Para llevar a cabo la mutación definitiva, cumpliendo con lo que debía ser una salida de escena acorde con el respetable filósofo fundador del MUA (Movimiento Utopista Anarquista), se crea un ente jurídico sin pasado ni futuro, Pastor Camacho, que lo representa como albacea, el cual se encarga del papeleo de la repartición a diestra y siniestra de los bienes y cuantiosa fortuna fiduciaria del marqués. Este individuo misterioso y de cortísima existencia -quedó como visto y no visto para la posteridad, así debía de ser dentro de lo planificado por el marqués-, se esfumó por siempre jamás, tan pronto anunció la repentina partida de este mundo de su amigo y cliente imaginario. Por lo demás, Pastor Camacho, ejecutó la dispersión de las cenizas del marqués “en secreto y donde nadie las pueda ubicar”, cosa que vía telefónica y en privado comunicó al director de radio Marañón -en un tono que daba la impresión de ser un ser de ultratumba-, que la voluntad póstuma del difunto había sido consumada.
La noticia del deceso del marqués es lanzada a los cuatro vientos desde el Domo del Panecillo, una suerte de homenaje improvisado al difunto se desarrolla en los cuartos de radio-libre Marañón, cosa que agradece la audiencia noctívaga porque es lo que busca en la “programación anarquista” que se brinda a los lechuceros, y que pasada la media noche se extiende hasta los albores de la mañana naciente en las faldas del Rucu Pichincha.
Así como el montaje de la desaparición del marqués se efectuó con la precisión, silencio y suavidad de un reloj suizo, la transmigración al murciélago se activó con similar talante en el palacio de Guápulo. El patrimonio cultural y arquitectónico, que el marqués heredó a inmejorables manos, lucía cual colosal monumento surrealista, aupado por la luz de luna bañando de sobria soledad sus instalaciones y contornos. Apenas el murciélago escucha las primeras notas, del molto vivace del segundo movimiento de la Novena de Beethoven, que le llegaron a través de las ondas largas de radio Marañón, siente que el instante de partir arribó, pues, instintivamente su máquina animal se echó a volar, elevándose con la corriente aérea que lo coloca en la ruta directa de su cometido nocturnal. Vive único e irrepetible viaje de la meseta andina a la pluviselva de la cuenca baja del río Napo, tiene ante sí un reto: posarse en el higuerón sagrado de noventa y pico de pilares del segundo anillo de Pelancocha.
Kantoborgy, está a punto de ser una suerte de hombre de las nieves con tracción y agarre terrenal de un geko glacial. Por añadidura, los sentidos mundanos se van a potenciar con largueza; aguzando su vista, oído y olfato, en ese orden. Estrena la doble y única piel, se desnuda para calzarse el prototipo de traje térmico total -cual lo cubre de pies a cabeza y por las instrucciones que recibió no tendrá necesidad de colocarse botas invernales ni crampones-, que le envío el patrocinador en exclusividad de su estilo de vida, mecenas anónimo que fue nombrado como Ente Racional…
Añadiría a la leyenda de que cuando el hombre y la montaña se encuentran pueden suscitarse realidades extraordinarias, que de hecho acá se ha generado una ucronía del escalador y sus rituales de montaña. Kantoborgy, sube a las ruinas del palacio de Galadriel, para entregarse a la quijotesca velación de sus obsoletas herramientas de andinismo, era un mandato personal ineludible antes de viajar a las paredes de la locura, y hacer en solitario –libre de equipo de escalar y macuto– la nocturnal de la cara sur del Annapurna, Diosa Madre de la Abundancia.
Las ruinas de Galadriel, solo están para Kantoborgy, ubicadas en un punto de la cara sur oriental del Cíclope, el volcán Cotopaxi. Y es un espacio-tiempo para su comunión con parajes de piso musgoso, de verdes pardos y flora diminuta entreverándose con escoria eruptiva, de grises pétreos colindando con las nieves pasajeras y glaciares moribundos, frisando los cinco mil metros de altitud. Acá desaparece el valle y el sol mezquino de la medía tarde acariciando pajonales haciendo tenues olas cual mar verdín. Kantoborgy y su monólogo son envueltos por una cálida -por íntima- nube traslúcida, y medran con el espíritu del Cíclope, la manada de lobos que guardan las ruinas y el dragón escurridizo, Krizofilax Equinoccial.
