Estoy parado en el portal de Casa-museo Ernesto Sabato, aguardando el ingreso a sus misterios. Tarde temprana de un día radiante, primaveral, de octubre. Jornada que rompe el ciclo de tempestuosa meteorología e inundaciones del gran Buenos Aires. Tomar la ruta de autobús público 105, vino a ser el toque previo de aventura citadina, fue un viaje de 23 kilómetros y una hora y pico desde el punto de partida del trayecto en el micro-centro bonaerense alrededor de Puerto Madero, teniendo de por medio docenas de paradas antes de descender en Santos Lugares, a escasas tres cuadras de la morada solariega que durante 65 años la habitó el escritor de la más potente trilogía literaria en lengua española que a la fecha he vivido (leído). Apenas subido al autobús, como si lo corriente fuese preguntar a voz en cuello al conductor y por añadidura al inspector de línea ahí presente, digo: “¿disculpe, cuál parada me deja cerca de lo de Sabato… es la última, la de Caseros?”. La cuestión no cayó al vacío, no se hizo esperar la respuesta, “no, jefe, tiene que bajarse en la antepenúltima parada, la de…”. Hasta ahí cuadraba bien la cosa, después faltó poco para que se caiga el viaje en autobús, el conductor y el inspector de línea me advirtieron que no era posible cancelar el pasaje en efectivo, que únicamente podía hacerlo a través de una tarjeta electrónica adquirida con antelación y que sirve para circular en cualquiera de las distintas líneas urbanas. En esto, disponiéndome a despedirme de la ruta 105, surgió una guapa ciudadana que al percatarse de la engorrosa situación usó su pase múltiple y para adentro señor, con pudor le extendí un billete de 50 pesos y ella más pudorosa aún lo rechazó de plano. Lo demás podría ser la crónica citadina del trayecto de la línea 105, abriéndose paso entre los mundos y submundos de un gigante urbano, empezando con asientos de sobra en la opulenta costanera y cruzando atestado de usuarios el parque Retiro y conforme entraba al conurbano de la provincia de Buenos Aires irse relajando hasta que el conductor me sacudió con el aviso puntual que pareció despertar también a los demás pasajeros: “¡jefe, jefe… aquí tiene que bajarse para ir a lo de Sabato!”.

Estaba caminando en Santos Lugares, barrio recoleto de veredas arboladas, iba por la callecita Ernesto Sabato y apareció el mural del centro cultural homónimo y al frente la verja de hierro y el jardín anterior que el escritor tuvo el buen gusto de conservar así de silvestre tal cual lo vi; pinos, araucarias y palmeras levantándose entre la hojarasca que nutre. Pasada la una de la tarde había arribado a donde tenía que llegar como si fuese un peregrino en busca del aroma del tiempo en Santos Lugares, timbrando sin saber si el vetusto dispositivo funcionaba, alguien abrió la ventana de madera tras la espesura vegetal y anunció que aún no era hora de entrar. Minutos después reconocí y saludé a Luciana Sabato, que trajo consigo un cartel de a las 3 p.m. abrimos, explicó cordialmente que aguardaba se reúna un grupo mínimo y así poder hacer el tour. Saqué buen provecho del tiempo extra dando la vuelta al barrio, que culminó en la estación de ferrocarril de cercanías apostada junto a la plaza Ernesto Sabato. Valió la pena, hasta me enteré que podía hacer un cómodo viaje de 20 minutos de regreso al micro-centro bonaerense vía ferrocarril, comprando en ventanilla un boleto por 38 pesos (60 centavos de dólar).

Siete personas ingresamos a la casa-museo guiados por Luciana, hija de Mario y nieta de Ernesto. Luciana, de entrada nos comunicó que a pesar de la vergüenza que le provocaba debíamos cancelar 200 pesos por cabeza a la salida del tour, esto debido a que la subvención estatal no alcanza para cubrir gastos y las horas que ella y su hermano le dedican al funcionamiento del lugar que preserva la memoria del doctor Sabato. A la verdad, es una minucia ante el privilegio de conocer la intimidad donde el maestro generó la formidable obra literaria que legó a los que hemos tenido la suerte de profundizar en ella. No hay palabras para expresar el agradecimiento por haberme permitido visitar el taller vivo de las creaciones sabatianas.

