Rey Iguana

Estás penetrando a una zona peligrosísima, a una abominación no vista hasta ahora en estos pagos de Abraxas inspirado… jajajojojiji, bromita nomás era porque vas rumbo al mar y sus murmullos eléctricos y las formas salobres de artríticos mangles, andas en pos de calzarte los ojos oceánicos del vate Neruda y ver más que ayer como decía el artista pintor Mora. Vienes atravesando un segmento del infiernillo paradisiaco que es el bosque seco inédito y los aromas de palo santo como referencia aromática del conjunto vegetal selvático. Amiga Tilda, escapaste por los pelos al senderito de guarda parques que se ofreció a tu sed de silenciosos y encuentros cercanos con los ojos de las tortugas y los trinos de ruiseñores del alma. Los ojos del gran angular de la bípeda erguida se han llenado de gozo con la vista del juvenil galápago, ¿macho o hembra, qué mismo será?, para la ocasión suena bonito describirlo como epiceno de faldita escotada y escamas relucientes; “qué cinturita de la niña prieta”, podría haber dicho Inti si tuviese tiempo-espacio para quitarse la camisa de fuerza de la bestia humana apurada y parlanchina y escurrirse de la ruta de los existentes ávidos de selfis. Vaya que estuvieron cerca de alcanzarte el grupo de azuayos simpáticos a la distancia; oh, distancia, cuán propicia fuiste borrando a Tilda del camino de esos endemoniados pedaleando y a un tris de rebasarte. Se desquició la gente alegre que en el desayuno fungieron de turistas moderados, será que montan en bicicleta y creen que están sufriendo a la montaña rusa del mundo Disney, o peor aún a la Máquina Infernal, lo verídico es que se transformaron a tus oídos saludables en horda invasiva, auspiciados por el comandante Gritón. Apenas lo escuchaste vociferar “¡longa loma, puerca loma, sucia loma…! ¿dónde te escondes imberbe que no te veo?”, asociaste por el acento cantarín inconfundible que era el jefe del grupo del desayuno en el hostal Copetón. Rodaban en pos de Colina Radar y el mentado Muro, el comandante Gritón ansiaba finalizar el trayecto y de ahí su reclamo existencial de “longa loma… etcétera”.

Tilda mía, actuaste por reflejo y desapareciste en el senderito providencial que asomó a mano izquierda cual ente salvador de psicoterapeutas en apuros. Adiós comandante Gritón, la prisa te carcomía desde que cronometrabas, al puro estilo Inti, tu mañana en la isla que te habías propuesto peinarla en veinte y cuatro horas, incluida pernoctación de por medio. El grupo tenía que cumplir metas importantísimas como esa de “a la una almorzamos para irnos bien comiditos en la puerca lancha”. Jeejijijuju, salud a estos espíritus australes, son de antología, ¿qué dices?, embarcarse bien comiditos en lancha rápida y arrullados por el océano profundo de la tarde, coraje no les falta.


Te encanta toparte con conatos de bifurcaciones de senderitos que al cabo resultan desviaciones a distintos hogares de tortugas gigantes, aquí tienes uno lindo Tilda, ¿lo vas a tomar? Sí, husmea donde te apetezca, eres la tirana de tu tiempo-espacio, dale a ver con qué te encuentras al tope… ¿Viste?, esto es lo que te preparaba el desvío que decidiste experimentar: un galápago de respetables dimensiones está babeando y tosiendo fuerte como queriendo expulsar algo del interior del pico que si no fuese una herramienta para cortar hojas espinadas de cactus daría terror hacer contacto ocular con el espécimen de marras, si te mordiera te volaría un par de dedos fácil, en todo caso la realidad dicta que la especie depredadora por antonomasia es la tuya mi estimada Tildita, y él lo sabe desde que su especie guardó en su memoria el peligro inminente que significa contactar con la bestia humana. Pocas historias habrán de amistad sincera y perdurable entre galápagos y cristianos, la única que conoces bien y te ha conmovido es la relación del finado Solitario George (el galápago centenario que fue obligado a abandonar su divina soledad en Isla Pinta) con el finado Fausto Llerena (guarda parques que cuidó, en cautiverio, de principio a fin a la última tortuga de Isla Pinta). Mira tú, nuestro espécimen escupió un trozo de madera o algo así, vaya que en la escases de todo, todo es alimento para estos campeones de la supervivencia, ¿te parece poco aguantar hasta medio año sin comer ni beber? No exageras, y si así fuese prefiere exagerar a quedarte corta en tu admiración por estos adorables gigantes. Y a la verdad la capacidad de la especie de aguantar meses sin agua ni comida ha hecho que esté al filo de la extinción. Imagina, Tilda mía, el chollo para piratas y otras yerbas toxicas que incluyeron en su dieta a la carne viva de galápagos raptados para ser consumidos en travesías largas alrededor de los siete mares. Recupérate panita campeón de la auténtica resiliencia, nos vemos al regreso del suave descenso a lo desconocido marino, si todavía estás medrando en los alrededores.


