por Juan Arias Bermeo | Oct 25, 2024 | Más Ficciones
Apenas ingresando a la mansión Chancusig, quedó expuesto que nunca podría haber sido la cabaña de un náufrago. Oh, Malinche, eres la diseñadora y hacedora de los suspiros de este beneficiario de tu arquitectura para la vida lenta. El ojo cósmico como residencia en la Tierra entró en mi ser terrenal con la gracia postrera del sol de los venados. Nada de fortuito en la mansión Chancusig, se trata de que las puertas de la percepción se abrieron de repente al ser que dejó atrás la caverna, en eso consistió el edificar de Malinche. Ella moldeó el ojo cósmico con la materia disponible de nuestra época de integración molecular al servicio de Racionalidad Digital y de carambola está al servicio de la maravilla que viene de afuera: paisajes, aromas, texturas y ritmos de la naturaleza rugiente.
Esta residencia jamás podría haber sido una variante de las delicias de mi cueva en Racionalidad Digital, acá no hubiese prosperado la idea del modo holograma de encendido y apagado a discreción del usuario cavernícola, debido a que la conciencia de estar residiendo en una cueva es inconfundible y por ende la simulación de espacios lindos que ofrece el catálogo holográfico viene a ser de uso imprescindible allá pero no aquí. Allá no hay manera de escapar de la temporalidad holográfica y uno está muy conforme sabiendo que vive una ilusión versátil; allá, uno se manda a cambiar de diorama y cae en otro momento desechable, siendo la constante navegar envuelto en la alternabilidad sin pena ni gloria.
Dije que husmear en los parques y jardines de biosfera alterada de Oréate, fue el preámbulo pasivo al aterrizaje en la cruda realidad del bosque seco de lomas color ladrillo que encierra la perspectiva de valle subtropical esencial, o sea, regado por el arroyo de agua dulce que nace al pie de las murallas de granito. Lo que vino conmigo, de la existencia resuelta en la soledad absoluta de Racionalidad Digital, es la materia útil necesaria para sepultar cualquier idea de sobrevivencia biológica a lo Robinson Crusoe, todo lo que hace posible que funcione el ojo cósmico, y que por extensión hace que funcione el intrépido expedicionario Chancusig, es el pasaporte a la soledad subversiva que escogí vivir más allá de usar los productos de mi época, reconocibles por los sentidos cuando paseo en el minimalismo hogareño, cuando el piso se amolda al cuerpo en reposo y cuando la república de células es un estómago plácido degustando y digiriendo el programa de menús aleatorio dispuesto para el único comensal.
Acá, la alimentación cotidiana, deviene en agradable sorpresa nanológica de texturas, aromas y sabores camperos. Este degustar de la república de células que habito y me habitan, lo he denominado, con mayúsculas, Yantar del Campesino, en oposición al comer para el olvido del cavernícola. El buen yantar del campesino no tiene parangón con el comer inadvertido del cavernícola, al extremo que carezco de recuerdos gastronómicos de la época de encierro digital. Alimentarse, en mansión Chancusig, es una fiesta del nano-catador que descubrió el apetito del caminante desayunando temprano en la mañana, almorzando a media tarde y merendando en la noche si hubo expedición en pos del avistamiento de fauna nocturna, a propósito de esto último me fascina el puma incursionando en territorio mutuo. Evitamos, el uno al otro, estorbarnos. Me remito a aquel genio creador de ficciones estelares que, en un remoto siglo, decía de su situación frente a sus colegas: cada quien en su galaxia.
La piel bronceada, que estrené abandonando la soledad cavernaria de toda una vida, está concebida a medida del iniciado Chancusig, de lo que la llevo gastando es una piel para doblar espinas; piel repelente de todo bicho feroz venenoso o no venenoso, diminuto o gigante; piel ultra resistente a los rayos ultravioleta, etcétera. En fin, lo que se mantiene igual a la fina piel lechosa de la caverna es la condición de transpirable, autoregenerable, auto-higiénica liberando toxinas y excrecencias de los diminutos corporales. La piel cavernaria carecía de sensibilidad a los estímulos externos por obvia circunstancia del aislamiento holográfico, donde la mente sustituye los sentidos propios de un intrépido expedicionario por sensaciones digitales. Al cabo de jornadas de reconocimiento en el exterior me siento un campesino a secas, soy un campesino solo por el hecho de estar inmerso en la actividad mudable de lo salvaje. Ahora sé lo que es el tacto primordial, ejemplo, vaya delicia abrazar el agua dulce del arroyo en cada poro abierto de la piel de Chancusig.
El minimalismo de mansión Chancusig es mucho más que inteligente, corresponde a la aventura del vividor en su entorno entregado a la evolución natural de un innombrable valle subtropical seco. El minimalismo de la caverna de Racionalidad Digital corresponde al hermetismo fantástico. Aquí, al pie de la muralla de granito, brillan por su ausencia los hologramas paisajísticos y demás motivos de simulación de halago a los sentidos digitalizados. Aquí, la cruda realidad, supera a la fantasía cavernaria. Allá, en la cueva, la programación de hologramas es imprescindible para el ejecutivo superior de Racionalidad Digital. He sido autor de hologramas de caminar y de dormir para otros ejecutivos superiores, así como ellos le proporcionan a uno sus creaciones para atenuar el paso del tiempo. La caverna tiene dimensiones de forma rectangular y sin obstáculos, una suerte de cajón vacío de cuarenta metros de fondo por veinte y cinco de ancho, y en su estado holográfico preestablecido es un espacio elevado a diez metros del suelo con una proyección de techo falso de madera infatigable a la vista. El panorama por defecto, en los cuatro lados de la caverna, es idéntico: campos de amapolas silvestres en floración perdiéndose en perspectiva que varía en intensidad y nitidez visual de acuerdo a una meteorología aleatoria diurna y nocturna.
Dije que la mansión Chancusig es oval, inteligente y sensible a la psicobiología y gustos del loco viviente que la pone a funcionar, y su encanto proviene de la multitud de nano-servidores invisibles e impalpables. Está libre de columnas, hecha de compacto multicristal antirreflejo que va cambiando de matices monocromáticos hasta que toma el rojo añil crepuscular, el color de recepción y bienvenida al hogar desde la tardecita inolvidable del arribo. El espacio-tiempo acá es la duración de la persona que se beneficia de una memoria mágica a largo plazo, sumando una continuidad en experiencias a borrados día a día. Y se trata de la misma persona que en la cueva se resignaba a consumir y olvidar el instante rápido, rápido. Allá el día servía para completar, exento de recuerdos y experiencias circunstanciales, libre de acontecimientos e hitos históricos íntimos, la vuelta astronómica del planeta Tierra al Sol. La idea de estar en el nirvana digital cavernícola transcurría veloz, alienada en la intemperie de lo holográfico, salvo las salidas de engorde a la biosfera alterada que en sí fueron una acción pasiva intuitiva para generar este futuro de loco viviente.
por Juan Arias Bermeo | Sep 21, 2024 | Más Ficciones
Estas son las primeras palabras que vuelco en un cuaderno de bitácora que será intermitente, sin fecha ni horario en el calendario. Desde que tengo uso de razón y memoria me he narrado historias orales, hoy me nace hacerlo en la modalidad escrita por la aventura inédita que inicié libre del todo del chip conductor de Racionalidad Digital, y no podía tener un mejor título: El hombre sin espejos. Empiezo: me recogió puntual, al final de la manga aérea, el AVUA, modelo libélula fucsia, y cerré los ojos en el pasado y los abrí en el futuro. Así fue el trato con Malinche, abandonar sin adioses ni preámbulos la piel del Chancusig de la vida rápida por la piel del Chancusig de la vida lenta. Me mandé a mudar a media tarde y desembarqué ligero, lúcido, estrenando la piel del intrépido expedicionario, convengo que ayudó la siesta que tomé ni bien alzó vuelo vertical la libélula fucsia.
El AVUA insonoro, de ventanas opacas sin reflejo, apenas se balanceo suspendido a ocho o nueve metros del suelo boscoso a pisar en la tierra prometida, y fue abrir los ojos al portal de cielo parcialmente cubierto por nubes de algodón jugando con la luz filtrándose a raudales en el calorcito de valle subtropical andino. Dejé el portal del AVUA y descendí por la rampa transportadora al punto de aterrizaje. Estaba de pie absorto en mitad del puente peatonal de madera roja adornada con estrías blancas y motas negras, la madera mate venía envejecida gracias a la integración molecular de la materia que habrá encargado Malinche para crear este detalle de bienvenida al aventurero Chancusig. El puente está dentro de lo artificial al que echa mano el contrato de servicios de refugio esencial celebrado con Malinche, entiendo que las cosas que no son originales y han sido construidas a base de integración molecular vienen de cajón cuando las circunstancias así lo ameritan, sin afectar la biosfera prístina ni la aventura en lo ignoto en sí del señor Chancusig. No viene incluido en la vida lenta el repudio a un mínimo de muletillas de época, pues, no estoy aquí para rendir homenaje a la remota historia de Robinsón Crusoe. A la verdad, lo que menos quería él famosísimo náufrago, Robinson Crusoe, proveniente de la homónima ficción del Siglo de las luces, era aislarse de la cultura y régimen social de su tiempo. Sí siento afinidad con la aventura de un ente de ficción legendario, el cual quiso renunciar en cuerpo y alma, no solo a su época las luces sino a ser parte de la especie humana y es Gulliver, en el País de Los Houyhnhnms. No soy un náufrago de Racionalidad Digital, soy un renacido de mi propio espacio-tiempo.
Aterrizar en el puente de bienvenida a la aventura de Chancusig, y fue sentir que había sido arrojado al espacio-tiempo de la duración del instante o vida lenta. Se agradece la experiencia ganada en mis salidas de engorde a la biosfera alterada, valió la pena el alto precio que tuve que pagar para aburrirme de lo lindo sin apartar el cuerpo ni un centímetro de la cinta transportadora panorámica, solo aguardando el feliz retorno a la cueva digital, me río suponiendo que mucho peor hubiese sido el fastidio dando la vuelta retrepado en un sillón ergonómico. Lo cierto es que el detalle de pasear de pie en la simulación de andar por libre en senderos de biosfera domesticada, impulsó esta mudanza. Orearme en los circuitos de Oréate, vino a ser la capacidad que tengo aquí y ahora de distinguir lo adquirido.
Aterrizando únicamente valía mi cuerpo-mente para tomar decisiones y moverme ya no por inercia de un holograma o un circuito domesticado, sino accionar el conjunto Chancusig y hacer los pasos siguientes que lo conduzcan a su residencia aún invisible. Apoyado en el pasamano de madera que prolongaba las mismas características del material y colores del puente, me quedé con la primera pintura imborrable de la tardecita: el aire suave y tibio venía perfumado por algo más que los sauces melodiosos en perspectiva dibujando arcos danzantes de una lejanía propia. Saludé con el arroyo correntoso de agua clara y fondo pétreo.
Dar dos pasos fue colgarme del pasamano opuesto, y, respirando el mismo aroma ribereño, descubrí otro paisaje de cara al río despegándose del túnel claroscuro de sauces llorones y corriendo hacia herbosa vega que venía a ser distinta lejanía y distinto paisaje. Una bandada de aves azules alzó vuelo, sacándome del ensimismamiento. Miré arriba buscando a la libélula fucsia, se había ido ya, ni siquiera esperó a que le diga “que te vaya bonito”. El contrato de servicios con Malinche dice que cumplidos los 365 días vendrá el AVUA a ponerme de regreso en el mundo cavernícola digital, pero el contrato también estipula que puedo prorrogar mi salida cuantas veces quiera o sea al infinito, y más allá aún… No soy el Doctor Fausto pactando con Satanás sino el señor Chancusig pactando con la arquitecta Malinche. Dicho el “que te vaya bonito”, inexplicable dicha por las “naves quemadas” me invadió. Estupendo, no hubo adioses, y me olvidé del AVUA. Con los pies en el puente, volví a lo me atañe y observé dos trochas de grava apisonada o algo así serpenteando, en las respectivas orillas a favor de la corriente de la vega herbosa.
Salí del puente y tomé la trocha contracorriente camuflada a izquierda de los sauces arqueados y flanqueada por una hilera de cedros en flor perfumando el medio ambiente. Reconocí el olor dulce y almendrado de los cedros en flor en el corto trayecto claroscuro de andar sumido en él, pues, es un aroma que me es familiar. Coincidencia o no entre las caminatas que hago para menear el esqueleto y mantenerme en mínimos saludables allá en la cueva digital, una de mis favoritas es la del holograma odorífero de cedros en flor. En este punto reafirmé la radical diferencia entre lo que es holográfico y lo que es original, fue una extensión del momento demorado del aterrizaje y ambientación en el puente. Es fundamental esto de reconocer la vida lenta de entrada, y ser parte de la gran diferencia con la prisa que cargaba de zafar de los circuitos en la biosfera alterada de Oréate.
Emergiendo del trayecto claroscuro de bosque ribereño, copó los sentidos del senderista el cuadro de la nave de multicristal que en sí constituye la base del renacimiento del señor Chancusig. De una se mostró el escenario de mi residencia con los pies en la tierra; allí, la mansión oval de mi destino que, por un efecto óptico pasajero, lucía kilométrica, y era un ojo cósmico verde-pardo aguardando al único invitado a gozar de sus encantos. De hecho la mansión Chancusig es inmensa para un solo ocupante, materializando el minimalismo puro que encargué a Malinche. Sus medidas, a ojo de buen cubero, son: más o menos de cien metros de largo por sesenta metros de fondo, en su máxima extensión, y cinco metros de altura. El ojo Chancusig, está acoplado con holgura a la plataforma de roca blanca marmoleada, roca que hace un escalón de unos diez metros de altitud que desciende por una rampa corrugada y ondulante de amigable pendiente conectando con el sendero. Natural y sobrio acceso al hogar; sí, taxativamente, es el primer hogar del señor Chancusig.
Mi hogar ocupa un tercio, en el costado izquierdo, de la luna menguante que forma la gran muralla de granito cortada a pique. La muralla es eónica, es el colofón pétreo esculpido por el tiempo, una obra de arte geológica de vetas horizontales de azabache mate intercalando con vetas rojo añil. El cuadro integrado del ojo cósmico y la muralla de luna menguante, sacudió la república de células denominada Chancusig. Calculo que la muralla, tiene un frente aproximado de trescientos metros con una altura de treinta o más metros. Esta reliquia temporal me llegó nítida a la vista, levantándose airosa al tope del vallecito flanqueado por colinas bajas que, allende su aparente redondez cimera cubierta por especies arbóreas propias de bosque seco, denotan alta dificultad para ser escaladas por el señor Chancusig, quien dicho sea de paso no vino acá a cometer ninguna proeza ascensionista.
Iniciado el crepúsculo de nubes arreboladas formando un campo arado celestial entre jirones de azul lavado, observé desde la altura y mirador privilegiado del ojo cósmico que, a media cuadra siguiendo el pie de la pared de granito, brota del subsuelo el río de agua melodiosa. De golpe surge la corriente freática, de la muralla nace el agasajo a la vista y a los oídos. Entendí que la muralla de luna menguante es el símbolo non plus ultra, hasta aquí llega y de aquí parte mi aventura. El arroyo viviente de la muralla de granito se dispara raudo aprovechando el desnivel del lecho pedregoso y escalonado, y, corriente abajo, antes de entrar al bosque claroscuro del puente de bienvenida, sortea grandes piedras polimorfas. Y sí, es de celebrar que Malinche supo interpretar lo subliminal de mi pedido de aislamiento en lo silvestre, en esto consiste mi incomunicación con Racionalidad Digital.
por Juan Arias Bermeo | Ago 26, 2024 | Más Ficciones
Chancusig, en sus elucubraciones diurnas, se apostó a sí mismo fuerte: una tarea existencial que no tiene parangón como súbdito y ejecutivo de Racionalidad Digital, esto es que empezó a desear toda una vuelta de 360º del planeta Tierra al Sol: sin espejos y prescindiendo de su chip conectado a la corriente del ciberespacio incesante. Ese intempestivo llamado a bucear en lo ignoto a largo plazo fue proponerse una aventura que lo llena de gozo apenas especular con ella. Se decía a sí mismo que iba a salir de la caverna digital de vacaciones a ninguna parte, es decir a donde sea inubicable por el rastreador global. Eso sí con boleto de regreso al espacio tiempo normal una vez cumplida la misión secreta de ser un incomunicado social un año entero. Debía encontrar alguien que provea esa suerte de retiro aristocrático, o sea, una cabaña escondida en cierto valle andino subtropical seco, uno original y no de esos que abundan en las promociones para hartarse de soledad y silencio de biosfera domesticada de Oréate, por dos horas como máximo, y no es una arbitraria imposición del sistema Oréate, sino que a la verdad es el aguante tope del urbanícola sin portar el chip de Racionalidad Digital.
Chancusig, a la fecha, toma con regularidad las promociones de viaje a la biosfera domesticada, que en sí cuestan buenos créditos, así los operadores de viajes juren hacer grandes descuentos a su distinguida y selecta clientela. Estas escapadas de Chancusig del hogar, han venido siendo las únicas salidas reales a la intemperie que ha cometido desde que ascendió al nivel ejecutivo superior en el régimen Racionalidad Digital, y la paradoja es que siendo inofensivos viajes a la biosfera domesticada, desembocaron en la fijación de hacer un escape en serio a la cruda naturaleza de valle andino subtropical seco. ¿Cómo pudo reventar semejante reto para el sujeto de la experiencia ausente del mundo original? No le quepa duda que brotó de sus fastidiosos paseos de ver, oír y oler trepado en una banda transportadora acolchada simulando un sendero de campo rústico, como si recorriera a paso de hombre relajado el distinto escenario ribereño de marras. Se aburre sin remedio metido en cálido caminito transparente, acogedor, impoluto, sombreado por los árboles de orilla y, por añadidura, cantarino merced a abundante avifauna trinadora. Tal simulacro de andar en solitario en la biosfera domesticada, aún siendo una farsa de ejercicio al aire libre, era el negocio del operador de biosfera domesticada Oréate y, en consecuencia, Oréate era el que le inyectaba el afán de repetir que se disparaba tras un tiempo razonable como si fuese espontáneo deseo y así volvía a la belleza de turno a orillas de tal o cual río de agua dulce deliciosa, de brisa tibia, de verdores pigmentados por mariposas de alas traslúcidas, etcétera… sí, etcétera porque se mandaba a mudar rápido de esas maravillas de pago de la biosfera domesticada Oréate. Su promedio de permanencia, en los circuitos a orillas del encantamiento tedioso, era de alrededor de cuarenta y cinco minutos cronometrados por el vehículo, modelo escarabajo arcoíris, AVUA (aparato volador unipersonal autoguiado), desde que se bajaba en su destino de zona paradisíaca hasta que se volvía a subir para retornar a la vida activa de cueva digital en el tardío Antropoceno.
Sabedor de que nadie se opondrá a su “proyecto subversivo”, todo en aras de la libre expresión a la que el sujeto de masas digitales se acoge cuando le viene en gana ser libre para opinar, desear y pedir lo que le apetezca a la nada. Este refugio debía estar a la mano, al menos en la mente, de un pueblito XYZ de la tardía modernidad que tenga de cortesía una plaza mayor recoleta y religiosa al estilo de los católicos viejos. Ubica el pueblito XYZ a 3 kilómetros o algo así de potente caminata, siendo la caminata total de seis kilómetros, o sea, un ejercicio que nunca antes ha cometido y no sabe si lo hará, he ahí el reto incluido. Y, como elemento fundamental de la aventura en ciernes, el medio ambiente del valle andino subtropical seco tiene que estar, sí o sí, libre de amortiguadores de biosfera domesticada Oréate, ¿caso contrario de qué apuesta hablaría? La certeza de la cercanía del pueblito XYZ debe ser inobjetable, vendrá a ser en su psiquis una puerta de emergencia si el experimento falla estrepitosamente. Por lo demás, el espacio-tiempo de su retiro debe ser propio en el día a día, o sea, ajeno a la cotidianidad bucólica del parque central de XYZ. Así, valido de la suculenta fortuna obtenida gracias al ejecutivo superior infatigable en lo de ganar créditos en línea, se propuso esperar la oportunidad de encargar a la identidad que surja de la sonda de búsqueda Lem, el proyecto de vida que haga el quite al sujeto de rendimiento encallecido por la auto-explotación.
Una minucia de tiempo transcurrió para que se materialice la entrevista, persona a persona, de Chancusig con Malinche, la arquitecta ambulante de proyectos de vida Machángara S.A. Ambos, haciendo gala de intuitivos, acudieron a la cita de trabajo, pactada en la paz de los parques y jardines de biosfera domesticada del templo Piedras Negras, vistiendo de intrépidos expedicionarios de bosque andino subtropical seco. En ese entorno de recogimiento reventó el jocoso y no menos fructífero diálogo peripatético entre Chancusig y Malinche. La cita de trabajo, aunque en función directa de concretar a corto plazo un proyecto de huida a lo fundamental, también fue como un encuentro de amigos soñadores propiciando ideas para hacer realidad su utopía compartida.