Es el viaje a las montañas de Gea, de hombres y canes, repartido en once episodios con sus respectivos nombres o subtítulos. Viajar a las montañas de la soledad salvaje acompañada por el vaivén de humores meteorológicos o elementos naturales, que desfila por todas las gamas del calor y del frío -desde el sol calcinante veraniego a temperaturas glaciales-, es sumergirse en los lugares remotos de sí mismo. Andar por los pajonales y jardines de superpáramo, trepar a los distintos niveles de conglomerados estrato-volcánicos de los picos de los altos Andes ecuatorianos, es meterse en los ámbitos del círculo mágico de Lovochancho, de Kantoborgy y sus canes que tienen de invitado a un personaje que no es andinista, que no es senderista de media montaña, y que no pretende serlo a fuerza de voluntad ni mucho menos. A Lester González, el reino del vértigo le es ajeno y su gana de experimentar lo agreste andino no le alcanza para plantearse metas mínimas de básico ascensionismo; no obstante, aprovecha de su suerte de invitado para hacer lo que le plazca en la montaña, se beneficia de que a partir del punto donde se parquea el todo-terreno de acceso a los portales de la altitud filosófica, no hay reglas ni metas compartidas por los tres amigos, cada quien se toma la mañana para extenderse en ella como a bien le parezca y a distancia suficiente entre ellos, que los haga invisibles ante el otro y si es del caso olvidarse que alguien más camina erecto por su zona de ensueño.
Los canes sacan a relucir y airear sus genes atávicos de lobos esteparios, y a ratos también se dispersan entre sí sin extraviarse entregándose a las delicias que capturan sus olfatos privilegiados, a donde fueren sus oídos están atentos al llamado de reunión grupal que es el silbido agudo del superalfa bípedo y con piel de humano. Por allí Pincho, tiene su página de gloria pastoreando a soberbio toro de lidia que lo embistió en las verdes colinas vigiladas por la cóndor Albertina; por allá Panda, juega entre dunas herbosas a las escondidas con el travieso dragón que no puede volar.
Lovochancho, montañero de media montaña a tres cuartos de montaña, como el mismo gusta definirse, hace sus primeros campamentos y ascensiones en solitario, sube a cumbres accesibles a su ambición de conquistador de lo inútil; son cimas que en el lenguaje de avezados y famosos andinistas sirven para las “salidas de engorde”, pero que en él -que es lo que vale-vinieron a ser la versión de su propia “Vertiente Rupal”. Trepa a la cresta inhóspita y desolada que alberga las agujas del pico Sincholagua y, por un instante, siente que podría ser el trampolín ideal para abandonar con ventaja los valles de la corrupción incesante de la materia, y planear cual cóndor en las corrientes de la Mente del Universo. Asciende, desde la estación ferroviaria de Aloasí Alto, a la cumbre del monte Corazón, portando pesada mochila que lo hace verse a sí mismo como un pesado galápago, haciendo kilométrica peregrinación mística del calorcito de valle interandino a las fauces y abismos grises de la cumbre gorda lanceolada, allá desencadenará a sus demonios y miedos interiores para regresar expurgado al hogar al pie del manso y luminoso cerro Ilaló.
Kantoborgy, se prepara de mente y cuerpo para acudir a Las ruinas de Galadriel, y ahí encomendarse a su Señora antes de partir al encuentro con la Diosa Madre de la Abundancia, en pos de lo que vendría a ser lo que es hoy, una leyenda, pues, desapareció en los montes Himalaya; sí, a mí también me encanta creer que ascendió de dimensión, al fin se transformó en un leopardo de la nieves.
Lester González, el invitado, no sube hasta donde puede sino que aprendió a bajar sirviéndose de las ganas de hacerlo por los caminos de campo de las vertientes andinas, y además disfruta vagando por los valles de la meseta andina, y ver de lejos a los solitarios gigantes de roca y nieve que despiden poesía visual; cada animal andino envuelto en su intimidad tiene su personalidad y facetas acordes a los micro-climas de sus pisos biológicos.
Resoluciones de vida-muerte de la medianoche al amanecer es el signo de esta novela que abarca misterio, terror cósmico, suspenso, fantasía gótica, dispositivos de ciencia ficción o algo parecido, renacimientos con los dragones de oriente incendiado el hemisferio occidental, historia fúnebre del caserío suicida afectado por el Virus del Sentimentalismo, música celestial de guitarra flamenca dirigida a extraterrestres, viajeros cósmicos, estirpes caninas, lobos danzantes… ¿qué sé yo?, es toda una galaxia de percepciones, sensaciones y recuerdos que se desarrolla paralelamente tanto en la inmensidad septentrional de las grandes llanuras de Brecha de Búfalo como en la altitud andina de la metrópoli Medusa Multicolor.
Brecha de Búfalo, es la pradera que contiene al desangelado caserío Placidville, en el que únicamente han permanecido Teodoro Morris, Ana de Cazaderos y el can Pincho. Sin embargo, Placidville, es el escenario de la bienaventurada agonía de Teodoro Morris, alias el Saqueador, apodado así por cortesía de los propios habitantes del valle de Quinara, porque tomó lo justo y necesario (“para ser de rato en rato y con cuchara agasajado por esa bastarda llamada Felicidad”) del mítico oro de Quinara, entierro incaico del que ningún otro cazador de tesoros a podido beneficiarse. Lo curioso es que existe un lindo hostal tres estrellas, bien equipado para alojar cómodamente a los entusiastas guaqueros nacionales y extranjeros que se allegan a la pintoresca urbe de Quinara a echar suerte, y realmente se divierten como niños buscando huevos de pascua en los alrededores del valle subtropical homónimo. Esto último se da debido a que reciben copias del intrincado y esotérico mapa original de la ruta del tesoro que fue donado por el mismísimo Saqueador, cual se exhibe en una urna de cristal en la amplia recepción y sala de estar y de juegos del apacible establecimiento.