Conforme te sumerges en la brisa del piélago que acaricia a la isla, viene un crescendo del compás melódico de olas chocando o lamiendo la orilla rocosa que deja al descubierto caletas de ensueño de arena gruesa pintona que incluye conchas machacadas por la erosión. Soñaste con piscinas de aguas cristalinas teniendo de bañistas tostándose al sol a hieráticas iguanas marinas y a ligeras y huidizas lagartijas endémicas; estás hecha amiga Tilda, vas a pintar ese sueño y exclamar: oh, frondoso y retorcido mangle de avanzada, en tu regazo voy a tender la cama playera. Tal maravilla es lo que te aguarda al final de la vegetación leñosa y pajiza que cede a tupido verdor de orilla, tuviste un adelanto de bajamar festonada de caletas combinando grises volcánicos con piscinas turquesas cuando tu gran angular capturó pinturitas nítidas desde lo alto de Colina Radar.


Las tortugas gigantes no habitan el piso biológico que forma la barrera vegetal de hiervas rastreras que precede a la orilla rocosa, y para ti sería impenetrable si no existiese el estrecho senderito recién mantenido y desbrozado a los costados por los guarda parques, y que nos place estrenarlo con los pies, ojos, orejas y olfato. De no tenerlo a disposición de la curiosa psicoterapeuta no habría un acceso gentil al pedacito de línea costanera que se viene a ritmo de lagartos marinos. Este laberinto de verdes matas entrelazadas entre sí traen la figura de una red del Reino Fungi en exteriores, y acá es de alivio saber que brillan por su ausencia los monstruos venenosos tipo serpientes o esos terroríficos dragones monitor, de filosa dentadura carnicera, que inyectan de baba infecta de gangrena a su presa para dado el momento tragarse a mordiscos a la víctima muerta o moribunda. Aquí, amiga Tilda, nada de miedos atávicos a tus antiguos depredadores, no eres presa más que de tu intuición galopante, y es difícil andar distraída, di tú en modo paseante de vitrinas de supermercado, donde compras poco o nada pero anhelas todo lo que se ofrece etiquetado a diestra y siniestra. Percibo que no anhelas cosas provenientes de los santuarios de la tecnolatría cuando se activan los cuatro ojos que tienes para ver más que ayer. Diste en el clavo, entraste de lleno en el territorio donde anidan las iguanas marinas; ¡alerta, alerta…!, comienza el movimiento de godzillas en miniatura, van saltando al senderito colas, partes de cuerpos y cabezas dragoniles que emergen del país del Rey Iguana.