Chancusig fue al meollo del asunto apenas entrando junto a Malinche, subidos en la banda transportadora doble, al túnel vegetal de membrillos en flor. Lo hizo recuperando de su memoria del pasado reciente los hechos que lo condujeron a Machángara S.A., y por inercia a tratar con Malinche. “Fue divertida la manera de encontrarte o mejor dicho como la sonda Lem, que envié al ciberespacio, te encontró. Todo se precipitó después de haber leído el himno al Río Machángara que la sonda Lem transmitió a mi lector electrónico en calidad de lectura involuntaria, no llamada y por ende atractiva, y en mi caso deseada por eso de que cuando me hundo en la nada de la angustia del ser abstracto, aditivo compulsivo, lo único que me rescata es la poesía romántica. Este himno me puso alerta, es decir, a rumiar la aproximación del proyecto de vida que despiste al esclavista y al esclavo de la Racionalidad Digital que soy”. Malinche, asintiendo con la cabeza intervino diciendo que a ella le sucede algo equivalente cuando se adentra en los himnos de Nobalis, en la poesía de ojos atléticos de Hölderlin, en los parajes aquilinos de Nietzsche en Así habló Zaratustra, por ejemplo. “Sí, me sacudió la sensación de haber hecho un viaje al Río Machángara original, me refiero al río que corría airoso antes de la gran travesía del Homo sapiens y su aparición por esta parcela de planeta que habitamos, y se constituya en el creador de nuestra era Antropoceno. Tú sabes, Malinche, que el desaparecido río Machángara fue una putrefacción completa que recorría las ruinas de la ciudad K abandonada a los gallinazos, ahora es una repulsiva muestra del museo virtual de la apocalipsis química. Aunque no pones un pie en sus riberas de cloaca química, solo figurar que estás ahí parado es para taxativamente morirte de asco. Y dicho esto ahí radica el condumio del himno a un río que fue poesía pura, que no es el himno a su virtual pestilencia”.
El duende del buscador Lem, llevó en bandeja poética a Chancusig la palabra Machángara, sinónimo actual, en el museo virtual del apocalipsis químico, de aguas contaminando lo que toca al paso de su corriente fúnebre. El himno al Río Machángara hizo que de rebote aterrice el nombre Machángara S.A., con su leyenda: especialista en proyectos prístinos de retiros aristocráticos en cabañas escondidas. Fue pinchar en el sitio Machángara S.A, y consumar la carambola. La posibilidad de escaparse de la cueva digital, sin más preámbulos, echó a andar el proceso regenerador. Así se gestó la reunión de Chancusig y Malinche, el resto fue dar la vuelta a los jardines y parques del templo Piedras Negras. Sin promediar anotación o grabación alguna en un dispositivo pertinente, Malinche, hizo lo que es su poder innato: escuchar. Y escuchó bien mientras Chancusig propuso lo suyo en detalle, ella almacenó en su memoria contemplativa los mensajes subliminales que contenía la narrativa del otro. Al cabo del único encuentro entre Chancusig y Malinche, al cabo de él proponer y ella escuchar con la promesa de una pronta entrega de la encomienda, se despidieron a la usanza de los amigos de antaño: cuídate mucho Malinche, cuídate mucho Chancusig
por Juan Arias Bermeo | Jul 19, 2024 | Más Ficciones
Tichya está en el punto de partida del sendero, apenas se detiene en el pintoresco letrero que reza A orillas del Machángara, rebasa la figura de la mano señalando con el dedo índice el futuro imperdible. Tiene rumbo en estos pagos prístinos: adentrarse en la ribera de bosque primario andino, bordear la vega y cañadas de agua dulce corriendo por el río nacido de las entrañas del volcán Atacazo. El añadido es que iniciando la marcha, con la saludable lentitud corporal que se le achaca al perezoso, oye la voz grave cargada de solemnidad femenina anunciando: A continuación la introducción metalera de las sagradas notas beethovenianas de A orillas del Machángara.
La introducción metalera fue breve y certera, cumplió su cometido de bienvenida eléctrica, desperezando a cabalidad la mente senderista. Acaso pende en el aire salvaje esa suerte de himno beethoveniano que debía ser A orillas del Machángara. Se quedó en cortesía, cunde el rugido de la naturaleza original como auténtica evocación beethoveniana. Tichya, agradece el latigazo despertador de la guitarra, el bajo, la batería, el violín, el sonido del viento acompañando los reclamos guturales del intérprete metalero. Lo demás lo pone este sendero y su entorno que es en sí el himno del caminante.
¡Qué ágil bordea la vega el sendero!, pegado a las faldas ondulantes de la peña evita el humedal y aligera el ritmo de marcha en desniveles mansos. Festival de flancos herbosos, detrás fauna y flora endémicas brotan del bosque primario andino. Intrépido puentecillo colgante se ofrece para cruzar el río sorteando grandes piedras en bramido de incipientes cascadas color melcocha: aguas canoras revientan en piscina de fondo cristalino de pardos guijarros. Espejo de agua reflejando el azul del cielo como un ojo abierto entre nubes azucenas.
Aves remolineras se bañan jugando con los lirios de agua de pétalos violetas. Embebido en bosque de fragancias silvestres, el quinde negro pica en faroles rojos y, a los ojos de Tichya, es el príncipe de la especie alada que prospera en radiante arcoíris nectarívoro. Los glotones mirlos cantan a la primavera de la mañana viajando con la meseta andina al otoño crepuscular, allá se recogerá en lejanos murmullos de pluviselva.
Abandonado el húmedo verdor de cañada, llega el lamento del pavo real alzando vuelo de la esponja vegetal suculenta. El río se estrecha y aúlla en veloz retirada, y Tichya descendiendo con la imperceptible gradiente montañosa perfumada por matas de menta en nupcias con mariposas de cristal.
El río encañonado corre celeste, reflejo del cielo límpido que reúne cóndores, arriba han ubicado los despojos del venado cornudo que el puma despreció por hartazgo. Tichya, presiente el fin del sendero con el trecho de orquídeas estallantes. Ojos atléticos descubren el valle inconmensurable, a oriente, difuminando en lontananza, chocando con el último escalón de colmillos andinos. Invisible está el imperio de los sudores y exuberancia sin par de la cuenca alta amazónica.
La plataforma gris de granito corrugado topándose con el abismo verde, es el balcón oblongo y panorámico de lejanías primordiales, es el detente del sendero desembocando en el salto de agua que cae vertical al agujero pétreo insondable, bóveda sin eco del golpe de agua en el lecho que, Tichya, figura como la morada de la deidad a orillas del Machángara.
por Juan Arias Bermeo | Jun 27, 2024 | Más Ficciones
Tichya se para y torna a ver cuánto ha avanzado en el viaje de punta rocosa a punta rocosa, teniendo como intermedio a la playita extendiéndose placentera al son de manso oleaje. Aproximándose al otro lado no solo se ha estirado la playa sino que ha crecido en su ancho, y luce la fina arena crema abundante y caldeando bajo el borde del bosque de Manzanillo desembocando verde y frondoso en el filo marino. Manzanillo: hermosura arbórea conteniendo el fruto prohibido al mortal humano mas no al mortal galápago. Bosque de manzanillos llamando a anidar a su pie, y amparo, a las iguanas marinas formando un ruedo de cofradía bañista tomando vitaminas solares y elevando la temperatura corporal interior para digerir su dieta vegetal submarina.
¿Qué ve Tichya exaltada?… Es la figura caballeresca del Quijote, a lomos de Rocinante y de Sancho, a lomos del innominado rucio de su adoración. Caballero y escudero vienen avanzando en silencio y están a tiro de vista, en breve ambos arribarán al punto del espectador del portento, embebidos en la alegría del paisaje y agasajados por la brisa de media mañana, mientras sus monturas chapotean en la línea gris húmeda de arena dura que apenas lame el mar y se retira burbujeando.
Don Quijote, ladeando a trochemoche su fina estampa de caballero armado presto a galopar lanza en ristre a acometer endriagos y vestiglos de archipiélago tropical, más bien cabalga desinhibido y atento al paisaje, suelto de manos, hermanado en ello con su amigo y escudero Sancho Panza. Se diría que Don Quijote va de pensador contemplativo antes que buscando solucionar entuertos que no vislumbra en parajes que elevan la mente y el cuerpo a estadios poéticos. En todo caso, Tichya, reflexiona que esta suerte de acontecimientos contemplativos vendrían a ser la normalidad de Don Quijote y Sancho acá, o sea mientras permanezcan en el mundo original de las Islas Encantadas.
Don Quijote y Sancho se mueven en modo beatífico, beneficiándose de la conjunción lumínica de tierra, océano y cielo que se generó tras el espanto de tormenta eléctrica sumada al diluvio de acuarela oscura galapagueña. De la oscuridad de bosque seco, mojado, que flagela los ojos con rayos y retumba en los oídos con relámpagos, nació la luz y calor de playa nivelada, más larga de lo que acaparan los ojos y colmada de tierna arena cremosa acotada por cúmulos azabaches de roca volcánica fúlgida. ¿Y qué más añadir del fastuoso ramaje artrítico de los manzanillos? En sí es la primera playa de esta modalidad extensa y ancha que Tichya encuentra de sopetón, por obra y gracia del sendero que conduce de la tempestad enceguecedora a un tesoro escondido en medio de las tantas caletas que desaparecen del plano playero, entregando su orilla arenosa al reclamo de pleamar. Y, por excelsa coyuntura, a la mañana que ya ganó para sí el título de plácida apenas llenando el horizonte con la silueta de Isla Floreana, arribaron a estos pagos el Quijote, Sancho, Rocinante y el rucio.
Desmontan de sus cabalgaduras y no rebasan y tampoco paran mientes en el sujeto de la experiencia que viene a ser testigo afortunado de un episodio atípico del Quijote, dado en el archipiélago de Galápagos, asaz distante del continente sudamericano. Digamos, Tichya, que Don Quijote está aliviado de la dinamita presta a explotar del caballero justiciero que es y, de repente, es nuestro anarquista cabalgando no solo fuera de su tierra natal, la España de Cervantes, sino lejos del continente en el que habita y medra el bípedo depredador del pedazo planetario llamado Ecuador. Entonces, cabalga también fuera de la atmósfera del Ecuador de Montalvo, fuera de la altitud de la serranía y valles primaverales incrustados entre los altos Andes ecuatorianos, hay mil kilómetros de océano de por medio y océanos de tiempo volcánico detenido en las islas nacidas del fuego submarino.
Don Quijote, apeándose en el borde de los manzanillos, aspira hondo aprovechando la sombra y frescura benefactoras del ramaje de bosque dilatándose lo suficiente hacia la tibia arena dispuesta a convertirse en ergonómico colchón para los caminantes. Una vez que Sancho le quita el peso de la armadura y las armas, manifiesta que es de agradecer tener a mano la visera de los manzanillos, esto ante la canícula que inició su ascenso al clímax de mediodía isleño ecuatorial. Don Quijote, solicita de buen talante a Sancho (acogiéndose al juvenil humor mañanero que los acompaña desde que se dio el cambio de tercio del bosque seco a la playita donde reina la distensión de bajamar) que procure brisa a Rocinante y al rucio, que los libere del yugo de monturas, víveres y arreos para que puedan mudarse desnudos a las delicias del sitio y husmear en las barreras de orilla rocosa y en el piso biológico aledaño, donde podrían hallar pampa de humedal escondido y hartarse de hierbas suculentas. Añade que si los cuadrúpedos tienen sed beberán agua dulce del cielo atrapada en cuencos naturales de campo volcánico, y que el lugar sea en dichos animales puros una ventura tal cual lo es para el caballero y su escudero. Don Quijote le participa al amigo Sancho que han de ser dignos de este remanso galapagueño haciendo realidad el goce playero de Rocinante y el rucio, que el uno se eche a relinchar de dicha y el otro rebuzne de contento, y ambos se entreguen a la vida plena como lo hacen los chivos en brisa. Recalca que tanto Rocinante y el rucio están avisados de que el fruto del manzanillo es veneno letal para ellos, aunque no sea así para los centenarios galápagos que los engullen como si se tratase de dátiles exquisitos.
Tichya, viene atenta y halagada por interpretar para sí misma el rítmico castellano de católico viejo del siglo de oro que, a sus oídos, le infieren tales magníficos caminantes e ingenieros del lenguaje emancipador quijotesco. Sancho, suelta entre risas sonoras viajando a carcajadas, a estómago rugiente, a Rocinante y al rucio. Así les comunica, valido de sendas venias de aprecio y respeto por su aporte impagable a la causa de Don Quijote, que sus señorías cuadrúpedos tienen brisa en popa para iniciar un coloquio de caballo a rucio, o de rucio a caballo, si les place; igual pueden irse al mismísimo horizonte donde yace la silueta de Isla Barataria, si les apetece. De regreso a la sombra fresca de los manzanillos tiene a bien dirigirse a Don Quijote, y le confiesa que la tarea liberadora que hizo es precisamente lo que él iba a proponer hacer con un discurso menos sabio pero no menos idéntico de la cosa en sí que concluiría en el alivio de útiles ajenos al cuerpo del rucio y al cuerpo de Rocinante, y que sus señorías cuadrúpedos desnudos susciten sus propias y pequeñas felicidades como a bien gusten en el escenario que sin duda tendrá más movimiento que el escenario de los bípedos implumes. Entiende que la necesidad de comida y bebida está cubierta para los humanos, tuvo la precaución de portar sencillas cosas de comer en la alforja y a la hora de hincar el diente, con el apetito saludable que abre la intemperie de este privilegiado sitio, vendrán a ser cositas finas que a él, Sancho Panza, le proporcionarán pequeñas felicidades terrenales aunque no provengan de las altitudes que alaba y consume Don Quijote, en su condición de caballero que se manda a mudar a donde su afán de aventura total, a vida y muerte, lo lleve.
Los amigos veraneantes, con el ánimo de oxigenar sus cuerpos, se han quedado en paños menores, la brisa corre en aras de ahuyentar los mosquitos y ya estirados, ya recostados o sentados teniendo el borde de arena de mullido respaldo, respiran la fragancia post-aguacero que expide el bosque y la tierra que habita. Ahora son sujetos playeros unidos al círculo de las iguanas marinas en una suerte de momento interespecies, agasajados por los elementos. Han colgado a orear, al son de del oleaje, las prendas de vestir y, con antelación, el diligente escudero hizo lo mismo con las monturas, arreos y víveres que vienen uncidos a primordial limpieza y ventilación en el espontáneo, versátil y amplio perchero a la intemperie que ofrece el ramaje bajo de los árboles de manzanillo.
Don Quijote, en tensión relajada, le avisa a Sancho que suspende su ayuno ipso facto, puesto que ha superado con largueza las horas que prometió pasar sin ingerir alimentos mundanos, esto en homenaje al aniversario de la doncella que se abstiene de mentar no por misterio alguno sino porque a partir del instante mismo que concurre, en el sitio de su resolución íntima, declara que la belleza sin parangón de la innombrable es una presencia inmanente a las Islas Encantadas. De lo dicho se desprende que la hermosura de su señora estará presente a donde fueren de visita mudándose de aventura, está aquí hoy y lo estará mañana cuando viajen a Isla Barataria, la isla volcánica que Sancho se adelantó a nombrarla así, apenas fue verla en el horizonte entre el cielo y el mar despejados y quedó prendado de su voluptuosa figura. Don Quijote, manifiesta su voluntad de apuntarse a la degustación de las viandas que con su generosidad habitual provee el amigo Sancho y, cuando sea oportuno acorde al reloj biológico del precavido escudero, se concrete la repartición de cosas finas de comer. Que cunda en provecho del paladar la tortilla de patatas y guisantes verdes, que nutra el escabeche de champiñón y calabacín y, para limpiar el gusto, que venga la horchata aromática nativa a falta de vino tinto manchego.
Tichya, se manda a mudar tomando el filo de arena amparado por la sombra del borde boscoso; ha cogido ritmo de caminata con el trino melódico de pinzones, copetones y demás avifauna del paraíso sobre la marcha. Por inercia, se aleja del escenario quijotesco, el cual se ha recogido en un remanso de silencio. Tichya, pasa de regresar a ver y tampoco le dedica ningún adiós al portento dado porque lo lleva adentro de una casilla de memoria intempestiva. Será la memoria intempestiva, después de acogerse a ineludible lapso de maduración, la que disparará este escenario reinventado en el futuro. De repente, Don Quijote, Sancho, Rocinante y el rucio, se encenderán como un relámpago de entendimiento, sin que intervenga la voluntad del sujeto de la experiencia del mañana.
Tichya, cursando la canícula del mediodía ecuatorial, reconoce la entrada del sendero de salida ingresando a la boca flanqueada por paredes de hierbas rastreras. Es el caminito de la mañana que apenas lo siguió con la vista un trecho corto, el resto fue seguirlo únicamente con los pies debido al enceguecedor diluvio acaecido de porrazo. Alucina con la trocha abriéndose quirúrgica entre la maraña impenetrable de palo salado, tal intrincado cúmulo de bejucos de fúlgido verdor es el espacio oscuro y fresco donde anidan las iguanas marinas, pero vendría a ser un infierno a cruzar para el bípedo implume. A la verdad, no entusiasma caminar y ver todo al revés, desde el final al principio, extrañaría la tempestad y tormenta eléctrica que fue la energía que movió su mente-cuerpo al hallazgo de la playita. La flecha rutilante de fondo rojo y marco negro, invita a tomar la banda rápida de regreso al Callejón del Lagartijo.
por Juan Arias Bermeo | May 28, 2024 | Más Ficciones
Cesa de golpe el aguacero y me reflejo en la arena húmeda reverberando, lamida por rítmicos coletazos de oleaje privilegiado para surfear con la vista. Hileras de olas reventando a distancia, luz solar pintando de celeste y turquesa el horizonte marino empatando con el cielo: eléctrico azul matizado de nubes grises como si fuesen los rescoldos ahumados de una hoguera moribunda. A las formas de paisajes de orilla se suma tibia brisa echando a rodar el secado corporal original, desde la gorra cubre-cuello para abajo. De la playa ancha de bajamar brotan figuras y sonidos de especies en acción; aquí el pájaro ostrero, especializado en abrir la armadura de moluscos con su largo y achatado pico tomate, atrapa un bocado rodando en la resaca que revuelve la fina arena, y alejándose tantito fuera del agua machaca la concha hasta engullir sabroso contenido.
Pisar fuerte en los charcos del sendero fue el estímulo justo para la danza de la lluvia que surgió apenas me incorporé al festival acuático de mar y cielo tropicales entreverando rugidos metálicos. Y esto de la brisa y el sol secando la ropa ligera mientras camino al tope rocoso de la playa es danzar entre delicias sensuales. Del ambiente limpio de porosidad brotan líneas de islas que reconozco con gratitud. La silueta de la mismísima Floreana es golosina exquisita que apuran los ojos viajantes, contemplan de punta a punta las prominencias y desniveles del ser volcánico, y Tichya generando giros acrobáticos, recitando:
Luminoso cerro de cantores alados,
nutricio de especies amenazadas,
trampolín óptico a pisos biológicos
vástagos del fuego magmático,
balcón de los misterios de Floreana,
tupido anfiteatro de aromática scalesia,
refugio acústico del petrel pata-pegada.
Pasajes broncos de la iguana Venustissimus,
aproximación a la deidad de orilla pétrea,
donde medra la roca azabache escarpada,
bruñida en los abismos del Lobo fino.
Calas de largo aliento en la mente,
miradores del tiempo recobrado,
lagunas de filos dentados,
brotes de mangle rojo estático,
quietud de acuarelas infatigables.
por Juan Arias Bermeo | Abr 29, 2024 | Más Ficciones
Soy Tichya. Me saluda la figura distinguida, vistosa, amable, de una persona que sobresale de los espontáneos transeúntes del mundo que Tichya percibe con intensidad. La persona transeúnte me llega esbozando la sonrisa contemporizadora de “te reconocí” y emite un sonoro buenos días y Tichya contestó inmediatamente con otro alegre buenos días como acto reflejo de cortesía mutua entre viajantes. Tengo claro que no la hubiese reconocido como viajante entre los transeúntes espontáneos sino es por su franco abordaje callejero. Esto de saludar vocalizando, fuerte y nítido, a otro viajante está sujeto a la personalidad del ser en tránsito por su mundo actualizado y en borrador. Tichya no es de saludar vocalizando sino de reconocer en silencio con el lenguaje corporal inherente a la ineludible sorpresa y fascinación que provoca el acontecimiento de coincidir con otro viajante en su propio viaje. Dado el caso Tichya es correspondida sin necesidad de promediar palabra alguna hacia afuera. Igual asombro suscita casa adentro el ser reconocido por alguien que uno no ubica como sucedió con la persona del sonoro buenos días. Ese viajante sí lo hizo con Tichya evocando por su cuenta una salida al mundo donde asumo me observó y grabó mi figura sin que yo hiciese lo mismo con su figura. Así pasa en la lógica del absurdo del recuerdo de cada quien, se dispara la memoria visual de acuerdo a la persona y sus fijaciones a futuro y sobre la marcha se hace alguien transeúnte un rostro memorable, lo demás es parte de la imprescindible comparsa callejera.
A diferencia de la fallida memoria de la figura femenina que se metió en el mercadillo El Souvenir, sí reconozco en un pestañeo y sin promediar saludo alguno al señor de grandes bigotes pelirrojos que aguarda a tomar esta cosa llamada «bus gusano» en la banca sombreada por un toldo añil desgastándose en la inclemente intemperie de isla tórrida tropical sometida al sol y las aguas de marzo. La persona de los bigotazos también me reconoce aunque mostrando la misma impavidez que yo proyecto en él. Un detalle insoslayable que capturó mi atención es que él lleva una vestimenta veraniega liviana y de secado rápido impecable, no venía enfundado en el grasiento overol con la marca de técnico de mantenimiento de la planta eléctrica de la menuda isla en la que estuve hace poco y coincidimos a la hora de la merienda en el sitio a la mano para comer sabroso y abundante, a lo bestia humana solitaria, cada cual metido en la mesa individual de hambriento viajante devorando el plato principal del momento, el plato fuerte aleatorio que constituye nuestro menú diurno y nocturno. Lo cierto, Tichya, es que a donde fueres a tragar en nuestro mundo de archipiélago actualizado y en borrador, el plato único del menú es delicioso e irrepetible al gusto.