Radio-libre Marañón, emite sus ondas más que largas desde el Domo del Panecillo, puesto que según su noctámbulo propietario están de viaje a los confines del universo. Radio-libre Marañón tuvo como invitados a la herpetóloga residente en la cuenca baja del río Napo y al guitarrista noctívago que habita al pie del cerro Ilaló, José Miguel, ocupando la hectárea que heredó de lo que fue otrora una fastuosa hacienda, “La Merced”. Nadie se aburre en las instalaciones de otro mundo de la nave o estación de tránsito astral que podría ser el Domo del Panecillo —acorde con las especulaciones del afamado ufólogo azuayo que clama y desespera por acceder a esos “cuartos mágicos”, pero no le acaba de arribar la invitación prometida—. De vez en cuando oigo involuntariamente el discurso de la donosa herpetóloga, narrando el rapto de sapos y ranas de la amazonía por parte de entes alienígenas que han sido denominados Espaciales Saponáceos, o Fenómeno ES, mientras la guitarra flamenca del maestro José Miguel la acompaña con discreto arpegio de fondo.
De un cataclismo interior surge el gran desasimiento nietzscheano de Teófilo Samaniego, de la noche a la mañana se desprende de lo que más lo ataba en la metrópoli Medusa Multicolor. ¡Renuncio!, es el aullido que retumba en los confines de su microcosmos, y por fuerza del auténtico vividor renuncia a estar uncido al mundillo que le vendieron como el único digno de ser atendido: posgrado en Innsbruck, asenso laboral en los estratos respetables de la burocracia turística, familia adorable y fotogénica en redes sociales. Apenas ayer seguía el instructivo de posesiones y tradición acumulativa que le había sido entregado para capear el flamante siglo depredador, heredero de la excelencia para la destrucción planetaria de la centuria previa.
No había escapatoria aparente sino era en los juramentos risibles del borrachín libertario, todo él exacerbado por las melodías corta-venas alquiladas a la rokola de Soda Bar Carrión. “¡Ya vas a ver Tronkocito Huevonazo!, sí me atreveré a prescindir de la etiqueta de joven muy prometedor que me colgó en la corbata la sociedad de termita, cualquiera de estos días te voy a sorprender con mi intempestiva erupción plínica”, me contó que se arengaba rumbo al sollozo del subversivo que ante los más era un brillante prospecto conformista, afortunado pequeño burgués de ideas avanzadas. De repente, la coyuntura citadina de la Medusa Multicolor obró como rayo iluminador de su ineludible viaje, y se mandó a mudar a Remoto, Hostería de Selva Húmeda y Lluviosa.
De todos los magníficos instantes de mi visita a esos pagos de la creación de pluviselva, donde el equilibrio de las especies reina, hay uno que me estremeció recién, por estos días. Me hallaba ensimismado a la sombra del arupo de ramaje artrítico proa al sol que se enciende en su floración de julio, vistiendo ramilletes de estambres rosados retorcidos, y vino a mí el momento del cierre del escenario de Remoto, cuando se dieron los adioses al alba y bajo el rugido de fondo de los monos aulladores, allá en el muelle artesanal de la laguna Pelancocha formando dos anillos, el acuático ocho selvático acordonado por yutzos, que solo admite piraguas a remo que se desplazan a golpes de canaletes rojizos lanceolados.
Cuán vívido es el recuerdo que tengo del joven Teófilo despidiéndose de cada uno del grupo de naturalistas de andar y ver, al que plegué desde la ciudad Medusa Multicolor. Partimos en manada intrépidos expedicionarios y la tropa de cachimochos de hostería Remoto, estos coincidieron con nuestro viaje de retorno a la estridencia de los derivados de petróleo haciendo las delicias urbanas. Los cachimochos (como jocosamente a sí mismos se denominan en alusión a la serie de fábulas amazónicas de S. DelaCruz, El mundo de los cachimochos en el país de los coquinches), salían de vacaciones o mejor dicho venían a percudirse en las civilizaciones de humo siglo XXI. Mientras me alejaba en la estela acuática de luna del amanecer de Pelancocha, figuré las instalaciones de la hostería como una aldea naporuna vacía de gente, y a Teófilo Samaniego fascinando con la soledad radical y el silencio de pluviselva que buscó y encontró. Me he preguntado, ¿volveré a saber de los parajes míticos de la cuenca del río Napo, y de los circuitos alucinantes que programa para el intrépido expedicionario la administración de Remoto?