Presientes, Tilda, que algo memorable va ha suceder porque surgen espaciadamente pares de iguanas erguidas, ya atravesadas a lo ancho o ya apostadas a lo largo del senderito flanqueado por paredes vegetales. Fíjate que no vienen formando el cuadro relajado de individuos de sangre fría estirando sus miembros anteriores y posteriores al máximo para tomar las vitaminas del sol que elevan su temperatura interior corporal en aras de digerir a plenitud su dieta de algas submarinas, sino más bien están adoptando impasible y solemne pose de guardianes del territorio del Rey Iguana. No es más un presentimiento sino una realidad incontrastable: pisas una plaza sagrada destinada a rituales del mismísimo Rey Iguana. En todo caso no hay marcha atrás, todavía te brindan espacios libres de roce interespecies, y ellos hacen caso omiso al paso sigiloso de la intrusa, que es decir que aupan tu resolución de continuar. ¿Intrusa?, sí, eso eres Tilda, no es que te has incorporado al paisaje natural como si fueses parte de una especie endémica de la isla, y la consciencia de no serlo es lo que hace que te sientas una alienígena de vacaciones en este pedacito impoluto del planeta poluto. Estos soberbios especímenes guardianes auguran algo mayor que se nos aproxima porque, no te engañes, vas directo al encuentro con el ser reptiliano que ya imaginas porque te ha sido anunciado dentro de ti como una fábula, estás sobre la marcha en lo que viniste a buscar fuera de la perenne bulla y gases tóxicos de megalópolis: realizaciones intempestivas.


Se viene, se viene, esto es orgiástico Tilda. Detente y apenas respira, controla tu impulso de gritar de alegría, relájate como la buena psicoterapeuta que te dicen que eres para otros y selo para ti misma, es el momento de crear involuntariamente imágenes, texturas, olores y sonidos prístinos memorables, sin selfis perecibles en lo instantáneo intrascendente, hiciste lo justo al darle su sitio al bicho que te inyecta el metaverso de todos los días, refundirlo entre la ropa sucia hasta que sea rescatado por ¿quién?… En efecto, por Tilda, la amante de la psicoterapia como sucedáneo del paraíso en los pulmones podridos de la posmodernidad. Jojojijijaja, ¡grosera!, respeta tu profesión para eso aúllas a rabiar en las redes sociales que la profesas siendo ínclita profesional a la manera de los críticos amnésicos del celuloide tipo Boyardo, Bayardo o Boyero. Chica, da lo mismo cualquier nombre si captas la esencia de la idea. Basta de bromear contigo misma, amordaza a tu risa de bruja urbanícola, ¡silencio, Tilda mía!, acaso no sientes lo que tienes a tus pies desde este escalón privilegiado, contempla y asómbrate mucho más que Napoleón ante las pirámides egipcias cuando dijo algo así de solemne a su tropa invasora efervescente: “valientes guerreros tres mil años de civilización los observa”. Acá tenemos a millones de millones años de vigencia de los dragones ancestrales expuesta en una iguana marina fuera de lote. Entérate chiquilla, estás ante el Rey Iguana que es monocromático por derecho adquirido, no viste colores porque no los necesita para ser cautivante, vaya que es tan apolíneo como te lo imaginaste en tus sueños húmedos, dobla el tamaño de las hermosuras reptilianas resguardando su círculo íntimo. Ya te quisieras la estampa de una sola de esas beldades antediluvianas, ¿en modo bípedo humano?, favor no digas burradas… perdón por el lapsus, hemos resuelto que en este mundo cero alusiones despectivas abusando de la inocencia de los animales puros, corrección: favor no digas humanadas, ¿oíste bien?

A ritmo de galápago

En el planeta de los humanos muchas comparaciones despectivas y que denotan perversidad de los individuos de la especie dominante, se sustentan en el comportamiento y en las imágenes de los animales puros salvajes. De facto el que va a ritmo de galápago es el galápago pero ella, Tilda, quiere experimentar, en el sitio preciso para ello, lo que es ir detrás de una tortuga gigante. Desde que pisó Isla Isabela con esa fijación a cuestas, está siendo acusada de pasiva por parte de Inti –ya con huecas palabras, ya con cansino lenguaje corporal–. Inti ha venido a ser para Tilda un índice de velocidad, es el ser que funge de idóneo espécimen posmoderno. Si ella no va a zancadas de manicomio, Inti la culpa de estar perdiendo el tiempo y, lo peor, hace que él gaste su tiempo rápido y fugaz en la vida lenta que ella propone acá, y la sola mención de bajar revoluciones lo pone fúrico.