Haber leído la obra del doctor Sabato, es ventaja completa a la hora de hacer el recorrido físico de sus estudios literarios y taller de pintura conservados tal cual los dejó, pues, sobre la marcha uno está conectado con el ámbito del maestro y amigo remoto, allende que nunca antes he puesto pies en su solar. Previamente, durante décadas, he frecuentado su morada espiritual a través de la palabra escrita que va de las ficciones de la esencial trilogía sabatiana al ensayo filosófico del escritor y sus fantasmas.

Navegando en el ciberespacio encontramos entrevistas que nos muestran su hogar; en concreto, son detalles visuales que no añaden a lo que ya sabemos del maestro. Otra cantar es la historia visual y contenido del documental de Mario Sabato, hijo cineasta del maestro.  Sobre visitas intempestivas subidas a la red, me quedo con la de aquellos dos jóvenes abrumados por la fuerte personalidad del maestro que los anima a prescindir de las preguntas y respuestas de cajón, y los invita a que conversen con él; Sabato, perplejo y no exento de humor se dirige a la chica (lo imagino diciendo algo parecido a esto): Sos una tromba por teléfono, y acá no abrís la boca, ¡hablá, decí algo!  

Luciana nos conduce por el primer ambiente la casa-museo que es el estudio antiguo del escritor, de entrada los libros abarrotan los estantes, no es para menos si la biblioteca personal de Sabato cuenta con más de tres mil ejemplares que se añejan en el orden matemático que él dispuso. De repente, de las gradas que conectan al piso superior de la vivienda surge el can recogido de la calle que se apañó para abrir la puerta e incluirse en el recorrido, fue un añadido luminoso antes que un estorbo, cierto  pasaje de Sobre héroes y tumbas me vino involuntariamente a la mente: Nacho y el perro Milord reunidos a la tardecita en torno a la calidez del quiosco de Carlucho. Pasamos a la soleada estancia de los ventanales primaverales, ahí donde la estatua mutilada de Ceres es un lucero omnipresente y un misterio, pues, de estar sembrada en el parque Lezama, dando testimonio del encuentro entre Martín y Alejandra Vidal Olmos, un buen día asomó  enhiesta en el cuidado jardín posterior, el espacio verde que mantenía Matilde, la mujer de Sabato, a quien le debemos que el escritor no haya quemado Sobre héroes y tumbas y por ende no nos quite su fundamental trilogía puesto que no hubiese existido Abaddón el Exterminador… Luciana, de fenotipo a fin a su abuela Matilde, no escatima elogios para la dama que supo proteger lo justo y necesario que nos legó el genio oriundo de Rojas.

De aquí en adelante Ceres me ampara. Cambiamos al estudio moderno del escritor, la clásica Remington es sustituida por una maquina eléctrica con teclado electrónico que el doctor Sabato adaptó. Continúan los anaqueles de libros y la austeridad propia de las mesas del escritor, está pendiente concluir el catálogo que inició de los miles de tomos de su colección librera. El postre del tour arriba, Luciana nos muestra el taller pictórico bajo la luz tibia del techo traslúcido que se me antojó una cúpula de cristal, ahí yace la obra tardía de la otra cara del escritor: el pintor. La pintura sabatiana es una extensión de la literatura sabatiana, habría que contemplarla a través de días, meses y años para sentirla en toda su dimensión creativa. Me fue y es familiar el cuadro de Nietzsche, evoca al filósofo del martillo y la dinamita tras el colapso que sufrió en Turín, colgado en una pared anterior al taller de pintura.

Salgo de la casa museo sin que se produzca un choque existencial con la cruda realidad exterior, la callecita arbolada Ernesto Sabato sigue trinando por fuera de la estridencia y furor de la megalópolis. Anduve cuatro o cinco cuadras antes de llegar al ferrocarril de la estación Santos Lugares, al otro lado del andén flameaba la gigantografía invernal de Sabato antes del fin. El violín del joven músico que suma chauchas de ferrocarril, impregnó de primavera los vagones semillenos de pasajeros, después vino la multitud del terminal Retiro. Cayendo la tarde en el río argento, fue una sola cosa sortear el tráfico y caminar liviano a la sombra de los rascacielos costaneros. Sí, a tiempo, venía de hacer lo de Ernesto Sabato.