de su tiempo, el criminal de turno de lo prístino que a cuenta de ser propietario derriba árboles porque le son inútiles. Así el Estado desarrollista actual, cuando hay que monetizar el subsuelo de la amazonía en aras de aumentar el rendimiento-país (la esclavitud-país, la cleptocracia-país, el endeudamiento-país), clama ser dueño absoluto del territorio que guarda el mentado oro negro, reivindica que debe explotarlo ahora más que nunca porque no vaya a ser que mañana pierda su valor devastador merced al advenimiento incontenible de energía limpia, renovable, y a la larga apenas costosa en relación a la energía sucia. El positivismo para la destrucción es insaciable, irracional, no soporta la idea de tener bajo tierra el petróleo que, cual maldición, no fue ni es el oro negro que ahuyente la miseria-país sino que fue y es la peste negra que arruina a las masas cándidas en tanto engorda a la cleptocracia patriota. (Cleptocracia patriota: uno por ciento de la población de un Estado que hace patria declarando “recurso natural” a todo lo que enriquece a ese uno por ciento mientras a las masas imberbes les remiten cuentos chinos).

Estaba D. Quijote reposando de sus fatigas al descampado, tumbado a la sombra fresca y cantarina de venerable ciprés, cuando escuchó el ruido macabro del deforestador. El caballero, encontrando al dueño del bosquecillo, le reclama sin aspavientos por el atropello al espíritu del ciprés añejo, y por extensión a la paz que trae al caminante el contemplar envuelto con sus aromas y trinos centenarios. Es aquí cuando oímos el magro discernimiento del talador, su mundana excusa para tumbar árboles, la que desde entonces ha pululado monstruosamente en nuestra pequeña república y en el orbe entero. ¡Cuán semejante es la manera de obrar de los modernizadores de la naturaleza de estos días, allende su clase social y tendencia política! Allende su educación, ¿cuál educación?, ¿cuál adoctrinamiento?… Doce, diecisiete años, y más todavía, gastando miles de horas encerrados en Centros de Estudios Borreguiles,  que van de apellido humilde a rancio pedigrí, que van de instalaciones de medio pelo a fastuosas, pero que tienen algo en común: no enseñan a vivir conforme al gran libro de la naturaleza. Los sujetos del rendimiento incesante de hoy aúllan al unísono con el ramplón del siglo XIX: “Los derribo porque nada producen y ocupan ociosamente la heredad. Éstos y los demás, todos los echo abajo…”.

D. Quijote, intenta convencer al dueño del bosquecillo de que no cometa tal acto abominable en nombre de la utilidad, aun se ofrece a pagar de su peculio por la vida de los cipreses. Mas el agricultor aduce que no está en sus planes vender su campo sino cultivarlo a tope, y que esos árboles no pliegan a su propósito de hacer producir a la tierra hasta la última consecuencia. “Cortados no valen nada, replicó el caballero; vivos y hermosos como están, valen más que las pirámides de Egipto…”. Y de nuevo pidió por la vida de los cipreses en aras de preservar la música y la alegría poética que brindan los hijos de la madre Tierra, pues, teniendo tanto espacio para sembrar bien y variado, no había que hacerlo en pro de la acumulación insensata que es la última consecuencia del explotador enceguecido. Pero la discreción y sabiduría de D. Quijote cae en piel insensible, el zoquete no sabe de sombras celestiales, para el dueño del bosque todo el espacio terrenal ha de reducirse a la siembra de lechugas y coles, y con socarronería invita al caballero a servirse de esas verduras cuando llegue la hora de la cosecha.

D. Quijote, perdiendo la poca paciencia que hace gala en el país andino, conmina al palurdo a ceder en su acción destructora. El dueño lo manda a paseo y provoca la ira del caballero que apenas con el ademán de arremeter lanza en ristre, a lomo de Rocinante ecuatorial, hace que el otro se eche atrás, panza arriba, pidiendo clemencia a gritos y prometiendo no talar la arbolada, y ofreciéndose a curar de inmediato las heridas de los dos ciprés magullados por el hacha.

Promediando la parte álgida de esta “casi aventura que casi tuvo D. Quijote…”,  se allega de no se sabe dónde el carruaje del obispo que, avisado por los alaridos de socorro, pide a D. Quijote le participe la razón de la disputa y así dar su veredicto con la autoridad que lo sustenta en esos pagos.  D. Quijote, pone al tanto de lo sucedido a su Reverendísima, que admirado por el entendimiento del caballero, lo toma por el filósofo que realmente es, y que si pasa por loco entonces que sea un loco divino. Su Reverendísima se une a la causa de D. Quijote y procede a dar un sermón de ecuanimidad al agresor del bosque, quien se persigna con hipocresía y queda como arrepentido de su ambición demoledora. Pero, no hay manera de engañarse con los ramplones de todos los tiempos, apenas ida la amenaza de castigo corporal, y solventado el peligro de la condenación del alma, se diluirá la gracia del bosque y retornará la gana irrefrenable de monetizar el suelo  a trochemoche.

A la verdad, el dicho de que el hombre es lobo del hombre, viene a ser una metáfora apócrifa puesto que el comportamiento del lobo nada tiene que ver con la realidad del antropófago. El individuo depredador de nuestra especie, tanto como el Estado depredador que es su reflejo, degüella árboles porque trae dentro de sí gen indeleble, llámese: exterminio. No es el demonio extraterrestre de ciencia ficción quien porta el mensaje -no negociable- de “exterminio” al planeta Tierra, no es algo así como un apocalipsis zombi el que pondrá fin al Antropoceno, es el Homo sapiens quien destruye el futuro al perder su jardín-hogar.

Literatura infantil para pensarla

Hay libros con un barniz infantil que son para bucear en ellos bastante después de haber superado la niñez, como El Principito, de Antoine de Saint Exupery. El autor del Principito, desde la dedicatoria, deja en claro que el libro va dedicado al niño que aún reside en el corazón del adulto de cualquier edad, o sea, va dirigido al joven de por vida, el que no ha perdido su capacidad de asombro, de admirar y alimentarse de lo sencillo que es en sí lo complejo. El Principito, en su asteroide B 612, amaba a la flor vanidosa que cuidaba junto a una oveja y a tres diminutos volcanes, dos en actividad y uno apagado al que también deshollinaba, por si acaso despierte de repente y no lo vaya a sorprender con una erupción plínica.

El Principito abandonó temporalmente a sus compañeros planetarios por el prurito de observar qué había fuera, tal vez lo suyo era caduco y no valía la pena tanta devoción por los ralos habitantes del asteroide B 612. Así viajó en el espacio visitando otras esferas donde la gente se hallaba desquiciada por sus afanes acumulativos de materia y poder. Sus aventuras no fueron a saco roto, moverse hacia otros mundos fue aleccionador, estar lejos de su hábitat lo hizo verse a fondo a sí mismo, y entender que sus rituales en casa constituían su verdadero tesoro.

El escritor ecuatoriano, Juan Montalvo, decía que hay hombres que son privilegiados con una segunda y hasta tercera juventud. El aviador Antoine no llegó a la tercera, desapareció bendito en los cielos cursando la segunda. Y su espíritu sigue vigente en el tiempo-espacio de su creación, donde El Principito nos comparte la sencilla existencia del complejo vividor, del que hay que imbuirse sin que el educando sea oprimido por lecturas que sólo responden a obligaciones escolares, para que después engrose la masa de adultos estacionados en la decadencia. Paradójicamente, la inmensa mayoría de estudiantes que se les ha dictado la lectura porque sí, cual deber ineludible a corto plazo, pasando a su devenir adulto no se dan tiempo para evolucionar con lecturas exigentes, su pensamiento reflexivo fue destruido temprano por el cálculo de qué posesiones voy a ser capaz de adquirir mañana y no ambicionan nada que los haga ser revolucionarios de su propia existencia. En estos días de desprecio a los valores de la Pachamama, Gaia o Gea, apenas cesa la obligación de nutrir la mente filosofando vía embudo, no por cuenta propia, con el fin de rendir exámenes de “cultura general”, las masas se ocupan de la mañana a la noche en hacer realidad sus sueños de esclavos sirviendo ciegamente a la bulimia del bípedo depredador encaramado en su máxima expresión: bancocracia, corpocracia, cleptocracia, despotismo burocrático, neoliberalismo recalcitrante.

Cervantes, manco tras la batalla de Lepanto que el Quijote la calificó como la más célebre de la era humana, ya nos advirtió que para entrar en sus ficciones había que estar predispuesto al recogimiento y el activo reposo. Desocupado lector…, así empieza el prólogo de Don Miguel a su obra indeleble que la concluyó con un pie en la tumba. Don Quijote, y El Principito, nos enseñan que cuando se trata de ir a por aventuras bien surtidas de portentos, de mito y magia, de vestiglos y endriagos, hay que hacerle el quite a la lógica del absurdo del monetizador.

El mensaje del Principito no llega a los individuos amarrados a las cosas que apenas entretienen y han banalizado su existencia, volviéndose tan automáticos como los útiles que adoran y para los que trabajan hasta la amnesia de la espiritualidad inmanente al ser humano, convirtiéndose en celadores de la cadena perpetua que el libre mercado ha dictado contra ellos, colgados de por vida en los percheros de los templos del consumismo. Monetizar la cotidianidad garantiza la excelencia para la explotación de los recursos terrenales, y todo es legal con tal de que sostenga el desquiciado objetivo de dejar en soletas al otrora «jardín de las delicias», la consigna para monetizar la Naturaleza es sugerida desde el vientre materno, y continúa por décadas en los centros de adoctrinamiento borreguil. Destruir al niño que cuida de su flor y deshollina sus volcanes, es la meta de una sociedad de enjambre que no forja humanos reflexivos sino enfermos incurables que no saben vivir ni morir con dignidad. 

Aunque no hay manera de escapar cabalmente del constante bombardeo de los mensajes subliminales para no-vivir, de la propaganda enajenante para no-renacer, la resiliencia de los pocos persiste y vienen a ser los que al cabo de un largo desasimiento se gradúan de Desocupados lectores, y éstos se dan modos para reivindicar al Principito preocupado porque la oveja se puede comer a su flor. La tarea del Principito es la de rescatar al niño que lleva adentro el adulto y sacudirlo de su fantasía maquinista, redimirlo con las pequeñas felicidades que brinda lo original, las únicas que el hombre concreto tiene a mano con sus sentidos, la mente y el corazón puestos en las parcelas verdes, en los humedales y bosques secos que ha preservado a su rededor.

La Sirenita, de Christian Andersen, es un cuento dorado con pincel infantil que encierra aberraciones masoquistas. La donosa Sirenita vende su alma a horripilante bruja oceánica para tener las dos piernas de la bípeda humana y así enamorar y ser amada por el príncipe de sus delirios, al que en noche aciaga lo liberó de morir en alta mar luego del naufragio del barco que sucumbió ante la tempestad. Fue un pésimo negocio para la Sirenita caprichosa, el precio que pagó a la maga no compensó el castigo que se auto infringía, pues, transformar cada vez su larga cola de pez en sensuales piernas de mujer prieta, era ganarse el calvario con la bipedalización. Perdió la hipnótica voz de las sirenas y, moverse hacia el objeto de su deseo, el hombre anhelado, le provocaba dolor atroz, sentía como si le hundieran agujas en los píes. Sumándose al espantoso tormento físico de la Sirenita perdida por su deseo contra natura, el asediado galán nunca le correspondió como ella esperaba, él no reconoció a su salvadora en aguas pelágicas, sólo tenía memoria de ser quien la recogió devuelta por el océano, en una sábana de sargazos, y desde entonces la amparó con el cariño fraternal y solidario de un ex náufrago hacia la náufraga que pasó a ser parte de su familia cual huérfana. Mientras que la Sirenita, que hasta danzaba para su amado, apenas usaba las piernas sufría el tormento de cuchillos atravesando su piel, y se tragaba el dolor disimilando la tortura con cierta sonrisa medio venenosa.

El derroche de amor masoquista de la Sirenita se fue al garete. A las agujas pinchando su delicada carne, se añadió la herida involuntaria que le propinó el príncipe, quien pronto contrajo matrimonio con la doncella propia para ello, la que lo descubrió inconsciente en la playa y él perennizó en su memoria como su ángel guardián.

La Sirenita no consiguió más que infiernos por su insano propósito de ser humana, la sentencia de convertirse en espuma de mar que pendía sobre ella por no lograr su propósito de llevar a su amor al tálamo nupcial, vino a ser la liberación de sus tormentos. No terminó comiendo perdices con su príncipe elegido, mas su deseo de inmortalidad se ha cumplido hasta la fecha. Está viviendo en los que hicimos seguimiento de su historia posterior, ¡oh, fatal Sirenita! Si el príncipe hubiese sido tu amor platónico te habrías ahorrado mutaciones y cuchilladas, en la esfera platónica no se requiere el concurso carnal del ser anhelado, te bastaba estar contigo misma  para montar la fábrica de mieles y temores de un amor imprescriptible.

La Sirenita, más allá de su actualidad como cuento infantil, se ha ganado -en mi caso- especial atención por la mención que hace de ella Thomas Mann, en su obra ceñera, Doktor Faustus. Si no hubiese sido por la lectura del Doktor Faustus, nunca me hubiera conmovido con el sufrimiento de la Sirenita de Andersen, habría permanecido como una fábula más de la niñez. Thomas Mann toma prestada a la Sirenita de Andersen para que Lucifer se la ofrezca, como parte de su paquete tentador, al talentoso y joven músico Adrián (personaje inspirado en un episodio de la pubertad del filósofo de las altitudes aquilinas, el poeta del martillo y la dinamita: F. Nietzsche).

En la trama del Doktor Faustus, la Sirenita de Andersen, pasó a conceder sus favores al músico Adrián cual, insensible al dolor de su presa, la usó durante los veinticuatro años que duró el pacto con el Tentador. El músico que se encaramó en las más altas torres sinfónicas, como el poseso genial que las alcanza, en un acto de contrición pública, al final de la novela, reconoce que si bien le agradaba la Sirenita en su forma natural de pescado, holgaba a plenitud de su cuerpo cuando con sus piernas de mujer se retorcía del dolor en el lecho abrasante. Y lo insólito, Adrián procreó con ella al vástago de abrumadora belleza integral, un querubín, cosa que produjo la temprana desaparición de la criatura porque le inspiraba al frío músico verdadera veneración, y ese tipo de amor le está vedado al que es cautivo de sus demonios.

Homo aerius

He leído a gusto está novela, y fascinado por su contenido dentro de la lectura lenta y del subgénero literario que me apetece echarle el diente. Es tema de mi predilección eso que el pensador residente de lujo en la tropical isla Puná, Venancio Bote Arauz, ha denominado “Ciencia Ficción Filosófica”. No me quepa duda de que siendo lector de autores de talla galáctica como S. Lem, he afrontado las verdades recónditas de mi propia existencia, embarcándome en odiseas a través de la mente. En el ensayo de Venancio Bote Arauz,  A qué llamo Ciencia Ficción Filosófica, he encontrado manifestaciones peculiares como la siguiente: “Paso de la bazofia futurista o ciencia ficción prosaica plagada de seres extrasolares que proyectan antropocentrismo hasta la médula, resulta que los alienígenas son tan decadentes como el Homo sapiens actual, y, por añadidura, muchos de ellos son diseñados a imagen y semejanza de los tantos insectos diminutos terrenales, que sirven al celuloide para crear monstruitos a granel, en aras del entretenimiento de masas enajenadas, de individuos que han perdido la capacidad de imaginar por sí mismos, esclavos posmodernos que progresan en la matriz de procread y multiplicaos en la estupidez artificial”.

El Homo aerius se ha radicado en las alturas alucinantes de torres animalistas, allá en Valle del Silencio, que es a la postre la única megalópolis homeostática de su civilización en el planeta Tierra, donde la ausencia del Homo sapiens ya es eónica. Aquí, al pie del extinto volcán Ilaló -que apenas alcanza los 3200 msnm, pero su regordeta mole geológica divide campurosos valles andinos y por sus costados vuelan aeronaves para aterrizar o alejarse del aeropuerto internacional de Tababela-, imagino la colosal talla de las torres de Valle del Silencio, pues, parten de una meseta o base montañosa a 3200 msnm, elevándose 2000 metros sobre la plataforma, sobrepasando así los cinco mil metros de altitud. La megalópolis del Homo aerius, conforma una suerte de murallas kilométricas que comparativamente hablando estarían por encima del Macizo del Pichincha, formando un rectángulo animalista alucinante, encerrando a los mil doscientos kilómetros cuadrados de prístinos ecosistemas de Valle del Silencio, que vendría a tener una similar extensión a la del cantón Zapotillo -fronterizo con el Perú- de la sureña provincia de Loja. Esta megalópolis lo es por sus formas colosales más no por la cantidad de sus residentes, cuenta con quinientos mil habitantes y, cada Homo aerius, vive en radical soledad ocupando una planta de dos hectáreas en su torre animalista que, en el caso de Palamedes, se denomina Cachalote.

Palamedes, habita el ático del Cachalote, ocupando las dos hectáreas de su planta elíptica vacía de objetos permanentes, circundada por altos ventanales que están a 5200 de altura. “Vaya minimalismo extremo, un paraíso de la soledad y silencio urbanícola… Me hubiese encantado que Palamedes me invoque a mí como lo hizo con el doctor Pacchi”, me dijo Venancio Bote Arauz, con verídica gana de que su espíritu sea convocado a la altura abismal del ático del Cachalote. Me río porque Venancio no conoce lo que es la vista desde la cima de una montaña, ni siquiera se ha subido por sus pies a una loma respetable cualesquiera, eso sí al residir en una isla tropical, donde se forja la cotidianidad del sujeto de la experiencia, no tiene ojos, ni olfato ni oídos al devenir del común citadino, y tan cerca de la pujante ciudad porteña de Guayaquil.

[Olegario Castro] 
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Tiempo recobrado (poemas)

GRASIENTO BLOOM.-

Saltas a la luz con el nombre que te dio tu jornada vigente,
desayunando vísceras arrancas el jueves del solitario andante.
Alivias el vientre imaginando fabricar un cuento de concurso;
usas el papel que brinda la obrita ganadora,
suspiras por los renglones de fama que te daría tu genio.