Inti es como es o sea la esencia de la bestia humana apurada y parlanchina, mantiene su frenética existencia aun estando de paseo en las Islas Encantadas, y es algo incomprensible que a él le digan que vaya a paso de tortuga y aproveche en modo recogimiento su libertad de acción en las islas que vino a peinarlas en ocho días, en realidad vendrían a ser seis días completos quitando las dos jornadas de viaje aéreo del continente a Isla Santa Cruz y viceversa. Cómo es posible que Tildita afirme que no hacer nada es estar más ocupada que nunca, es exasperante que semejante conclusión filosófica del oscurantismo se ponga en práctica en la época de la cotidianidad automática y venga de alguien que pertenece al mundo del sujeto del rendimiento.

¿Qué me dices, Tilda?, no es chiste, busquemos un senderito primitivo de tortuga y literalmente vamos detrás del galápago que encontremos avanzando en radical soledad sin perturbarlo, caminando a prudencial distancia a su ritmo… ¿serías capaz de poner real distancia y tiempo con la bestia humana apurada y parlanchina? Vendría a ser un lindo experimento en la época donde la velocidad prima anulando la introspección natural del individuo mental, es corriente que hasta a la calma espiritual se la empuje al precipicio de la prisa histérica de la estupidización callejera. Para él, ir a paso de tortuga es estancarse cualquiera sea la circunstancia en que se halla inmerso como velocista de su tiempo-espacio, no importa si está en las meras Islas Encantadas, donde las tortugas gigantes  son saludables paradigmas de larga existencia. La sicoterapeuta va a mandar bien largo al carajo al resto o sea al apuradito de Inti y ser lo que quiero hacer de este instante: una oda a la vida lenta.

–Tildita vámonos, por favor. Estás como atrofiada en tus marchas, pareces tortuga a propósito. ¡Apúrate!, tenemos lo del tour de bahía y observar a los pingüinos tropicales es tan caro como entrar al zoológico de San Diego, pagué por avistar al menos una docena de pingüinos ¿sabes?… Aquí no hay nada que mirar y no hay nadie civilizado a la vista a quien preguntar si ha visto algo imprescindible de ver. Madrugamos para venir a este lugar horrible, lleno de mala vibra, no perdamos más el tiempo en esta soledad de piedras y fantasmas de sufridores cargándolas para levantar desquiciada pared de catálogo turístico –berreó al viento Inti–.

Inti, apenas llegando al umbral del Muro, se empacó y se desentendió de continuar a pie más allá del parqueadero de bicicletas, se aburría a morir, no subió a Colina Radar para en la cima beneficiarse de aromática y melódica claridad ambiental mañanera que, en estos lares, constituye raro bocado del Olimpo. Hizo ascos a las profundidades eléctricas del océano Pacífico, donde se mostraban las siluetas de Isla Floreana e Isla Santa Cruz. No hubo para él sendas vistas panorámicas a la cercanía de Isla Tortuga y Bahía Puerto Villamil, siguiendo la línea costanera a sureste; no hubo vistas de la zona agrícola y de la cordillera de Sierra Negra, al norte; no hubo vistas del volcán activo Cerro Azul, destacando en nitidez al suroeste tras veinte kilómetros de espeso bosque seco tropical brotando de piso volcánico. Inti pasó de capturar el instante desde un mirador privilegiado. Sí cubrió en bicicleta el trayecto de cinco kilómetros al mentado Muro, a toda máquina y  gritando cual poseso por costumbre, simulando que entraba en carreras con Tildita que es tan veloz como él en bicicleta y casi en todo lo demás, pero se mostró reacia a tragarse el Camino de las tortugas a su costado y, cosa de locos, se ha olvidado de los selfis de rigor. Ella no estuvo puntual para los selfis con dos tortugas gigantes que con fastidio y pesadez dejaron de caminar y escondieron la cabeza emitiendo fuerte bufido gutural. A él que se enfaden esos reptiles mansos le vale un rábano, lo que quería es superarlos igual que a los especímenes de los costados que rebasó como a piedras incrustadas en la vegetación leñosa, no los considera animales deslumbrantes como los grandes felinos del zoológico de San Diego. De un plumazo hizo suyo todo lo que había que sentir por acá y su lógica viajera mandaba a mudarse a otra cosa que acumule selfis que prueben que viene funcionando a tope en las Islas Encantadas.