La figura de los bigotes tupidos, pelirrojos, enmascarando la boca viene ubicado en la memoria visual reciente, fresquita, de la isla vecina parte del archipiélago tropical (el que me precio de visitar incansable en la cotidianidad del sujeto de la experiencia que inventa la mañana mudándose sobre la marcha), se subió al bus gusano que le correspondía en su ambición de hacer su propia historia de viajante. Tichya abordó su bus gusano respectivo y partió en pos del deporte filosófico: ese tiempo en el espacio de las delicias naturales contrastando con la muestra, que es en sí la urbe del puerto, de civilización de la alcantarilla y la basura sintética del hombre arrojado a la ficción de libre consumista. ¿Cuánto de la memoria histórica de la última humanidad Tichya acarreó de lo que de esa antigüedad personalizada le transmitió Tilda?: todo, es decir todo lo que nutre de Tilda para ser viajante actualizado y en borrador. La memoria vital de Tilda nos tiene ascendiendo a tierras altas de la isla más poblada de transeúntes del archipiélago. Voy rodando retrepado en el aparato que traquetea en la vía plagada de baches que desfiguran el asfalto pero no los cuadros paisajísticos de lejanías de orilla rocosa en las que sobresale la silueta de la isla que abandoné ayer.
Los pasajeros que encarnan la comparsa transeúnte, son campesinos que aportan con el cuadro familiar pintoresco de tierras altas, se van apeando del folclórico aparato contentos y embebidos en saludable conversación, cada familia de a tres miembros (dos adultos y un infante) carga sendos bultos de compras de comestibles que hicieron en el mercado municipal de la urbe del puerto. Tichya, observa que faltan a la vista caseríos de barrios rurales, ni siquiera hay casas sueltas de fincas agrícolas, es decir tampoco hay trazos de agricultura o cosa similar a la ganadería. A las distintas familias los aguardan distintos senderos internándose en el bosque de Scalesia cordata, caminitos rústicos de cascajo pero limpios y apisonados que se pierden en la cortedad del primer recodo a vista. El bus gusano que se echó a rodar a medio llenar desde el puerto, continúa vaciándose mientras se acerca a ineludible destino lluvioso, empezó a llover en la parte alta de la isla y Tichya presiente que esto va a degenerar en chaparrones que frustren la caminata más soleada que húmeda que deseaba para hoy, mejor dicho la salida en seco y despejada se cayó. Las imágenes de charca de algas púrpuras como una alfombra acuática abierta por la estela de patillos de cola pintada tricolor se esfumó en la mente; el sendero dibujado de tortugas gigantes del este y Tichya serpenteando en el bosque de guayabillos de ramas artríticas como perfumadas se desvaneció. El viajante no puede controlar la meteorología isleña y llega el instante de decidir si se quita del bus gusano y sufre una mañana inapetente o da media vuelta de regreso al punto de partida que si bien se mostraba parcialmente soleado o parcialmente nublado, ofrecerá una mañana más placentera que la que pinta acá arriba.
Tichya, pasó de complicarse y decidió hacer la ida y vuelta de una sola vez cuando los últimos pasajeros comparsa descendieron parsimoniosos del bus gusano. El aparato se vacío justo en el redondel de circunvalación que sin duda marcaba el regreso. Así fue, Tichya está de regreso en renovada soledad, y el bus gusano se transformó en bus bala deslizándose libre de obstáculos como un surfista en el túnel de una ola celeste divina. No hubo paisajes ni traqueteos de bus gusano en acción primordial, en un santiamén el bus bala descendió a la parada de la calle del mercadillo El Souvenir. Tichya se alejó del trajín del centro del puerto, y sin dudar se metió en la primera salida a la derecha y lo llamó porque sí Callejón del Lagartijo, apenas caminar veinte metros y se perdió el rumor callejero, y fue disfrutar del sendero largo y estrecho, hecho de lajas color miel asimétricas empatadas como si fuesen una sola plancha de piedra corrugada, flanqueado por muros bajos de lava petrificada que no muros de calleja diseñada para viviendas de barrio recoleto. De hecho, el bosque seco, entró en los sentidos de Tichya con recogimiento de mañana que acá abajo, a nivel del mar, estaba plomiza y con amenaza de lluvia. Venga lo que venga: acertaste Tichya. Empezó a llover suave y sostenido y los lagartos se han refugiado en las guaridas subterráneas de piso volcánico. Deja afuera tu bulla y escucha el latido del bosque seco. Dice Tichya, abrazando la oscuridad y el canto de ruiseñores del estrecho sendero que combina rectas con túneles arbóreos curvilíneos.
La ilusión de una aventura en seco a nivel del mar no iba más, las aguas de marzo no admitieron microclimas en la isla entera, el latido cantarino del bosque fue poseído por atronador diluvio que opacó la vista y dio lugar a charcos ineludibles y, al cabo, Tichya, fue metiéndose de lleno en el medio ambiente húmedo, si estás estilando únete al momento, pisa fuerte en los charcos, chapotea y aúlla de felicidad.
Parecía que la travesía del bosque seco era interminable y más todavía al son de la tormenta eléctrica que inició con estrépito. De repente el sendero asciende por un arco de piedra negra y bajando desemboca en una caleta de playita nivelada en bajamar. Tichya, siente la arena fina y suave bajo las sandalias y cree que se ha topado con una caleta que visiona paradisiaca si fuese una mañana transparente de iguanas marinas beneficiándose de mullida arena cremosa. Lo que tiene es la acuarela fuerte de un horizonte copado por lluvia cruzada sumándose a la tormenta eléctrica; tiene el sonido hipnótico de la masa oceánica lamiendo la orilla. Tichya, se mimetiza con la tempestad, es el agua que chorrea por la visera de gorra gris cubre cuello.
por Juan Arias Bermeo | Mar 22, 2024 | Más Ficciones
¿Qué veo y oigo?, es el angelote borrachón de la mueca inolvidable que, subido en rústica tarima de orador por libre, luce gigantesco, rara avis, debe ser el efecto sutil de sus alas tricolor que se pliegan y despliegan como un acordeón al son de las emociones del músico anunciando la recitación del poema intitulado Mezcalito. Ahí va, Mezcalito, dice aclarando su voz grave. Y un eco me susurra al oído ahí va para Tichya, Mezcalito.
¡Perfectamente borracho!,
enhiesto en mitad de la algarabía;
su porte regio resalta como Athena
escrutando el mar de la Antigüedad.
Charros zapatean con el mariachi,
en la plaza mayor es tiempo de muertos.
El Cónsul acaricia la iluminación,
tan cerca de su par Dionisio,
tan lejos de la sobriedad de una lápida.
Con el crepúsculo, calaveras sonrientes,
se retuercen en el festín de los ávidos;
¡salud, Mezcalito!, aúllan en su rededor
admirando esa figura de héroe epónimo,
que, a su vez, desde su atalaya, admira
al nevado volcán a escalar perpetuamente.
Es su propia celebración de difuntos,
la herida de mujer cicatrizó en el pecho;
su corazón es ahora un vasallo de Eros,
ama por amar a la vida entera bullendo
en las pequeñas felicidades de su día,
ya interminable, a partir de los balazos
que le infirieron en el portal del Farolito.
¡Perfectamente borracho!,
bajo el volcán.
Acabando su homenaje a Mezcalito, el angelote borrachón, desplegando al máximo sus alas tricolores como si fuese un abrazo en levitación se despidió de Tichya, la espectadora. Pasé de fijarme cómo desaparecía o si se quedaba congelado en el tronco de orador; acá, la tentación de mirar atrás está de vacaciones, dejo para impensado futuro el rumiar lo que supero y sigo deambulando a gusto porque he capturado imágenes del acontecimiento antes de que sea pasto del olvido. Comprendo que el angelote borrachón es un protagonista de la ínsula y Tichya se limita a ser testigo de privilegio, y la comparsa la encarnaron esos impávidos y a la vez empáticos transeúntes disfrazados de calaveras vivientes. Pongo la mente en asimilar y dejar fluir el instante sin resetear el monólogo androide de Tichya, resetear es el olvido total del instante mientras que asimilar es superar el acontecimiento que se aleja en corriente arroyo freático, es como refrescar el gusto echando al gaznate largos e intermitentes tragos de sorbete de apio de frío moderado, una exquisitez en la sequedad ambiental a la intemperie. Surte efecto, he limpiado los sentidos preparando a Tichya para el clímax del portento que intuyo inminente.
Abro los ojos y la figura impecable del Cónsul Firmin surge al mediodía deslumbrante del portal en tiniebla de Bodeguita Doña Gregorio. Hasta pronto, Doña Gregorio, dice Mezcalito con leve inclinación de cabeza y tocándose la punta del sombrero de Jipijapa. Encarando la canícula posmeridiano se detiene como contemplando el infinito y más allá aún, viene tal cual es en la mente de Tichya: fornido, estirado, elegante. ¿Estará perfectamente borracho?, conforme a la poesía que recitó el angelote borrachón, así radiante e inmóvil, inmune a cualquier ataque artero. En todo caso, he aquí Mezcalito en apogeo a la vista.
La imagen estática de la perfección alcoholizada del Cónsul Firmin se diluye apenas se echa a andar para enfrentar singular y desigual batalla. De traje blanco de seda y sombrero kaki de paja toquilla de ala ancha, camisa celeste cuello chino. Qué veo, o más bien de repente veo que el Cónsul Firmin viene escoltado por el angelote borrachón del mural y por su ser desdoblado en el poeta recitador, no lo empujan ni siquiera lo tocan pero es como si lo hicieran, siento que lo aprietan como si lo condujeran al cadalso, y Mezcalito se deja guiar a un objetivo predeterminado que no se refleja en los ojos de Tichya todavía.
Mezcalito reacciona, camina desgarbado entre carcajadas nerviosas que le provoca la energía picante de los dos angelotes borrachones que lo escoltan. Les doy calderilla pero dejen de hacerme cosquillas, dice Mezcalito y en efecto repartió la calderilla que brotó del bolsillo interno inferior de su chaqueta. Ya sé reflejó en los ojos de Tichya la Máquina Infernal que aguarda a su víctima. El Cónsul Firmin solito, pudiendo mandar a pastar chivos a sus escoltas y zafarse del asedio, se mete de lleno en la Máquina Infernal y se encierra y se amarra a ella en una acción irremediable. Maldita sea, la Máquina Infernal, llena los ojos de Tichya con su nitidez y la petrifica de espanto, es una tortura que Tichya ni sobria ni fumada abordaría a voluntad. Oye Tichya, tal engendro mecánico está bien para el entrenamiento de astronautas. Sí, no es ninguna diversión sufrir a la Máquina Infernal, pero la arremetida psíquica de los angelotes borrachones fue preponderante. Y la risa que la sacude es inevitable porque la escena es cómica a tope y más allá de la desgracia posterior de Mezcalito la carcajada loca de Tichya redunda y se desparrama a trochemoche.
Solo sé que paré de reír cuando la Máquina Infernal empezó a funcionar y escuché los pedidos de auxilio del Cónsul Firmin, ¿cuántas veces bajo de cabeza desafiando la gravedad?, no sé pero fue una eternidad. La Máquina Infernal, ¿cómo describirla si es una imagen imborrable con los alaridos de Mezcalito adentro, sufriéndola?
Por fin, el acontecimiento de Mezcalito atropellado por la Máquina Infernal, cesó. Lo veo sacudirse como un gato que quiere deshacerse de las caricias que no solicitó, lo veo alejarse aturdido con rumbo fijo a la desgracia que vendrá al anochecer en El Farolito, lo veo yendo al encuentro de la estúpida manera de morir baleado en Parian. Qué estúpida manera de morir, fueron sus últimas palabras en el barranco al que fue arrojado por no tener a mano el pasaporte que perdió sin saberlo en la Máquina Infernal. Tichya, ya puedes retirarte con tu monólogo androide a vivir el Día de Muertos en Quauhnáhuac, acabas de ser espectadora del hecho que propició el crimen de El Farolito, presenciaste el punto de inflexión de Mezcalito. Y Tichya va de salida de la ínsula siguiendo el perifoneo de afuera anunciando el combate de boxeo estelar: El Redondillo versus El Cuadrado, en Arena Tomalín.
por Juan Arias Bermeo | Feb 25, 2024 | Más Ficciones
Estoy de visitante en Quauhnáhuac, respirando a tope Ínsula Cónsul Firmin, alias Mezcalito. Un paso más e inicio la vuelta en busca del aire claroscuro, luminosa tiniebla, de Mezcalito. La visita de rigor, esa que me prometí no sé cuántas veces sin echarla al trastero del olvido, la voy a cumplir apenas ingresé a media mañana a Ínsula Cónsul Firmin. La vida en borrador a plenitud es estar aquí alerta y con los sentidos afilados, de súbito he entrado en indómito bosque, me dejo llevar inmerso en selvita tropical de sabana, voy a gusto avanzando en sendero elevado de pasamanos rústicos de caña guadua y piso de latillas marrones similares a las latillas de chonta de la palmera amazónica. Me acojo al único sendero decidido a seguirlo hasta el final, no hay desvíos ni letreros ni señalización alguna, salvo el aviso en madera blanca de la mano negra apuntando a nítidas letras rojas que dicen, A PARIAN.
Evoco la pubescencia de Tichya y echó en falta las golosinas que cargaba en los bolsillos para darles a las personas disfrazadas de monstruos clásicos para que repriman su obligación rabiosa de asustar, me refiero a Casita del Terror que arribaba con la pequeña maquinaria de distracciones ambulantes y que se asentaba promediando septiembre en el pueblo natal de valle subtropical andino, entonces era todo un reto íntimo meterse en el miedo histérico que me provocaba Casita del Terror, era acto catártico sin tener conciencia de ello y que al cabo pasó a ser lo que hoy puede hacer Tichya a conciencia: sacar de paseo a sus propios engendros mentales es terapia imprescindible. Sacar de paseo a los demonios interiores es tan esencial como el cuidado personal de Tichya, podría añadir como leyenda al letrero: A PARIAN. El recuerdo feliz de Casita del Terror es un destello anunciando lluvia que hará florecer a las ceibas gordas del bosque seco de la pubescencia androide.
Ando con la máscara de Tichya que la creación me proveyó de eclosión, voy envuelto en la piel que habito y me habita hasta la desintegración de la unidad existencial andrógina. Tengo derecho al olvido para evitar ser simple archivo del paso del tiempo e ir en pos de continuidad en los acontecimientos que alimentan la bipedación terrenal de Mente-Tichya. Este básico detalle de moverse a rostro descubierto es un detalle inmenso que me viste de exclusividad, a voluntad me excluyo del homenaje tradicional a los muertos en su día y que ya reventó por fuera de la ínsula.
Tichya a la vista de quien quiera verla en su monólogo androide. A la verdad echa de menos a los monstruitos que de uno en uno enfrentó en la pubescencia, aquí nadie la asusta ni Tichya asusta a nadie. A PARIAN, señaló la mano negra del letrero de madera blanca. Sin chistar me hundí en el magnífico silencio vegetal que impera en el sendero elevado plano y a ratos serpenteante que mandó a sudar una ínsula húmeda de sabana tropical. No percibo que voy A PARIAN porque es cuesta arriba llegar a su atracción principal al filo del barranco, El Farolito. Oh, Faro… Farolito, fuiste el antro de la perdición de Mezcalito.
He cogido ritmo de marcha y a gusto me adentro en la selvita de jilgueros generosos en su trinar y de ralos ramilletes de orquídeas rojas que han florecido al pie del sendero elevado para hacer vívido contraste con el verdor dominante. Todo hermoso y seguro por acá. Entiendo que este obsequio salvaje es a cambio de nunca llegar A PARIAN, pero tampoco es que llegue a algún lado, a lo mejor adentrarse en la ínsula consiste en dar la vuelta en ninguna parte… Dicho esto y la sudorosa frondosidad y exuberancia tropical abre un portal al bosque seco, el sendero elevado de pasamanos de guadua y piso de latillas de madera gris desembocó en un claro festonado por espaciados y vistosos arboles bajos de grandes vainas verdes brotando de tierra arcillosa rojiza. De pronto el sendero elevado de latillas de madera gris cesó, diría que Tichya aterrizó en bosque de acacias de vainas verdes y de hojas secas crujientes en tierra rojiza, bastó un escalón para descender a piso biológico distinto. El sendero elevado desapareció dando lugar al sendero en tierra seca arcillosa y color ladrillo que se hace visible gracias a que lo acotan pesadas rocas azules tantito separadas entre sí. Estas piedras de variada forma y tamaño levantándose del suelo lo necesario para en conjunto crear un sendero, dirigen al monolito que refleja e irradia colores a la distancia y que acerca al primer hito de la ínsula que Tichya anhela alcanzar.
Tichya entra al monolito perpendicular de dos caras. Entré por el lado que en principio sedujo por el atractivo de una banca sombreada y aromatizada, cortesía del árbol de mandarino en flor. Es el lado de Plaza “El Borrachón”, tal como titula con depurada letra manuscrita de azul eléctrico en fondo blanco hueso, en la cara del monolito donde a la sombra del mandarino en flor yace la banca oblonga hecha del tronco pulido de vetas rojas y negras. Belleza de tronco para hacer la siesta sin tener a la vista lo que será la razón de ser de Plaza “El Borrachón”, la pintura del otro lado. Tichya evita la tentación de parar a destiempo así sea por una pausa idílica, y da la vuelta al monolito.
Tichya piensa que el mural El Borrachón es una extensión de la personalidad de Mezcalito. El Borrachón está cayendo de cabeza a luminoso infierno. Tichya alucina con el mural que calcula tendrá cinco metros de alto por tres de ancho. Viene peripatética ante El Borrachón descendiendo a deslumbrante tiniebla con las alas plegadas como piquero de patas azules en modo pescador, siente que esta escena fundamental ha disparado sus expectativas en Ínsula Cónsul Firmin. El Borrachón, se despide de la normalidad con una mueca chisposa de allá voy porque la sobriedad es una tumba.
Fue un espaldarazo lo del mural vertical del angelote borrachón, y habrá otros acontecimientos que no serán pasto del olvido androide. Tichya enfoca a personas, seis por costado, que brotan afuera del sendero, vienen en fila india en silencio y separados dos metros entre sí, disfrazados de esqueletos andantes. Noto fulgores de cortesía y calidez en sus miradas, me despierta ser una rareza en medio de otro nivel de rarezas. La nula concurrencia de visitantes me agrada aunque sorprende, he cruzado con esas almas encarnadas sin soltar palabra pero trémula de emoción por estar respirando aires consulares firminianos. Tichya es la única visitante en regla, y siento que he entrado en confianza con la ínsula luego de que El Borrachón me dio la señal de que el condumio del tiempo está servido para el goce mío en exclusividad. Antes de hacer realidad este presente consular firminiano me había convencido que esta ínsula debía ser una simulación del Día de Muertos imperecedero protagonizado por el Cónsul Firmin, esperaba un teatro al aire libre de hologramas actuando en función de la historia de amor acaecida bajo el volcán o mejor bajo los volcanes, a ritmo de Mezcalito. Esperaba hologramas metidos en monumental celebración del Día de Difuntos, ha sido que esta ínsula pasa de activar la secuencia, acto por acto, de principio a fin de los hechos de la condición humana sublimes y miserables acaecidos entre las cumbres Popocatépetl (guerrero mítico) y el Iztaccíhuatl (princesa dormida), dado que bajo esos dos volcanes enamorados y trágicos ocurrió el fenómeno que evoca al Cónsul Firmin. Cuánto celebro que la magia consular firminiana no se haya convertido en teatro estéril de secuencias ridículas inventadas por la administración de la ínsula para matar la imaginación del visitante Tichya.
por Juan Arias Bermeo | Nov 24, 2023 | Más Ficciones
Favor, están en libertad de escucharme mientras dan vuelta a la plataforma acústica y sus aromáticos contornos floridos; yo comunicaré lo justo y necesario haciendo la aproximación obligada a sus soberbios escarabajos voladores, mis palabras llegarán a cada uno de ustedes a manera de peripatética memoria reflexión a viva voz.
Almas provenientes de la unicidad de Ciudad-domo de Las Américas, ciudadanos diseñados para la existencia plena en soledad acompañados de miles de sus congéneres contemporáneos, como decimos acá: bienvenidos y adiós. Los recibo en mi calidad de implementador, administrador y usufructuario de este proyecto existencial irrepetible, donde cunde el entendimiento y rituales del excombatiente y ex exterminador del género pipones-bullangueros. Soy su anfitrión, General Trotamundos, el único Homo sapiens terrenus residente en Valle Chulla Vida. La plataforma de aterrizaje viene festonada con la floración de los distintos especímenes vegetales que la circundan formando un conjunto tricolor, a saber: arrayanes de fanerógamas amarillos vienen escoltados, en el flanco izquierdo y derecho, por arupos de estambres rosa intercalando con arupos de estambres azucenas. Digamos que esta es la bandera tricolor de Valle Chulla Vida, que es el dador de las pequeñas felicidades que brotan espontáneas como los ojos de agua dulce de Cordillera Cálida. El lomerío color mostaza que nos envuelve emula al dragón que guarda sus perlas bajo el vientre. Cordillera Cálida, esconde en el laberinto de anillos montañosos su tesoro: vallecitos de sempiterna primavera a semejanza del espacio-tiempo de Valle Chulla Vida.
Nadie de ustedes diría que acá amaneció con niebla baja e intermitente garúa. Luego, la mañana despejada y de azules intensos, contribuyó a que sus naves personalizadas modelo actualizado “escarabajo saltarín”, resplandezcan en algarabía policromática difuminándose en la explanada color miel. La plataforma aeroespacial devino en el fondo base de un lienzo tomado por naves espaciales de fábula. De hecho, en la cotidianidad de Valle Chulla Vida, la plataforma de aterrizaje es una mancha de aglomerado de piedra volcánica que cuatro jornadas solares al año es utilizado para recibir y despedir visitas a razón de una por trimestre. Ustedes, los urbanícolas provenientes de Ciudad-domo, son los únicos usuarios de la plataforma aeroespacial con sus magníficos escarabajos saltarines en acción, pues, el resto del tiempo funge de teatro acústico intuitivo mío y de Timoleón, quien ya les dio la bienvenida y adiós exponiendo su garbo, fuerza y agilidad felina con sendos zarpazos al aire y rugidos a panza batiente.