Monólogo incesante es el hombre que pasea su atareado cerebro;
activando la palabra interior, que alimenta los sentidos en alerta,
supera la intrascendencia del vendedor de anuncios comerciales.
Navegando en los ríos de la percepción vas anotando todo,
desde la poesía del capitán, en reorganización retrospectiva,
a la inteligibilidad del constante cálculo en la faena callejera.

No elucubra para el periódico ni las muchedumbres,
los otros ambulan ajenos a su veloz entendimiento;
conecta directamente con las islas que receptan su mensaje,
señal abierta que ancla en diferentes puertos del universo;
consciente de cada segundo respira su don precioso:
la posteridad que le asegura su apuesta nemotécnica.

Hay que flotar erótico en la bañera pública,
y perfumarse para asistir a un entierro de largo aliento,
a una boda vegetal, a la visión de un almuerzo troglodita,
al tentempié con tostadas de queso gorgonzola y vino,
y volver a deglutir la mantecosa exquisitez de las tripas.

La tarde surca en el océano sensual de Molly Bloom.
Fuegos del estertor estival incendian la playa,
el nómada desflora a la sombra púber de una doncella.
Portando una patata, el amuleto contra el hambre,
se adentra en el laberinto bohemio de Afrodita popular.

Cuando retorna al hogar ya es un flamante mañana,
atraca en el insomnio galopante de la carnalidad.
Su odisea de horas se hicieron siglos en las páginas
del Ulises moderno que por fin desembarcó en Itaca;
duerme en las prominentes caderas del olvido:
capturó la partitura que se recreará todos los días.

 

TIEMPO RECOBRADO

Abismado en su habitación forrada de corcho,
no recuperó las sombras del tiempo perdido,
sino creó un mundo intacto con su semilla.
Recobrar lo ido es levantar cumbres latentes,
las siete montañas originales del creador
que se funden con los corazones gemelos.

El puente que tendió lo divino hacia el artista
hace de su obra engranaje del oasis universal,
vigorosa frente al frígido instante astronómico.
Imaginar es darle sabor a la lógica inteligente;
desencadenado del helado rigor nihilista
llena su hábitat con verdores de la intuición.

De las siete cúspides brotan los vástagos
del genio moldeando en lo irrepetible,
fluyendo por la senda que jamás retrocede.
Fogonazos del pasado viajando al presente,
son aromas y texturas que inventan el futuro
del hombre que tiene el don de inventar.
Alumbrando realidades frescas, indetenible,
avanzando sobre las ruinas del inerte ayer,
exprime el soplo terreno de bienaventuranza,
su magia es la virtud de deglutir el tiempo.

 

VIAJE AL FONDO DE LA NOCHE

El hombre viajando
en su agujero negro,
inacabable…
proscrito de la luminosidad
de una noche oscura,
estrellada.

Nació bajo el signo de las dos
grandes guerras criminales,
y el infame genocidio mundial,
que no se dio en la antigüedad ni el renacimiento,
apenas en la reciente modernidad;
tal crueldad inteligente se abatió
en el siglo que se sirvió de las luces
no para crear el edén del Homo sapiens,
sino para el festín del exterminador.

El hombre quiso hacer el traslado
egoísta, ir de las tinieblas a la luz.

Su condición de maldito genial lo
ató a las potencias oscuras;
anduvo sonámbulo entre las paredes
de los submundos de la teratología,
impelido al sin fin de su noche.

 

TÚNEL VEGETAL

Desmodernización entre paredes arbóreas,
pasando de rumiar la actualidad famélica.

Quitar los sentidos del infatigable basurero
maquinista,
y hundirse en la producción de pequeñas
felicidades,
y aspirar del primitivo remanente de bosque
andino.

Privilegiado espectador de óleos
claroscuros de túnel brujo,
asciendo por la zanja musgosa que hace la
trocha chocolate.

Perder la vista en un recodo es vislumbrar el
inmediato silencio,
pararse es la explosión alada de una pava
que huye del intruso.

Presentir la danza nupcial de lepidópteros absorbidos
por el ramaje,
y dar oído al lamento del capulinero violinista que peina,
con intermitente plectro correoso,
la caja de resonancia del dosel.

Pisando fuerte el suelo de arcilla humectada
pervive el fresco aliento de la lluvia cesada,
los habitantes de la selva irradian salud
mañanera.

Árboles ventrudos derraman sus raíces a
flor de piso;
pantzas formando
artríticos y desiguales escalones
traen imágenes de oscuras tardes saponáceas:
resbalones y batir barro en pozos anegados.

El tiempo recobra el sudor del remoto montañista
cargando su tienda como un caracol a los
riscos de Albertina.

La pichona de cóndor de ayer aprestándose a
volar y a ser congelada en una instantánea,
ya batió sus alas hacia el horizonte
naranja,
ya está contenida en el sol de los venados.

Somos la huella que las aguas del mañana lavarán…

 

ROCINANTE GLACIAL

Desciendes del caballo de la taiga.
No has transitado por bosques de abedul,
galopas en el país de picos ermitaños,
esos que aún nevados despiden aire primaveral,
desconociendo lo que es convivir con gélido ártico.

La modernidad te dio ruedas de tracción andina,
manteniendo la mirada triste de un beodo mujic
enrostras a tu par montaraz de norte América,
al todoterreno proveniente del dragón oriental,
y te mides con el caballerote enviado de Albión.

Sueño que sueñas con un paseo rústico,
harto de lidiar con entes histéricos,
con latas de quilates,
con velocistas de atasco,
con modelos aerodinámicos ávidos de aparcamiento
refulgiendo en perfiles que emulan al guepardo,
al pacaso,
a la sirena y el hurón…
chatarra del mañana de nube invernadero.

Cuando el horizonte no es más ilusión trepadora,
y las ventanas remiten espejos de altiplano,
charcas con patos,
pampas del lobito andino y el curiquingue,
lomeríos dorados,
jardines liliputienses,
cauces de agua fósil,
vertientes abruptas del escalador filósofo,
entonces hay que desmontar y
andar sin volver la vista atrás,
hasta que Rocinante deje de ser el punto familiar de
las lejanías y soledades del paisaje eónico.

Tras caminata otoñal en los misterios del superpáramo,
arrojado en los cúmulos de lava envueltos por húmedo pajonal,
te busqué oteando desde lo alto de una cresta dragonil,
juraba que ibas a presentarte apenas te invoqué en la niebla,
pero era yo el que tenía que encontrarte apacentando en el llano,
era yo el que imaginaba tu relincho emancipador,
aunque siempre estés dispuesto a devolverme a mi cálida cueva.

 

[…] Y MEDIO MUNDO FELIZ

Envejecieron con sus feligreses;
de un fragante tirón, se entumecen;
la sonrisa hierática permanece
tras rapapolvos y elegante disfraz.

Oh, días de gloria astronómica,
en las instalaciones de lo fantástico;
obsequiosos con el cadáver de moda,
santificaron su orden inmediatista.

Bebiendo la pócima de los atareados
subyugaron con el marfil de su risa;
sin librarse de elocuente putrefacción,
subidos sobre la información dinámica,
brindaron cautivante distraimiento.

Maestros en el arte de la primicia,
ante un público adicto
a estremecimientos lejanos,
anhelaron destilar el soma dichoso
y rejuvenecer gratis.

Montados en su estructura útil
para los simulacros de amor,
sirvieron placebos de la perfección
que envilecen original sensibilidad.

Oh, momias mediáticas,
son nuestra adoración,
…y medio mundo feliz.

O sea, amados nuestros,
en algún lugar de su fantasía
se escondió la humilde realidad.

Con la dentadura por delante
hicieron el baratillo de la alegría
pródiga en ilusiones populares:
foco del estancamiento evolutivo
de una especie callejera que ha
resignado la disciplina de los
sentidos básicos animándose
en la bullente naturaleza del todo.

Nos vendieron su tiesura higiénica
como un sucedáneo del paraíso.
Templos de flamantes babilonias;
sobrios, nos han pasmado con su
vocación de lápidas parlantes;
siervos del dios de la novedad
que se corrompe en su calentura,
pasajera, como la señal abierta
del invisible satélite, orbitando en
corazones helados por la pasión
nihilista del que no camina sino
para rodar, moroso, en el asfalto.

Oh, momias mediáticas,
son nuestra adoración
…y medio mundo feliz.

 

Ecos del murciélago

¡Modernización de la naturaleza!,
eres la plaga del antropoceno,
eres la madre de la resignación…
 
Oh, desarrollador a ultranza,
todo en ti es monetizar,
¡padre del futuro hambriento!
 
No riges en la inmensidad de este contemplador,
no eres el ojo de agua que encierra y cría a la trucha arco-iris,
no eres el trueque para comer y beber de la vecindad campesina,
no eres el mediodía de mis perros guardianes,
no eres la música de hamaca del amanecer,
no eres la ardiente deidad de la montaña.

El Caballero de Santos Lugares

Sabato, anarquista existencialista, anarquista cristiano (otra variante de la versátil modalidad del anarquismo), resistió a la aplanadora del nihilismo consumista, no fue buzo del  desperdicio a granel que en vez de ser sucedáneo del paraíso es la paila donde la acumulación genera mendicidad. Ha manifestado que lo razonable sería existir dos mil años para saciarse de salud y cantarle a la Parca más alto que en Utopía. Tenemos a lo mucho cien años para acogernos al fin voluntariamente, o sea sin resquemor a eso que denominamos “muerte” y que en realidad viene a ser la comprobación, el sello irrefutable, de haber sido humanos. Don Ernesto fue un vividor reivindicando el término como lo que es en su primera acepción y no en el  sentido prosaico que se le da a tan encomiable palabra. En Utopía, el ciudadano que había malvivido y fallecía entre alaridos de angustia por dejar este mundo más miserable que nunca, era objeto de compasión y sollozos por parte de sus familiares y conocidos, pero a los vividores se los despedía con suma alegría, entre cantos y loas.

Soy sabatiano desde que despegué con la potente trilogía novelística de don Ernesto, el caballero de Santos Lugares quien, habiendo sido eminente físico, doctor en matemáticas puras, temprano renunció a los laureles del desastre racionalista tecnolátrico que en sí constituye el positivismo irracional, no se resignó a ser engranaje de la maquinaria destructora del Antropoceno.

Regio sería que le preguntemos en son de chanza a alguien llamado Lucho que, recién cumplidos novecientos noventa y ocho años de vida, nos participa que está saludable porque no es oficinista, no acude a un centro de altos estudios borreguiles, no atiende talleres de yoga para alquilar paz desechable, no es pasto de loqueros a los que ha dado vacaciones perpetuas, ni se casa ni hace plata… “¿Dime, Luchito, ya has pensado en asentar cabeza, qué vas a hacer de tu bulto en los próximos mil años?”. Si fuera así, de vivir dos mil años, don Ernesto, no dejaría de echar a la hoguera gran parte de sus escritos, quemaría lo necesario para desembocar en la trilogía sabatiana, entregándonos a razón de una novela cada quinientos años, y los últimos cincuenta lustros habría de dedicarlos a dialogar con la Parca, en Santos Lugares.

La veintena es propicia para engancharse con El Túnel, así me sucedió a mí ayer y les sigue pasando hoy a jóvenes del orbe entero que se inician en la literatura del francotirador que inyecta cruda realidad, la verdad de las mentiras de ficción, esa que sirve para despertar en el momento justo, cuando el voraz monstruo del entretenimiento de masas nos quiere reventar por inacción, y la fantasía virtual se agolpa ofreciéndose impúdica en las calles y supermercados porque así lo ha ordenado el dios que pasma al homínido apenas pensante. El Túnel es un golpe fino en los maseteros del lector juvenil, un remezón que adoctrina a tiempo el caletre. Juan Pablo, el pintor que acaba siendo un instrumento de las potencias oscuras para consumar una venganza contra Allende, asesinando a María Iribarne (así lo revela Fernando Vidal Olmos, en Sobre Héroes y Tumbas, y por ello es que un Allende iracundo le grita a Castel: ¡insensato!). Juan Pablo Castel devela la otra cara de la belleza teledirigida, la paranoia. En mí habita el lado tenebroso, no está adormecido por los edulcorantes que ingerimos para atenuar el ruido y el hedor de la esclavitud posmoderna, que ha lanzado al ser humano a la crisis más palpable de su estancia terrenal, cuando se juega su prolongación en cuanto especie. La humanidad es por antonomasia el depredador de su propio futuro y, el planeta, Gaia, ya no la tolera más. Leer El Túnel, es tomar conciencia del mito y la magia que cargamos adentro, de que no hay que pretender sepultar lo atávico a base de orgasmos racionalistas porque a la postre Las Furias retornarán con poder aniquilador inusitado.

El Túnel es el aperitivo psicológico que me preparó para deglutir los platos fuertes de Sobre Héroes y Tumbas, la treintena me parece una mesa apropiada donde sentarse a servirse de la variedad que brinda Sabato, suculencia que no empacha. Para leer a Sabato hay que desatenderse de lo útil, no en vano Cervantes Saavedra empieza el prólogo del Quijote con estas dos palabras, Desocupado lector. No hay manera de meterse en una gran obra sino es imaginando ser partícipe de ella, así lo exige Sobre Héroes y Tumbas, ahí compartí la luz y tiniebla que despiden esas extensiones de la personalidad de Sabato que son sus personajes. Más allá del terror cósmico que desata Informe Sobre Ciegos, hay espacio para el humor refinado y penetrante del maestro. Bruno paseando acompañado de Martín ve y alcanza a Borges que está ensimismado por la calle Perú, lo aborda presentando a Martín como amigo de Alejandra Vidal Olmos; Borges, estrechando la mano del joven que lo admira en silencio, atina a decir, “caramba, caramba… Alejandra… pero muy bien”; luego Bruno le inquiere acerca del duro oficio, cómo va la cosa con la pluma, Borges replica borgeanamente: “Caramba… y bueno…, tratando de escribir alguna página que sea algo más que un borrador ¿eh, eh?…”.

Alejandra, dragona-princesa que no logra redimirse en la bondad que fluye de Martín. Siguiendo a Martín me hechizó la terrible belleza de la muchacha que a los dieciocho años ya tiene un alma antiquísima, lista para inmolarse con su siniestro padre, Fernando Vidal Olmos, para que los dioses del incesto y el suicidio, de la melancolía y el crimen, no hagan más presa de ella. Barro de cloaca es la madre de Martín, no obstante alumbró a un ser humano que de estar al borde de la autoeliminación pasó a irradiar futuro en la estrellada noche de la pampa argentina. Martín encarna la superación de los gigantescos manicomios que son las nuevas babilonias de la postmodernidad, y vive la esperanza esclarecedora de la pampa  tras haber sido sujeto de la oscuridad del túnel.


Alejandra Vidal Olmos

Dragona cuando devora hombres en el clímax orgiástico,  
princesa ante los lánguidos ojos del adolescente enamorado.  
Fuego de añosa juventud,    temprano se tragó al mundo;  
romántica guardián de la heroica familia decadente, 
sepulturera de su rancia aristocracia en las ruinas urbanas.  
Natural heredera de la furia subterránea de Erinia,  
encarnando una divinidad de la noche esperpéntica;  
belleza terrible que surge como el magma tectónico  
y arrasa con la pureza del muchacho que adora a Ceres.  
Jamás se somete al tenor de la normalidad del ámbito solar;  
mientras más la refunden en la torre de la lógica del absurdo,  
se desencadena y,   con renovada ira salvaje,  
reina en las sombras,  
acometiendo con su poder tenebroso contra la falsa luminosidad.

[JAB]

La heroica retirada que hizo hacia Bolivia el zarrapastroso centenar de guerreros que sobrevivió de la gloriosa “Legión de Lavalle”, huyendo con los huesos, el corazón y la cabeza del general niño, del Cid de los ojos azules, y así no permitir que Oribe veje su memoria colgando su testa en una pica de la plaza de la Victoria, es la página más poética y por ende bella que he leído de un episodio bélico americano. Si la historia se narrara con esa fuerza terrenal, divina y demoníaca, que le imprime Sabato a Sobre Héroes y Tumbas, haría que nuestros próceres salgan del limbo y nunca se exhiban en bronces donde execran noctívagos, éstos serían caballeros andantes en el imaginario popular y no lenguaje exánime, ese que usa en su discurso el mitómano disfrazándose de político. Los prohombres vivirían de verdad en nuestros corazones, no serían pasto de celebraciones mediáticas y aquelarres virtuales.

La trilogía va creciendo en aristas e infiernillos, en altitud y perspectiva, conforme se avanza en ella y, Abaddón el exterminador, constituye la cima/sima final, el súmmum de la integral sabatiana, aquí la acción es versátil, fragmentada, es la novela total del Antropoceno (nuestra era geológica meteorito). Abaddón el exterminador, es ficción filosófica, ensayo, autobiografía y sobre todo es la literatura de la literatura de don Ernesto. Es de rigor leer primero El Túnel y luego sumergirse a lo ancho y largo de las cavernas gatoserpentosas y campos de batalla de Sobre Héroes y Tumbas. El doctor Sabato es personaje fascinante en Abaddón el exterminador, allí es asediado por las criaturas de sus ficciones. El contemplativo Bruno, merced a su amor ideal por Georgina Olmos -madre de Alejandra- es la memoria de los hechos acaecidos en la destartalada mansión de Barracas y de lo que sucede después en los sesenta y setenta del siglo pasado. Bruno, que conoció la tragedia de los distintos adolescentes sabatianos, posee material precioso para levantar su propia obra y dejar de ser por fin el escritor que no escribe, pero la abulia y el peso del mundo lo reprimen sin remedio. Bruno hace tres viajes azas separados en el tiempo a su pueblo natal Capitán Olmos, y en la postrera visita se topa con la lápida de su alter ego.

Ernesto Sabato/ quiso ser enterrado en esta tierra/ con una sola palabra en su tumba/ PAZ

[Abaddón el exterminador]

El doctor Sabato como personaje de Abaddón el exterminador, es medular. Lo encontramos atendiendo nutrido correo, y de su actividad epistolar surge el fragmento titulado “Querido y remoto muchacho”. Es el escritor que deshollina la chimenea de sus borradores para reunir cuartillas de la novela que no saldrá a la luz. En el laberinto del Buenos Aires, entra y sale de las cafeterías y bares percatándose de que es vigilado, vagando por calles y plazas se siente perseguido por los fanáticos de la Secta de los Ciegos. Asiste a reuniones espiritistas, en una de esas sesiones su hijo Jorge Federico, a través de una joven médium, toca en el piano un opus de Schumann. En paralelo otros personajes arman sus encrucijadas, Nacho y su hermana Agustina sufren el estigma del incesto y el ansia de cazar absolutos. El analfabeto Carlucho tiene abiertas las puertas de la percepción, filosofa a su aire en el quiosco de revistas, cigarrillos y chocolates alineados como escuadrones atentos al toque de trompeta, allá le alcanza el llanto crepuscular del inconsolable bisonte atrapado en el zoológico bonaerense. El muchacho asmático, Marcelo, de casi santo revolucionario pasó a ser mártir anónimo; torturado a reventar por el prójimo en una comisaria suburbana, es arrojado dentro de un saco con cemento al fondo del Riachuelo. El profesor Alberto J. Gandulfo expone la teoría demonológica que raya con la comedia.

Sabato visita algunas papelerías para adquirir las libretas de apuntes que imaginó  pero no las encuentra. Imposibilitado de comunicar la forma de su idea, finalmente adquiere dos libretas que más tarde pasaron a ser parte del armario que guarda las cosas que nunca le servirán. Sabato perdiéndose intempestivamente al mando de su coche, por un fantasmagórico Buenos Aires, hasta parar en el callejón sin salida que lleva el nombre del héroe que fue señalado con el dedo por algún motivo inexplicable, cuando tuvo la compulsión de corregir algo de sus manuscritos en la imprenta y abrió una hoja al azar. Mucho más, mucho más… es Abaddón el exterminador. ¿Cómo acaparar los instantes que ahí hacen relativos absolutos?

Cierro. La trilogía sabatiana no necesitó subirse a la carroza del mentado “boom” de la literatura latinoamericana para conformar tres clásicos en vida del autor. El doctor Sabato es indefinible francotirador, es un universo que gira sobre su eje renovándose a sí mismo, y cuando vuelvo a él lo descubro de nuevo, no hay forma de encasillarlo en la memoria técnica. La obra entera permanece adolescente, la conforman adolescentes de mayor o menor edad astronómica en el tiempo relativo del ser que aprehende, allí el sujeto de la experiencia surge espontáneo. De alma conflictuada tendía al gélido nirvana matemático; entre la capilla y la acción, entre la sangre y la letra, su corazón no se ha cosificado. Sufrió exento de amortiguadores lo ineluctable de un existente vividor, la complejidad, embebido en la realidad de carne y hueso y en la verdad de las ficciones.


 

 

Cinco escritores de «A Fondo»

Si hubiese tenido que conocer a genios de la ficción literaria como Onetti y Rulfo, motivado por una entrevista radial o televisiva, probablemente no habría entrado en sus obras. La gana de verlos actuar ante Joaquín Soler, me vino mucho después de haberlos leído a cabalidad en lo que me ha sido dado de ellos por los dioses de la creación, y cursando ya la segunda década de este siglo, aprovechando que dichas joyas históricas pueden ser visionadas en la pantalla de mi esclavo de silicio. El blanco y negro de A fondo, con esa inolvidable música instrumental de introducción, brinda un escenario idóneo por su higiénica austeridad, teniendo la impresión de que se ha suscitado una reunión de dos amigos para conversar y filosofar en la cabaña minimalista de Henry David Thoreau. La cálida sencillez de la instalación de A fondo concuerda con la personalidad de sus invitados, ahí hay dos sillas, una para el entrevistado y otra para Joaquín, una mesa lateral para contener la obra impresa del autor y copas con agua o whisky; paredes vacías e imaginaria ventana, de persianas cerradas, al bosque de Walden. Al otro lado estoy ocupando la tercera silla, la del espectador. Nada más, todo lo demás viene de esos raros y entrañables escritores que apenas se expresan de viva voz, acostumbrados a la riqueza de sus monólogos. Soler intuye cómo tratar con semejantes personajes ensimismados, no se entrega a la pantomima propia del periodista tipo impertinente, sino que su tino es fruto del seguimiento que hizo de la psicobiología de éstos a través de la lectura de sus obras. En todo caso, no hay entrevista que sea comparable a la creación del escritor, solo lo conoces a fondo zambulléndose en la verdad de sus mentiras; ahí reside la integridad de Rulfo y Onetti.

El formidable escritor uruguayo que estaba muy lejos de ser un orador, no escondía su fobia a los preguntadores de oficio, que no lo era Joaquín por ello aceptó la invitación y, siendo ambos vecinos de Madrid, la noche anterior se habían citado en un foro citadino para tratar sobre la entrevista en A fondo. Imagino a Soler ofreciendo todas las garantías para que Onetti se sienta lo menos oprimido en un espacio medido por el tiempo de la normalidad calculadora que está muy distante del tiempo reflexivo onettiano, ese que discurre pausadamente tal como en el denso mundo de sus ficciones. Onetti no durmió bien pensando en lo de mañana, pero ya metido en el escenario bonachón de Soler se sintió relativamente cómodo con alguien que lo conocía por las lecturas que tenía de su obra, alguien que podía responder por él en caso de un ataque de ataxia o cosa parecida, y se lanzó a la entrevista marcando el ritmo onettiano, estirando y ralentizando el tiempo a su antojo. Hubo un momento que se le inquirió sobre el génesis de la imaginaria Santa María -la urbe ribereña onettiana- y, Onetti, que se volvió para echar mano a un vaso largo portando el líquido que refrescaba la sequedad bucal del fumador empedernido que intermitentemente giraba a sus costados a vaciar la ceniza, clavándole sus ojos de demonio al bueno de Joaquín, le dijo que no hay respuesta para esas cosas. Soler sonriente replicó, “algo podría decirme de aquello, maestro…”. Entre calada y calada, un resignado Onetti, especuló que Santa María podría ser un híbrido entre Montevideo y Buenos Aires. Cuenta Onetti que había estado dictando conferencias en una universidad estadounidense, donde pudo observar la radical oposición de faulknerianos y hemingueyanos, con bandos tan enfrentados como los hinchas de béisbol de los Demonios, de Illinois, y los hinchas de los Lagartos, de Misisipi, esto equiparando el campo de las pasiones beisboleras con la arena de las pasiones literarias, qué sé yo… A la verdad, son dos escritores de profundidades distintas, me atrevo a decir que leyendo a Faulkner no se me cierran las puertas de Hemingway; mas, si solo me acostumbraba a leer a Hemingway, me sería muy difícil ingresar conscientemente al universo de Faulkner. Es una tarea leer a Faulkner, muy jodida si uno no paladea, no huele, no escucha, no ve, la terrible y a la vez deliciosa decadencia de una familia sureña de cierta estirpe como en El sonido y la furia (The sound and the fury), novela escrita bajo la influencia de Joyce. El mundo onettiano es de ese calibre, es denso y devastador, ahí no hay lugar para la lectura veloz, tienes que estar al acecho y aguardar el momento en que estás maduro para explorar en él. ¿Quiénes están dispuestos a esperar el tiempo de sufrir sin amortiguadores la embestida de la lectura lenta? Los pocos que tras salir de los Centros de Alienación Superior, empiezan a ser lo que al fin pueden ser por sí mismos después de haber sobrevivido a lo que hicieron de ellos su familia, la sociedad y la patria (parafraseando a Sartre). Me he quedado con la imagen -parte invento mío- de un Onetti por instantes eufórico participando a Soler que a veces lee algún párrafo al azar de una novela suya y aúlla “eres lo máximo, Onetti”, pero apenas decirlo estampa con furia el libro contra el piso. Señores, si lo quieren encontrar a Onetti hay que meterse de cabeza en lo que les toque, con el favor de los astros, de su obra. Nada hubiese sacado hablando con él en su piso madrileño una o tres horas -Joaquín lo hizo cuarenta y dos minutos por mí en el saludable escenario de A fondo-. Me habría encantado tocar la puerta de sus últimos años de encierro voluntario para que me pase por debajo esta nota de su puño y letra: “Onetti no está”. Onetti sí está en los diálogos a fondo, y por años, que hemos sostenido en las dos novelas y una noveleta que leí y releí: El AstilleroJuntacadáveresLos adioses.

Juan Rulfo se presentó en A fondo portando su magnética impasibilidad y a ratos remitiendo al espectador una sonrisa adolescente, fruto del niño que nació a la desolación de un pueblito perdido que no asomaba ayer ni asoma ahora en los mapas del estado de Jalisco. Apenas abrió sus ojos presintió un futuro devastado por una revolución estúpida, la Guerra de los Cristeros, que trajo extrema violencia y miseria a los suyos. Se crió con gente que apenas abría la boca para soltar palabras tristes entre los vivos, comprendiendo que el monólogo era la catarsis que lo puso en franca comunicación con los muertos. Se puede decir que desde su estancia acuática en el vientre materno ya estaba zambullido en lo fantasmagórico y teratológico, que luego aflora sin amortiguadores en Pedro Páramo y los diecisiete cuentos que nos legó como una creación contundente y rotunda, hija predilecta de la angustia. Rulfo dejó quietos a todos los que clamaban un mayor rendimiento del escritor “…denos otro cuento, otra novela corta, no sea malo don Juanito”. Un buen día dijo aquí me quedo jóvenes, se acabó el combustible astral para hacer nuevos fajos de palabras, no doy más porque mi tío Celerino abandonó su corporeidad, y él era el que me platicaba todo, yo hacía de amanuense. (Acá, en esta parcela ecuatorial del planeta, gozamos de la alucinada genialidad de Pablo Palacio 1906 – 1947, que dio su espíritu al Universo -y más allá aún- a los cuarenta y un años de edad, el que también tuvo un tío Celerino que lo condujo a desligarse de la literatura antes de entrar a la treintena; se fue incomprendido, sin que la fama -la bastarda que deslumbra- lo visite). Rulfo nunca cedió a la tentación de ser un profesional de las letras, no hay cosa más horripilante para un escritor que se precie de serlo que le claven ese título ponzoñoso. Fue un contemplador melancólico. De su estancia en el internado escolar -el orfanato de monjas adictas a un orden policiaco, que también servía como correccional de púberes de padres ricos-, saca en limpio que por inercia aprendió a deprimirse, afirmándose en su tendencia de crecer en la intimidad del ser propio, del Rulfo adentro. Joaquín Soler, previsor, tiraba de la lengua de su invitado valiéndose de los datos circunstanciales que tenía a mano de éste. “…y usted cómo sabe eso”, dijo Rulfo llegando al cénit de la charla, gratamente sorprendido por los pasajes de su vida que sacaba a flote el entrevistador, que Rulfo había sido vendedor de llantas –él aclarando que prácticamente se vendían solas-, Rulfo agente secreto de emigración que no pescó ni un emigrante ilegal, Rulfo detective portuario deteniendo a dos buques cargueros de la Alemania nazi, etcétera. El A fondo con Rulfo duró dos minutos más que el de Onetti, nuestro diálogo a cambio se estira a la fecha. Si alguien me preguntara ¿quién es Pedro Páramo?, contestaría como el arriero fantasma de la Media Luna que guió a Juan Preciado a Comala: “es un rencor vivo”. Y a ese alguien lo dejaría en las mismas porque no está en darle pinceladas de la complejidad de Pedro Páramo, sino que éste tiene que hundirse por sí mismo a rumiar en esa singularidad de ultratumba. Rulfo, que había autopublicado dos mil copias de su obra para obsequiarle al género humano, tuvo que esperar quince o más años a que sea reconocida por el público lector de la generación que sucedió a la suya. El mismo escritor señaló que para que cunda su novela cumbre en el caletre del lector hay que leerla tres veces, y si te pasas involuntariamente no produce empacho, el arte del olvido hace que transcurrido un cierto tiempo la extrañes. A propósito de Rulfo y Onetti, admiraban la obra del otro, pero en la sola ocasión que se toparon y tuvieron oportunidad de charlar de largo por haber sido ubicados con intencionalidad en asientos contiguos durante un traslado a no sé dónde -dentro de la programación de un congreso internacional de escritores-, aparte de mano y saludo “hola Juan”, “hola JC”, no cruzaron palabra. Ambos preferían quedarse con una botella de Wild Turkey 101, en sus respectivas habitaciones cuatro estrellas, a hacer turismo de masas.

La segunda entrevista de A fondo con Borges, en los ochenta, no tuvo el aire de rincón claroscuro de escritor por la falta del blanco y negro del escenario de los setenta, perdió el ambiente acogedor en el que a su hora participaron Rulfo, Onetti, Cortázar, Sabato… ¡Apenas nombrarlos de golpe y me estremezco! El A fondo de 1976, tenía a un Borges joven, lozano, alegre, acoplado a la instalación minimalista que le sentaba a su carácter, a su personalidad, a su ceguera. Si bien seguir su discurso oral no era fácil había tiempo para completar lo que decía el genio siempre que uno esté al tanto de las lecturas y maestros favoritos de él, pues, como le agradaba repetir estaba más orgulloso de lo que ha leído de lo que ha escrito, y muy campante pedía borgeanamente hablando al futuro lector que pasen de Borges, que en sí era una subliminal astucia que convocaba a que no sigan al Borges público palabrero sino al escritor solitario que escribe para sí mismo. “Yo me enseñé alemán a los dieciséis años solo para leer en su lengua materna a Schopenhauer…”, recalca Borges, y de ahí que el mentado escepticismo borgeano es una influencia temprana del filósofo del mundo como mi voluntad y mi representación. El A fondo, a colores, en un primer visionado da la impresión de que fue atropellado, pero Soler -más feliz que Borges por el premio Cervantes recién otorgado-, planteó una distinta estrategia ya que en cuatro años la situación del escritor había dado un giro notable y anhelaba que su queridísimo maestro se luzca evitando en lo posible que tartamudee y apenas sentía que podía caer el ritmo frenético que impuso desde un comienzo lanzaba una interrogación, un comentario, o leía versos para que Borges critique a velocidad de crucero la poesía de Borges, “está bien eso… ¿no?”, “a ese táchelo… ¡qué vergüenza!”. Mandó al olvido a Inquisiciones pero no así a Otras inquisiciones, libro que cambié de sitio de la entrañable librería londinense que proveyó buena parte de los escritores que leí con devoción en mi primera juventud, y que pensé iba a disfrutar a rabiar, -como un adolescente fugándose de la secundaria para ir al billar Playboy-, en mi cuartucho compartido de Bolton Gardens, pero me abrumó su erudición y al cabo lo detesté, fue una mala elección porque ahí no estaba el Borges de los laberintos fantásticos ni la milonga de Manuel Flores que buscaba. Un par de lustros después hice el hallazgo de los relatos que traía consigo el Informe de Brodie (inspirado por Viaje al país de los houyhnhnms, de Swift), que me arribó con el tomo de las obras completas de la foto de abajo, que tuve el privilegio de heredar de la biblioteca de mi abuelo materno junto con los siete tomos de En busca del tiempo perdido, de Proust. El siguiente encaramiento con los aborrecidos ensayos de Otras inquisiciones, me regaló una buena nueva que hizo que la aversión que les tenía se vaya a pique, me refiero a la declaración anarquista de Borges: Nuestro pobre individualismo. Digamos que él fue un anarquista spenceriano. (Ser anarquista es haber superado al hombre fósil, es haber dejado atrás al sujeto convertido en mero combustible de la cleptocracia mundial. El estadio anarquista es libertario, amplio y heterodoxo; el anarquismo es incomprendido por los perezosos mentales, los esclavos modernos y cándidos malvivientes se han convencido que anarquismo es sinónimo de lanzar bombas incendiarias a discreción con el fin de paralizar al individuo y sumirlo en perenne terror, que en sí es lo que hace con el hombre-cosa la imagología, los imagólogos sí que tienen al ciudadano sujetado de la mañana a la noche en el redil del absurdo consumista. El ciudadano-masa, sumido en abyecta estupidización, no escucha el llamado emancipador del anarquismo). No lo conozco a Spencer, Borges no lo conoció a Thoreau, y en su forma de vivir y en sus proyectos existenciales estos dos filósofos que fueron contemporáneos sin saber uno del otro podrían estar en las antípodas. Sé que Henry temprano consumó su ideal de caminante, le bastaron cuarenta y cuatro años en el planeta Tierra para vivir milenios, su Utopía fue realidad palpitante en los bosques y laguna de Walden. Guardo con cariño ráfagas inolvidables del Borges acuchillador del prójimo, así cuando Joaquín le dijo que paradójicamente su ceguera podría ser una bendición porque gracias a ésta dedicó su vida a las letras, y Borges replicando “…a mí me que conviene que sea verdad lo que usted dice… debo estar muy agradecido de mi ceguera, según sus palabras”. Lo mejor del A fondo de 1980 vino el momento que Soler comedidamente le pidió al maestro que mejore su posición en el asiento porque el camarógrafo le avisó que estaba echado hacia delante, demasiado agachado para un buen cuadro, entonces Borges se re-acomodó en el respaldar alzando su noble calavera y, justo antes de que arribe el auxilio verbal del interlocutor, lanzó su saeta: “ofrezco mi decrepitud a sus ojos”. Por lo demás, recuerdo de Borges diciendo que él le gana a cualquiera en timidez, que no conoce (no ha leído) a Vargas Llosa; que Neruda no era de los suyos; que Cien años de soledad es grande ahora y lo será mañana; pidió disculpas por únicamente haber leído Casa tomada de Cortázar, cuento que publicó en una revista bonaerense bajo su égida (esta ficción es considerada como una crítica al peronismo, y a Borges la sola mención de Perón lo crispaba, éste era “el innombrable”), debido a que después le cayó la ceguera absoluta y que una vez saludaron en París cruzando breves palabras tan corteses como frías; manifestó que de repente discute largamente con el doctor Sabato, que no sabría decir si son amigos y que del mismo había leído Uno y el Universo, no sus novelas porque no es la suerte literaria que apetece. “Olvídense del Borges palabrero…”, JLB.

Es un gusto nombrar cada vez la trilogía novelística del milenario Ernesto Sabato: El túnelSobre héroes y tumbasAbaddón el exterminador, que, flanqueada por sus adoctrinadores ensayos, le alcanzó y sobró para colocarse en lo alto de los creadores universales, sin echar de menos la soltura de un francotirador anarquista insobornable, allende el mentado boom latinoamericano. El doctor Sabato emergió al escenario de A fondo despejado, concentrado, incisivo, emotivo, y sobre todo para plácemes del espectador (incluido Joaquín que no se privó de señalar aquello públicamente) de buen humor. Para escarnio de sus monstruos interiores, no asomó el maestro de carácter podrido que su hijo Mario, por estos días del 2014, dijo haber heredado pero que desgraciadamente no le fueron transferidas ninguna de sus virtudes, esto lo recogemos de una carta que le escribió a su padre siguiendo la costumbre que en vida de éste tenía cuando se trataba de algún asunto que requería comunicación familiar ya que la modalidad hablada estaba casi negada entre ellos dos. Mario Sabato, le participa a su difunto padre que kafkianos políticos y burócratas no colaboran para que concluyan los trabajos de Casa Museo Ernesto Sabato, y por fin abrir la mansión de El escritor y sus fantasmas en Santos Lugares a los peregrinos del arte. “…no quiero que caigas en esas depresiones que tanto nos agobiaban en casa. Quédate tranquilo (aunque me cuesta imaginarte tranquilo, aún después de muerto), porque lo vamos a lograr”, se despide Mario. A Sabato, no es que le agradaban las entrevistas, por el contrario, hubo un momento que pidió preocupado que se termine ya la cosa dando a entender que el tiempo es dinero para los imagólogos, pero Soler replicó que tenía vía libre en el asunto puesto que nunca más iba a haber otra oportunidad de hacer un contacto así de memorable con Ernesto Sabato. No se equivocó, Joaquín. El instante emocional vino cuando Soler topó el escape de Sabato de ir a parar en los centros de lavado de cerebro estalinistas. El joven Sabato fue secretario de las juventudes comunistas de Argentina, y lo premiaron enviándolo a Bruselas para que ahí aguarde el ansiado viaje a la URSS; no obstante, tras una fuerte discusión con un camarada sobre el gulag de Stalin, presintió que podía ser presa de los pozos infernales que más tarde se comprobó existieron para que ardan millones de soviéticos, y decidió fugarse del cautiverio dogmático al que voluntariamente se había sometido por el ideal comunista que hasta el final de sus días abrigó como una sociedad de comunidades cooperativas donde no se someta al individuo creativo y pensante a la tiranía de masas tan felices como abstractas. En París, halló posada en el cuchitril del camarada indigente que compartió con él todo lo que tenía para capear un duro invierno, su bondad congénita y fajos de periódicos para cobijarse en el lecho. La explosión existencial parisina del joven Sabato lo condujo a refugiarse en el impoluto e inmutable universo de las matemáticas, -la antípoda del mundo putrefacto y biodegradable de la unidad de carbono Homo sapiens-, que había abandonado para cumplir con la ilusión que generaba ser un observador directo del comunismo soviético. Esta huida trajo la eclosión del físico matemático graduado con honores, nos facilitó al doctor Sabato que fue becario en el famoso laboratorio de los cónyuges Curie -esto gracias a la recomendación del científico argentino Houssay que en 1947 le fue otorgado el Nobel de Medicina-, regresando a París para protagonizar una nueva rebelión microcósmica. En los deslumbrantes laboratorios de la ciencia preparándose para la segunda guerra mundial, fue un beato rodeado de los físicos y químicos que abrieron las puertas de la fisión nuclear, mientras que afuera de su pasantía se embriagaba de irracionalidad en los templos de surrealistas, “…me sentía como una ama de casa que de día se entregaba abnegadamente a sus quehaceres domésticos y de noche se prostituía con la misma abnegación”. Al cabo, tras rechazar la invitación a cometer suicidio que le extendió el auténtico pintor surrealista Óscar Domínguez (posteriormente acabó con sus trágicos días, cuando la depresión, el alcohol y la acromegalia o elefantiasis lo acorralaron), reventó el artista pensador que renunció a la ciencia previendo las aplicaciones que condujeron a la tecnolatría hoy reinante, declarándose ex-físico y ex-matemático, durísima decisión que le quitó el saludo de la secta de Houssay. Para conocer a fondo al doctor Sabato de sus demonios liberadores hay que llegar al fragmentado Abaddón el exterminador, habiéndose sumergido obligatoriamente en Sobre héroes y tumbas; la lectura de El túnel, viene a ser el aperitivo levantamuertos en esta portentosa trilogía. El pensador que adoctrina lo tengo a mano en sus ensayos, ahí está el maestro de letras que no aceptó una silla en la academia de la lengua consecuente con su reacción ante los doctos que pretenden hacer del lenguaje un cementerio. Hace poco pillé en el ciberespacio una carta fina, depurada, que data del año sesenta, de Ernesto Guevara a Ernesto Sabato, en la cual, discusión o aclaración política aparte, el Che expresa su admiración por la obra sabatiana, celebrando expresamente a Uno y el Universo. Aparentemente las cosas quedaron ahí, pero la respuesta de Sabato al Che la podemos deglutir en las ficciones de Abaddón el exterminador (1974), ahí late su respeto por el vividor Ernesto Guevara; favor remitirse al fragmento titulado: ¿No, cómo Marcelo podría preguntarle nada?

Grato sabor me dejó el A fondo con Julio Cortázar que empieza con un campechano “aquí me tienes”. Joaquín Soler, celebró haber pillado al escritor existencialista tras meses de insistir para que participe en A fondo, siguiendo la pista de Fantomas contra los vampiros multinacionales, quien de repente abandonaba las delicias de su agujero hobbit para enfrentar con denuedo, en desigual batalla, a las potencias oscuras enquistadas en el poder económico y político latinoamericano. Un Cortázar romántico, pluma en ristre, salió poco antes de su fallecimiento en París a defender a la revolución sandinista, con su libro ensayístico Nicaragua tan violentamente dulce, 1984. (Por estos días, Cortázar, ni muerto iría a Nicaragua a contar cuentos y recitar versos junto Ernesto Cardenal, pues, el nonagenario poeta de Isla de la juventud es perseguido por el nuevo Somoza del siglo XXI; la otrora heroica revolución sandinista devino en tragicómico remedo de la familia Somoza echando de sí todo vestigio del libertario Sandino, una pareja de desquiciados tiranuelos se enquistaron en Managua para «sembrar» árboles multicolor de lata fosforescente). En la instalación de A fondo se vislumbra a dos personas afines fumando y tomando whisky mientras conversaban amenamente. Cortázar alabó lo bien informado que estaba el entrevistador sobre su obra literaria, a diferencia de ciertos fantoches que sin haber leído sus libros lo habían entrevistado por capricho y obligación mediática, a los que con asco y algo de compasión se vio forzado a ayudarlos a que hagan una entrevista potable, mediocre. Un momento dado, nuestro querido Cogtázag (esto aludiendo a su involuntaria pronunciación francesa de la R, debido a una irregularidad congénita de vocalización), se quedó sin whisky y, antes de volver a entrar en materia sobria, le pidió a su anfitrión que le ceda parte de su copa aún llena, “¿me convidas un poco de la tuya? …a mí cualquiera me gana una discusión política, no soy un sujeto de ideas”. Sí. Lo que perdura saludable, a cien años de su nacimiento, es el fabulador buceando en el individuo bifronte, zambulléndose en la relatividad del tiempo mágico encarnado. Cortázar advierte que después de concluir Rayuela tomó conciencia que El perseguidor más que anunciar a Rayuela, fue el precursor de Rayuela. Oliveira, el alucinante intelectual de Rayuela vino a ser amanuense de Johnny, el semisalvaje saxofonista de El perseguidor que paraba de súbito una sublime improvisación para reclamar airadamente que esa música no era de ahora sino que la estaba tocando pasado mañana, exigiendo al ingeniero productor del estudio de grabación que la borre de inmediato del presente que no le correspondía. De esos instantes puros del perseguidor de la realidad del otro lado de la matrix, donde era un ser milenario, vivían sus seguidores íntimos como el periodista condenado a existir bajo la tiranía del reloj racionalista en contraste con el artista que transcurre en el tiempo de la imaginación creativa. Pablo Palacio diría de esto: El vacío de la vulgaridad frente a la tragedia de la genialidad… El crítico de jazz, Bruno, que se nutre espiritualmente del estrellado genio, pero escoge ser su biógrafo musical y no del hombre conflictuado porque ahí no hay provecho útil, tintineante, ha sacado un buen billete con la primera edición del libro sobre el revolucionario saxo alto de Johnny, y lo hará ganar más todavía la segunda edición que al cabo fue embellecida por el trágico fallecimiento del perseguidor de Utopía. Alguna vez Johnny saludó con su seguidor, entre cariñoso y despectivo, así: “el compañero Bruno es fiel como el mal aliento”; mas yo lo oigo repitiendo con sorna cada vez que se lo encuentra, “eres fiel como el mal aliento”. Cuando Bruno conectaba con la dimensión de Johnny viajaba a los últimos rincones de su propia conciencia, pero una vez devuelto al mundo del ejecutivo cotidiano la influencia del músico cedía como un sueño para fundirse con el bocinazo de la realidad callejera que le urgía volver a su razón pecuniaria de la existencia, y toda la realidad del otro lado se diluía, no podía ser como el saxofonista que vivía quince minutos dentro de sí por un minuto y medio del tiempo controlado por las paradas en las estaciones del metro parisino. La primera vez que leí El perseguidor me chocó lo de llamar drogadicto a Jhonny por el consumo de marihuana -como si eso fuese parejo a los estragos del alcoholismo o al daño físico mental que provoca la adicción a la heroína, por ejemplo-, buceando años después en el ciberespacio encontré a Cortázar admitiendo que cometió un error porque al momento de escribir su noveleta señera inspirada en la vida corta y tormentosa de Charlie Parker, era zanahorio, no tenía noción de los efectos, particularidades y diferencias entre las substancias psicotrópicas no convencionales. Doce años transcurrieron desde el surgimiento de El perseguidor para que, por arte de su destino cortazariano, caiga en un nido de hippies y ahí se dé -exagerando- un atracón de cannabis, “[…] durante toda una noche descubrí hasta qué punto no solamente no son el cáncer social que denuncian los bien pensantes, sino que el cáncer es precisamente lo que los rodea y los hostiga; en todo caso, en ese grupo había algo muy parecido a la felicidad, al término de un largo viaje, a una reconciliación. La marihuana ayudando, claro (la fuman, la fumamos sentados en las escalinatas de la catedral, lo que tenía su chiste, y sin que la policía se metiera para nada a pesar del olor que poco tiene que ver con el del incienso) […]”. En Rayuela, ya no se mete con productos exóticos, tiene a Oliveira haciendo lo que sea por la yerba popular y no vedada del cono sur del continente americano, el mate. Matear es un ritual que no espera así se ponga en riesgo la integridad corpórea de la mujer amada del vecino (Traveler), tal cual aconteció con Talita en el episodio del puente de tablones, capítulo 41.


 

Papelitos

Nos olvidamos de que nunca está nadie más activo que cuando no hace nada, nunca está menos solo que cuando está consigo mismo”.  (Catón)

La mente no prescribe ante el tiempo y tiene como compañero de viaje, en este punto del planeta azul -licuándose-, al cuerpo que le tocó despertar para que se entregue a la rutina de ejercicios y abluciones que hacen renegar a mi trasunto, el jovial Chancholovo, cual amaneció con el síndrome de apóstata que ha puesto el olfato en el manjar consagrado de Semana Santa, y sugirió ir a por un baño de pueblo en la Plaza de la Independencia y de paso saborear la Fanesca Vegetal que la hizo famosa el Café Madrilón. “Rica suerte la suya, no tiene otro horario y calendario que el suyo”, me dijo Genaro Bustamante apenas lo puse al tanto de mi intempestiva visita a la plaza donde atiende consulta con voz de tenor. Ahí estaba con el loquero musical, en el centro de Plaza de la Independencia, al pie del héroe epónimo que cohabita con las cuatro grandes joyas arquitectónicas de la patria que persisten a la fecha, que interactúan entre sí con sincronización siglo XXI, a saber: Manicomio Estatal, Manicomio Metropolitano, Manicomio Eclesiástico, Manicomio Positivista Irracional (el más monumental y abarrotado de los cuatro).

Amanecí rumiando la cita de Catón que encontré ayer inspirando el ensayo filosófico La sociedad del cansancio, del pensador coreano Byung-Chul Han, que escribe al amparo de la lengua de Nietzsche y Heidegger. Hice lo de todos los amaneceres, reanimarme. Reanimado el cuerpo la mente lo integró a la pinturita del florido arrayán que a su rededor ha salpicado farolillos amarillos perlados por el rocío matinal. Todavía puedo renacer tras delicioso preámbulo entre cantores alados que atenúan el espasmo de la materia calentita en su cueva, donde los huesos amanecen dudando si están vivos o muertos. Vine al día de máximo ayuno de esta Semana Santa, ayuno taxativamente simbólico. Los feligreses evitan fagocitar carne de mataderos de animales terrestres, yo muy campante la evito a diario y sin sufrir recaídas, y eso cuando aún tuve a mano los últimos  jamones serranos de casa Chancholovo -que fueron permutados por vegetales-, dado su gran valor en mercado saque ventaja del trueque. Ahora menos todavía me tienta atragantarme con un filete sanguinolento en los templos del carnívoro, nada que ver con la dolorosa abstinencia del alcohólico o drogadicto anónimo. En mí no hubo ni hay fuerza de voluntad para huir de lo que fuera mi adicción a devorar tres veces por semana el lomo de falda apenas cocido a la plancha, y al menos una vez al mes el solomillo de res crudo, servido al modo tártaro. Sin contar con la degustación del exquisito jamón serrano del séptimo día con Adelaida. No hubo transición para esta metamorfosis radical, de la noche a la mañana me volví rumiante total (yo que usaba el término rumiante para burlarme de los vegetarianos, y lo de rumiante total para hacer mofa de los veganos), y, de repente, fue como si no hubiese sido otra cosa que rumiante total.

A la fecha proclamo a mucha honra mi condición de vegano, ya ha pasado el tiempo suficiente para mostrar sin ambages lo que soy en el ámbito gastronómico. Por añadidura, el veganismo, ha venido a ser una suerte de homologación con el rumiar innato de mi alma raskolnikoviana-kafkiana-sabatiana.

Para racionalizar mi súbita transformación de casi carnívoro total a rumiante total, tengo una explicación que no escatimo a nadie que pregunta por la razón de mi extremismo gastronómico. Sufrí una premonición con imágenes nítidas e indelebles de mí mismo, sucedió en instantes de vigilia clarividente, poco antes de ser presa de las profundidades oníricas. Si tuviese que ponerle título a esa escena en una ficción, relato o novela, sería El amanecer del antropófago aristócrata. Era yo con mis modales epicúreos desayunando radiante, disfrutaba a rabiar del solomillo al tártaro fruto de anónimo Homo sapiens. Desde entonces tengo la certeza de que la próxima vez que coma carne cruda será de la proveniente de los tantos mataderos humanos que existen en el planeta Tierra, así dejaría de ser inconsciente o pasivo antropófago para pasar a ser activo o concreto antropófago.

La semana de la Fanesca, es un ejemplo flagrante de cómo se hace lo contrario del ayuno que predica la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana. El llamado al recogimiento espiritual de estos días se convierte en pretexto para la voracidad de los feligreses o no, similar al ente glotón que ataca en navidad. He dicho que soy creyente, creo en la indestructibilidad de la mente frente al tiempo, me he cultivado para mudarme con la contemplación de lo divino que hay en el andar y ver del minitransecto nacional que se proyecta a megatransecto transnacional. Chancholovo, es la afirmación de la tripa reivindicando las dulzuras del gastrónomo exigente lejos del apetito troglodita.

Estoy consultando, para evitar invenciones ridículas, que atormenten el buen juicio de los gastrónomos nacionales, cómo se lo define técnicamente a este potaje que fue denominado Fanesca Vegetal, y para ello me valgo de su creador, una autoridad en las cosas de comer, consultando su Diccionario de la Alta Cocina Ecuatoriana. Me refiero al cocinero de selva Pompilio Dela Cruz, para los nacionales; Pompilio Delacroix, para los súbditos de la Comunidad Económica Europea y sus aliados de Norte América. En lo que me agrada y concierne, tomo lo siguiente del Diccionario de la Alta Cocina Ecuatoriana: “Fanesca Vegetal: no es émula ni rival del platillo señero de la tradicional cocina ecuatoriana, la Fanesca que nos llega al paladar exuberante, indómita, porque fusiona el bacalao danzarín (encantadoramente seco, del que no sobra en su lugar de origen, las islas Galápagos), con los granos sobrios, dulces, de los valles fértiles apostados en la meseta andina. Gastronómicamente hablando, la Fanesca Vegetal, resulta sabrosa, potable, sin ser delicia desbordante. Este platillo fue creado para ser un antojo vegano de Semana Santa, recalco en que no compite con la Fanesca tradicional sino en lo referente a la cantidad y calidad de sus ingredientes…”. Vaya jerga la de este tragaldabas residente en la hostería de pluviselva Remoto; no obstante que está refundido por la cuenca media del río Napo, allá en la bioalegría asaz degradable por su fragilidad ante el positivismo irracional, su imaginación comestible está presente en Plaza de la Independencia a través del programa de menús de Café Madrilón.

Desayuné temprano y con frugalidad para no estropear el banquete que me aguardaba a mediodía en el Café Madrilón. Cierta angustia me acompañó en el desayuno frutal, por una cosa que no son los encargos estadísticos que le hacen al matemático Lovochancho para que se gane el menú de mantel largo que pide Chancholovo a diario, que se ha vuelto minucioso a la hora de escoger en la variedad del mercado de ingredientes vegetales, luego de que de golpe desaparecieron en su despensa los productos cárnicos y lácteos, que sumados eran como tres cuartas partes de su dieta cotidiana. Fuera del hogar arbolado, rodando anónimo por la vía rápida, me sucedió lo que ya no es desagradable para mí cuando dejó pasar ocho, diez, quince días sin salir de casa, sin circular por las arterias ahumadas de la  metrópoli ni entrar en sus templos del consumismo, sentí estar de paso en Matrix. Antes –hace un eón- me perturbaba la sensación de estar desconectado con la realidad de la metrópoli bullendo, hoy cumplí quince días sin ver afuera de mi agujero guangopolero, y aproveché la ocasión para hundirme en el pulso de la milla histórica como un visitante de otra dimensión.

Han pasado seis días, llegó el séptimo al que se le debería añadir al menú de casa Chancholovo una gracia, el ingrediente afrodisíaco de Adelaida Matute, quien no se había quejado en serio por mi “locura vegana” siempre y cuando no falten buenos postres y buenos vinos, el rumiante total le venía cual capricho cómico o manía inocua. Mi “locura vegana” no fue la causa de nuestro rompimiento, lo otro hizo que hoy esté ausente de mi morada guangopolera, todo por los papeles que en sí no vendrían a ser la formalización de nuestra relación amorosa sino meterla en formol.

Ya de pie en el centro histórico, con tiempo de sobra para darle una vuelta de rigor, caminé cual turista en asombro, husmeé relajado por los recursos turísticos de la lista patrimonial, evitando caer antes de hora a Plaza de la Independencia. De paseo por las callejuelas del casco colonial apenas extrañé la falta de las dulzuras venusinas del séptimo día, me felicité por acolitar el instinto de Chancholovo y no quedarme en casa a sufrir el desaire que le hicieron al macho endemoniado. Con el baño de masas se diluyó el amago de inestabilidad emocional al que pude haber desembocado si me quedaba en casa con la autocompasión de compañera. Perdiéndome en los encantos desempolvados de la milla histórica, haciendo como si el lumpen fuese un atractivo añadido, pude enfrentar con meridiana claridad el hecho de que no habrá más intercambios de fluidos corporales con Adelaida Matute. Sí, ella me hizo el favor de cortar conmigo cansada de amenazarme con hacerlo el rato menos pensado. Así fue porque no hice mención de formalizar lo del séptimo día para que sea un día cualquiera, un día muerto, un día obtuso, un día triste, en fin, me negué a que nuestra jornada baquiana se esfume en Matrix. Viéndolo bien tras esta jornada en Plaza de la Independencia, es de agradecer, y mucho, que la última vez nos acopláramos como si no hubiese otra ocasión para la acción de nuestra libido en brasas. Con ello nuestra relación quedó congelada como un rapto feliz e irrepetible. Nuestra historia de amor no podía tener un final  más feliz, librándome de la maldición de los eternos jóvenes de Eskorbuto para los que habitan en Matrix. Mientras más días me alejo de Matrix más fuerte escucho en mi cabeza la frase final de una de las piezas musicales potentes y desesperadas de Eskorbuto: “Estáis muertos, estáis muertos… cerebros destruidos”.

Ella me exigió la firma de notario y, por añadidura, la bendición de un curita para ser infelices por el resto de nuestros días, sonaba lindo lo que reivindicaba: “Nuestra relación es demasiado lovochancheana, o chancholoveana –o como tú quieras incorporarla al extraño lenguaje que manejas-, pero el asunto es que tenemos, óyeme bien, ¡sí o sí!, que efectivizar lo del compromiso ante las leyes del hombre y sobre todo ante las leyes del Padre Eterno”. Tú propusiste la muerte de Eros y yo escogí el renacimiento de Eros. Que es si no lo del curita haciendo juego de equipo con el notario, ambos siendo necesarios para honrar nuestra devoción semanal a Eros. A tú quimera de vivir acompañada la convertiste en idea fija.

Papelitos, me pedías papelitos. Yo que nací indocumentado, no tengo el menor apego a los trámites que impliquen derivados de celulosa o petróleo de por medio. Para navegar en el ciberespacio no me piden pasaporte ni visados en regla, y nada me impide crear mi propia utopía. Este estado de semisalvaje a semiplatónico, de medio visible a medio invisible y viceversa, con las respectivas gradaciones del caso, es el mío. Mi amigo Genaro Bustamante, loquero burócrata por necesidad de un sueldito a tiempo, psicoanalista de los artistas filósofos de la Plaza de la Independencia y del café Madrilón, por innata vocación de servicio a la comunidad, afirma que lo de semi-tal y lo medio-tal tiene un significado a la luz de su secta: “Cholito…, yo sé que usted no suele alterarse por mis juicios del alma ajena. Que no le quepa duda, hágame caso, no necesito ser el Sigmund Freud ecuatoriano para concluir categóricamente que lo suyo es un tránsito incesante, circular, de ida y vuelta, entre sus fluidos protoplásmicos visibles –súper consciente diurno- y sus fluidos protoplásmicos invisibles -subconsciente nocturnal-”.

Cuán agradable es charlar con este chamán ad-honoren, de traje y corbata moderados por la honradez, que atiende consultas gratis (Bustamante come de su trabajo de loquero del Manicomio Estatal, de lo que comparte de la sabiduría de su secta psicoanalítica no cobra un centavo arguyendo con júbilo, “de eso sí vivo”), a la intemperie en la Plaza de la Independencia, cuando la meteorología lo permite, o sea si no llueve. Acá no hay más que dos estaciones, la primavera y el otoño, que se intercalan sin concierto ni respetando el turno de cada cual en el calendario climatológico. Ocasionalmente atiende consulta bajo techo, tomando la mejor agua municipal del mundo (como califica al liquido precioso que brinda el páramo de la reserva ecológica del volcán Antisana), y beneficiándose del menú largo estrecho del Madrilón. Hoy lo invité a servirnos de la Fanesca Vegetal de temporada, tomando una mesa de mármol con vista al rincón de los artistas filósofos. El principal del café Madrilón, Tomás Vanbeberen, implementó para los artistas filósofos un rincón que apenas alimenta la caja registradora con espaciados tintos sobre la marcha de sus regias disquisiciones, a donde llega la mejor agua municipal del mundo en jarras de cristal festonadas con cubos de hielo. Bustamante dice que el rincón de los artistas filósofos le rinde tanto al dueño de Café Madrilón como las facturas de provecho: “es una estampa que da dignidad a su boyante establecimiento”.

Adelaida Matute no se ha enterado que los enlaces tipo matrimonio no los separa la muerte sino la ¡vida! Estábamos gozando de equilibrio así separados, a la sombra del saludable instinto de la distancia, sí, comprometidos con nuestra libre individualidad reunida en el lecho de los que saben que lo de pasar acompañados es eso, “pasar”. Adelaida, mi amor del séptimo día, pasar acompañado no es vivir acompañado, nadie existe para otro sino es inventando a ese otro. Te había imaginado para compartir el séptimo día, que es como festejar cada semana el nacimiento solar de Venus, y tú eras ella sin que me acostumbre a verte igual a ella: renacías, renacías, libre y silvestre cada seis soles. Maldita sea la hora en que me abandonaste por querer ser tú en una intimidad que no es la tuya.

Mis cofrades alemanes están experimentando cosa parecida a lo que este matemático ecuatorial pregona robando la sentencia del chamán de Plaza de la Independencia, que textualmente dice: “A los matrimonios no los separa la muerte sino la vida, ¡carajo!”. Ellos son astrónomos de campo, prácticos, y tienen una salida para la frase de Bustamante. No sé cómo los matemáticos nórdicos harán para aullar el ¡carajo!, pero lo que hicieron con la pesadilla de los papeles es encomiable, y usando los mismos papeles es lo esperanzador del asunto pues, ahora, con otros documentos pueden anular la enfermedad que contrajeron o seguir enfermos si les da la gana, dejando la posibilidad de rendirse a eso de que la costumbre es más fuerte que el desamor. Así se embarcan en contratos matrimoniales que duran de dos a cuatro años, es decir los cuatro años largos que como máximo perdura, científicamente hablando, el deseo carnal mutuo de los esposados.

Encantado firmaría un contrato matrimonial renovable de seis meses con  Adelaida; como es natural, al tenor de las leyes de mi utopía. De hecho, especificando en una cláusula, que las obligaciones conyugales sólo tendrán efecto un día pasando seis días de por medio, y sin que haya consecuencias reproductivas que sumen vástagos a las ingentes masas humanas, nada de formar familia en Matrix. Añadiría otra cláusula que especifique que al octavo día, o sea la jornada que sigue a la conjunción del séptimo día, si uno de los dos implicados en el empate semanal quiere romper con el otro, bajo cualesquier razón, adelantándose a los seis meses estipulados para la posible renovación del contrato amoroso, lo puede hacer ipsofacto, sin consecuencias judiciales o morales. He ahí las enmiendas fundamentales que haría al contrato matrimonial de mis cofrades románticos de la Selva Negra.

Encargué a mis secuaces de Islandia que levanten mi pedigrí rosado. Me llegó anteayer, ya está colgado como el único diploma digno de ser exhibido en las paredes del hogar. Este pedigrí rosado certifica hasta la cuarta generación mi naturaleza de lobo hiperbóreo. La parte chancheana de mi ser no tiene ninguna confirmación en los libros genealógicos del orbe; mejor dicho de ese lado no existen los trámites de registro genético, por ello Chancholovo es mi alterno, está condenado a ser suplente hasta el fin de nuestra sociedad material, puede sugerir o exigir lo que le venga en gana pero el que decide y manda es Lovochancho. Adelaida se burlaba de lo del pedigrí de Lovochancho, según ella era otra ficción mía. La facilitadora en divertimentos digitales, maestra en electro-felicidad, nunca va a ser más noble que Lovochancho así sea el reflejo rasguñable de Venus. Aquí tienes mi pedigrí, incrédula vendedora de electro-paraísos, mira de una vez si te electrocutas de dicha con el trabajador que te firme los papeles, y a ver si te brinda el dulce cimarrón en su punto mágico. Capturarme es como pretender atrapar el crepúsculo.

Andrei Tarkovsky

Nostalghia (película)

“1 + 1 = 1”, reza en uno de los cuadros cinematográficos húmedos que brotan de la nostalgia de Tarkovsky. Las paredes rústicas y las ventanas silvestres le sirven para mostrarnos una obra de arte maestra, acabada. Son las pinturas elegidas para el orden de su universo una vez que superó el caos de la gran explosión creativa. Las imágenes ruedan ralentizadas ante los ojos del iniciado, es como si estuviera presenciado una exposición pictórica del genio que ha capturado el mito y la magia, que tiene abiertas las puertas de la percepción de corrido, no como una graciosa inspiración callejera sino como un despertar místico inherente a su conciencia de vividor.

“Los sentimientos no hablados son inolvidables”, Tarkovsky

 

 

Si cae un trillón de gotas de lluvia en un bache seco hace una charca y no un mundo de gotas aisladas. Si colocas una gota de agua sobre otra gota de agua en tu mano, no hacen dos gotas de agua separadas sino una más grande, afirma el general “loco” del pueblito montañés petrificado en vahos de aguas calientes, sulfurosas, santificadas por la fe del esclarecido. Las ruinas del castillo del general “loco” están rodeadas por los verdores de la campiña otoñal, colindando con un pueblo de callejas entregadas al amor de líquenes y musgos. Llueve, llueve, por todas las habitaciones de la morada invadida por los charcos y las botellas que tintinean proveyendo la última sinfonía acuática a los sobrevivientes –el general y su perro-, que están en un tris de abandonarla sin retorno. El general “loco”, no regresará a sus nublados óleos montañeses porque va a inmolarse por el agua que ensucia el hombre indiferente a la sencilla belleza de la creación, porque la humanidad se ha convertido en una efigie ajena a la naturaleza prístina. Magnífica arenga la del general “loco”, en un italiano eufónico, seguida por los activistas que protestan dispersos en los graderíos y en la plaza del capitolio romano, interpretando con sus cuerpos rígidos como estatuas la inacción humana ante su autodestrucción. El general “loco” representará la capacidad que tiene la humanidad para arrasar consigo misma, lo hace ardiendo desde lo alto de la escultura ecuestre del emperador romano poeta-estoico Marco Aurelio, esculpida en el Renacimiento por Miguel Ángel.

Los versos de Tarkovsky padre guían la contemplación de Andrei, son chispazos del pasado que inventan la música del agua del presente. En la cinematografía las formas del agua no faltan, en Nostalghia es líquido viviente que despliega poesía en el metraje de principio a fin, ya en vapor, ya en lluvia, ya estancada en una piscina, ya corriendo cristalina por el soleado remanso del ritual de los adioses. La habitación claro oscura del hotel, pintada con una soberbia monocromía y sobriedad minimalista, muestra una riqueza espiritual abombada, turgente, es parte de la sensual humedad. El máximo adorno de esa habitación que invita a poseerla, a hundirse en su cálido regazo, son el baño y las ventanas. El baño no tiene puerta para ser un cuadro romántico de luz blanca enmarcado dentro de la pintura grande que es la habitación que se refleja en el espejo. Las ventanas son visillos que se bambolean con el viento y dejan pasar una lánguida luz aunque vigorosa, lo justo para que el cuarto entre en pálido calor. Esta sobria habitación de alquiler contrasta vivamente con el cuartel colapsado del general “loco”, ahí sólo él y su perro pastor conocen las islas con techo entre un sinfín de charcos y botellas melodiosas. La nostalgia de Andrei Tarkovsky, no es el sentimentalismo absurdo del ser humano que desea perennemente la utilidad de lo que lo rodea para nunca calmar a su fantasma famélico de posesiones y consumismo desaforado, es la sobreabundancia que brota en las montañas tras la tempestad, es conectarse con la intemporalidad del hogar fundido al sol, a la luna, al bosque, al estanque y al silencio.

 

Caminando con H. D. Thoreau

“¡Y habláis del cielo, vosotros que deshonráis la tierra!”

H.D.T

Walden, llama la soberbia laguna septentrional de Concord, Massachusetts, que propició el amanecer de Henry David Thoreau. Walden, en estos días de oscurantismo tecnolátrico (de medioevo digno de la ciencia ficción lemniana, donde el progreso del antropófago consiste en rendir pleitesía a sus cadenas), aún se presenta encantadora. Su ecosistema lacustre y entorno boscoso, ha resistido a la época del ser humano caído en la cosificación de su alma, luce tan fresca y dominante como el legado filosófico del yanqui anarquista, el padre de la Desobediencia civil (Gandhi la exportó al mundo un siglo después). Thoreau, se negó a pagar impuestos para la injusta guerra de su país contra México, y, sobre todo, desobedeció la orden mundial de plegar a la esclavitud positivista, afirmándose con su propia experiencia de vida proclamó que el mejor gobierno es el que no se lo siente. Lo paradojal de esta bifurcación de senderos entre la sociedad que escogió orar dentro de las catedrales del consumismo y el hombre que siguió la estrella de su emancipación, es que esa misma sociedad del desarrollo para la entropía supo conservar intacto el santuario natural, sin amortiguadores, del vividor.

El testimonio de Thoreau habitando la cabaña con vista a las profundidad policromática de árboles centenarios, y a la cambiante luz que emerge de los estremecimientos de la laguna transitando por las cuatro estaciones, viene con el título: Walden; o, La vida en los bosques. Este libro fue escrito por Thoreau gracias a la presión y urgencia de sus amigos  y, al cabo del tiempo, somos los beneficiados de que nos llegue su formidable pensamiento y pragmatismo. Walden, es canto épico a la naturaleza indomable, es un poema de los sentidos alertas y la contemplación innata. Thoreau, mimetizándose con la vida en los bosques, llega a ser el explorador de las altitudes del instante, sufre  las crudas transformaciones de la intemperie, es parte del gélido letargo blanco del invierno, es la renovación que trae la primavera con el despertar de los ruiseñores y el creciente movimiento vivace de las entrañas de la Tierra.

La compenetración del hombre de bosque con la laguna de peces reluciendo en un fondo cristalino, no surgió de la ambición de convertirse en “ejemplo”, lo ejemplar hiede a político mendicante de votos, a buen ciudadano corrupto en la corriente cleptocracia. Thoreau se condujo como los grandes conquistadores de la realidad con los pies y manos hundidos en la tierra, devolviéndose a la matriz por una imperiosa voluntad de descubrirse a sí mismo ante sus limitaciones de hombre, viajando con su integral cuerpo-alma-espíritu a los confines, y orígenes, de las cuatro estaciones que pintaron oleos perdurables del venero, variedades de turquesa, de celeste y de gris; como para imaginar Walden mañana, donde quiera que se esté, con los ojos de la poesía.

Thoreau exudaba vida-muerte con los sentidos inmersos en las creaciones de Walden. ¿Cómo explotar a mansalva el suelo que lo acogió para que aprenda lo que en los predios universitarios le está negado a los obedientes educandos? Un parásito académico, un gestor cultural, no sabe integrarse al milagro del líquido vital festonado por aromas eufónicos de bosque añejo. Un sujeto del rendimiento global, no sabe recibir el pan de cada día sin infringir daño a la tierra donante. La amplitud agreste lo envolvía con el goce del ocio divino que se regalan los que no huyen de la aventura por antonomasia de un existente: la travesía por los fiordos del microcosmos. Viajar dentro de sí es poseer el coraje de quien se arroja a lo inconmensurable, hay que tener arrojo para explorar en soledad las cimas de la hermosura amable y también descender a enfrentar lo atractivo negativo: los infiernillos de los terrores atávicos y cósmicos.

“Vivir con lo mínimo indispensable”

H.D.T

Thoreau echó a andar su retiro libertario allá por el otoño 1845, previamente a ese cometido ecologista adquirió, acudiendo al ágora de la Arcadia, dos insobornables servidores gemelos, Simplicidad y Sencillez, los que lo ayudaron a levantar y mantener su experimento anarquista durante los dos años que habitó en los bosques de Walden.

La cabaña de puertas abiertas a los visitantes que construyó a la velocidad de un mago, con sus manos de creador y también favoreciéndose de una minga merced a las amistades que tenía en Concord -el pueblo natal dentro del estado de Massachusetts-, resultó una edificación rústica bien parada, muy asequible al bolsillo del joven anarquista. Fue una estancia donde reinó la calidez aireada, dada a la luz y la sombra de los cambiantes tonos del soto viajando en las estaciones. Allí gozaba de franca circulación entre los contados muebles que, aprovechando los días de limpieza minuciosa, los sacaba a que se oreen a la intemperie. Sus cosas también tomaban baños de sol, le agradaba verlas confundiéndose con el bosque, perfumándose largo con la esencia de las flores. ¡Cuán grato le venía, de vez en cuando, aquí sí echar la casa por la ventana!

Cualesquier paseante podía entrar a la morada del joven poeta de Concord,  que era de un solo ambiente, la vista del visitante de una podía capturar la sencillez y simplicidad interior, y tenía acceso a sus lecturas y la opción de reposar junto al hogar generoso en lumbre durante los días fríos de invierno. Thoreau jamás echó cerrojo a su sólida y humilde madriguera, incluso cuando se iba de “vacaciones”, a andar y ver por otras riberas y lagunas de las cercanías, constatando que en millas a la redonda no tenía parangón la acuática poesía de Walden.

El ermitaño “sociable”, se encontraba con las sutiles huellas de la gente variopinta que en su ausencia ingresaba al hogar, alegrándose por no hallar desordenada la cabaña ni echar en falta nada del mínimo menaje. Una réplica fiel del refugio se exhibe a la fecha en Walden, ahí perduran las tres sillas thoreauianas: una para la soledad, otra para la amistad y la tercera para la sociedad del rendimiento global cuestionando, de rato en rato, cual fijación: ¿…pero hombre, hombre de Dios, qué hace usted aquí metido a salvaje, con su inteligencia podría emprender en muchas industrias de provecho?

La empresa de provecho que montó Thoreau fue la de no ser conformista y no resignarse a la desesperación del sujeto que desconoce el ocio divino. Thoreau creció en la floración primaveral que llena de color la intemperie, no se resignó a dar gusto al sujeto insalubre que cría mixomicetos entre muros rutilantes. El hombre supo hacer sus días libertarios sin descuidar las horas que le dedicaba al agricultor de subsistencia y al cazador-recolector. Obtener la suficiente comida para reponer el combustible vital del ser corpóreo, era en él un deporte y no un tormento cotidiano. La vida del hombre boscoso, desde el despertar claroscuro con la eufonía de los cantores de la aurora al incendio crepuscular, fue un desprenderse del vicio de la acumulación gratuita. Ya en 1845 fue renuente a servir como engranaje de la máquina insaciable del desarrollismo que hoy funge de sucedáneo del paraíso.

Promediando el siglo XIX, se empieza a producir y acumular la basura que es la marca  planetaria del Antropoceno, y el hombre se convierte en instrumento de sus instrumentos. La premonición thoreauiana del trabajador enajenado por los instrumentos de su agotamiento existencial, se hizo realidad plena con nuestra sociedad del progreso para la entropía. La edad de la superpoblación de esclavos viene rodando neumática por el gigantesco parque temático en que se han convertido las grandes urbes. La fantasía no está encerrada en los parques de diversiones Disney, los mundos Disney pululan por doquier en la estridente realidad ciudadana.

¿Qué observaría Thoreau en el urbanícola de estos días? Vería el rostro de un sujeto simulando humanidad por reflejo de la cotidiana sugestión de ánimo gratuito, la dosis de auto-ayuda que le inoculan los medios para “Un Mundo Medio Feliz” porque, ¡lástima!, todavía no se descubre el psicotrópico total, el amortiguador todoterreno e innocuo para el hombre-cosa. No hay el Soma de la fábula de A. Huxley, Un Mundo Feliz. Todavía no tenemos el Soma que haga del paso del tiempo un trance dichoso sin que se presente la resaca moral y el deterioro físico que producen las drogas de la actualidad, incluida la perenne información no del instante sino de la novedad que se pudre al instante. La careta de humanidad que se calza el sujeto que ríe anegado en sus miasmas es el rostro de la vigorexia que gozan los diez mandamientos del nihilismo mercantil, es la carita del hidrocarburo que reina con el hedor del averno que sustenta nirvanas sintéticos. Thoreau, vislumbró al  enfermo terminal que transita por el infierno de lo igual. El sujeto del consumismo no está conectado con los valores de Gea, deambula semidormido entre las muchedumbres, perdido de las manifestaciones de la Tierra.

Qué formidables sirvientes resultaron Sencillez y Simplicidad; el primero amanecía a sus labores de músculo trinando, “¡sencillez, sencillez, sencillez!”; el segundo se recogía a su tarea de filósofo crepuscular exclamando, “¡simplicidad, simplicidad, simplicidad!”. La austeridad que practicó Henry en los bosques de Walden es la que la normalidad llamaría “existir rasguñando la extrema pobreza”, mas para el caminante fue vivir a tope con lo suficiente que le brindó la madre naturaleza para que alterne con lo que le tocó mamar en cada una de las cuatro estaciones.  Así, las musas de Meteoro, se sucedían proporcionando la variedad de sus temperamentos, pasando del bienestar que inicia con la prímula y va descendiendo conforme avanza el otoño hasta la hibernación que provoca el visitante polar. Sin un riguroso invierno que congele la vida no hubiese sido posible el renacimiento que, tras la fascinación del hielo azul berilo de Walden, surgió como cuando, hace cien millones de años, se dio el gran florecimiento que llenó de colores y fragancias a la Tierra con la aparición de las plantas angiospermas.

La sencillez pragmática radicó en el cuerpo y el espíritu de Thoreau. Vida saludable como la del jovial Jesús de quien Nietzsche, otro caminante, dijo que fue el último cristiano. Vida saludable la del predecesor estadounidense de Thoreau, el botánico-poeta William Bartram –Cazador de flores, como lo renombró un rey de la tribu Seminola-. Bartram, promediando los años mil setecientos, ante la hermosura primordial de las “ninfas” cherokees refrescándose en arroyo de aguas cristalinas, proclamó que aquellas beldades eran la imagen de la inocencia silvestre, hijas de la Creación que el positivismo aún no había corrompido.

La pobreza horripilante no es la que nace de la falta de cosas sino la que proviene del sentimiento de estar desahuciado por verse impedido de servirse del festín fatuo. El sujeto de rendimiento no vive, inmerso en la vorágine del Gran Gobierno y la Gran Empresa, malvive sometido a necesidades que lo hacen sentirse desamparado frente al mensajero global de la cleptocracia que le susurra de la mañana a la noche: produce, produce, produce…; compra, compra, compra… Ésa es la verdadera indigencia del trabajador, del ciudadano, ser un muerto viviente entre multitud de tentaciones para adquirir, existir para aumentar su cansancio psicobiológico, respirar para venderse a su Acreedor.

“Yo he encontrado que es un lujo singular el hablar a través de una laguna con un interlocutor situado en la otra orilla”

H.D.T

Thoreau, incorporó su cabaña dentro de lo prístino no para ser un santón o un ídolo del arte de la supervivencia, ni por encomendarse al ángel del dinero en aras que éste de súbito lo agasaje con la peste de los prósperos, la dicha muelle, sino con el fin de tener su amanecer en Walden. El hombre debe construir su casa para convivir en armonía con la gran morada original de la vida. ¿De qué dulce hogar hablamos si está levantado en medio de la desolación del hormigón armado, y la música sinfónica de la Tierra se ha trocado en chillidos de engranajes?

El experimento de Thoreau en laguna Walden, su soledad boscosa intrínseca, hizo que al cabo nos llegue como experiencia ajena, que nos la comparta a través del libro que se ancló en la posteridad. Leer a cabalidad la vida de Thoreau en los bosques de Walden, es comprender que no se vive acompañado. Uno no vive por otro ni el otro vive por uno, esto bajo el influjo de José Ortega y Gasset. Es connatural al sujeto de la contemplación  nacer y morir en soledad, y en el intermedio hace su camino de vida-muerte, que es amanecer  en su propio Walden, lejos de aspirar a ser una ruina acompañada. Si alguien, cualquiera, se pasa las horas y días de su existencia acompañado sin caer en cuenta de que no se vive acompañado y que debe buscar la libertad de su conciencia por sí mismo, adolece de la enfermedad terminal del rebaño, es incapaz de desobedecer porque ya sólo obedece mecánicamente a la matrix.

El sujeto del pensamiento calculador teme contemplar como el sátrapa tiene fobia a los objetores de conciencia. Desarrollar la personalidad es resistir a la enajenación mediática en medio de una multitud y de la familia opresora. Si no se es capaz de hacer crecer saludable al objetor natural, no será suficiente tener ganas de oponerse a la estupidización puesto que hay que sumar al coraje la certeza de que se ha iniciado el viaje más arduo y difícil de un existente despejado: bucear en los confines del ser olvidado desobedeciendo el mandato de afuera, del superyó, el que dicta total sumisión a la soledad abominable en descomunal colmena.

El sentido de poner distancia con el fantoche autómata era fiel a un hombre que sabía andar para delante sin que le inyecten luces de control para que no se pierda en lo agreste, y por ello era veloz al momento de ir a donde él debía llegar fuera circunloquios. Andar a campo traviesa es marcar un sendero junto a la vida silvestre que lo rodea, rodar en un coche dentro de un parque florido es ir de un punto a otro sin percibir la naturaleza que bulle a los costados y en el horizonte. Henry podía moverse dentro de la noche más oscura (de esas que en las ficciones sirven para cortarlas a cuchillo, como si fuesen un pastel de petróleo), y no perdía el intrincado sendero al hogar, sus pies distinguían las particularidades del suelo cual serpiente de regreso a su cálida madriguera. Solía visitar a menudo la aldea de Concord para entretenerse con las “novedades” que los parroquianos no dejaban de comentar con fervor así se trate de realidades ajenas  a su cotidianidad. Ya en 1846, las noticias volaban y era necesario mantenerse al tanto del telégrafo y de los tabloides para no pasar por desinformado. En 1846, los ralos libros que habían sido escritos para una cabeza exigente permanecían, igual que en nuestros días, adornando los estantes del lector dinámico que no aguanta la tensión que le imprimen las creaciones literarias que trascienden más allá del edulcorante de los predicadores. Thoreau era un lector aristocrático, escogía las mejores horas del día para entrar en los libros que lo estremecían como la corriente del arroyo que refresca los pies y calma la sed corporal; accedía a las lecturas que reconocía desde sus experiencias y prendía la chispa de una mente viajera, cosmogónica.

Mientras más se aproxima uno al prójimo más uno tiene que gritarle al otro, siendo una ilusión lo de entenderse mejor estando muy cerca, casi frente con frente como en las redes globales de amigos sin límites. Apenas observen a los presidentes demócratas que se acercan a resolver sus diferencias al filo de sus límites patrios: se comen vivos allende la rigurosa melosidad que se infieren los respectivos cuerpos de sus cortes diplomáticas; más rápido se comprenden y actúan las mafias mercantiles que se hallan en las antípodas del planeta. Lo que se logra estando tan apretados es que ya no se dialoga sino que se discrepa a voces, por eso hay que ir separando las sillas hasta el tope de las dos paredes opuestas del recinto que aloja a los animales políticos, hasta salir a la intemperie por las puertas traseras y así conseguir la mínima distancia que genere una conversación fructífera. Hay que hacer como el caminante y su sombra, desprenderse de las cuatro paredes que los acorralan y fundirse con lo remoto, hallar por fin la amplitud que brindan las diferentes orillas de laguna Walden, entonces se dará el diálogo que no se arruga y por inercia ennoblece.

 

Otros incendios de Villeneuve

Incendios, así se denomina la película que me introdujo en el mundo cinematográfico de Denis Villeneuve, una obra devastadora sobre la alienación del fanatismo religioso y de la política sectaria, generadores de máquinas biológicas diseñadas para la entropía máxima, productores de engendros vacíos de contenido auténtico para la vida. Este no-vivir viene emparentado con la obsesión del sujeto del desarrollismo por estar inmerso en informaciones útiles, cautivo de los datos que aportan a su estado de hombre bólido, quien huye de lo bello elemental para volcarse en el precipicio del nihilismo tecnolátrico.

Visionando al Homo sapiens de Blade Runner 2049, visionamos también al sujeto del desarrollismo de estos días entregado al sueño de perfección de las máquinas y al no-dolor del universo virtual. Sueño que al genio creador de androides lo lleva a ir en pos del parto natural de sus amazonas tipo Y, y que de ahí surjan los ejércitos de “ángeles endemoniados” que tomen por  asalto el Edén y que él, Luzbel, sea el Dios Todopoderoso del Universo. Este Luzbel ciego pero que lee a profundidad la psiquis del otro sea humano o androide, tiene más y mejor vista que cualquier mortal soltando a sus sensores de ciencia ficción filosófica. Él habita en un mundo de suaves entonaciones crepusculares, en interiores esterilizados por una profilaxis extrema que contrasta con su alma fracturada; medra entre la cárcel concreta de su unidad de carbono aunque prolongándose como materia a través de la cibernética y la sed de ser Dios eternizándose en el Edén con su ejército de ultra-hombres vencedores del caducado Homo sapiens. Mientras la amazona tipo Y no dé el salto cuántico para procrear con el todoterreno tipo K, los ejércitos de ángeles de Luzbel seguirán siendo un sueño, pues, no le ha sido dado obtenerlos por el método a goteo de su fábrica de androides.

Los corredores marmóreos se proyectan en incendios acuáticos, el crepúsculo de los dioses copa la estética que trae al mundo a un “ángel” adulto que, a imagen del hombre, desde que nace es lo suficientemente viejo para morir, y teme por sí mismo apenas caído de la funda de plasma que lo contenía, se ha quitado del estado ideal en nuestro universo: no haber nacido. Un prototipo de amazona yace a los pies de su creador y, a pesar del  indescriptible dolor de nacer, del temor consciente a la vida, se aferra a ella con desesperación. Luzbel, puñal en mano, la mata por no portar consigo el salto cuántico de ser un vientre de ángeles.

El sujeto del desarrollismo, sometido a la libertad del capital para multiplicar la servidumbre moderna, globalizando el tiempo laboral que enajena hasta su descanso, está pendiente del llamado de volver al redil como en los tristes recreos de la época escolar carcelaria, así no se vive para darle sustancia a la muerte sino que se es un condenado a perpetuidad a trabajos forzados. Así el arte también es libre pero encuadrado en la libertad de mercado, debe venderse y prostituirse creando burbujas de alienación acumulativa, hay que darle anti-valores al consumo desaforado, jamás valorar la belleza intangible del cuadro puesto en subasta de Leonardo da Vinci o de Vincent van Gogh. Pura utilidad bursátil, pura especulación estética monetizada, apenas la percepción del acaparador narcisista: “…esta obra de arte cuesta más de trescientos millones de dólares porque tal fue el precio que pagué por ella”.

De las aportaciones a granel de la cinematografía comercial engullida por las masas vía pantalla gigante, grande o mini, la excepción vienen a ser largometrajes que tengan como fundamento hacer que lo suyo sea el séptimo arte, sea el arte más cercano a la realidad de la modalidad visual que es el sentido que por inercia dispara la imaginación de los demás sentidos del sujeto de la experiencia, así sueñe con los ojos cerrados. Qué refrescante y verídica es la lentitud de los incendios de Denis Villeneuve en Blade Runner 2049, una exquisitez para demorarse lo que a uno le plazca en su pos-visionado, como una montaña no se puede abarcar de una todas sus aristas, vertientes y demás accidentes geográficos. Tiene condumio para rumiar de largo, su contenido poético filosófico no es una ficción futurista sino que machaca en la realidad actual de nuestra especie, es una reflexión de este mundo satinado, sin mancha original, de perfección claro oscura que en sí es el habitáculo donde mora el sujeto narcisista, el sujeto de los imperativos de la calocracia.

Da risa nerviosa, y otras sensaciones inocuas visionar el paroxismo de las películas huecas de afectada no-ciencia ficción, en este entretenimiento uno no se vincula ni se demora, es un pasar por la zona sin sustancia del me-gusta, un seguir por la dimensión que no regresa a ver porque en los templos del consumismo hay que embelesarse rápido y atragantarse sobre la marcha. Qué bien surtidos de placebos están los pasillos del enfermo terminal. En la estética volandera del me-gusta, la reminiscencia se va de  excursión a la nada, allá no se generan recuerdos que animen el mañana del sujeto de la experiencia. El niño, púber y adolescente Proust sí generó futuro, hizo  que el escritor Proust recobre el tiempo perdido en siete tomos y 3.500 páginas, allí los aromas de la eternidad se repiten como un sueño, sin caer en la transparencia que es en sí lo pornográfico recurrente. La pornografía de nuestra era del desperdicio es la ausencia de pudor y desnudamiento de la intimidad, desacralizándola en la cotidianidad virtual.

Las realizaciones cinematográficas anti ciencia ficción filosófica, que apenas avanzan en la curiosidad, son la generalidad a cuenta de la insaciable novedad  de las masas. La  escatología extraterrestre no es otra cosa que la proyección del ser humano, ese muerto viviente digno de pantalla. Las especies de pacotilla que pululan en el cine-basura, esos monstruos venidos de algún lugar de la Vía Láctea, sacados de los confines del universo o de dimensiones paralelas, al cabo son efectos visuales a precio de oro que retratan al bípedo depredador que funge de amo de la Tierra aquí y ahora. Las formas alienígenas sacadas de la amplia gama de insectos terrenales, se abalanzan sobre todo lo que entienden como suyo para hacerlo papilla, a nuestro uso y semejanza.

La estética del consumismo fomenta la bulimia del usuario por producciones que se embotan a sí mismas al par que se anulan en el espacio desechable del me-gusta no-gusta. Es prioritario en el ciclo del desperdicio dar lugar a flamantes productos que urgen ser arrastrados a su vez por la corriente de lo inmemorable y, como los periódicos y noticieros, oxidarse entre montañas de basura informativa y datos intrascendentes.

El  director canadiense no asumió el reto de hacer una réplica de Blade Runner 1982, no aceptó que su producción sea una vulgar y predecible continuación de la joya cinematográfica de R. Scott, el creador de la marca Blade Runner (matador de androides subversivos). Tampoco lo ha hecho para competir o emular a R. Scott, superarlo sí en el sentido de fundar su propio taller Blade Runner. Villeneuve se metió en su propio laberinto movido por la realidad actual del ser humano embebido en la tecnolatría. Lo cierto es que el mismo R. Scott se encarga de poner peros a la realización del colega y amigo heredero de la saga Blade Runner, se quejó entre jodido y chistoso de que el metraje le vino “endemoniadamente largo…”. Este dicho de R. Scott le conviene, y mucho, a Villeneuve, en suma es la certeza de que no fue un amanuense o servidor de lo que el caballero inglés esperaba del rodaje si hubiese estado bajo su dirección. Se impuso el artista, el estilo Villeneuve de hacer cine prevaleció, y de esto es que tenemos una producción endemoniadamente distinta a la de  R. Scott.

Blade Runner 2049, mantiene la etiqueta de estar inspirada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (publicada en 1968,), es una cortesía que se le debe a la  obra psicodélica del gran Philip K. Dick, esto sin que sufra la distancia real de la película con el libro precursor de ciencia ficción filosófica. Es más, se agranda la distancia por el tiempo transcurrido desde la elaboración y lanzamiento de Blade Runner 1982, entonces el escritor Philip K. Dick estaba en pie y al tanto de la filmación del largometraje por el que mostró simpatía sin que pueda visionar el resultado final, falleció en marzo de 1982, meses antes de su estreno. En lo principal, Blade Runner 2049, se aparta de la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, por el mismo instinto de distancia que lo separa del estilo cinematográfico de R. Scott, porque es una condición inalienable del cineasta Villeneuve hacer arte por él mismo. Villeneuve marca la diferencia de lo que es la literatura en sí y de  lo que es el cine en sí, acercándose con ello a la independencia que proclama Andrei Tarkovsky. No es cuestión de perder la influencia de las artes entre sí, o de extirpar la inspiración que provoca en el cine las artes más antiguas, se trata de que la cinematografía esculpe en el tiempo secuencia a secuencia, crea poesía cuadro a cuadro, y con ello se acerca como ningún otro arte a la realidad concreta del ser humano que está anclado a la modalidad de lo visual.

A un poeta andante  le basta una libreta o la pantalla de su tableta para levantar su obra, la austeridad es inherente a su rescate de la belleza. Matsuo Bashō lo hacía haiku a haiku en el siglo diecisiete,  caminando meses cargando lo mínimo en su morral, calzando alpargatas que hoy se exhiben en vitrina del sol naciente ido, haciendo una vida de subsistencia por los senderos del Japón feudal del período Edo, aquietando la marcha para asentar poesía de cualquier paraje que pida acción contemplativa. Haikus brotando de la floración de cerezos y duraznos, de la hojarasca del bosque de bambú, del ciervo sika rumiando el otoño, del chapoteo de una rana en el estanque de lotos primaverales. En comparación con el romántico minimalismo oriental de Bashō, de la picante austeridad quijotesca de  la literatura, lo que sí se puede afirmar de la producción de Villeneuve es que fue endemoniadamente costosa. Con un presupuesto así de monumental el cineasta checo Jan Švankmajer, sin menoscabo de su magnífico arte total, a lo mejor no sabría qué hacer con el montón de plata que le sobraría. Esculpir el tiempo en Hollywood puede llegar a tener un precio obsceno, vale la burbuja cuando en lo esencial el arte no se ha prostituido y, como directos beneficiarios de Blade Runner 2049, somos demorados gastrónomos del condumio del tiempo lento, de la demoledora verdad de la condición humana difuminada en sueños robóticos y de la poesía visual que ahí se destila.

Una vez liberada la obra en el ciberespacio, por cuenta propia acudimos a su encuentro fuera de estrenos en cines rimbombantes, en nuestro escritorio y con la pequeña pantalla de la laptop como herramienta de arte visual se dio el punto de reunión con Blade Runner 2049, no es el romántico escenario de un cinéfilo tradicional, pero al fin acomodamos la circunstancia cinematográfica a nuestra circunstancia de espectador de mini-pantalla. Tenemos como principal sentido para capturar el contenido de una película a la vista, siendo el  acompañante de rigor el oído, y ambos sentidos se han acoplado sin queja alguna al visionado en pantalla mínima, ya defenestrada la televisión con su pantalla grande de pared, ya defenestradas las salas de cine enclavadas en una sección de los templos del consumismo. Si fuese a un teatro de proyecciones regular saldría lagrimeando por la migraña que me ganaría por la costumbre perdida de acudir a los puntos de encuentro del cinéfilo tradicional, de ahí que sería un tormento mantener la cabeza alzando a ver a la pantalla gigante y, por añadidura, aparte de los efectos especiales que son de ficción, sufrir el volumen “normal” al que se emite el rodaje como si gozara de un mega oído, vendría a ser intolerable estridencia. Supongo que pierdo algo o mucho de la espectacularidad de los sonidos y colores del cine Hollywood y sus sucedáneos a nivel global, pero por contrapartida he sido favorecido con la imaginación que vuela a la hora de recrear lo visionado en mini-pantalla porque nos hemos detenido a discreción en la sustancia y sus detalles. Así se experimenta el contrapunto con la pantalla gigante o la pantalla grande de pared que viene a ser el rectángulo del tiempo hecho trisas, el rectángulo de la prisa artificial, el rectángulo bulímico.

La pantalla de televisión de hoy día no es nada chica, es lo suficientemente grande, transparente e hipnótica para equipararse, en sus efectos devastadores en la psiquis humana, a los efectos de “la caja de ánimos” de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? A través de la pantalla grande se ofrece el ánimo que encaje con el ánimo del televidente, y la oferta de ánimos es prácticamente inabarcable a toda hora y todos los días del año televisivo. No sé si llegue al televidente  interactivo con una oferta de programas en tiempo corriente tipo “como la vida mismo”, siendo una suerte de usuario-actor del teatro montado a la manera psicodélica de los hogares de Fahrenheit 451, novela de Bradbury. En las redes sociales ya el usuario está inmerso en actuaciones de “como la vida mismo”, y puede asumir distintos papeles en tiempo corriente, que van desde el de mero observador casi-invisible hasta avezado actor casi-presencial del acontecer mundano, yendo del campo familiar al conocido general y, por extensión, explorando si le apetece en el último rincón planetario político/social que los robots buscadores lo conduzcan.

Se espía y se es espiado a gratuidad, sin manchar ni arrugar el espacio de acción concreta del sujeto de la experiencia que está de vacaciones indefinidas en el limbo -plano e insensible-, es el ente del ciberespacio el que navega en la información a mansalva de las redes sociales, retratándose a muerte con el paloselfie injertado en el brazo. Parafraseando al doctor Sabato, acá en el mundo virtual, la suma de comunicaciones hace una incomunicación.          

El androide tipo K, de Blade Runner 2049, no sueña con ovejas eléctricas sino con una androide tipo Y, así ella sea la maldita de la película y, en consecuencia, sueña en procrear la especie que no deje más asidero al Homo sapiens para proclamar superioridad moral sobre los androides a cuenta del fenómeno reproductivo mamífero y su capacidad de superpoblación sustentada en el número de vientres activos. Cuando ya el androide tipo K ha superado con creces al prosaico Homo sapiens, no es el adefesio de súper-hombre útil de la calocracia o útil de la vigorexia horizontal. No, el androide K, empujado por la locura religiosa de su creador humano que quiere trillones de “ángeles” para reconquistar el paraíso, toma consciencia de que él ha concretado al ultra-hombre contemplativo vertical, al salvador de lo bello distinto y vinculante, aquí como si se estuviese remitiendo a la filosofía de Byung Chul Han.

Sueñan los androides con ovejas eléctricas

 

¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, es el título interrogativo de la novela de P. K. Dick que inspiró la película dirigida por R. Scott, Blade Runner (traduzcamos su significado como algo parecido a esto: matador de androides subversivos). Primero había visionado el rodaje que es un gigantesco engranaje de humanos y material fantástico, para conseguir una de las ralas producciones señeras del cine de ciencia ficción. Esto me motivó tiempo después a leer el libro que inspiró tan memorable película, y que tiene un título ajeno al rodaje puesto que si bien allí se visionan androides no aparece ninguna oveja eléctrica. ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, es obra de un solo creador (escritor), a diferencia del producto de un equipo bajo la batuta de un director que carga con la fama de haber realizado Blade Runner. No así, el libro de Dick, que está entre el montón de obras de ciencia ficción que dejó su alucinada prodigalidad, basta decir que en su diario inédito acumuló más de un millón de palabras. ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, en sí es una interrogación existencial, y que a la sazón carece de sintonía con el título de la cinta Blade Runner, y es debido a que la película toma un rumbo diferente del que tiene la obra psicodélica de Dick.

Blade Runner, en su ámbito celuloide, está en la cima de la pirámide; ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, es una novela que seduce leerla gracias a la película, y no es emblemática como lo es La naranja mecánica, de A. Burgess, libro que procreó a la película homónima. Burgess, catalogó a La naranja mecánica como su “media novela”, en comparación a las otras novelas de su autoría que consideraba de más condumio, pero ésta tuvo la suerte de que el irlandés Kubrick la escoja, y use su mismo título, para su laureado largometraje, que es paralela a la novela sacando un provecho extraordinario de ella aunque sin tomar en cuenta el capítulo final, de lo que Burguess se quejó amargamente puesto que allí los extremos de la ultraviolencia frente a la paz borreguil, se amalgaman para abrir un camino intermedio de armonía sin renunciar a las sinfonías de Beethoven. No se puede homologar una película con una novela así nomás, el cine imagina por uno dando su versión de las ficciones literarias con un máximo de cuadros y un mínimo de palabras.

Un libro existencial que sacude, página a página, hasta los cimientos del lector, se niega a ser transferido a una película, se niega a ser empaquetado en un tiempo-espacio ínfimo que no le corresponde pues, se debe al lector-recreador en exclusividad quien, en radical soledad y con todo el tiempo del mundo, lo repotencia y extrapola a su propio lenguaje en constante fermentación. Del salto cuántico cometido por el creador-escritor se sirve el lector-recreador para a su vez dar el suyo.

Hay películas que arruinan el imaginario de novelas sencillas y fáciles de digerir, como El Hobbit. La magia de los personajes y escenarios de El Hobbit, de J. R. R. Tolkien, se diluyó visionando la superproducción cinematográfica, desde Bilbo Bolsón para abajo se me quedaron grabados con la fisonomía que les otorgaron los disfraces aunados con maquillajes y efectos especiales. La película me sirvió los paisajes acabados para que no pueda añadir nada a su artificial perfección, así que maldigo la hora de haberla visionado porque destruyó la capacidad que tenía para recrear a mi antojo a las criaturas míticas de la lectura de El Hobbit. Pagué caro la gula de querer ver más donde los efectos especiales hicieron trizas mis ficciones literarias para que se colen las fantasías de la matrix. Esto no me sucede con novelas cumbres de la literatura existencialista que he tenido la suerte de haber leído y releído, pues, no son víctimas del perfeccionamiento cinematográfico y, por el contrario, éstas liquidan a las películas que pretenden capturar su estatura literaria.

Por ejemplo, la producción de Bajo el volcán, del director J. Huston (rodaje que metió sin miedo billete, técnica cinematográfica, engranaje humano, para obtener grandes recaudaciones), no obstante su huella es deleznable, ni las pisadas de la novela Bajo el volcán, de M. Lowry, no transmite el espíritu de las páginas gloriosas del ebrio universo que gira infatigable con el cónsul Firmin, ¡qué alegría me dio constatar que es inmune a la picadura del entretenimiento comedido! En eso de “inspirarse” con Bajo el volcán, le fue mucho mejor en términos de creatividad artística al largometraje de bajo presupuesto Mezcal, del mexicano I. Ortiz, que toma su propia senda con una fotografía y guión original, vislumbrando el monólogo copioso del genial alcohólico Firmin/Lowry o podemos decir también Malcom/Geoffrey.  Mezcal, aglutina ciertos aires de la complejidad indefinible e inabarcable de la novela Under the volcano, como en la recreación del escatológico caserío de Parían y las sombras que filosofan en la cantina El Farolito, en el magnífico caballo que luce sereno a la luz del día, y que aterrorizado por los truenos de la tempestad pos crepuscular se desata, se desboca, atropella y mata. Nadie podrá hacer una película que se equipare a los demonios del cónsul Firmin, como los borrachones que descienden al inframundo que anhelan porque el paraíso es la sede del tedio. En la Divina Comedia, Dante, crea un edén que no es tentador a la lectura, la figura del infierno es tan dominante que del cielo dantesco apenas puedo dar fe que lo ascendí sin emociones fuertes puesto que no tengo de él recuerdos preponderantes. El paraíso dantesco sirve para el engolosinamiento de académicos y autodidactas de la A a la Z, como el autodidacta de La Náusea, de Sartre. Bajo el volcán, es el “non serviam” -no serviré- de un genial endemoniado que no oculta su desdén por el feliz más allá humanista, prefiere hundirse en un ebrio averno antes que estar sobrio como una tumba en el campo santo de los autómatas.

No serví para seguir lo preceptos de los apóstoles del positivismo irracional, la cantaleta de que hay que triunfar a troche y moche me hacía el efecto de un somnífero, he sido inmune a la droga que hace que olvidemos de raíz cómo vivir por sí mismos, y si alguien me pregunta qué aprendí de los años de cubil en cubil en los centros de estudios borreguiles (CEB) -de la primaria al PHD, donde la perdición del ser creativo está garantizada-, diría que nada, o sea que fui honestamente nihilista en sus fantásticos reductos. Y eso me salvó de estar sometido a la matrix de por vida, desperté, renací conforme avancé a la adultez, el gran desasimiento es para los pocos, las masas no conocen esta suerte, y lo penoso es que cabezas privilegiadas que conocí se arruinaron en aras de ser ponzoñas graduadas de los CEB, quedando inútiles para reinventarse, convirtiéndose en epígonos de la nada o sea en humanistas a sueldo. Juan Rulfo, en una memorable entrevista en blanco y negro con Joaquín Soler -que hacía malabares para sacarle palabras de la boca a su impasible invitado-, lanzó una frase imperecedera cuando le preguntaron con intencionalidad qué de provecho sacó del internado escolar: “Aprendí a deprimirme y hasta ahora lo hago muy bien”.

Es loable que con unos pinchazos al teclado del esclavo de silicio, uno tenga a disposición a Blade Runner para visionarla, y para leer a ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, y emparentar sus valores aunque nunca fusionarlos. No hay necesidad de enfrentarlos el uno al otro porque están en diferentes dimensiones. Cuán fácil es bajarse el conocimiento Homo sapiens del ciberespacio ya sea para visionar, contemplar, leer o escuchar en un portátil convertido en cineteca, pinacoteca, discoteca y abismal biblioteca. Con la actual sobreabundancia literaria colgada en el ciberespacio, no habría cabida para el autodidacta de la A a la Z de La náusea, a menos que quiera cometer suicidio por atragantamiento de fajos de palabras. Sartre, se ensañó con su personaje sartreano de lo que puede hacer un autodidacta por pretender aprehender lo que se le ponía por delante literalmente empezando por la A para nunca llegar a la Z en la biblioteca provinciana de su desastre total. Sartre, no tuvo compasión alguna con el sujeto que fue libre para escoger su enajenación en la biblioteca que sirvió para quemarse la mollera con tomos y tomos de la A…, físicamente por más que lo ilusionara al desquiciado autodidacta arribar a la Z era una empresa imposible, pues, no había hecho los cursos de lectura dinámica que dicen que cualquier vecino se puede tragar sin digerir en seis minutos, ejemplo, la novela El Túnel, y ahí no estuvo el doctor Sabato para hacerle entender al depravado que “la suma de posibles hacen un imposible”. No hay manera de imaginarlo a este bichomonstruo sartriano, desaparecido a mediados del siglo XX, bajándose indiscriminadamente libros a su portátil para que le presten una vida de la A… Pero, ¿quién sabe?, a lo mejor al autodidacta se le iluminaba el caletre y habría optado por la bulimia de las redes sociales, y hubiese escogido plegar al chismorreo incesante para ser curioso de la A a la Z , y se hubiese convertido en compulsivo megustero no-mesgustero, en un ente hiper-sociable que a diario reparte generosa e indiscriminadamente, por doquier en los portales del ciberespacio, sus versátiles “me gusta” y “no me gusta”, evitando todo lo que huela a tiempo-espacio de reflexión.

No es fortuita la voluntad de entrar en acción con mi propio entendimiento para emparentar las dos obras de arte que celebro haberlas pasado por el gaznate como un aperitivo de los dioses de la ciencia ficción filosófica -etiqueta que hay que colocar para diferenciar ambas obras de los enlatados de bazofia futurista-. Blade runner, tiene dos horas de metraje y, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, se aproxima a las doscientas páginas de extensión. Con la película, en mi esclavo de silicio, pude hacer regresiones a placer, reforzando las partes que requieren más de un visionado para ordenar mejor la concatenación imparable de su acción, p. ej., cuando el androide filósofo da su último discurso enardecido a favor de la vida, en un mundo donde los humanos no viven propiamente -¿quién hace una vida auténtica ahora mismo?-, y fenece con una sonrisa en los labios después de haber exprimido cada instante de sus días que apenas alcanzaron a reunir cuatro años.

Con la lectura del libro ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, te queda de una lo que propone P. Dick, la demencia de una sociedad distópica donde el Homo sapiens tiene a la mano opciones para fugarse de su espantosa realidad, y así huir de la elección de autoeliminarse. Una posibilidad es pinchar en la “caja de ánimos” lo que el usuario cree lo pondrá en un estado similar a los deseos cumplidos, otra posibilidad es sumergirse en la caja masoquista del calvario que lo llevará a la redención. Estas dos alternativas de no-vivir no son el fuerte de la película Blade runner  y, gracias a que la visioné antes de leer la novela que la inspiró, he tomado los cuadros y diálogos de ahí para redondear lo que en el libro no brilla por su exquisitez, así he mejorado -para mí- la forma y sustancia de la novela que al fin al cabo mete a una oveja en su trama, la que dice mucho de los animales puros que por haber sido exterminados del planeta son muy codiciados y mientras menos quedan más caros son en el catálogo de mascotas orgánicas, de ahí que la inmensa mayoría de urbanícolas ha de contentarse con tener mascotas eléctricas, y sueñan con obtener un bichito de carne y hueso para que dé algún valor a su obtusa existencia (no más absurda que la existencia de la humanidad actual, Kafka ya la describió tal cual es promediando el siglo XX). ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, es una cuestión existencial que sugiere que el androide es más vividor que el ser humano entregado a la fantasía de un mundo feliz.

Antropoceno

El consumismo Homo sapiens está llegando  a los picos más altos del Antropoceno, la era que a pasos de manicomio ya marcó calavera planetaria; nuestra especie apenas necesitó una minucia del tiempo geológico para imponer su entropía máxima.  Hedonismo europeo, o sueño americano, ambas son baratas versiones de bienestar que se posesionaron de la Tierra, y presionan como una marmita letal donde anidan las mayores masas de bípedos depredadores exigiendo incorporarse al ideal último del síndrome de la plaga: aniquilarse a sí misma aniquilando a las demás especies. Este colofón de fuego de nuestra civilización es el triunfo del instinto de entropía máxima, triunfante viene  la apuesta fundamental de su genoma: acabar con el futuro de la plaga que es para sí  y, por extensión, destruir a Gaia que ya tiene etiqueta de expiración junto al Antropoceno. Al cabo de la administración Homo sapiens del globo terráqueo, de los segundos en la historia del tiempo que le tocó fungir de gerente general del Antropoceno, habrá cumplido con su única y gran meta de hacer del edén original de Gaia una bola de fuego.

La realidad Antropoceno o era del mundo Disney, o era Mundo Feliz para rendir honor a Aldous Huxley, se va haciendo lapidaria conforme palpamos la falsa austeridad que no es la Austeridad con mayúscula que vive el filósofo en sus banquetes de recogimiento, pues, la propia existencia austera es vivir a tope con lo mínimo, ejemplo, la vida en los bosques de H. D. Thoreau. La falsa austeridad es la degradación impuesta por el desquiciado 1% de la humanidad que se atraganta con el desarrollismo y el terrorismo financiero que lo sustenta, modelo criminal que ha convertido la espiritualidad de la Austeridad en sinónimo de decadencia para el individuo de clase media y sinónimo de mendicidad para el proletario.

Putrefactos políticos reivindican a la falsa austeridad en aras del equilibrio fiscal y/o la salvación de la patria, pero no acometen lanza en ristre contra la cleptocracia inmanente a su ideal romano: consumamos, consumamos que mañana moriremos. Están diseñados para subir la temperatura de la paila  que abrasa a las masas esclavizadas y freírlas en irreversible miseria física y mental. La falsa austeridad es sinónimo de franco retroceso de la existencia digna, no es sino un pasar miserable por la vida-muerte, una negación del instante en el perímetro de la  estupidización de la especie humana, donde el tiempo-espacio para la contemplación se diluye irremisiblemente cual los glaciares de los picos ecuatoriales, los que otrora albergaban lo que los poetas de la Gran Nación Pequeña denominaban “nieves eternas”. No hay espacio para capturar el condumio del tiempo, la vista del jardín de frailejones gigantes debe ser una postal satinada que no duela.

Poetas, artistas, filósofos, pensadores y científicos que predijeron el consumismo exacerbado del mono pensante caído en la cosificación, también lo hicieron con los holocaustos que ha desatado el racionalismo irracional a trochemoche. Los genocidios del siglo XX, a buen ojo de las masas hipnotizadas por el instinto de entropía máxima de sus líderes criminales, en su momento fueron razonables por antonomasia. Los grandes criminales del siglo XXI, siguen hipnotizando a las masas en aumento y constante fermentación, ellos continúan invocando a la razón a la hora de activar un mundo feliz.

Nietzsche, momentos antes de su colapso en Turín, se topó con el caballo sudoroso y de ojos desorbitados que recibía azotes  de su amo, entonces el filósofo del martillo y la dinamita abrazando al equino le pidió perdón por la especie humana que se traga al resto de las especies del orbe. Esta escena nietzscheana indeleble inspiró la película El caballo de Turín de Belá Tarr; ahí, al son del caballo y sus amos, se va al fondo del extremo minimalismo que preside a la desintegración que es la otra cara de la creación. El caballo de Turín, no muestra la acción del mega metraje de Satantango, no se llega al paroxismo alucinante de la escena del baile con la música mesmeriana del acordeón de Mihâly Vigo, donde los desquiciados granjeros se embriagan más de lo corriente antes de la diáspora, huyendo de sí mismos dejan que alcohólico demiurgo apague la luz del caserío enclavado en la modernidad medieval siglo XXI, y sea tragado por el barro invernal de la estepa húngara. El caballo de Turín, es extremo minimalismo retratado en veinte y tantos cuadros cinematográficos que encierran los seis días que toma el viaje al blanco y negro esencial del mundo de Belá Tarr: la llanura estéril, al pozo de agua dulce exhausto, la casa de adobe y piso de tierra con dos ocupantes que van perdiendo la gana de comer la papa de cada día (literalmente una patata y sal constituían la sola comida cotidiana). El brioso caballo que aparece en la primera escena, tirando con denuedo de la carreta contra el viento huracanado y la cellisca, se echa a morir días después en magro establo, prediciendo con su actitud de cascos caídos el último rayo de claridad de sus malditos amos. El fondo de El caballo de Turín, no es apocalíptico más bien es el Homo consumericus desapareciendo.

Circulan fotografías espantosas de niños africanos agonizando junto a buitres que aguardan el momento de devorar su cáscara; tanto repiten en la tele-basura imágenes monstruosas de inanición, de saqueo, de los horrores que comete el Homo sapiens contra sí mismo que ya es parte de la cotidiana realidad Antropoceno lo que en la ciencia ficción filosófica de S. Lem tampoco es novedad, se trata del mismo bichomonstruo repugnante cadaverófilo furioso, a falta de un alíen que lo sea. La tele-basura, los medios-basura, han activado el pasivo instinto  antropófago de las masas: “Danos, Señor, el cadáver de cada día”, es la oración de la humanidad ansiosa de novedades carroñeras, estamos ante el derecho adquirido que tienen los medios-basura privados o públicos para la alienación por inercia del usuario. ¿Cómo escandalizarse por la capacidad que tiene el sujeto de la alienación para ejercer  crueldad atroz contra sus congéneres? ¿Cómo ser humanistas atormentados por el dolor del prójimo al par de rogarle al ángel de la plata que no nos desampare en el afán de adquirir posesiones? Jodidas cuestiones si se está respirando con el móvil injertado en la palma de la mano, si la existencia del sujeto positivista no es más que una prolongación de la curiosidad de supermercado.

El Homo sapiens ya es un robot biológico que existe únicamente para que lo den actualizando en su estupidización, por eso Blade Runner 2049 no es una película de ciencia ficción sino que machaca en la llaga de la realidad Antropoceno. En los incendios Blade Runner 2049 del cineasta Villeneuve, se visiona la total supremacía de los entes de la autentica inteligencia artificial y cibernética sobre la incapacidad del muerto viviente humano para recuperar al sujeto de la experiencia que integre a su mente-cuerpo la vida lenta, la contemplación salvaje.

¡No es ético que mientras un infante toma estiércol de vaca en el Sahel, a falta de agua potable, hayan seres humanos que se preocupen por la extinción de tortugas, bisontes, lobos, rinocerontes, tiburones martillo…¡, aúlla el humanista de tele-basura. Tamaña candidez aún pervive en humanos que se han  culturizado en las pomposas instalaciones de las escuelas universitarias del sujeto para el consumo desarrollista a muerte. Es el mismo humanista que ha montado purgatorios en un planeta que lo tenía todo para que su fatal administrador sea moderadamente dichoso en consecuencia con su moderada infelicidad metafísica. En los primeros sesenta años del siglo XX se exterminó al 99% de los individuos de la ballena azul, algo así como 360.000 ballenas, que a un promedio de 200 toneladas de peso dan más o menos 72.000.000 de toneladas de carne viva, y si esto dividimos para el peso promedio de un ser humano, digamos 70 kilogramos, tendríamos el peso de algo más de mil millones de humanos. Hagan sus propias cuentas, sin sentimentalismos, pertenecen a una especie inteligente para calcular. La cuestión es, acaso el exterminio de la flora y fauna prístina por parte de élites desquiciadas, sirvió para abolir la miseria de los seres humanos desposeídos de futuro: ¡No! El sacrificio de trillones de mamíferos, aves y otras especies de matadero, ha servido para mejorar la condición humana: ¡No!

En países desarrollados o en los emergentes en fuegos fatuos, todos subdesarrollados de espíritu, ahora con la China subida en el podio de la plaga vencedora, se embodegan montañas de carne de atún azul y otras especies marinas para que los gastrónomos del mundo degusten sushi   o similares delicias acuáticas durante los próximos veinte años, cuando los precios del menú de la cocina de la extinción únicamente estén al alcance del bípedo cleptócrata. El elefante, el oso, el tiburón, la morsa, la pantera, etcétera, no tienen que ver con el destino de las personas que se alimentan de tortillas de barro porque la tierra se volvió estéril debido a la  deforestación que lleva en su genoma el progreso para la entropía máxima o destrucción indiscriminada.

El aroma del tiempo en Islas Encantadas

Mañana plomiza,
tibia garúa,
gardenias vestidas de rosa.
 
Camino de campo rojizo,
vegetación sudorosa,
pinzones en charcos de agua lluvia.
 
Tortugas gigantes en perspectiva,
reses pastando,
guayabas perfumando la tierra.
 
Mugir de machos alfa,
piar del sotobosque,
pared de invasiva zarzamora.
 
Garza morena alerta,
atrapa una anguila en las rocas negras,
arena blanca es lamida por la ola.
 
Forcejeo interespecies,
desaparece la anguila,
la garza planea.
 
Sendero ecológico,
adoquín que surca el bosque silbante,
opuntias gendarmes del amanecer.
 
Lejos de la avenida Antropoceno,
sin el ruido del paloselfie curioso,
se arriba a frágil sol naciente.
 
Rugir de lobos en la arena de oro,
reflejos de tortugas marinas danzando,
surcos de arena gris dibujan el remanso.
 
Manchas de agua turquesa,
rocas porosas,
refulgir de algas oxidadas.
 
Lágrima de manantial es el cerro nublado,
gemido vaporoso de escalecias,
verde-amarillo perlado de bromelias.
 
Plataformas color  miel,
baldosas arrugadas de tiempo volcánico,
formas caprichosas del fuego de la creación. 


Conglomerados de lava petrificada,
figuras del génesis,
pasaje a la dimensión alienígena.
  
Lengua volcánica fósil ,
perdiéndose en el celeste aéreo,
empatando con la línea del piélago.
 
Nubes estriadas que arrea el viento,
lagartijos suspendidos en vertical,
avispa de vuelo errático.
 
Crucero blanco en perspectiva
rompe el recogimiento visual,
pasó.
 
Agitación en la charca,
zancadas fugaces,
flamencos despegando.
 
 Mañana temprana,
perfumes de flores epífitas,
descendiendo al mar vacío.
 
 Bosque seco al mediodía,
purgatorio ascendente,
en pos de la siesta prometida.
 
Mirador ajeno a la estridencia sintética,
bahía libre de bañistas exóticos,
música lenta de nervudos manglares.
  
Caminar lo que no se ha caminado,
regenerando el sendero de ayer,
fuera del quehacer ilusorio monetarista.


Llamado del pingüino tropical,
rayas camufladas en la arena de orilla,
pelícano café de vuelo rasante.
  
Cangrejos de extremidades prescindibles,
se persiguen en paredes arrugadas,
mutilándose entre sí.
 
 Trina el canario María,
atento el papamoscas,
vuela la tórtola de párpados celestes.
 
 Murmullo de agua de manantial,
armonía de la montaña,
elixir del sediento. 
 
Chiflón de las grietas de magma,
frescura de gaviota de lava,
alarido de gavilán pollero. 
 
Irreconocible caminante de acantilado,
sumido en la extraña música del aguaje,
es el sujeto de la experiencia que se extasía.
 
Árboles barbudos,
hojarasca de palos de ramaje artrítico,
cauces de escoria volcánica.
 
Trapecio de roca gris en la explanada,
mirador del cactus cabeza de medusa,
resiliencia de bosque abrasado.
 
Cama parda de almendro desnudo,
ramas retorcidas proa al firmamento,
siesta cumplida.
 
Piedra en la horqueta de palo-santo,
señal de viada para el caminante,
paso a los jardines de la iguana tricolor.
 
Tortuga carey soñando en la arena soleada,
remanso al amparo de la bajamar,
despertar es un apurado retorno al hábitat.
 
Pingüinos flotando,
se sumergen,
son torpedos submarinos.


Inmersión al  horno boscoso,
horizonte de arbustos pegajosos e hirientes,
no hay camino sino es por la línea oceánica.
 
Verdor de poza estancada en la plataforma desierta,
ausente la rosada corneta de los flamencos,
aletean y se hunden los patillos de picos rojos.
 
Tortuga gris yerta en lecho de algas,
cadáver que surfeas en la imaginación,
ayer nomás eras el rey de las olas.
 
Retozando en el mañana sombreado,
en otro silencio cerrados los ojos,
se descubre el secreto de la opuntia.
 
Recuperando al Chelonoidis elephantopus,
fascinantes críos de siete años,
enterrarán al espectador.
 
Vigilante golondrina de anillos blancos en las patas,
resaca removiendo guijarros de la caleta escarlata,
lobeznos peleteros jugando en el incendio crepuscular.

Acacia de ramas que abanican, 
rumor de gaviotas de lava en la orilla etérea,
ostreros rojos pescando en la tarde temprana.
 
Aromas almendrados de cedros en flor,
alarido de bosque primario tras la Huerta Valle-Vera,     
fresco sendero tapizado con semillas verde-oliva.
 
Jardín de opuntias taciturnas ido el pájaro brujo,
pinzones dependientes del cactus emiten su lamento,
manzanillos púberes hacen el túnel del cucuve.
 
Invasiva supirrosa ahogando el  hábitat del papamoscas,
ciempiés gigante se hunde en la tierra agrietada,
ruge el pleamar en la bahía prístina de playa inclinada.


Peñón oceánico hechizo de bruma y cielo abierto,
ensenada esmeralda de playa veraniega,
versátil panorámica desde el Cerro Gato.
 
Aterrizaje y despegue de las fragatas del Junco,
fragor y estremecimiento de alas sacudiéndose la sal,
patillos zambulléndose en la quietud de agua dulce.   
 
Dando la vuelta entre sudorosos helechos,
la isla entera asoma al balcón de Buche Rojo,
vientos tropicales esculpen paisajes en el tiempo.
 
Rocas ardientes de iguanas mudando de piel,
fortalezas marrones de orilla volcánica,
fragatas levantando nidos en la colina parda.
 
Sombra y brisa en la morada del enmascarado de Nazca,
barranco del reclamo existencial de las gaviotas tijeretas, 
trampolín a la corriente de aire del futuro pescador.
 
Caída del sol en el paredón de los suspiros pendientes,
pez águila y prole danzan en la hoguera del ocaso,
lagartijo añil ventilándose en mangle blanco.
 
Canarios María bañándose en las charcas de bajamar,
mundo de las olas de pelícanos surfistas,
campo pétreo adentrándose en mar de sargazos.
 
Azoga la cola del ave tropical de regreso al nido aéreo,
siesta de  lobo marino en el charco que atrapó pececillos,
garzas cenizas y tijeretas piratas patrullan en la abundancia.

Caen redondos frutos del tóxico manzanillo,
manjar que recoge el pico de parsimoniosa tortuga,
cucuves querellándose en acacia nervuda.
 
Mirador de bosque seco y eufónico humedal,
lejanía oceánica de metálicos azules y grises,
brisa a la sombra del horizonte de playa blanca seseante.

 

Riñen las iguanas disputándose amarillento arbusto,
chocan sus cuernos con estrépito en la tierra cuarteada,
arcos de lava festonan la entrada al mar del cauce volcánico.
 
Garúa vistiendo de gala a flores del aire,
canario brujo balanceándose en espiga dorada,
ceibo de ramaje perlado por magia ancestral.
 
Refresca al pie de frondoso mango mañanero,
fantasía de gardenias asociadas con hierbas rastreras,
cucuve a contraluz devorando grillo rojizo.
 
Rocas erectas de musgoso filo de montaña,
árboles barbudos trinando con los jilgueros,
flores de cera colgando del abismo verde.
 
Ocaso de relucientes flamencos en pozas salinas,
pinzón tomando el néctar del candelabro de flor amarilla,
lenguas de fuego brotan de las fauces del dragón de Cerro Azul.
 
Acuarela de iguanas marinas levitando en piscina de  piedra,
garza estriada dormita camuflada en tupido majagua,
canta el papamoscas en el jardín de las diablas lunáticas.
 
Sendero de las tres siestas,
un techo es hallazgo en la orilla rocosa,
castillos encantados del rey Iguana.
 
Tijeretas juveniles se recogen en el paredón gris,
lagartijo de trompa magenta engullendo una araña,
playita guardando el mangle del cucuve añorado.
 
Pelícano café planeando rasante con la ola,
media luna de redondas moles ferruginosas,
caleta de periscopios de tortugas oceánicas.
 
Mariposas moradas de sudoroso pasadizo vegetal,
patillo aleteando entre juncos de agua dulce,
lomas dentadas difuminando en la orilla vaporosa.