Tilda, está resuelta a experimentar la fauna y flora del bosque primario por sí misma, no hicieron mella los reclamos de Inti llamándola de vuelta al redil de la bestia humana apurada y parlanchina. Ella va a extraviarse, a sembrar y  cosechar en un tiempo valioso por recobrable en la memoria del existente vividor, memoria mágica que no es la del otro que tal como es jamás se unirá a ir detrás de un galápago moviéndose majestuoso en su hábitat.

–Aquí me quedo, vete tú, estoy a gusto con las lagartijas, ¡Inti, qué lindas lagartijas de buche rojo hay por acá! –replicó duro y claro, invisible desde cualquiera de los altillos miradores de Colina Radar que en conjunción con el Muro logran anfiteatro acústico que puede ser templo de silencio recogido en los trinos de cucuves, pinzones, canarios y copetones o una fuente de estridencia estremecedora de humanos en cháchara–.

¿Qué fue esto?, has respondido con inusitado énfasis que despachó de ti a Inti. Silencio, divino silencio en la fresca mañana que conforme viaje al mediodía se volverá un horno seco tropical y para la hora del bochorno ya estarás envuelta en brisa playera. Inti se marchó en fuga, aullando y resoplando por esa picazón alérgica preludio de la angustia que lo ataca cuando percibe que ha perdido el tiempo y el hombre corre desesperado hacia el futuro. Ido el estorbo estás forjando el instante prístino e imbuyéndote del espíritu de lo primordial, más allá de Colina Radar y el Muro. No sabría decir si acabas de ingresar a una suerte de estado de conciencia alterado, lo verídico es que de repente vas absorta y dichosa por un senderito propio de tortugas gigantes. Se nota, mira la huella irrefutable de la pelotita de bagazo…  

Tilda se colgó de un tiempo inmedible tras el recodo que la acopló al paso rítmico del quelonio gigante que había expulsado la pelotita ovalada de bagazo, espécimen que copaba el ancho entero de la trocha imperdible, pues, espeso sotobosque y cúmulos grises de aglomeraciones de roca volcánica cerraban el acceso a los costados. Sin duda se había topado con un ejemplar impactante, aunque tiene de él su figura posterior, por el juego de cuernos o cúpulas sobresaliendo de lustroso caparazón tipo galápago, es tan vistoso como el regio individuo que estaba nutriéndose cerca del lado escondido del Muro, con el cual se inició en la abstención de selfis, se abstendrá de usar a especímenes en estado salvaje para salir ñañitos en retratos manidos que pasado el rato ya son obsoletos como trillones de imágenes alrededor del orbe que no son para el mañana sino para la desmemoria instantánea. Los selfis de ayer no fueron remitidos a las redes sociales para que en un santiamén cósmico se redirijan al basurero fotográfico del ciberespacio, ayer mismo le resultaron repulsivas las imagines de ella y él en los aeropuertos de Quito y Baltra, de ella y él en el avión, de ella y él en Canal Itabaca, de ella y él aguardando en el muelle de pasajeros de Puerto Ayora el traslado horripilante en lancha rápida a Puerto Villamil, Isla Isabela. Fue providencial el hecho de que le provocaron hartazgo los selfis de ayer y como nunca postergó su envío a la nada social, y el resultado es que aquí y ahora borra esas imágenes y va más allá aún: resetea a fondo su dispositivo celular a manera de una depuración mental y limpia del alma impostergable. No desdeña lo que cosechó ayer, fue un día memorable como preámbulo de lo que resuelve hoy, el impacto de arribar a Galápagos y no desencantarse de entrada sino encantarse de verdad al punto de suscitar terremoto interior que fue auténtico propulsor de su renacimiento. No necesitó para encantarse de la oferta animada e inanimada que se vende en catálogo versátil, a la medida adquisitiva del viajero.    

Vendo, vendo, un viaje soñado a Isla Española, sin parangón en el avistamiento de albatros galapagueños… