Camino de tortugas gigantes, no fue hecho para el tránsito libre de la especie insignia de las Islas Encantadas, y que le da nombre al archipiélago: Galápagos.  Cursando los años cuarenta del siglo pasado se abrió esta vía para llegar a la colina en cuya cima se instaló un radar de control aéreo por parte del ejército estadounidense, esto durante los acontecimientos bélicos de la Segunda Guerra Mundial. Terminada la Segunda Guerra Mundial, la carretera lastrada fue usada para trasladar a los presos de la colonia penal de Puerto Villamil, Isla Isabela, al punto de reunión donde se efectuaban los trabajos forzados al pie de Colina Radar. Los reos no hacían nada útil para sí mismos o en aras del bien social de los ralos colonos de la isla (tampoco llevaban a cabo tareas de protección ambiental o algo así, pues, la conservación del hoy tesoro del Archipiélago de Galápagos, su flora y fauna endémica, era aún una quimera), nada más se trataba de inferirles castigo inmisericorde: levantar tremendo  muro de piedras volcánicas en medio del bosque seco ardiendo bajo la canícula ecuatorial. El infierno terrenal que sufrieron aquellos presos –muchos de ellos políticos–, entre los años de 1945 a 1959, dejó latente huella de su tormento al punto que a la fecha es parte del catálogo turístico galapagueño, con una etiqueta ineludible: Muro de las Lágrimas.

 

Una vida de subsistencia ha sido y es lo corriente de las tortugas gigantes de las Islas Galápagos, y lo vienen haciendo en Isla Isabela que apenas tiene de setecientos a ochocientos mil años de edad geológica en la Tierra –una bebé planetaria–, esto merced a su capacidad de sobrevivir a meses de inanición forzada por las carencias que se dan acorde a las variables de los fenómenos climáticos. Esta resistencia innata, en siglos resientes, volvió al  galápago presa preferida y fácil de piratas y balleneros; y, al día de hoy, blanco de los traficantes de especies. Hace poco, en noviembre de 2018, fueron víctimas de un ataque que, aprovechando la codicia de ciertos burócratas del Parque Nacional Galápagos (PNG)  –estos pésimos ciudadanos tienen que ser señalados públicamente, en cuanto concluya la instrucción fiscal, como cómplices y encubridores de los mafiosos mayores, esto para no manchar el quehacer noble y plausible de la inmensa mayoría de funcionarios del PNG–, raptaron a 120 críos del mismísimo Centro de Conservación y Crianza de Puerto Villamil.  Juan Montalvo ya lo dijo hace más de un siglo en sus vigentes Capítulos: “[…] para la codicia nada es sagrado: si el ave Fénix cayera en sus manos, se la comiera o vendiera.”   

Partiendo del centro urbano de Puerto Villamil, se tiene a mano imperdible caminata de alrededor de 7Km (14Km ida y vuelta) hasta el Muro de Las Lágrimas y el mirador de Colina Radar. Siguiendo la orilla de Playa Grande o el camino a Poza de Las Diablas, se llega a la caseta de ingreso y control del PNG, de aquí en adelante se tiene un sendero ancho de graba ceniza que, dependiendo de la temporada de migración de las tortugas gigantes, ofrece más o menos avistamientos cercanos al espectador. He tenido la fortuna de trajinar por esta zona y toparme en distintas mañanas con individuos perteneciente a las dos especies gigantes que subsisten en estado salvaje al sur de Isla Isabela,

Me siento cómodo fungiendo de naturalista de andar y ver, heterodoxo, que es el sujeto del descubrimiento que viene cosechando el condumio del tiempo, allá en los sembrados de reincidentes caminatas. Visitando zonas prístinas o casi-prístinas (la basura artificial Homo sapiens se da modos para alcanzar los sitios recónditos del planeta), que aparentemente se repiten pero sobre la marcha muestran continuidad temporal, no se han estancado en el pasado y hacen el nuevo presente que se proyectará al futuro con imágenes capturadas por la mente, teniendo de muleta las instantáneas que cuelgo o no en el ciberespacio.  Así  no voy a meter en este artículo la secuencia fotográfica de aproximadamente veinte metros de la tortuga que en diagonal vino hacía mi, o mejor dicho se movió a lo que sospecho la atrajo hasta mis pies, la mochila negra que yacía en el suelo mientras el obturador de la cámara avisaba al ojo con su clic mecánico el instante que no pasa sino que se queda con uno porque no había cómo fotografiar el desencanto o falta de interés que mostró el quelonio cuando asimiló que detrás del morral estaba el individuo que no disparó su desvío de trayectoria de una banda a otra del sendero; esto a manera de conjetura, pues, no puedo asegurar que así fue para el espécimen en cuestión.

Cuelgo fotografías de machos alfas que montaron un escenario de comportamiento jerárquico tortuguil, que por primera vez presencié en modo salvaje. A la vera del camino se hallaba el espécimen alfa X, que asumí había estado pastando y abrevándose en los verdes humedales contiguos a la carretera gris, abriéndose paso a través de un atajo hecho a su medida entre la espesa vegetación leñosa y el bosque de ramaje artrítico de árboles de Manzanillo (conocido también como Árbol de la muerte, por sus frutos venenosos para el ser humano no así con las tortugas que engullen a placer los manzanillos caídos al suelo, quizá por eso viven 150 años). El alfa X, parecía estar reposando antes de tomar rumbo en la vía solitaria; de repente, del recodo surgió el soberbio espécimen alfa Y, venía a paso airoso por el flanco derecho, y fue cuando se materializó la posibilidad de un choque de magníficos ejemplares de galápagos del volcán Sierra Negra, pues, el alfa X, salió de su modorra e incorporándose se dirigió con garbo directamente al encuentro del otro. A destacar de la breve disputa, es que prácticamente la agresión física brilló por su ausencia, a diferencia de las batallas épicas de las iguanas marinas. Sí hubo miradas fieras con cabezas de anaconda estiradas al máximo en lo alto, sí hubo picos abiertos emitiendo guturales desafíos y cerrándose con estrépito. Al cabo, el derecho de vía, se resolvió con el alfa X cediendo en sus pretensiones de hacer a un lado al alfa Y, moviéndose al costado izquierdo se marchó con su fina estampa por el ancho camino que seguía despejado para él.