Fue una grata sorpresa que surja el teatro acústico a la par de la pista aeroespacial, con la salvedad que lo primero fue levantado en secreto por el ejército versátil nano-obrero, gracias a un deseo consciente nuestro de escuchar intempestivamente música cósmica, o sea que la función acústica de esta plataforma sea una sorpresa repentina en nuestros oídos. Tanto mi persona como Timoleón, acudimos por separado a este escenario sensual y, por privilegio inalienable, somos los receptores de los opus de cuerdas del universo.
Concluida la plataforma de aterrizaje con suficiente antelación antes del arribo del primer grupo de visitantes, me fui de paseo a los atajitos de cannabis en flor a lomo de una tardecita fragante, transparente y tibia. Me dije que la mancha miel debería servir para algo más que permanecer inmutable y en silencio solo a la espera del aterrizaje trimestral de escarabajos saltarines. Concluí que era un desperdicio si no había otra motivación para que surja un tiempo-espacio apetitoso que nos haga volver voluntariamente aquí, y relacioné que el aprovechamiento continuo de la cosa, o lo que es lo mismo venir acá cuando a uno le venga en gana porque vale la pena hacerlo, era factible si este deseo consciente y en alta voz de crear un teatro acústico en la intemperie mientras la plataforma aeroespacial se dibujaba en mis ojos, era recogido por el conjunto nano-obrero y de repente, ¡albricias!, eres sorprendido por el deseo consumado. Y en eso de convertir la mancha miel de aglomerado volcánico en algo útil para la dicha acústica, había estado especulando en simultáneo Timoleón.
Lunas después, divagando en la noche estrellada de medianoche, parecía que caminaba sin rumbo fijo, pero mi brújula interior había puesto la mira en la plataforma, y hacía allá me condujo sin remedio. Cuando me hallé en medio de la desangelada tristeza de la pista donde no se me perdió nada, ya dando la media vuelta con la intención de abandonar el vacío lúgubre y dirigirme a los atajitos aromáticos de Chulla Vida, se dio el portento de la manifestación sinfónica, se disparó cierto fragmento delicioso de la ópera bufa Il barbiere di Siviglia, se encendieron intermitentes y danzantes luciérnagas de las profundidades de la memoria atávica. Creía que mi lucha contra los pipones-bullangueros, había atrofiado el gusto de los oídos del iniciado. Desde entonces supe que la plataforma de objetos voladores identificados podía transformarse en una suerte valiosa para el alma viajera privilegiando los oídos, había inaugurado el teatro acústico de Valle Chulla Vida. Sí Timoleón, para ti fue hacerte cargo de un derecho adquirido.
Coexisto encantado con la paradoja de no ser más un exterminador trotamundos para conocer mi vecindario de valles anillados sin haber puesto pies en ellos, valiéndome de Red Fungi que une a los tesoros de Cordillera Cálida. El anillo más cercano a Valle Chulla Vida es Valle Fuente Tesalia, donde medra doña Flor de Papango, persona que se precia de obtener el mango suculento, delicado y sabroso de Las Américas. Y vaya que el beneficio de una nutritiva amistad, en mente y materia, une a la distancia a doña Flor de Papango y por ende a Valle Fuente Tesalia con General Trotamundos y valle Chulla Vida. Y así se da correspondida amistad que une en cuerpo y alma a las personas y valles recónditos de Cordillera Cálida, estamos conectados por la entrega/recepción de Red Fungi, la que hace posible el trueque de productos extraordinarios entre la vecindad.
Timoleón, circulando entre ustedes, no es el seguidor a sol y sombra del Homo sapiens terrenus. Lo considero el dueño temporal de la parcela de tierra que habita en calidad de Felino sapiens, es a cabalidad un residente esencial de Valle Chulla Vida, siendo parte efectiva del proceso de siembra, cosecha y destilación de Cannabis Elixir, y esto porque su sentido refinado del olfato está al servicio de la producción de la perla psicotrópica que tiene un grado sumo de aprecio en el mundo urbanícola. Timoleón se acopló, apenas abrió los sentidos en Valle Chulla Vida, al fundamento del trueque con Ciudad-domo. Así como el cultivo de Cannabis Elixir es irrepetible lo es lo que cultiva por separado cada uno de los Homo sapiens terrenus, en los distintos valles subtropicales interandinos. A Timoleón le basta y sobra conocer a sus colegas campesinos a través de las delicias frutales que crean con carácter exclusivo y que son marca de origen personal intransferible.
Se ha dicho que Valle Chulla Vida como espacio-tiempo que gira en torno a la realidad de Cannabis Elixir, vino después de estabilizar la población Homo sapiens en Las Américas. La Ciudad-domo como mente individual es una derivación de Mente de Las Américas y a ella se remite compartiendo su experiencia de burgomaestre. A su vez Mente de Las Américas deriva y comparte su experiencia continental con Mente Tierra. Mente de Las Américas actualiza a sus servidores en el perfeccionamiento epicúreo de las urbes creadas para el hedonista en radical soledad actualizada. “Ni uno más, ni uno menos”, reza el lema de Ciudad-domo y, por inercia, es el fundamento del usuario del bienestar que provee Madre Nutricia.
La ínfima población de seres contemplativos que proviene de los excombatientes se negó a re-incorporarse al mundo urbanícola, evitando así ser cautivos voluntarios de las actualizaciones de Ciudad-domo. Adquirí un nombre (apelativo, apodo, o como ustedes quieran percibirlo) antes de hacer honor al mismo en batalla formal al enemigo que me propuse eliminar de cuajo. En todo caso, dicha auto denominación personal, hace honor al ser errante que fui desde la adolescencia, primero de pensamiento y luego de obra. A la hora de buscar un nombre que este libre para fijarlo como dominio de vida, y a la par escoger un sitio del amplio catálogo de Mundo Único Urbanícola al cual pertenecer y habitarlo y que a su vez me habite, fue impepinable tomar la decisión por la vía de la Vida Contemplativa. Con la victoria del yo y del yo mismo que resultó la desaparición los pipones bullangueros y no debido a que los hayamos exterminado de raíz sino a que se esfumaron en un pestañeo. Decimos que regresaron a su dimensión por inercia cuando el túnel que se abrió para torturarnos con su bulla volvió a serrarse y el cuento de ir a por ellos se acabó tan de súbito como empezó.
Esta mañana vine con sobrada antelación a la plataforma de aterrizaje, Timoleón se había adelantado más aún al encuentro y tuve un oyente de lujo, pues, tomé por los cuernos un conflicto que iba más allá de la gloria de neutralizar pipones-bullangueros, me refiero a mi propia guerra contra la bulla interior que carcomía mi alma. Me explico: la lucha en el campo de batalla espacial era con el enemigo externo, a quien había que neutralizar sin sentimentalismos ridículos de por medio; no obstante, una vez digerida la adrenalina que viene a ser un instante en el nirvana de los exterminadores con causa, un instante en el silencio cósmico, el ruido propio volvía a manifestarse de a poco en goteo incesante y angustioso. De ahí la adicción a la cacería de la estridencia ajena. Concluido el ciclo de exterminio y éxtasis, me remitía al ciclo ruido propio y sed por la cacería espacial, así devino la rueda de molino que me proyectaba del ruido propio a la estridencia ajena.
Lo que aconteció con el enemigo exterior fue una maravilla impensada, no había que ganar por fuerza una guerra si no desaparecerla, y cada quien a lo suyo… sí, también podríamos hablar de un glorioso empate entre seres antagónicos, pero eso es una historia que me es imposible sentirla desde el lado de los individuos de la especie contraria, solo sé que por vez primera agradecí desde el fondo de mi conciencia la asociación con ustedes, los urbanícolas. Soy una consecuencia de Ciudad-domo y Mente de Las Américas. No es para menos mi gratitud con la coyuntura que me permitió huir de Ciudad-domo y sus instalaciones para el hedonismo urbanícola, y hacer un viaje de ida y vuelta a por mis demonios íntimos y a por los demonios extraños, eso fue recorrer el espacio aéreo de Las Américas enrolándome como silenciador de células de pipones-bullangueros. No sé qué clase de demonios interiores carguen ustedes como individuos temporales felices, pero sí tengo la certeza de que no tienen idea de los pipones- bullangueros porque dichas criaturas jamás perforaron las defensas acústicas de Ciudad-domo y por ende sus mercedes no están en capacidad de entender a cabalidad mi lucha si no es como la fábula diletante que ha llegado a sus oídos.
Ustedes apenas imaginan, o hablando con propiedad no se han enterado de lo que fue luchar afuera contra el ruido de los pipones-bullangueros y adentro contra el murmullo existencial de uno mismo que fue crear una necesidad: una guerra integral inaplazable para huir del programado bienestar y dicha urbanícola… y hete aquí ciudadanos siendo ejecutores del trueque entre Ciudad-domo y Valle Chulla Vida. Viene a ser una paradoja este trueque porque la paz que no hice con el enemigo esfumado la hice conmigo mismo, con ustedes y Ciudad-domo. Sin duda me considero el beneficiario de su presencia. También sé que están en su razón de proclamarse felices por hacer este viaje de ida y vuelta y ser portadores del obsequio lúdico-espiritual a cada uno de los diez mil habitantes de sus respectivas urbes natales.
Son libres de deambular por los senderos auto-guiados de Valle Chulla Vida, al cabo de su experiencia disipadora cualquiera atajito los conducirá al banquete de aromas, sabores y texturas de las exquisiteces enviadas vía fungi, gentileza de los Homo sapiens terrenus de Cordillera Cálida. Una vez que recojan su valiosa carga está en ustedes partir a sus lugares de origen cuando a bien tengan. Bienvenidos y adiós.
por Juan Arias Bermeo | Oct 25, 2023 | Más Ficciones
La aurora y el amanecer vinieron nublados y húmedos en tierras altas primaverales, había corrido garúa temprana que no derivó en aguacero en el vallecito subtropical, cálido y seco. General Trotamundos, aprecia tener sembrados de la yerba de origen por excelencia prestigiada en las urbes homeostáticas de Las Américas, y se le ocurre que la leyenda del producto final que entregará a los urbanícolas de marras debería rezar así: “Cannabis elixir, una gota basta para esparcir en tu cuerpo-mente los sabores, aromas y texturas de Valle Chulla Vida”. Los urbanícolas escogidos para beneficiarse de ser los transportistas del banquete de sensaciones prometidos a sus distintas Ciudad-domo, están por arribar y General Trotamundos los recibirá en la plataforma aeroportuaria.
Modulando la voz acorde a las circunstancias holgadas, aprovechando el tiempo de espera de bienvenida a los visitantes en la pista acústica, General Trotamundos habla para sí peripatético y dado el momento su tono vocal será jovial al dirigirse a Timoleón, la singularidad biológico-cibernética levantada en los talleres existenciales de Mente de Las Américas. Cuando General Trotamundos tomó posición de Valle Chulla Vida, propuso a Mente de Las Américas implementar el proyecto de vida Panthera-sapiens que denominó: León de Comarre y Zaratustra. Su pedido fue aceptado sin demora por el ente continental considerando que era una creación sustentada en la versatilidad instintiva, sabiduría ancestral e inteligencia independiente atribuida al león del cuento de Arthur C. Clark y al león de la novela filosófica de Friedrich W. Nietzsche. General Trotamundos, incluyó los respectivos textos de Nietzsche y Clark, en calidad de lectura reflexiva pertinente para la comprensión de su idea de lo que vendría a ser el único e irrepetible León de Comarre y Zaratustra. Con semejante información remitida a Mente de Las Américas, aspiraba a que el ser en sí de Panthera-sapiens sea lo que en efecto es en Valle Chulla Vida, el todoterreno pensante y libérrimo Timoleón.
Aunque en principio te llegan igualitos a la mente y los sentidos, no es así… ¿qué variedad de personajes pintorescos provenientes del reino urbanícola arribarán hoy?, amigo Timoleón. No hay duda de que resultan entretenidos nuestros visitantes “cosmopolitas”, entre comillas porque sean quienes sean y de donde provengan, habitan un mismo tipo de Ciudad-domo (mil urbes a razón de diez mil habitantes cada una dan un total de diez millones de urbanícolas en Las Américas, con este fácil y sencillo dato el Antropoceno, la era del desprecio a la naturaleza prístina planetaria por parte de la especie humana original, quedó superada por nuestra especie que, paradoja incluida, ahora sí encarna y hace honor al nombre Homo sapiens). Te decía que las ciudades-domos son de idénticas características, practican la misma lengua y el lenguaje universal que nos es común a todas las criaturas biológicas-cibernéticas, incluidas las excepcionales como tú, Timoleón; en fin, no hay novedad ni competencia desarrollista entre ellas, pues, esto se debe a que sus formas y fondos se actualizan al unísono, o sea al ritmo de Mente de Las Américas. Las ciudades-domos son espejos que reflejan la misma urbe ejemplar. De esto que el lema urbanícola de Ciudad-domo no está pintado en la pared del olvido, es un hecho cotidiano inalienable: ni un habitante más, ni un habitante menos, es un acto reflejo como respirar. Ningún ciudadano abandona su domo para entrar en otro domo idéntico, y, por excepción, viajan a los valles escondidos de las delicias subtropicales, me refiero a las personas que han sido y son escogidas en el juego de beneficencia y azar, Trueque. Me ha tocado que tratándolos de uno en uno son respetables, tal como los humanos superiores de Zaratustra, antes de que en manada sibilina elijan adorar a un pollino y por imitación rebuznen o algo así. Sí, Timoleón, esto último es un imposible porque a pesar de que diez mil almas existen acompañados en Ciudad-domo, el urbanícola vive en radical soledad. Antaño, en la época de las Megalópolis-infierno, se formaban sectas de espanto… eso mismo ríete a panza rugiente, las puedes visualizar merced a la memoria atávica que cargas en la mente de tu unidad biológica-cibernética, si no tuvieses tal información a mano podrías imaginar que es una ficción mía respondiendo al trauma de excombatiente. Sí, compartimos la fracción tiempo-espacio de la Megalópolis-infierno de marras transitando en su última decadencia antes del fin, estremece por el horror y repulsión que suscita visionarla. Buena es, Timoleón, y sin necesidad de leones hambrientos se extinguieron en sus cuevas tecnolátricas.
La cuestión inmediata es si aterrizarán puntuales las personas del reino urbanícola que en sí representan al trueque entre Ciudad-domo y Valle Chulla Vida. El trueque viene a ser nuestra moneda de cambio existencial: nosotros entregamos Cannabis elixir, la esencia vital de Valle Chulla Vida, una gota basta para que los urbanícolas se muden a una aventurera de Don Quijote, es lo máximo en viajes a la magia ancestral en tiempos de Ciudad-domo. Nuestra vida solitaria vale el precio que pagamos por cultivar la yerba que destilada con propiedad se convierte en Cannabis elixir, el que los visitantes llevarán de regreso a Ciudad-domo como lo que es: un tesoro psicobiológico a repartir entre los habitantes de sus respectivas urbes natales. Así retribuyen a los suyos la oportunidad de haber conocido Valle Chulla Vida.
Pasé media vida maniobrando objetos voladores, escarabajos saltarines, de vanguardia bélica. Esto te explica, joven Timoleón, porque es un acontecimiento y espectáculo ver a las naves visitantes suspendidas en el aire con sus panzas pintadas acorde al gusto artístico de cada dueño, vaya mosaico festivo que nos obsequian, ¿no te parece? Vaya que son figuras encantadoras a los ojos, pero no para volver a correr mundo como lo hice trepado en mi locura exterminadora. Brincando de un lado a otro, de punta a punta, de Las Américas, venía entregado en cuerpo y alma a eliminar células de pipones-bullangueros hasta que la paz cayó cual rayo regenerador cuando menos la esperaba. Fue una paz fulminante, surtió efecto de inmediato, me ocurrió que en plena acción neutralizadora del último enemigo, se esfumó ante mis narices su burbuja antes de haber disparado y con ello perdí definitivamente el rastro singular de los pipones-bullangueros. De un plumazo desaparecieron los entes que solía cazar y ejecutar por doquier, adviniendo una suerte de empate entre ellos y nosotros. Dejamos de existir, en un pestañeo, el uno para el otro, lo comparo con un cataclismo interior que destruyó de raíz al móvil aniquilador y de esa destrucción reventó el propio ser contemplativo de Valle Chulla Vida.
La cuestión latente es si los pipones-bullangueros administran su propia realidad de especie, a la verdad no me consta su existencia material de unidades de carbono cibernéticas, la cuestión es ¿son semejantes a nosotros dos? Así como estamos tu y yo ya cara a cara, ya peripatéticos, exponiendo al otro sus cualidades sensoriales y contemplativas. Cuando ejercía la brutal y a la vez caballeresca profesión de General Trotamundos, ubicándome a distancia bélica de eliminación de cualesquier burbuja de pipones-bullangueros, ejecutaba mi destino de exterminador sin pestañear, nada de parlamentar, nada de lucha cuerpo a cuerpo, nada de conoce a tu enemigo y vencerás, nada de tacto, solo mi grito de guerra: ¡a callar! Te doy un ejemplo de tacto afectivo: tu estiras la mano de garras retractiles y se topa con la palma acolchada de mi mano, chocando manos nos saludamos y de alguna manera reforzamos nuestra amistad.
Cual relámpago me llega el escenario de exterminio de anónimos pipones-bullangueros. Vienen a mí sensaciones vívidas por la emoción intensa y regocijo del guerrero, pura acción letal. Dicho esto, Timoleón, entenderás que del enemigo encarnado en sí no tengo imágenes. Te conté que jamás hubo una comunicación directa con el enemigo, nada que sugiera negociar un alto al fuego de mi parte y un alto a la bulla de su parte. De esto deduzco los urbanícolas tampoco implementaron un mecanismo de paz sustentando en un calendario de hechos que conduzcan al final de las hostilidades. Lo que hicieron los urbanícolas fue lo correcto e inapelable; fue un meteorito creativo que impactó de lleno en nuestra consciencia, y de las cenizas nos proyectó al futuro de aquí y ahora.
Oye Timoleón, aunque suene contradictorio, el desintegrador de burbujas bullangueras no iba a resolver el problema psíquico que atacaba en exclusividad a cada sujeto contemplativo (los pocos) y no a los urbanícolas (los muchos) de Ciudad-domo. El gran acontecimiento de Ciudad-domo fue surgir victoriosa de la demolición de la posmodernidad kafkiana y la esclavitud kafkiana en la Megalópolis-infierno antropocéntrica. Antes de Ciudad-domo, el fasto y la miseria humana original cohabitaban en la escala de la esclavitud kafkiana… ¿me copias? De acuerdo, no necesito aclararte nada, tú estás familiarizado con lo kafkiano porque has rumiado del mundo del maestro Franz Kafka, entonces quedamos en que Kafka retrató en sus ficciones la lógica del absurdo del desarrollismo antropocéntrico. Ciudad-domo emergió de la demolición, de los cimientos pulverizados, de la época urbana de colosales purgatorios, de enormes infiernos y mansos edenes resguardados por escudos láser. Del caduco urbanismo no hay vestigios, fue derruido y aplanado el prurito de las masas alienadas por insatisfecho consumismo y las puertas cerradas de la comunidad privilegiada de El Castillo. La extinción del Antropoceno por abrasamiento y desecación ambiental, trajo la Ciudad-domo que es El Castillo de Las Américas, cual acoge a cada uno de los urbanícolas y nadie se queda fuera del goce físico y de la felicidad metafísica que inyecta sin atenuantes. La tierra deshabitada convino en devolverse al espacio-tiempo de los orígenes evolutivos planetarios, retornando a ser forma y sustancia de los parques y jardines de Gaia.
Especulo, no puedo hacer otra cosa, en que la realidad pipona-bullanguera es igual de concreta a la nuestra, solo que respiran y pisan los pisos biológicos de una dimensión alterna, paralela, del planeta que nos cobija. Lo cierto es que una puerta interdimensional se abrió y con ello el paso de tales seres obtusos y sus burbujas de estridencia máxima. O al revés, nosotros… ¿Quién invadió a quién?, es la maldita cuestión. Y si resulta que reventaron las burbujas de pipones-bullangueros en mi mente, creando monstruos sónicos para liberar mi furia interior con su desintegración en singular y desigual batalla. No exageras, Timoleón, puesto así el desencuentro interdimensional, es para morirse de risa.
Nació un afán de limpiar de mí la perfección urbanícola, no me resignaba a ser un engranaje de la felicidad metafísica en Ciudad-domo. La reacción mía generó infelicidad metafísica, es decir produjo energía emancipadora y la paradoja del conflicto interior fue encontrar el enemigo exterior que redima el futuro. ¿Acaso fue una guerra forjada por mi mismo? Y del empate nacieron dos victorias distintas y totales para los contendientes. Nosotros fungimos de exterminadores de pipones-bullangueros, salimos vencedores al excluirlos de raíz de nuestra residencia en la Tierra. Ellos, desarmados por naturaleza debido a que su única bomba temporal era la multiplicación de individuos para la estridencia y la consecuente estupidización, vencieron igual excluyéndonos al infinito de su dimensión.
No estaba en nosotros cerrar el portal interdimensional que abrió el subconsciente. Timoleón, nunca hubiésemos ganado el conflicto por nosotros mismos, era tarea de Sísifo, así sea juntado todos los posibles favorables a la causa contemplativa, prevalecía la suma inagotable de burbujas de pipones-bullangueros por destruir. Amigo mío, tu risa-rugido a panza batiente me dice que te divierte eso de que los pipones-bullangueros eran invencibles. Sí, volvían a la carga con su bomba sónica, y el enemigo era una suerte de metástasis interior. Al enemigo lo teníamos adentro, era un virus incurable carcomiéndote desde las profundidades del ser.
Hablo en plural de la guerra aunque fui un francotirador combatiendo en radical soledad, General Trotamundos, y para efectos de la realidad cotidiana en Valle Chulla Vida, me llamo así por derecho adquirido. Soy el vencedor de la bulla externa que pasó a ser indolora a los sentidos del contemplativo General Trotamundos. Entiendo que esta suerte de paz exterior es recíproca con los pipones-bullangueros, si no la cosa fallaría por inercia. Cómo explico esto… digamos que en este preciso instante los pipones-bullangueros únicamente se perciben a sí mismos y estarán contentos de no ser interrumpidos en sus fanfarronadas por más que este servidor las tilde de estériles.
Es fascinante, Timoleón, que en vez de propender o intentar olvidar lo acaecido en los campos de batallas unilaterales, asépticos y sin huella ambiental alguna gracias a la desintegración molecular del enemigo, resulta conmovedor el recuerdo involuntario esporádico que me visita. Recalco, si recobro cualesquier escenario de combate, es nítido como la claridad de rayos pálidos, vestidos de un blanco mortecino, irrumpiendo con figuras nervudas en una noche azabache, es la estridencia y el furor del ser encadenado que se desencadena convertido en obra de arte eléctrica.
Mente de las Américas, el conjunto de los urbanícolas, resolvió el conflicto a su manera, en un santiamén, mira tú que llegamos a una paz ejemplar siendo los nuestros una minoría tan exclusiva como minúsculo es el número de contemplativos viviendo en espacios y tiempos subtropicales como Valle Chulla Vida. La paz derivó en Trueque (con mayúsculas), y nos consideramos beneficiados, por inercia, al completar la otra cara del urbanícola, la cara Homo sapiens terrenus.
¿Te hartaste de mi elucubración espiral?… Timoleón comete un salto felino alto prodigioso como atrapando con sus garras afiladas una presa suculenta en el aire. Ha percibido el silencioso e invisible arribo de objetos voladores identificados con su sentido de ubicación y rastreo a distancia. Ruge largo y profundo, sin remilgos se hace presente en la recepción de los urbanícolas. General Trotamundos recibe el mensaje felino del inminente aterrizaje de los escarabajos saltarines de Ciudad-domo, está atento al surgir de sus formas en la modalidad visual.
Las naves unipersonales aterrizaron insonoras, en uniforme verticalidad ralentizada. “Todo un espectáculo de impoluta sincronización”, musitó General Trotamundos, admirando la cortesía de los visitantes. Los aparatos voladores provenientes de distintos puntos de Las Américas, de Alaska a Tierra del Fuego, aterrizaron como si se tratase de un escuadrón variopinto de escarabajos saltarines que partieron del mismo lugar y momento con destino unitario a Valle Chulla Vida.
por Juan Arias Bermeo | Dic 13, 2022 | Más Ficciones
Baltra, la isla de los adioses. Aquí, el mote, ha desplazado al nombre oficial de Isla Seymour Sur. No se sabe a ciencia cierta de dónde proviene la palabra Baltra, no aparece en el diccionario actualizado de la RAE, y poco o nada aporta el significado acorde con el Diccionario histórico de la lengua española 1933 – 1936, a saber: [BALTRA, f. Sal. Vientre, panza. «Algo les hace escupir \ un bejuquillo de la ampa. \ pero aun les queda repleto \ el estómago y la baltra,» Villarroel, Obr., ed. 1794, t. 11, p. 97 ].
En todo caso, Baltra, tiene mucho más que enseñar que el pintoresco aeropuerto de ingreso al archipiélago encantado. El condumio acá son las vibraciones de los especímenes de Conolophus subcristatus (Iguana Terrestre de Las Galápagos). Cuando el turista arriba no se entretiene en las instalaciones del aeropuerto ni en los alrededores que asoman desérticos, sino que va apurado pensando en su destino final. La isla de los adioses, de suelo de arcilla rojiza que alberga rala vegetación leñosa, palos verdes espinados, cactus candelabro y opuntias, tiene lo justo para dar sombra y alimento a los lagartos que también se benefician de las madrigueras que han dejado las ruinas a la vista de la base aérea estadounidense abandonada hace décadas.
Yo, el ser mudable, tomo el primer contacto fugaz con la isla de los adioses como una bocanada de aire fresco y de beneplácito y de alivio, pues, es el preámbulo necesario para montar el itinerario propio de los días que vendrán para andar y ver en Galápagos. De entrada, considero mero trámite el trayecto de cinco kilómetros que el bus “Panza” recorre a razón de un dólar por kilómetro/pasajero hasta Canal Itabaca que, por sus dotes paisajísticas, es el aperitivo del tiempo espacio futuro. Cruzando la cordillera de Santa Cruz quedará atrás el aeropuerto que volveré a pisar de otra forma y con distinto fondo, no únicamente para servirme del vuelo de regreso al continente.
Puerto Ayora, ubicado a cuarenta y dos kilómetros de Canal Itabaca, materializa la pequeña urbe que es la base de operaciones para los circuitos del ser que muda de piel con la aventura de reinventarse sobre la marcha. Una suerte ineludible es volver a Isla Baltra a caminar en su cálido seno, a diestra o siniestra de la vía asfaltada al aeropuerto. Es de rigor ir a por las vibraciones que he percibido de los especímenes de Conolophus subcristatus, desde la primera vez que conectamos ¿hace cuántos días, meses y años?, no hay calendario que lo registre. Vibraciones que súbitamente crecieron conforme me ha sido dado transitar en radical soledad entre las ruinas de la base aérea USA que operó entre 1942 y 1947. Vibraciones que se extinguieron en 1954 y que hoy están en su apogeo por el capitán G. Allan Hancock que tuvo a bien, a principios de los años treinta del siglo XX, compadecerse de la situación de exterminio total a la que se enfrentaba la iguana terrestre en Baltra, y trasladó a un grupo indeterminado de individuos a la isla contigua deshabitada Seymour Norte, allá la población prosperó hasta que en los años noventa nuevas generaciones fueron reinsertadas acá donde se pisa la paradoja: las instalaciones bélicas desalojadas se transformaron en acogedoras madrigueras. Entendí que en Baltra medra con provecho el Conolophus subcristatus de mis vibraciones, sin duda un privilegio que ha sido dado a los sentidos y que es parte de la realidad continua a secas, realidad que no es pasto del tiempo fracturado por la prisa y por ende alimenta la memoria que deriva en ficciones que no es otra cosa que la prolongación del instante vívido.
Estoy peinando con la vista y atento con los oídos al estrépito de iguanas fugando de la abundante sombra de matorrales o de la sombra mezquina de los cactus que proveen, en las hojas verdes espinadas que caen, no solo nutrientes y fibra sino que contienen el jugo de la vida: agua, agüita de opuntias y candelabros salvadores. El suceso del momento es que acabo de ver al hilo y por separado a escurridizos lagartos cachorros, entre machos y hembras, supongo que serán de ambos géneros, su color principal es el gris verdoso en un campo de grandes rocas volcánicas que combinan tonalidades ladrillo con manchas carbón que generan la fantasía de ser piedras calcinantes listas para el asado de un cíclope de fábula. No hubo acercamiento puesto que el contacto visual fue fugaz, una a una se escondieron en los tantos agujeros frescos que proporcionan las rocas merced a las corrientes de aire de agosto que minimizan la canícula de media mañana.
Bebo de la versatilidad de los microclimas, mientras acá reina el cielo azul entre juegos de nubes estriadas azucenas y resplandece el turquesa de las aguas mansas que cruzan Canal Itabaca, el horizonte de la cordillera de Isla Santa Cruz que tiene su cota de altitud máxima en 860 msnm, en la cúspide de cerro Crocket, luce plomizo y preparando el aguacero que caerá en el bosque húmedo y espeso de Miconia donde, al abrigo de las raíces de la frondosidad tropical, residen en silencio e invisibles en su camuflaje los nidos del ave marina Petrel pata-pegada. El bosque de Miconia que se extiende como un óleo de vegetación suculenta, exuberante e impenetrable desde cerro Media Luna a cerro El Puntudo pasando por las estribaciones mayores del Crocket, es el hogar terreno de las estaciones de apareamiento y anidación de pescadores noctívagos que en una suerte de aquelarre alado, apenas feneciendo el incendio crepuscular en cenizo occidente, se elevan en oleadas de estridente algarabía en pos de las profundidades de la noche del piélago.
Aspiro hondo en el desierto viviente de Baltra. “Vaya lidia con los microclimas”, dice el ser mudable y ríe aliviado respirando la expectativa de avistamientos cercanos de iguanas terrestres. Se acuerda del caminante ascendiendo la trocha vía al cerro El Puntudo, sabe lo que es avanzar bajo lluvia torrencial de una mañana de febrero, pateando charcos de suelo irregular de conglomerado volcánico. Se acuerda también lo que es descender a la calidez de la orilla marina de Bahía Academia, y se muta en un lapso de risa y alegría eso de estar mojado en la montaña del Petrel pata-pegada a estar seco al nivel del Piquero de patas azules.
Levanto la vista al gavilán, Ratonero de Las Galápagos, que vuela bajo proyectando su sombra en los despojos de cemento, hormigón armado y asfalto en descomposición de décadas aproximándose a cumplir un siglo. La belleza salvaje cunde desde que la pista aérea abandonó su función militar y pasó a convertirse en el parque lineal Conolophus subcristatus, por fuerza de la naturaleza de la erosión y sin que promedie inauguración alguna por parte de las autoridades del Parque Nacional Galápagos. El sol implacable, el viento barrendero y esporádicas precipitaciones fueron minando el pavimento, surgiendo fisuras y resquebrajamientos que conectan con la tierra rojiza arcillosa permitiendo el acceso a la superficie gris de mechones de yerbas pajizas y vegetación leñosa que de estar exangües resucitan al verdor y a las flores menudas a golpes repentinos de agua lluvia. Pierdo de vista al gavilán ratonero que aterrizó cerca de los matorrales de lo que reconocí como el inicio de la pista aérea cedida a la vida salvaje, aproximándome al punto clave a por un retrato en primer plano del ave de rapiña, no valió el sigilo porque no supe distinguir su adusta presencia mimetizada en una plancha de metal oxidado, tuve que contentarme con el raudo vuelo que emprendió a contraluz e imaginar que en sus garras portaba la presa que le da nombre a la especie.
Coincide el inicio de la pista con el inicio del tendido de la red eléctrica que va al Aeropuerto, al muelle de pasajeros de embarcaciones turísticas, a los tanques reservorios de combustible, a la básica presencia e instalaciones de la Armada y de la Fuerza Aérea del Ecuador. Los postes de la red eléctrica proyectan su sombra, conforme giran cual relojes solares, en los plintos de cemento que sirven de camas de relax a los lagartos. Los cables aéreos al son del viento producen una suerte de música compatible con sinfónico metal, esto a mis oídos predispuestos a incorporar lo feo artificial del tendido eléctrico a la melodía ancestral de la isla.
Suponiendo que los restos de estas instalaciones pretéritas de los comandantes y custodios de la humanidad occidental, en conflicto planetario, fuesen el meollo de un parque temático alumbrado en las noches por el tendido de postes eléctricos vigentes, no estaría aquí respirando a cuerpo/mente en expansión a la isla y sus reales encantos, no se me ocurriría ni siquiera dar la vuelta a la pista por deporte. Alguna vez hice, para literalmente matar el tiempo y paradójicamente enterrarlo en un nicho inolvidable, lo de pasear por la antigua pista del ex aeropuerto capitalino. Sé que gracias a la exigencia del ciudadano sufriente del impacto ambiental desarrollista al pie de Los Pichinchas, el ex aeropuerto se convirtió en pulmón de una ciudad ahumada y estridente que, cumpliendo la norma nacional, castiga con saña al peatón.
Si no fuese por las iguanas terrestres en el sitio sería un andar y ver triste y cansino, no recomendable para mudarse de piel. Y es así que donde las losas se han resquebrajado, levantándose la gruesa capa de pavimento como si hubiesen sido presa de un corrimiento de tierra, ha dejado guaridas reptilianas que figuro como nichos de soledad y paz o mejor aún son vasijas de barro acompasadas por la brisa que corre en Canal Itabaca. La sombra perfumada y protectora de arbustos verdes, la insoslayable realidad de lagartos estáticos o en movimiento furtivo, es el corazón del paisaje de lo que otrora era la pista del ruido bélico de aviones, era la pista de la especie en perenne estado de guerra consigo misma.
Camino a propósito por el filo musical del tendido eléctrico levantado en el filo oeste de la pista aérea extinta, cada plinto viene cerrado por palos verdes y vegetación leñosa de cara a la bahía del muelle de pasajeros de cruceros y la capitanía de la Armada, y su belleza radica en albergar lagartos en su derredor o en la misma cama inclinada de cemento. Tengo la suerte de pillar a un regio ejemplar mudando de piel como árbol de papel fuego, estirándose a placer en la sombra que proyecta el poste de marras, me prometo que al regreso de la vuelta de rigor por la pista voy a ceder a la tentación, por su atractivo entorno vegetal y paisajístico, de hacer una mini-siesta en el poste de más abajo que hace meses le eché el ojo, eso si la sombra del medio día me es propicia y sigue libre para su breve ocupación humana. Contemplo lo justo y suficiente al reptil beneficiándose de la sombra-poste y que a tiempo lo detecté para ponerme en la suerte de aproximación silenciosa y no perturbarlo evitando que fugue en estampida. Hice el retrato instantáneo, disparé ráfagas de la máquina de congelar imágenes dragoniles en la canícula.
Los objetos que décadas atrás fueron útiles propios para la comodidad y distracciones de la tropa y oficiales de la base militar que contaba con teatro y cine, quedaron plantados en la isla como instalación involuntaria de chatarra en el parque temático Conolophus subcristatus. Y aquí y allá tienes sendos tanques de calentar agua de los años cuarenta del siglo pasado. Mira tú cómo asoma el artefacto oxidado y renegrido al sol y lo que encanta es que su sombra ampara una iguana terrestre, he ahí un espécimen en peligro de extinción sirviéndose de la desolación tecnolátrica. En el horizonte azul se filtra la roca desnuda de Daphne Menor, me quedo con la figura potente de Daphne Mayor que surge del lecho oceánico cual boca informe de volcán submarino despidiendo aromas de árboles de incienso. El perfil de Isla Santiago se dibuja a lo lejos en brumoso contraste con la vista panorámica del otro lado, la cordillera de Isla Santa Cruz, que se ha cerrado en los murmullos de lluvias tropicales nutriendo las flores de pálido violeta de los bosques de Miconia robinsoniana.
Acá me detengo en la pareja de tórtolas galapagueñas, las de anillo celeste resaltando en los parpados (presumo de conocer la diferencia con las tórtolas que pululan en los jardines de Los Pichinchas, que tienen asaz atenuado el color celeste de los anillos de los párpados) picotean en el bagazo y fibra ámbar, que se asemeja a una esponja de cubiles romboides, de una rama caída del cactus cargando tunas de flores amarillas y de tronco de laminas fuego y grises similares al tortuoso espécimen de superpáramo andino, Polylepis incana.
Observo divertido a la inmóvil lagartija de lava, llega irreconocible por haber tomado un baño de tierra arcillosa ladrillo; parecía que el cuadro se iba a quedar así de chistoso e impasible hasta que en un movimiento felino-reptiliano el lagartijo caza a la Langosta grande pintada (Schistocerca melanocera) que marcó calavera en su salto compulsivo evasivo, cayó en el punto y momento equivocado. De repente me convertí en testigo y sujeto de dar testimonio del banquete de la lagartija de lava con el grillo, en la piedra tostada y saliente como si fuese un segmento del espinazo de un lagarto terrible semienterrado. No tenía en mente entretenerme con las ralas lagartijas de lava que han cruzado raudas por la pista, ayer nomás me harté de observarlas en el senderito fresco de muros bajos de piedra, en el caminito asombrado y arbolado de Callejón Linares y Lagartijo (¡vaya nombre indeleble!, lo de Linares supongo que es en honor a un desconocido artista Linares y lo de Lagartijo…, ahí sí que no hay dónde perderse, la realidad es contundente), esto en Punta Estrada.
Acá, el plato fuerte psicobiológico de la jornada, es la iguana terrestre, y persisto en ello dando la vuelta para iniciar el retorno al puerto de mi residencia terrena atemporal. No obstante, vengo rumiando –tan pronto– el acontecimiento intempestivo en la piedra al pie del árbol de Bursera, sucedió lo espontáneo sorprendente que en suma es lo que sacude al ser transeúnte, le da alma y vida a su búsqueda de sí mismo en la intemperie isleña. El suceso tomó forma y cuerpo por mudarme hacia el árbol que llamó mi atención al borde de la pista, era un individuo de bosque seco que con su ramaje lechoso deshojado haciendo en conjunto el esbozo de la cabeza gigante de una medusa, tendía sus tentáculos en el espacio-tiempo mítico, presocrático. Esta distracción arbórea trajo consigo al reptil de buche rojo intenso y de cuerpo color ladrillo por el tinte que tomó emergiendo de tierra movediza, y suscitó el instante de vida y muerte que se zanjó en un pestañeo: grillo aterrizando, lagartija devorándolo.
Sin esperar que la mañana entrando al bochorno ecuatorial del mediodía cree de la nada otra sorpresa salvaje fuera de lote, cedí de lleno a la tentación de echarme en el desocupado plinto del poste de tendido eléctrico prometido. Había que zambullirse en la circunstancia de placer inmediato. Ningún aristócrata lagarto emerge del silencio para interponerse en la mini-siesta añorada, así que procedo a discreción a servirme de la sombra gentil que se ofrecía cual regio vino espumoso seco, tropical, afrutado y en su punto frío ideal para pasar por gaznate agradecido. El resto es tender la cama de cemento con la toalla playera roja adornada de manchas multiformes negras, verdes y cremas (a la moda de las iguanas marinas Venustissimus); coloco la pequeña y acolchada mochila del cazador de instantáneas, es la almohada precisa para apoyar cuello y cabeza en el poste de luz. Me recuesto y acomodo el cuerpo de cara a la Bahía de Los Marinos, vienen alucinantes cuadros filtrándose por los resquicios del palo verde que tengo a la mano, este se estira a los costados con la sombra de sus ramas afiladas y lánguidas que se comban sobre el piso de pavimento trisado y semicubierto por hojarasca espinada ocre.
Cierro los ojos sabiendo que no habrá sueños pesados ni precipitaciones en los abismos del absurdo onírico, sino delicioso estado de vigilia. Abro los ojos, o mejor dicho los oídos me abren los ojos ante el canto cercano de un jilguero, podría ser el recital del cucuve galapagueño que saltando de rama en rama se para a observar insistente al extraño bípedo implume tendido por excepción en plinto ajeno, plinto que de corrido ha visto ocupado por familiar lagarto. Podría ser el lamento de un grupo de inquietos pinzones de Darwin que ya volaron del sitio rumbo a su hogar original en el islote Daphne Mayor, podría ser la melodía sentida con la que el canario Aureola llama a su pareja María. Podría ser el papamoscas de Galápagos… y sí, a metro y medio de distancia de mis narices, vuelve a trinar acordes celestiales, de frente y mirándome a los ojos desde una rama baja verde y espinada, el pajarito del copete subversivo. Cuando se mandó a mudar el heraldo del buen reposo, cierro los ojos y suena desde adentro la melodía alada que arraigó en el palo verde.
Esto no viene del mundanal ruido, es el preludio del metal sinfónico que vendrá a los oídos. Se disparan los violines de los cables del tendido eléctrico, los mueve el arco de la brisa isleña. Se unen al evento sinfónico otros instrumentos de viento, cuerdas y percusión. ¿Quién inventa este opus elemental y noble como la vegetación leñosa y los animales endémicos y emblemáticos del archipiélago viviendo a muerte su minimalismo? De las profundidades del sujeto de la experiencia nacen y salen a la superficie los arpegios de esta pieza automática, surrealista, que se prolonga con los ojos cerrados.
“He reposado siglos, es tiempo de abrir los ojos y el cuerpo a lo que venga…”, dice el ser mudable saliendo del instante metálico (con Beethoven y Paganini de precursores), devolviéndose al silencio y quietud del paraje anfitrión, o sea a la realidad inmediata del ramaje y hojarasca del palo verde, teniendo de horizonte paradisiaco al mar sereno y azul metiéndose por la persiana afilada de la isla. De repente (no es dado que los acontecimientos preciosos vengan como si nada envueltos en papel corriente), los ojos claros y la gran cabeza cornuda del reptil se reflejaron entre ramas cruzadas, tenía su mirada melancólica clavada en el ser mudable. Vibraciones van y vienen, en la modalidad visual, sin aspavientos o movimientos bruscos que propicien la retirada del salvaje espécimen.
No es impertinente tu presencia, al contrario, es un verdadero halago que tus ojos claros, limpios, serenos y curtidos de demonio ancestral se posen en este pasajero del pedacito de planeta que habitas. ¡Aja!, viniste a reclamar el puesto usurpado al pie del poste de luz, ¿no es eso?, por supuesto que no. Lo de fondo es que nunca antes una iguana terrestre se ha acercado a propósito a observar, vigilar, curiosear, contemplar, ¿qué sé yo?, a este bípedo implume y a menos de tres metros de distancia. De corrido ha sido al revés, he sido yo el que va a por las vibraciones Conolophus, hasta estos segundos que transcurren entre tus vibraciones frente a las mías.
Tiene gracia, tú siendo la especie que cumple con los dos metros mínimos de seguridad que piden al humano visitante del Parque Nacional Galápagos con las especies que toleran su acercamiento. Eso apenas se cumple con especies impasibles como tus primas hermanas, las iguanas marinas, que se han acostumbrado a los gentíos, donde los hay, y no le temen a la más temible de las especies depredadoras. Aunque están protegidas su extinción pende de un hilo: factores climáticos, el aumento de la temperatura y acidificación del los mares reducen los espacios de la madre nutricia. Si las aguas templadas desaparecen, entonces se extinguen las algas submarinas que prosperan en su seno y constituyen el alimento fundamental de las iguanas marinas.
Tus primas hermanas, en ciertos lugares propios para la reunión de masas, sea por ejemplo la temporada de apareamiento, surgen como manchas de reptiles en ebullición, parecen multitudes que sobraran en vez de faltar en este mundo. De ahí que he pescado voces de ciertos paseantes desquiciados –tal vez porque el ocio provoca un estado febril al sujeto del rendimiento–, cuestionando la engañosa abundancia de tus primas hermanas marinas, “¿por qué no se las comen?”. Vaya chiste demencial más que macabro, inferido por parte de individuos de la especie de la producción y el crecimiento económico incesante que ya tiene nombre en el tic-tac geológico del planeta Tierra: Antropoceno, mi era geológica, mi era de la entropía máxima. Mira tú, los míos han superado los ocho mil millones de habitantes planetarios, y todavía pidiendo que regulen la población de especies que suman un puñado de miles en el Archipiélago Encantado.
Y yo, Homo sapiens, que soy el extraño aquí, ¿no te he aburrido con mis vibraciones? Tus vibraciones son el maná de mi alma errante. Cierro los ojos por un minuto, o mejor aún por un tiempo inmedible, esto para ver cuando los abra si sigues ahí en tu postura de espécimen primordial atento al sujeto del reposo posmoderno furtivo. Vendrá a ser una forma de entender si este cuadro interespecies que hemos pintado involuntariamente es el resultado de una mera casualidad, es decir, tú pasando distraído por aquí a echarte la siesta de mediodía en el plinto de tu predilección y a jugar con la sombra del poste que gira cual reloj solar, estas en eso cuando eres presa de una circunstancia nunca antes acaecida que te paraliza hasta que logras huir por lo sano en un santiamén sonoro e ineludible a mis oídos. No me sorprendería tu partida instintiva, es el inveterado proceder de tu especie ante cualquier extraño impertinente. Imagino que de sopetón te topas con el cuerpo de un sujeto que no has visto templado, sesteando, en este plinto de la isla, todo él sigiloso y callado fuera de los puntos de conexión y encuentro con otros bípedos implumes. Si fuese un técnico de la empresa eléctrica que le tocó hacer algún trabajo en el tendido en compañía de otro operario, habría aportado a la bulla humana en movimiento convencional laboral sin la menor preocupación por tu presencia, hubiese ido con mis ritmos metaleros taponando los oídos y hablando a gritos con el otro también de oídos taponados con su propia música rumbera. Si hubiese traído conmigo el runrún humano, tú estarías camuflado como mínimo en el tupido arbusto de más allá, invisible al intruso.
Repitiendo la mini-siesta remolona y feliz del plinto me moví un tantito con la sombra que proyecta el poste, y me dije que si al abrir los ojos me recibía un paisaje ausente de iguanas terrestres en el rededor, sería lo más natural del mundo corriente. Puesto el piloto automático receptor de sensaciones, disfruto a tope del reposo semiconsciente, sintiéndome más observado que antes, las vibraciones Conolophus arrullan en conjunto con la brisa suave y tibia desplazando al concierto metálico de cuerdas del tendido eléctrico. Me digo, corrección: si al abrir los ojos me encuentro con iguanas terrestres a la vista sería lo más natural de este mundo asombroso.
Y abro los ojos. ¿Qué estoy mirando a poco más de dos metros de distancia? Estoy viendo que no solo que el espécimen a mermado su distancia y continúa en su posición de espectador sino que ha salido del ramaje en el que parcialmente quedaba al descubierto y ahora está sobre el lecho de hojarasca parda mostrándose entero, enhiesto a cuatro patas, la cabeza dragonil de cuernos prominentes levantada: magnífico adulto de papada aristócrata y rostro hierático, combinando los colores naranja y ocre en la piel rugosa. Se me antoja verme en él como un ser antediluviano de espinazo acorazado de púas impotentes y filudas garras de excavar y galopar en la tierra marciana. Entiendo que en vez de presentir su escape sentí su aproximación vibratoria, que a la sazón viene a ser la prueba irrefutable de que he sido reconocido por el espécimen con el cual ya hemos conectado tiempo ha, meses ha, años ha. El ejemplar muy joven es el adulto que viene a mi encuentro, es el formidable lagarto que se presenta con cadenciosas vibraciones, que se traducen así de fácil.
No busques más al cachorro de dragón que fijaste en tu mente, allá posando en el campo de rocas volcánicas apostadas tras los molinos de viento, aquí estoy tal como soy en mi temprana adultez y la regia hembra que te observa desde donde estuve hace tantito parcialmente visible en el nacimiento del palo verde, es mi pareja iguana: nuestros vástagos están creciendo en salud gracias a los nutrientes del cactus, aprendiendo el arte milenario del camuflaje y de hacerle el quite a lo tóxico en Isla Baltra. Con el paso del tiempo ni tu ni yo volvimos a reconocernos por tercera ocasión en el lugar primero. Era de esperar, me había mimetizado con las formas de mis congéneres adultos, no podías encontrarme tal cual se te grabó mi imagen en la mente. Mi piel, mi aspecto general, se había mudado del individuo adolescente y juvenil que retrataste, mi nueva forma no iba a responder a la búsqueda visual del futuro caminante. La cosa se resuelve porque no es la primera ocasión en la que te ubico vagando por las calles de las ruinas y te he reconocido como el extraño bípedo que ante la incapacidad de verme tal cual he crecido y madurado, jamás me reconocería por sí mismo sin que los ojos de ayer se sumen al acontecimiento que he forzado esta mañana.
No tengo nombre y apellido que se me ocurra a la manera de las denominaciones de las mascotas y de los seres fantásticos que tú proyectas en base a especímenes concretos. Así como hay millones de especies para satisfacer la reencarnación como karma de una vida/muerte inconclusa, de facto hay especies para todos los gustos que inspiran la galería de engendros extraterrestres del Homo sapiens. Pongamos que lo mío es vivir a lo bestia entrada en reflexiones, de corazón indomable, pasajero de tu época de esclavitud actualizada en el cronómetro del rendimiento.
Sí, fueron dos encuentros cercanos con el joven Conolophus que fui entonces, suscitados por la circunstancia tuya de aprovechar el tiempo –y no de quemar el tiempo– llegando con sobrada antelación a tomar el vuelo respectivo de retorno al continente. Entre el primer contacto y el segundo promediaron seis meses (entrando en la contabilidad de tus horas), hubo dos viajes al archipiélago y la idea de dedicar mañanas completas a visitar Baltra, por fuera de la obligación de asistir al aeropuerto, fue fraguándose en tu mente antes de tomar cuerpo a futuro en el sitio, esto porque cargar la mochila de equipaje de mano en la espalda y la mochila de espectador adelante hace que la marcha no sea lo extensa y ágil que tu aspiras, rebajando el alejamiento deseado por estar con cuerda larga en las cercanías del aeropuerto. ¿Me explico bien? ¿Estamos en modo lenguaje de vibraciones?…
Estamos adentro, sintonizamos en el dial. Sin embargo, los cortos trechos de inmersión en el terreno que hiciste al comienzo, bastaron para que veas que cualquier matorral tupido y con suficiente sombra puede servir de alojamiento y de nido si es del caso. Ultimadamente, como dato curioso, has avistado especímenes que se han dado modos para ingresar –cual contrabandista superando los filtros de migración– a los jardines del aeropuerto que preceden al cuadrante de desembarco de aeroplanos provenientes del continente. Ha sido grato darte semejante bienvenida reptiliana aunque sea fugaz por la necesidad que tienes de alcanzar cuanto antes mejor la salida del aeropuerto y realizar el viaje a tu hospedaje o guarida circunstancial.
Te vi y me dije lo voy a tener cualquier rato dando la vuelta a la pista antigua por el lado de los plintos, y a lo mejor se suscita el instante propicio para conectarnos a mi manera vibratoria. Tu suerte del avistamiento de los míos cambió drásticamente, dejó de ser una cosa al apuro cargando con el peso del inminente retorno a Los Pichinchas (esas altitudes volcánicas que me son tan ajenas como imaginables por tus vibraciones), y hacerle el quite al tiempo de aeropuerto con imágenes de último momento. Tenías que decir basta, no podías quedarte plantado a cuenta de una imagen inmóvil posando a disposición del viajero en una piedra quemada.
Ahora entiendes que no era posible que permanezcamos impasibles en el sitio en el que tuvimos dos encuentros, el tercero se esfumó porque ambos nos mandamos a mudar. Te fuiste a por otras idas y venidas en la isla de tus ojos de transeúnte, yo me quedé donde nací para fugar y, vaya paradoja, entenderme con un bípedo depredador.
El joven reptil fue a por la isla entera de su residencia planetaria, teniendo el mínimo de jardines de bosque seco y guaridas por doquier para crecer en formas y colores, y hacer la transición de iguana juvenil a espécimen adulto fuera del patio trasero de los molinos de viento. Fue un error creer que se puede tener un punto de encuentro permanente entre seres de mente libre en el amplio espectro de sus propias islas. Mi isla no es la tuya, y al revés, de cualquier manera hemos tendido un puente. Y vos no volviste a caminar en los matorrales y campos de rocas de los alrededores inmediatos de las instalaciones del aeropuerto para buscar al lagarto perdido, te fuiste a husmear en el mapa de las ruinas emancipadoras.
Te echaste a andar por las calles de grava fruto de la erosión del asfalto que son amplios caminos para el “intrépido transeúnte” y mirador de parajes que han resistido el vendaval de la condición humana. Ligero con la pequeña mochila de ataque a cimas y simas de paisajes aromatizados por la vegetación brotando de un desierto, respiras brisa salobre exquisita que sazona de profundidades y misterios oceánicos el ambiente, silenciando el aterrizaje y despegue de aviones transportando ávidos turistas.
por Juan Arias Bermeo | Oct 27, 2022 | Más Ficciones
Aristocrática iguana del orden jerárquico Venustissimus, de majestuosa cabeza cornuda, ojos claros y dorso espinado realzando verdes, blancos, rojos y negros, de piel áspera y sangre fría en pos de vitaminas solares, hacía guardia en el Portal de Las Botellas. Detuve la marcha a la distancia de rigor que no perturbe su tarea sagrada, y sin más dirigí mis vibraciones matinales al sereno reptil. “Su merced, descendiente directo de las deidades de las estrellas oceánicas del multiverso, criatura endémica de la isla que me acoge en calidad de caminante total, ser de la sonrisa hierática por naturaleza divina, ¿me permite pasar… voy en busca del Lobo Fino?”.
Aquí estoy haciendo la primera parada desde que me eché a caminar al alba y con el buen augurio de la tórtola del anillo azul envolviendo sus párpados, la que señaló el sendero de una jornada de contacto con la isla profunda, salvaje. Aquí estoy estirando mi sombra en la plancha de roca tibia acaramelada, recibiendo a gusto sendos rayos solares de la mañana temprana de piélago manso, presagiando una jornada de bajamar indeleble en la orilla rocosa de Isla Floreana. Respiro la brisa suave trayendo aromas del bosque de Palo Santo por atravesar, aspiro a una mañana de calorcillo contenido en los barrancos del Lobo Fino, aspiro a un día de oleaje eléctrico y piscinas cristalinas matizando con cielo celeste, nubes volanderas, garua inocente y brisa traviesa.
El magnífico espécimen de iguana Venustissimus, erguido en sus cuartos delanteros de pectorales festonados con pinceladas turquesas, vibró y un rotundo “adelante” se tradujo en mi mente. Las ventanas oculares del guardián apenas eran un trazo gris acuoso, y sin embargo remitían alerta cuando atravesé el portal que se animó al otro lado con la iguana idéntica que abrió sus ojos de esmeralda resplandeciente, ojos grandes y rasgados, era el reflejo intenso del mar de Portal de Las Botellas.
Atravesando el bosque de Palo Santo que brota de las entrañas de lenguas lávicas cobrizas de cuatro millones de antigüedad, me sumergí en baño sauna ancestral del que se emerge exfoliado y aromatizado por dentro y por fuera incluyendo la indumentaria y lo que porta la mochila ligera del transeúnte. Al cabo fui a caer en el campo rocoso de molones grises adosados a la línea de vanguardia de manglares bajos, tupidos, infranqueables para el caminante que avanza pegado a sus raíces evitando el oleaje de los prolegómenos de bajamar, con la pleamar dando postreros coletazos. Aún no podía beneficiarme del apogeo de bajamar, que es cuando se descubren las playitas de caletas recónditas con sus tesoros faunísticos del mediodía. Así es como vislumbro el retorno, en su clímax paisajístico, libre de vadear caletas anegadas e irreconocibles por la arremetida de pleamar.
Dejar atrás segmentos de orilla rocosa es la única manera que conozco y aplico en este ir en pos del Lobo Fino, que en sí es la propuesta de avanzar más allá de Remanso Primordial y Playa Escondida, es decir, romper una barrera física y temporal. Cruzo sin novedad el campo gris de molones del Cíclope, ingreso a las formas rocosas que se asemejan a la miniatura de una metrópoli gótica devastada por una ola de calor calcinante, figuro las ruinas oxidadas de rascacielos que fueron agujas proa al sol y que al cabo devinieron en escombros y fisuras ocres que benefician a las lagartijas endémicas de la isla, de apellido Grayii. Cuando el azote de pleamar se aleja, el despojo de la otrora febril metrópoli liliputiense, se transforma en zona de veraneo de graciosos y pintorescos lagartijos.
Sí, doy fe del Paso del Ermitaño, aunque vendría irreconocible si no fuese porque en mis progresiones de orilla rocosa lo he superado de ida y de vuelta, en el apogeo de bajamar que es el momento indicado de observar el cuadro completo en la dimensión liliputiense que inspiró su nombre. Ahí figuro una cala de arena blanca que se adentra serpenteando entre dos farallones de granito azabache, y en estrecha playita se avista el menudeó de especímenes que cargan su morada. Es alucinante ver en movimiento al cangrejo ermitaño, con patas y pinzas peludas incorporando a su fláccido estomago, y por ende a su andar, a una concha de caracol del molusco que la abandonó. El churo es la casa que lleva a cuestas el individuo, es como si fuese parte biológica de su ser, por ello es un goce observarlo recreándose a su aire, pues, en estado de reposo es una concha de caracol más tomando baños de sol, solo en movimiento surge la pinturita viviente del ermitaño. Ahora que el paso se encuentra inundado por el oleaje, sigue siendo un hito de los hitos del paisaje del condumio del tiempo, así estén invisibles los pacíficos cangrejos cenobitas de anteayer.
Los pasajes solitarios se suceden y asumo que los clanes de tortuga prieta y tortuga carey se reservan para el mediodía el brotar de su lecho marino a la amplitud de playitas de marea baja en flor, las tortugas marinas son en sí el gran florecimiento de la arena granulosa de calas que cobran vida de repente. Playitas grises que de estar tomadas por el oleaje se vuelven calas paradisiacas donde reposan bañistas de sensualidad prehistórica. Me reservo el derecho de asombrarme si al retornar a puerto me topo con la versatilidad de sus cuerpos prietos, cuando el buscador del Lobo Fino de media vuelta lo encuentre o no. Este buscar en la magia ancestral continuará vigente más allá de esta jornada propicia para instantes hermanados en la cosecha de absolutos.
Entro de nuevo al bosque seco sorteando muro saliente de orilla formado por conglomerados de rocas saponáceas que obligan a desviarse un tanto por la parte inferior de la colina poblada de árboles de Palo Santo y esporádicos Cactus Candelabro, es una vegetación que literalmente se levanta de raíces aferradas a los resquicios del piso deleznable, no faltan individuos aéreos que desafiando la gravedad cuelgan de los riscos. Salgo del bosque aromático que está reñido con la sombra y regreso a la tibia brisa marina de orilla empinada en la línea de roca desnuda. La tonalidad pajiza de arriba contrasta con los campos de molones azabaches golpeados por el mar espumoso que de repente, intermitente, trae o lleva iguanas Venustissimus; el horizonte inmediato es azul mientras el piélago de fondo metálico no da visos de islas cercanas o distantes del archipiélago.
Llego al mirador que comparto con tres piqueros de patas azules acicalándose, diviso Playa Escondida que a su vez esconde al remanso de pozas salinas que si están vacías dan la impresión de ser letrinas descargadas al océano y no aportan al conjunto de orilla que simula un oasis tras tortugas y leones marinos surfeando olas salvajes. Solo cuando me pare allá sabré si habrá el beneficio de un paisaje pleno con añadidos faunísticos endémicos o si he de transitar por una suerte degrada de las cochas que guarda Playa Escondida. Entretanto parejas que hacen el cuadro maternal de amamantamiento de leones marinos se descubren en la arena cálida y seca que precede a hierbas rastreras vaporosas y retazos de manglar de avanzada, propiciando espacios horizontales mullidos para refocilarse con el benigno sol de la mañana, púber aún, acariciando cueros recios y de abundante grasa para bregar en el mundo submarino.
La playa inclinada de punta a punta, vino encerrada entre la barrera de rocas terrosas de ralo bosque seco -por la que accedí a su seno- y la barrera gris mojado de rocas salientes todavía azotadas por la marea en retirada. Playa Escondida es presa del oleaje que cubre la mansedumbre de la laguna que se forma con la marea baja en su clímax. Evoco el suceso que permite reflotar a planchas volcánicas copadas por suculentos lechuguines, tanto que invitan a devorarlos con los dientes especializados de la iguana Venustissimus.
Las camas de arena contienen a los protagonistas del breve contacto visual con la especie de mamífero bípedo implume. Por un lado el espécimen Homo sapiens y por el otro los críos maltones de las dos grandes y vigorosas leonas marinas. Ellas consintiendo a su respectivo púber lleno de vida, se nota a la vista que se trata de cachorros bien levantados por las progenitoras que adormiladas cuán largas son apenas se dignaron a ver al intruso de reojo y entre pestañeos. La corpulencia de los críos me sugiere que podrían tener el tamaño del lobo peletero adulto, hasta aquí un neófito podría confundir a los primos marinos endémicos de las islas Galápagos, pero cuán definitorio es el comportamiento social austero de la especie Arctophoca galapagoensis (Lobo Fino) frente a la sociabilidad generosa del León Marino (Zalophus wollebaeki). Me enteré que el Lobo Fino, con una población azas menor que la de sus primos (aunque ambas especies se hallan en peligro de extinción), huye a por lo sano a su cueva, y no soporta la intromisión del Homo sapiens en su hábitat preferido de acantilado.
De esto último se desprende que no tiene sentido ir en busca del león marino galapagueño porque lo tengo a la mano en los malecones de los puertos urbanos de las cinco islas con asentamientos humanos permanentes del archipiélago. No obstante, es conmovedor sentirlos a los leones marinos en lugares propios, remotos por originales, como Playa Escondida y como el rumbo fijo a las calas y barrancos desconocidos que al dar la vuelta a esta ensenada descubriré a paso lento, a ritmo sustancioso. Gracias a los críos de león marino en flor, me quedó el gustillo de un aperitivo sabroso de lo que podría ser el banquete de un intempestivo hallazgo del Lobo Fino. Uno de ojazos negros húmedos, grandes y rasgados; un ejemplar de esos que imponga el circulo máximo de seguridad para que el intruso no perturbe su idílico tiempo-espacio en el regazo materno de Gea.
Remanso Primordial arriba con buena salud y se aúna al encantó del momento de transición a porvenires que se crearán sobre la marcha. Comanda a los sentidos la modalidad de lo visual que es la precursora del caminante, dónde pisar y qué pisar para no irte de bruces; lo que los ojos reflejan es el sendero de los demás sentidos complementarios de la totalidad de la aventura de inventarse en soledad radical. Soy el ser primordial medrando en la naturaleza original de la isla adolescente, soy el bípedo depredador milenario abriéndose paso en la aproximación a los cinco millones de años de antigüedad terrena de Isla Floreana. Hasta aquí, lo conocido es un pasado inmediato de hitos que he reconocido, mientras el futuro inmediato es lo flamante en que colgar hitos a recuperar en el regreso a Puerto Velasco Ibarra. El más allá constituye el dar la vuelta a la ensenada cortando por lo que avisto como una lengua lávica de rocas amelcochadas con su porción de grietas laberínticas que salvar.
Las tres cochas salinas son rectángulos que unidos forman una ele, llenos por encima de la media lucen a tope, reflejando su entorno en la película de agua. Cosecho amplia pintura bucólica: pastizal verde y selvitas de vegetación leñosa cubriendo el lecho volcánico. El conjunto se asemeja al oasis que he preservado en la mente, cálido paraje resguardado del viento y el oleaje por murallas de adobe. A primera vista del gran angular humano y no a vuelo de pájaro, las cochas y su contorno vegetal no muestran especímenes de la avifauna que otrora copaba el espacio acuático con trompetadas e intensos rosas de flamencos, sumándose al festival emplumado sendos patillos de cola pintada nadando en las turbias aguas cargadas de microorganismos, golosinas gourmet .
Advertido de que es cosa corriente tardar algo el ver a garzas adormiladas entre el pasto y la vegetación leñosa del otro lado, que en su quietud se camuflan con su plumaje pardo y cenizo, peine despacio los filos de cada uno de los rectángulos acuáticos y cobré recompensa al ubicar a tres insignes especímenes correspondientes a tres especies de aves de orilla solitarias. Cada quien viene reposando por separado en su parcela herbosa y, por añadidura, reflejándose en recuadros de la película de agua que recoge la danza nupcial de cielo y tierra. A la izquierda, la garza ceniza Cognata, alta y desmelenada, fiera glotona insaciable; al centro, el búho campestre Galapagoensis, taciturno noctívago de aspecto manso; a la derecha, la garza de lava Sundevalli, amodorrada en su camuflaje de piedra plomiza. ¡Vaya lujo imperdible!
Hago el tramo postrero del conglomerado de lava petrificada, sorteando grietas respetables de la cascada melcocha desciendo a la orilla de molones grises lavados por el oleaje. Las olas reventando en la orilla rocosa se convierten en un halago visual, sónico y olfativo con golpes de brisa oceánica, es una suerte para el surfista imaginario que se cuela en túneles turquesa. La cascada melcocha vino engalanada por los verdores de los flancos; a diestra, lechugines suculentos fruto del humedal; a siniestra, el bosque de manglares bajos que brinda el alivio de corto y directo acceso a la orilla de la calas que develarán laguna mansas a la hora del clímax de bajamar, calas que incorporaré a mis recuerdos memorables dependiendo de si las tortugas marinas salen del agua y cual piedras preciosas se exponen en pálida arena al sol. Lo que sí tengo a la vista es leones marinos variopintos que surgen aquí y allá mientras avanzo por ligero campo de piedras que conduce a la base del gran escalón del acantilado. La tarea que tengo por delante es saber si es practicable el escalón cuando ataque a la roca cimera, prominente y gris.
Asciendo por gentil pendiente de lengua lávica de formas caprichosas, mostrándose tal como se enfrió en su retirada al océano. Atravieso borbotones de fuego magmático estático, un pedacito de la erupción del volcán submarino que creó la isla hace tantito en la edad geológica del planeta Tierra. Más allá, apenas a metros del espacio seguro que da viada y alegría al “intrépido expedicionario” en busca del Lobo Fino, sigue en paralelo el abrupto y tortuoso filo marino, salpicando espuma de las fauces marrones del abismo. Acá, el tiempo-espacio de las iguanas Venustissimus, se adorna con los tallos mostaza y flores de capullo blanco que brotan del suelo pétreo, son mechones o islas de florecimiento encendido que tiene de fondo la cortina metálica del piélago. Dos ambientes en contrapunto se han tomado el escalón que conduce a Barranco Gris, el pequeño mundo colorido de sociedades vegetales naciendo de un piso exangüe y el inconmensurable mundo del océano que se remite a leviatanes primordiales, y combinan bien en expectante transición de microclimas.
La cima de Barranco Gris revienta en ventosa explanada claro oscura, cercada por una muralla a tierra alejándose del acantilado. El suelo viene ondulado en la plataforma aérea que brilla por la multiplicación de los mechones vegetales de tallos mostaza coronados por capullos azucena. La ausencia de iguanas marinas Venustissimus, indica que no son asiduas a la sombra, vientos y corrientes marinas del tope del acantilado y menos aún a su máxima verticalidad, con extra-plomos y una exposición aérea de vértigo, incluso para estos insignes des-escaladores en roca húmeda saponácea. El espectáculo feroz de Barranco Gris culmina en un boquete cargado de ecos de sirena y murmullos del piélago, abriendo agujero perpendicular que, cual rodadera de piedra lisa, cae a un arco que se yergue majestuoso con un pie en el agua y el otro que parte del piso inferior del barranco. De esto último doy razón al descender y volver a ascender a lo alto de la cascada de molones ciclópeos que trajo consigo una meseta de arena, vegetación leñosa, rocas planas y una placa pétrea levantándose inclinada en el vacío, tomada por iguanas Venustissimus al sol y en manada sorprendente.
La potente visión de los ambientes de Barranco Gris copa mis sentidos, asumo que el fin de la búsqueda concluirá teniendo como principal ingrediente del plato fuerte del día, (en conjunto el plato fuerte es la aventura de bordear algo o mucho de la costa rocosa del misterio llamado Floreana), a los jardines, paisajes y agujero negro del acantilado. En todo caso, no encontrar al Lobo Fino en vivo, palpitante, posando involuntariamente para el retrato que hará de él un extraño Homo sapiens, no deviene en problema existencial para el buscador. Me digo que el ideal de búsqueda permanecerá saludable en el sujeto de la experiencia. Es el impulso de buscar en uno mismo lo que mueve hacia la soledad radical del Arctophoca galapagoensis, de no ser así me habría quedado en casa, sumiso al decadente sujeto del rendimiento cronometrado, y este preguntándose cómo sería el documental, en primera persona, de una aventura de Don Quijote, siglo XXI, en Islas Encantadas.
Dar media vuelta es parte sustancial de este viaje en brisa de bajamar y me eximo de metas que se sustenten en el culto al hombre exhausto, el que no deja espacio-tiempo para el asombro al trayecto de regreso. He superado eso de ser pasto de la fatiga del caminante que se raja en el trayecto de ida como si no hubiese un segundo tiempo que atender en la apuesta del día. Sería fantástico que uno se olvide del regreso porque habría a la mano una suerte de teletransportación al punto de partida de esta jornada, es decir, Puerto Velasco Ibarra. Pero no es asunto de negar y denostar al trayecto de regreso, así sea pesado en comparación con la frescura de la marcha mañanera. Es el contraste entre la ida y la vuelta lo que completará esta jornada en la intemperie salvaje, negar el regreso sería dejar en blanco las calas de bajamar, sus playitas y piscinas libres de aguajes. Lo cierto es que la única alternativa que abre el futuro de orilla rocosa es poner coto al viaje de ida, y esto es aprovechar la ausencia del Lobo Fino, que no está aquí y ahora para satisfacer antojos.
Sí, cuando la retirada había tomado cuerpo, se materializó el hallazgo intempestivo del Lobo Fino, encuentro que alumbra al sujeto de la experiencia sin enceguecerlo. Allí está su excelencia peletera a la vista, corpulento cazador submarino en reposo, colgando la cabeza de oso de trompa anaranjada-tomate del lecho que provee luz y sombra, calor y frescura terrenal. Mi posición privilegiada permite un cuadro entero inmejorable, de arriba hacia abajo, del regio espécimen; estoy parado en el mirador que iba a ser el de la media vuelta y no el del hallazgo. Asumo que el lobo peletero lleva horas fuera del agua por los colores relucientes pardos, tomates y grises del doble pelaje. El pelo exterior hace que resbale por el cuerpo el agua lluvia y dispersa las vitaminas del sol; el sub-pelo es el que mantiene el cuerpo seco, caliente y ventilado a la vez. He observado imágenes de ejemplares recién salidos del agua y su aspecto empapado es marrón con notorias estrías, o tirones de pelo, en el pecho y cuello que dan la impresión de haber sido aruñado y rasgado por garras filudas.
Apenas olió en el viento a su favor la presencia del buscador, abrió sus lánguidos ojos melancólicos y se incorporó en sus cuartos traseros lanzando un gruñido y abriendo sus fauces de respetables colmillos se desperezó echando la cabeza hacia atrás sin dejar de vigilar su entorno inmediato, sabiendo que el bípedo implume no iba a ir a por él teniendo que des-escalar un pedazo de pared conformando una medialuna de vértigo. Por supuesto, no se equivocaba, el descenso vertical más que impracticable es una linda barrera; qué suerte tener un abismo como si fuese el dispositivo que mantenga la mínima distancia entre especies mamíferas. Así que no hay manera de malograr mi instante con el Lobo Fino, está descartada una grosera aproximación del buscador. El contacto visual mutuo vino espontáneo y directo, a cuatro a cinco metros de distancia aérea vertical de la repisa donde él descansaba. La fuga a por lo sano del espécimen salvaje hubiera sido inevitable si las circunstancias, los accidentes del terreno, no se alineaban con el caminante.
Lobo Fino ya tuvo suficiente de contacto visual interespecies, se mueve moroso en la plancha que tiene figuras romboides como si se tratara de baldosas de granito café empatadas por la mano invisible de la erosión. De fenotipo compacto, fornido, musculoso y rollizo a la vez, se desliza hacia delante con sus aletas anteriores flexibles y diseñadas por la evolución para adherirse a la roca seca o húmeda haciendo de él un experto en moverse en cascadas de rocas ciclópeas, sobrepasar escalonados riscos saliendo del océano para secarse y descansar con largueza o entrando al océano para pescar. Se para con vista al piélago de fondo claroscuro y tintes metálicos, y da la espalda al otrora Homo sapiens cazador-recolector, infiriéndole mirada de adiós oblicua, lánguida y me animo a decir cómplice. Lobo Fino se tendió de panza, cuan largo es, en la cama calentita de mediodía ecuatorial, a recuperar su sueño primordial interrumpido.
¡Adiós Lobo Fino! Hago el camino de regreso ubicando y siguiendo los hitos naturales a la mano en la línea costanera tortuosa. El instante duró lo que tenía que demorarse en un tiempo inmedible, no hay cartabón que mida un tiempo así porque es recobrable. Ha sido capturado el instante con el Lobo Fino, vendrá involuntariamente a la mente a manera de ficción y se prolongará a futuro. Estoy cruzando el último accidente rocoso antes de alcanzar la amplia plataforma-jardín de Barranco Gris; cualesquier prisa está de vacaciones una vez materializado el hallazgo, cuando me había resignado a que el suceso quede pendiente sin que por ello descompense la aventura que provocó su búsqueda. Las sensaciones y emociones por venir son un tiempo extra, un valor añadido propio al retorno.
¡Bienvenido Lobo Fino, el vigía! Acabo de descubrir a Lobo Fino, el vigía, a la distancia. Calculo que está aproximadamente a quince metros en línea directa perpendicular, digamos que un escalón arriba, desde mi lado aéreo de observación. Comparado con Lobo Fino, el joven, que dejé recuperando su sueño primordial en la plancha de las figuras romboides, este espécimen viene a ser un adulto de fenotipo augusto, un súper alfa circunspecto y de aura venerable. Figurando el vértice de por medio entre dos aristas formando una V pétrea, el peletero vigía se halla estacionado arriba, en sí retrepado en soleada repisa bajo el extraplomo que sobresale de Barranco Gris, cual trampolín al vacío. Yo me encuentro erguido en el rellano de arena que preside al ángulo agudo del acantilado, y que es el paso ascendente a la plataforma-jardín de Barranco Gris. Dueño de un círculo de seguridad infranqueable Lobo Fino, el vigía, luce su porte aristocrático escrutando de espaldas al océano. La masa de agua salobre, retrayéndose en el apogeo de bajamar, desvela campos rocosos cubiertos de algas y líquenes de tintes ferruginosos brillantes y jugosos por la espuma marina retenida.
Medito en que hubiese perdido el momento de hacer contacto visual mutuo con Lobo Fino, el vigía, si pasaba de largo desapercibido de su presencia vigilante desde la repisa que lo acoge, o si él estaba de espaldas a mi transcurrir. De no parar a escrutar en su dirección, habría alcanzado rápido el rellano de Barranco Gris y una vez en su jardín me hubiese alejado instintivamente del vértigo del trampolín que cubre y sobrepasa la repisa a manera de visera. No soy clavadista por deporte y, la visión de semejante invitación a precipitarse en el vacío, es digna de respeto y admiración siempre que esté en posición de provecho contemplativo, alejado del vértigo tal cual me encuentro aquí y ahora. Asumo que Lobo Fino, el vigía, me ubicó con la vista y el olfato, lo cierto es que se disparó un resorte en mi consciencia porque me detuve para alzar a ver hacia el reclamo de sus ojazos anfibios. El contacto visual se concretó sin más preámbulos que el de reflejar su personalidad mayestática en mi mente diciendo sí, es un lobo peletero distinto al joven aún de hace un instante, es otro individuo en otro instante y tiempo-espacio, y pertenece a la rara especie que estás aprendiendo a distinguir sobre la marcha.
Así acontecieron y se sucedieron dos hallazgos intempestivos de dos especímenes diferentes de Arctophoca galapagoensis, ambos reinando en sus lugares e invisibles el uno al otro por los accidentes geográficos de la zona. Tan solo mediaba un tramo de terreno mínimo y el tiempo de marcha entre el adiós a Lobo Fino, el joven y la bienvenida a Lobo Fino, el vigía, fue fugaz. Apenas empezaba a digerir el primer hallazgo de alta intensidad vino el segundo hallazgo de moderada intensidad. En todo caso, hay harto para rumiar a futuro cuando las imágenes de Lobo Fino, el joven y Lobo Fino, el vigía, rueden en lo espontáneo por venir, cada cual en su dimensión adquirida, allá en la mente del sujeto de la experiencia. No quepa duda que el primer encuentro generó el segundo encuentro, y que con Lobo Fino, el joven, hubo singular conexión por la cercanía interespecies sumando a ello la inminente decisión de retornar a puerto con suficientes arrestos para que la vuelta no encarne a la fatiga y el desencanto.
Lobo Fino, el vigía, vino a ser el extra que hizo del inicio del retorno un acontecimiento festivo. El contacto visual fue moderado en su intensidad temporal por los quince metros de distancia de ser a ser y, de facto, por la barrera abrupta que al bípedo transeúnte lo separaba de la repisa aérea que a gusto la tenía por inalcanzable e impracticable para sus básicas habilidades escaladoras a la intemperie. Y a gusto fue también para el consumado escalador natural de paredes escalonadas y húmedas que es Lobo Fino, el vigía, que si no fuese así no se atrevería a sortear de arriba a abajo rocas en cascada de vértigo. Cómo sería de divertido verlo al bípedo implume sumido en su retorno de mediodía, a caballo entre el cuidado instintivo y el ser peripatético. Es decir, sería un goce platónico verme a mí mismo con los ojos del vigía. Verme desde arriba sumido en visones a la vez que la máquina biológica impele al caminante que porta el mismo corazón del cavernícola para capear lo agreste. Contemplo al mismo tiempo que evito caídas catastróficas, aunque de súbito y en moción lenta puedo ser presa de golpes ridículos que duelen al sujeto de la experiencia y que le provocan ira e indignación por haber sido resbalones eludibles.
La boca del rodadero fruto de caprichos eruptivos, emite ecos de bajamar que auguran calas con playitas y lagunas que estaban escondidas a la venida y que cursando el mediodía serán paisaje inédito allende la plataforma-jardín de Barranco Gris. Hago el descenso a la orilla sinuosa de arena cercada por campos de piedras menudas sueltas, yerbas rastreras rojizas y manchas verdes de manglares de avanzada. En las postrimerías del escalón que combina un filo de vértigo marrón, desniveles de locura, con racimos de flores brotando cual creaciones impresionistas, retrepados en roca acaramelada del parapeto dentado que parece brotar de de las fauces de un leviatán varado, se agrupaban piqueros de patas azules. Talvez una docena de estas aves pintan de gracia alada la acuarela de la tierra, el mar y el cielo que en un pestañeo fueron tomados por volandera garua.
Dejo los ambientes pardos y grises del tiempo de acantilado, dejo la garua volandera para meterme en la caleta de piscina turquesa. Apenas superando oblongo muro rocoso que se difumina en aguas serenas, me sorprende el reflejo de orilla marina viviente. Qué más vívido que las tortugas marinas de carey compartiendo espacio-tiempo con sus primas hermanas las tortugas prietas. El paisaje de las tortugas marinas entró por los ojos completando la transición del silencio sobrio y a la vez rugiente del Barranco Gris a la fantástica realidad de laguna y playita de arena cremosa granulada. El asombro acudió raudo como si fuese la primera ocasión que tras amigable promontorio de roca lávica reviente un mundo de reposo veraniego para exhaustas tortugas marinas que cruzan océanos por sí mismas, atraviesan distancias inimaginables para cualquier distraído peatón, para desovar en esta isla o de hecho solo para hacerle el quite a su hado peregrino. Asumo que es una pausa deliciosa tras los peligros salvados ayer para volver a nuevos peligros que salvar mañana mientras sea presa del bípedo implume: el exterminador planetario por la gracia de los apóstoles de la entropía máxima.
Cómo explicar estas obras de arte migratorias, palpitantes, que en sí son las tortugas marinas; seres de alcurnia eónica reptiliana, especímenes que impresionan con sus escamas de figuras geométricas de rabo a pico, pinturitas de aletas inferiores y superiores. Embelesa el caparazón fulgido matizado por colores monocromáticos, encanta el caparazón que irradia pinceladas abstractas de carey. Las escamas de la cabeza son oleos del cubismo biológico, de líneas blancas dividiendo y dando forma a mosaico evolutivo en la escala de colores marrones y derivaciones de fuegos encendidos por la luz del mediodía.
De hecho, es valor adquirido lo de asombrarse de repente en los circuitos personalizados que hago en las cinco islas que tengo permitido crear y recrear instantes que se alumbran por sí mismos y se apartan de la caverna globalizada en los móviles. Fue la primera vez que aterricé en estas calas de bajamar, con tortugas marinas de por medio, que serán barridas por el oleaje de la marea alta en su apogeo crepuscular. Me quedo con su mediodía fastuoso y tomo sin regresar a ver el atajo laberíntico de la lengua lávica petrificada por encima de humedal reverberando.
No recojo los pasos del remanso camuflado entre verdes matas, y no echo en falta las aves de orilla de la mañana porque es otro devenir; vuelco mi tiempo-espacio de retorno en re-andar más allá de Playa Escondida con rumbo fijo al puerto. Estoy en terreno que conforme me aproxime al Portal de Las Botellas, será más reconocible el final del regreso, entretanto quemaré etapas para que de sus cenizas surja la iguana marina Venustissimus.
por Juan Arias Bermeo | Mar 17, 2022 | Más Ficciones
Andar por el filo rocoso te ha venido agradable cuando reina la marea baja y por eso hoy te alejaste del puerto más de lo conveniente, y sucedió proyectado al cubo la situación que Jennifer, la chica local atenta y conversadora del restaurante Los Delfines, te advirtió evites a toda costa: quedar atrapada en una caleta en pleamar. Apenas anteayer, merendando sabroso en Los Delfines, reíste con la manera de cantar la comanda al chef de lo que solicitaste para comer y beber: “la doctora quiere lo de siempre”, aulló Jennifer. De entrada en Los Delfines, cuando intercambiaron nombre, oficio y/o profesión de cada quien, le pediste que te llame Tilda, a secas, y así lo hace en una charla cualesquiera contigo, salvo cuando canta la comanda de servicio. Para tu capote decías que preferible que diga a voz en cuello doctora antes que psicoterapeuta, que suena fatal para el caso. Y la hora del postre fue disfrutar de la forma cómo Jennifer relató su aventura en la caleta donde quedó atrapada, parecía haberse divertido mucho en vez de pasar miedo, y tú recalcando que hubiese sido terrorífica la aventura si sufrías la mitad de lo que sufrió ella.
De pronto, estás atrapada en una tempestad del padre y señor nuestro, sufriendo los monstruos lovecraftianos que genera tu mente de montañés en el filo marino, ya escuchas los tambores que invocan a Cthulhu, y tú eres el sacrificio ritual que los locales ofrecen a su deidad para que los libre de esta noche aciaga y de posibles tsunamis futuros. Aquí, raptada por oceánica meteorología generadora de terror nocturnal y no por una barrera inocua de pleamar, sí que te viene como un cuento jocoso lo de Jennifer que, después de dos o tres horas de haber quedado bloqueada entre caletas, escapó acariciada por la luz solar de media tarde y en minutos estuvo de regreso en la deliciosa senda que desemboca en el trajinado -por turístico- Camino de Tortugas Gigantes. Estás avisada de que la noche entera viene por delante, recién empieza y se ha desquiciado la isla pacífica que viniste a peinar por día y medio, junto al precavido Inti, cual jamás se le hubiese ocurrido perderse a propósito en la orilla rocosa. Para el apuradito una aventura de Don Quijote es una quimera abominable. La buena noticia en medio de la tempestad es que no sabes nada más de él desde la feliz y espontánea separación de dos cuerpos y almas que no fueron uno ni lo serán. Asumes que mañana Inti regresará contento, ¿por qué no?, al continente habiendo cumplido su programa cronometrado y milimétrico en las islas. Mientras que tú, Tilda mía, estás sin poder bajar de la cumbre del séptimo día isleño, fuiste a por la aventura cimera en la isla del caballito de mar rampante y aquí estás atrapada en tu deseo.
Hiciste bien en avisar, usando el celular de Jennifer, en escueto y terminante mensaje a tu secretario, Lorenzo, para que se abstenga de meter las narices en tus vacaciones ampliadas porque te dio la reverendísima gana de irte de largo en el archipiélago de tus aventuras. “¡Móvil extraviado! Jajajijijojo… Favor informa a familiares cercanos y clientes que me quedo acá dos semanas más o hasta agotar mi temporada anual de tiempo libre y soberano”.
Me sigues sorprendiendo, Tilda mía, te has quedado por acá más tiempo astronómico de lo que jamás planeaste y, tomando en cuenta el tiempo mágico que suma este instante tempestuoso, resulta alucinante… ya es inmedible tu experiencia galapagueña. Hecha a disfrutar de las tormentas eléctricas desde los ventanales de la sólida morada que habitas en tierras altas de valle interandino, morada que por sus características arquitectónicas de armonía con parques y jardines aledaños constituye tu refugio para gozar de las delicias de páramo, tu hogar que mantiene año corrido las vistas de primavera-otoño de la serranía. Sin duda es el agujero para el relajamiento de la psicoterapeuta que tiene que digerir y expeler la angustia ajena, el agujero egoísta que te libra de reventar en la estulticia sin retorno. Tu agujero montañés riñe y se excluye de la realidad de los mundillos hacinados y pestilentes de la ciudad Medusa Multicolor, donde las barriadas tipo termita humana sobreviven con la esperanza de que el metaverso las acoja y redima. A vos te priva ser visitada por el granizo y recibir la pincelada polar en tus ventanas, lo efímero de esos cuadros invernales hacen de ellos una exquisitez rara que desaparece con el poderoso sol de lluvia equinoccial de la mañana posterior, el blanco se licua y filtrándose en la tierra no deja huella como si hubiese sido un encantamiento de manso valle interandino.
El piso irregular y resbaloso de los campos de piedras cada vez más estrechados por el oleaje no era una opción de escape al peligro que se cernía con la tempestad eléctrica a puertas. En lontananza, el horizonte plomizo metálico, dio paso a relámpagos y centellas, a rayos dibujando figuras de nervios artríticos blanquecinos esfumándose enloquecidos en la negritud que no dejaba margen para dispersión en tu mente concentrada en hallar un refugio o lo que se parezca a eso entre los tupidos árboles de Manzanillo, tu única opción ya acorralada por las paredes pétreas inabordables que se constituyeron los flancos de la caleta otrora transitable. Ya no había marea baja que te saque de apuros en lo que te quedaba de luz solar, perdiste toda referencia de los paisajes de las caletas que superaste para llegar este punto sin salida, pero la fortuna te sonrió con un hallazgo donde podías dar rienda suelta a tus monstruos, y que se aireen a su albedrio en esta suerte de tambo rústico tropical que te deparó el Manzanillo, el mismísimo “árbol de la muerte” que devino en vertiente de vida. Estar en la choza impermeable de anónimo y magnífico anfitrión, es como ser huésped de un camarote panorámico del submarino Nautilus y aguardando el llamado a cenar con el capitán Nemo.
No obstante, a la hora que el temporal pegó de lleno en la caleta trayendo de alta mar la tormenta eléctrica, los vientos irascibles, el diluvio del cielo y el etcétera de elementos naturales aterradores que auparon la catarsis de la psicoterapeuta, imaginaste que así te sentirías si hubieses hecho un campamento forzado en la repisa providencial de un pico romántico entre los andinistas de fuste, por ejemplo el Ogro Tropical, deseado por su verticalidad retadora, esto en el mundo de la conquista de lo inútil al filo de lo imposible.
Tienes tiempo y ganas para sacar a pasear a tus fenómenos de espanto, es el momento de la psicoterapia íntima o mejor dicho la oportunidad de exorcizar tus miedos atávicos. Así de dispuesta a bucear en tus profundidades escatológicas porque el hado te facilitó un techo y paredes laterales sin filtraciones, que te protege contra el temporal de filo costanero aunque no lo hará de un tsunami o algo así de letal insalvable. Se te antoja que este refugio está hecho y mantenido a propósito por algún residente de la isla que es poeta además de regio instalador de magia de orilla rocosa.
Este surtidor de endriagos y vestiglos al cabo no te desveló sino que haciendo el efecto contrario te entregó, entre el mar picado y frondosos humedales que son selvas infranqueables, al territorio onírico de Neptuno en modo sosegado y dador de paz cuando el paroxismo de tus temores abordó el último y definitivo miedo: la desintegración súbita de tu unidad de carbono. Tu mochila de ataque liguero a la cumbre de este día, trajo consigo lo mínimo indispensable para el arte de sestear donde toque hacerlo, colchoneta ultraliviana y toalla extra-larga que sirvió de cobija, repelente de zancudos, bebida hidratante, ración de marcha de frutos secos, protector solar no ya que te embadurnas de ello antes de salir, ¿qué más?… fue todo lo que necesitaste para flotar en tus terrores hasta que en vez de que los tambores del culto a Chulú te conduzcan al sacrificio humano lo hicieron al sueño reparador.
Despertaste con los primeros rayos solares de la mañana que en sí fue una aurora tropical, renaciste en la caleta que ayer no se dejó ver, apenas saltar de la choza de Manzanillo fue escuchar, olfatear y respirar el paisaje que ayer se esfumó en la densidad tempestuosa de una noche para enmarcar como un cuadro precioso y destinarlo al museo que exhibirá tesoros de la memoria existencial de la aventurera en que te convertiste acá. La tormenta tropical no hizo más que arrullarte en beatifico sueño mientras tus demonios participaron del aquelarre en honor a Chulú, y, cuando abandonaron exhaustos la parranda luciferina al amanecer recogiéndose en los predios entre gélidos y ardientes que habitan en tu alma, entonces volviste a los aires benignos de la orilla rocosa. Despierta y cargada de energía vital tras impensado descanso descubres la hermosura salvaje de la playita de arena dorada. De todas las caletas que atravesaste ayer, tienes la certeza de que es la única de playa nivelada y, por añadidura, rítmico oleaje de laguna de aguas cristalinas la mima. El agasajo mañanero vino con el ingrediente principal de tortugas marinas retozando en remanso turquesa, ¿cuántas viste… cuántas sentiste Tilda Mía?
Despidiéndote del tambo real del poeta anónimo, agradecida por la liberación de ti misma que propició la nocturnal emancipación de tus criaturas nictálopes subterráneas, aprovechando la tibieza temprana de la brisa te dispones a atravesar el esplendor de caletas en apogeo de la marea baja que combina azules y verdes marinos con aéreos celestes y nubes volanderas cruzadas que dibujan y deshacen figuras animalistas terrenales como pulpos o míticas como grifos. Haces el camino seguro de regreso al puerto vía filo costanero, reconoces a izquierda la señal rocosa que grabaste en la mente antes de huir a los matorrales en pos de un hueco guarnecedor, es esa suerte de torre medieval que cierra el cerco pétreo de la caleta -hoy divina- dejando a vista el paso que abre la siguiente caleta que dobla en tamaño a la anterior. ¡Mira vos!, carece de playita y lagunas turquesas, es un campo ancho de piedras azabaches tipo molones que solo tiene una salida firme pegándose a la pared de tierra arcillosa que precede al espacio copado por yerbas rastreras que cuelgan raíces voluptuosas en el vacío.
Se sucedieron dos caletas de playa inclinada con dispersas iguanas tomando sol en gris arena gruesa, y llegaste a la caleta de plataformas rocosas continuas que es una delicia caminarlas, ayer te habías prometido cometer aquí una siesta en la cama o perezosa elegida para la ocasión; sin embargo, aduciendo apetito por las cosas de comer calientes hoy quieres arribar a tiempo para disfrutar del café-bufet en el ya añorado hostal Copetón, y avanzar a la siguiente caleta se tornó perentorio. Cosa que se desvaneció por el árbol que había desbaratado la marejada de anoche, devolviendo a la orilla sus restos formando el arco plantado en la laguna que, de pronto, pintó el cuadro magnético capturando tus sentidos ambulantes. Qué más podías hacer si no tomar asiento para llenarte de sus detalles a discreción.
El palo arqueado contenía en su centro a una princesa iguana bellísima, puedes decir sin ambages que era la versión femenina del Rey Iguana, el súmmum de lo atractivo reptiliano marino, no necesitas ser herpetóloga para capturar en la retina su estilo, porte, garbo y serenidad. Como si frotando los dedos hubieses ordenado al maestro de servicios de la caleta te ponga una perezosa en el sitio de tu contemplación, vino a ti la forma pétrea ergonómica que te permitió acomodarte a tus anchas y devorar postrero bocado de frutos secos de la ración de marcha. “Soy yo, Tilda, la Princesa Gris del Arco, estirada en lo alto digiriendo fresco y suculento desayuno de algas submarinas rojas y verdes, me acompañan en este fruitivo instante solar un grupo de zayapas adultas en plenitud vital irradiando los pardos del palo saponáceo de colores cálidos, más allá pululan manchas negras de juveniles cangrejos en movimiento buscando larvas del madero muerto en descomposición. Y los pinzones desparasitando mi piel hecha para doblar cardos, buen trato: comida a cambio de higiene personal”.
No sentiste la llegada del gato feral pajizo y desgarbado que por asalto se robó el primer plano del gran angular que proyectaba la Princesa Gris del Arco, no era uno de los lindos gatitos que adoptó la quinta donde rige la psicoterapeuta de encargo sino un espécimen invasivo que aniquila especies endémicas como el copetón, no dudas que el felino avistó y asecha a la presa con el sigilo característico de los suyos. Y ¡zas!, se elevó de espaldas y en una pirueta dio cara al objetivo dando un manotazo de uñas retractiles al ataque, pero qué capturó en la piedra cuadrada que sobresalía a la derecha de la plancha porosa, allí no observaste nada que se parezca a un pájaro, y el gato se perdió de vista por unos segundos para ser nuevamente visible y no tenía el bulto de un copetón, canario o algo así en la trompa flanqueada por tiesos bigotes rubios, ¿fue un golpe fallido?… ¡No!, mira bien al gato que hace contacto visual contigo levantando airoso la cabeza, a cazado un cangrejo negro, es un gato cangrejero y la historia que le vas a contar a Jennifer no va a ser la del campamento forzado por la marejada que sirvió para exorcizar diablos de la casa Tilda sino la del gato cangrejero. Será un relato conciso, divertido y creíble al instante.
por Juan Arias Bermeo | Feb 18, 2022 | Más Ficciones
Tilda, ayer tomaste el lado derecho de lo que ahora sabes es una bifurcación inconfundible de trochas que te han dicho que antaño eran rutas autorizadas para cazadores de especies invasivas. Formas de plásticos de bebidas hidratantes y de gaseosas medio venenosas resaltan en el bosque casi-prístino como mensajes de la globalización de la basura sintética diciéndote: te perseguiré a donde vayas para recordarte el mundo que habitas fungiendo de connotada psicoterapeuta. En todo caso, sugieren que de repente estos senderos son transitados por cazadores que han pasado a ser furtivos puesto que carecen de permiso del Parque Nacional. De hecho creíste escuchar la detonación lejana de vetustas escopetas de perdigones, has tenido la suerte de no cruzarte con ningún cazador furtivo acompañado de jauría hambrienta de canes mestizos, de esos que meten miedo con la sola visión de un encuentro fortuito.
En este punto irrumpe en la memoria el fallido intento de alcanzar las piscinas naturales del criadero de peces Trucha feliz, beneficiándose del río Cabra cuyas aguas templadas, bajando de la altitud del súper-páramo de la cordillera oriental, arriban dadivosas a suelo subtropical andino. Cuán melódico es el dúo que hacen la corriente activa y las piedras pasivas, cuando el líquido freático de la vida terrenal recogido en lagunas de Montañas Azules descienden a bañar de arcoíris el verdor del paseo ribereño que prometía un colofón de dibujos animados en las piscinas del río Cabra. Al cabo te fue esquiva la morada de la trucha arcoíris, ¿talvez te faltó tener la ambición de pescarla y tragártela? No hubo tal, cuando parecía que, salvando el portón y el letrero que invitaba al lugar de la trucha dichosa, los astros se alineaban en aras de completar una mañana bucólica. Asomó inesperada jauría de pequeños canes que, en principio, supusiste superables apenas infiriéndoles una de tus frases hechas preferidas de los juegos de la infancia en Huertos Familiares del Aguacate, “quieto animal feroz que yo nací antes que vos”.
Vana fue tu intención de solventar el momento soltando a pulmón tan alegre frase de la niñez que fue propicia para el juego con tus canes entre árboles de aguacate generosos a la hora de la cosecha. Lo dicho en las orillas de río Cabra, hizo el efecto contrario; ayudó a exacerbarlos el efusivo ademán con movimientos de manos, lo cierto es que se disparó inimaginable instinto de guardia en los pequeños canes que de súbito los agigantó ante tus ojos y por reflejo defensivo retrocediste pasito a pasito sin dar la espalda al peligro hasta que diste de nuevo con el portón y con sigilo dejaste atrás la zona de seguridad de los custodios del hogar de las truchas felices. Los perritos que, en un santiamén, se tornaron en una suerte de demonios de Tasmania, volvieron a ser mascotas de campo y dieron media vuelta hacia el llamado invisible del súper-alfa. Un silbido distante, apenas perceptible a tus oídos, les bastó para que retornen a la mansedumbre de donde brotaron, a galope se esfumaron en el sendero sinuoso que se sumió en el silencio devolviéndote a la hermosura ribereña y al recogimiento de la mancha de bosque primario que te abrazó con sus múltiples extremidades epífitas.
Lo que figuras acá, en el bosque seco de tus despertares, no son podencos de oficio sino parte de la población de animalitos flacos, descuidados y para desgracia de ellos amarrados cual escoria perruna en un patio sucio, pues, no fueron levantados por sus dueños para ser canes altivos ni guardianes del bosque ni de nada que no sea la piltrafa diaria que reciben por existir en el pozo de las mascotas degradadas. No dudes de que en principio pondrán mucha gana a la cacería y serán aguerridos perros motivados por la circunstancia de escaparse unas horas del estado miserable y de podredumbre que habitan en el lado siniestro del mundo perruno así como otros residen benditos en sus hogares privilegiados dentro del perímetro urbano y rural de Puerto Villamil, haciendo que el contraste de calidad de vida entre perros afortunados y desgraciados sea contundente a simple vista. Pronto se desvanecerá su ilusión de engullir carne palpitante y beber sangre fresca al sufrir la dureza del terreno ardiente sobre la marcha, padecerán las almohadillas de las patas atendiendo el voluntarioso instinto de perseguir a la presa por fuera del senderito, topándose con aglomeraciones de rocas volcánicas que en sí son barreras de respeto por los múltiples filos que genera su constitución porosa y, por añadidura, pincharán los cardos y espinas provenientes de árida vegetación. Los pequeños demonios guardianes insobornables de las piscinas de la trucha dichosa, sí fueron de miedo y respetables en la memoria, estos canes de acá darían lástima si llegases a ser testigo de su retirada, los verías hambrientos, desollados y tristes tras su batalla contra la nada perruna.
Ahora ya no te engañas, y lo tuyo es suscitar retiradas de artista guerrero tipo Don Quijote, y aullar ¡hice heroica retirada de tal o cual lugar! De acuerdo, Tilda mía, no hay parangón a la retirada heroica del Quijote, aquella plasmada en la poesía de León Felipe y elevada por el trovador de los setenta, J.M. Serrat, a música ritual. A ti, que leíste y sentiste los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, te viene cual relámpago iluminador el contenido del Capítulo que es relevante aunque esté escondido porque es una casi-aventura, es memorable porque en ti es una aventura completa. Sí, el Capítulo XVI, que pone a D. Quijote a lidiar con uno de los ramplones de su tiempo y que, por inercia, devino en un ramplón vigente a tope en esta época de la prisa histérica por tumbar árboles.
En este viaje sintonizas con el Montalvo que no se resignó a que D. Quijote, vencido en su suerte de duelista por arte de vil engaño consumado por el bachiller Carrasco, se viese obligado a volver a la cordura letal de Alonso Quijano, el hombre que en su insana lucidez hizo testamento y murió allá por el siglo XVII. Conforme a Montalvo, y a lo que a ti te incumbe en tu propia experiencia, D. Quijote sigue cabalgando, sigue avanzando incontenible en la vida lenta, es parte de la mente que no prescribe ante el tiempo y las aguas. El Quijote de Montalvo, en su calidad de imitación del inimitable Quijote cervantino, subió a la altitud interandina del pedacito de planeta llamado Ecuador y renació para librar singulares batallas, se batió donde sea que fuese propicio la intervención de su genoma emancipador en la cuarta salida a finales del siglo diecinueve.
Cómo no Tilda mía, te escucho alto y claro, tu propuesta de aventura o casi-aventura que para tu circunstancia viene a ser alternativa encomiable de lo quijotesco, es asenderear a ritmo de galápago, ¿acaso esto no es un sucedáneo de vida lenta en las Islas Encantadas?, lo es y es pragmatismo puro de tu parte. Y la coincidencia es que el mismo galápago que te condujo por un sendero regenerador hasta que se guardó a sestear en uno de sus tambos, está a la sombra de la opuntia que sobresale en la bifurcación, está devorando una hoja grande, verde y suculenta que le ha cedido su proveedora de fibra y agua. Se ha fijado en ti, te reconoce tal cual tú lo haces con él por su tamaño extraordinario y la forma de los prominentes cuernos que dejan a la vista un valle cóncavo de brillantes escamas pardas. No retrotrae su cuello de boa constrictora, por el contrario, enhiesto en sus cuartos delanteros te mira de frente, invoca tu atención estirando hacia arriba el pico pintado de verde y te sugiere continuar por el lado izquierdo de la bifurcación. Tú interpretas la flecha biológica señalando el sendero al mar que amaneciste invocando.
Y desde que tu amigo galápago avisó que esta nueva senda se sumará al renacimiento isleño de la psicoterapeuta, cogiste el ritmo de la aventurera, no hay vuelta atrás a menos que consumas la mitad del líquido hidratante antes de alcanzar la orilla rocosa. Sobre la marcha los giros a la izquierda se suceden, en un mínimo aunque perceptible declive, y te vas afirmando en tu cometido apenas el rumor oceánico acarició los oídos haciendo pareja con los trinos de los ruiseñores y tú apuestas a pajarear en la brisa de una playa inédita a tu alma recolectora de cuadros de orilla salvaje, y que el cuerpo que la transporta se alivie del bochorno encaminándose al mediodía.
¡Vaya bienvenida al túnel de majagual que te conducirá a la playita de los cerdos! Correcto, Tilda, son dos calaveras de la especie que viste el otro día huir de la especie humana o sea de ti. Pertenecen a la misma estirpe depredadora graciosa a la vista y repugnante al alma cuando los proyectas devorando huevos de tortugas terrestres y marinas, aunque ahora impresionan colgando cual fetiches de sendos árboles de palo-santo. Lucen tétricas y en cierto modo simpáticas como si fuese un detente de caníbales más chistosos que jodidos. Te enteraste hace fu que tus congéneres antropófagos están sentados a diestra y siniestra en la mesa de mantel largo de nuestro señor Don Dinero, dios protector de la gama surtida que va de los corporativistas a los déspotas burocráticos y viceversa y, por reflejo, se incorpora a la antropofagia el etcétera y etcétera al infinito y más allá de masivo agujero negro intergaláctico, las masas que responden al nombre de Pueblo Soberano. Ya sé que te provoca grosera hilaridad lo de Pueblo Soberano, y no es para menos acá donde te sientes soberana de tus resoluciones individuales. Si vas con el automático mental surge la antropófaga de ínclitos antropófagos. Las calaveras afirman con sorna y no exentas de gracejo que también tu envoltura de carbono viene languideciendo ni bien fue arrojada al planeta de los humanos. El osario es una muestra inobjetable de que los canes de los cazadores de especies invasivas, contra pronóstico, fueron felices aquí tragando carne y bebiendo sangre de puerco cimarrón.
Atraviesas agachada el túnel de majagual, inusitado por estrecho y largo, imaginas ser una anaconda mítica reptando en pos de la presa grande y parlanchina que te pondrá a hacer digestión mínimo seis meses, la ubicaste calentita y sabrosa viniendo hacia tus fauces en contravía. Mejor dicho es Inti convertido en cosita fina, en amor tántrico que no tiene desperdicio de pies a cabeza, él choca con tus ojos hipnóticos que lo paralizan de placer, amará mientras es amado por su amante constrictora, será engullido con calmoso deleite y a posteriori sujeto de la siesta sensual más dilatada de Tilda, la gourmet del túnel. Fue delicioso fabular con Inti en modo delicadeza gastronómica, así pusiste en fuga al fantasma de abandonar resignando lo de desembocar en la orilla marina que ruge tan cerca por la ínfima distancia que presientes en línea recta, aunque sigue lejos desde el infranqueable cerco de yerbas rastreras que rodea el final de trayecto.
El túnel de la quimérica Yacu Mama, obra de arte de tupidos y frondosos árboles de majagual, maravilla por sus formas caprichosas pintando el piso con el castaño de hojas yertas matizadas con flores purpuras y frutos bañados de oro otoñal, fue una gozada gourmet. Y contemplaste hacer la digestión entre iguanas bañistas tostándose desnudas al sol, bandadas de piqueros de patas azules y pelícanos de cuello café clavándose en un regio banco de peces azules, plateados y rojos y, por qué no, para la ocasión pingüinos tropicales de estampa filosófica caminando erectos en la playita de fina arena blanca cercada en los costados por promontorios de rocas azabaches salpicados de coloreada multitud de cangrejos zayapa.
Al cabo, un bosque despejado de fornidos y luminosos troncos de majagual, anuncian inminente arribo a la línea costanera, y surges a una playa inclinada que arribó tan extensa como desangelada, no hay señales de las especies de orilla que te iban a dar calurosa bienvenida, solo la marea alta en franco apogeo y decidida a borrar tu huella de la arena gruesa, que de hecho acabará forzando a ir a por el filo alto donde medran hiervas rastreras, y detrás se yerguen paredes vegetales laberínticas e invisibles ciénagas añiles que no pisarás.
Se esfumó el medio día de ensueño nutrido por playita salvaje generosa en fauna endémica de la isla del caballito de mar cósmico, imagen que sí se exhibe en la galería ecuménica del Astronauta Poeta. Te invade la pesadez existencial que ha neutralizado la gana de ir más lejos, ni siquiera alcanzas el campo rocoso en lontananza para acomodar tu cuerpo a una roca ergonómica, adelantas el tiempo de siesta aprovechando la arena y el respaldo del tronco semienterrado que se asemeja a un ictiosaurio que ha devuelto la pleamar. El descanso duró lo justo antes que el oleaje borre tu huella, y fue suficiente para recobrar la gana de hacer un regreso lento y seguro a las bondades eufónicas del bosque seco. Vas en pos del único senderito que puede sacarte de la playa que había que darle el beneficio de la duda, ¿será que en bajamar y visitada por las especies de orilla podría activarse como el espacio donde anida la tortuga marina verde de Galápagos? La prueba irrefutable de que a la fecha la redención del sitio está negada, fue visualizar los nidos profanados por los cerdos dejando agujeros profundos y rastros inconfundibles de la aniquilación reciente de huevos de quelonio, de ahí que este silencio sepulcral se quedó con el nombre de Playa de los cerdos, ¡las calaveras del túnel de majagual no se equivocaban!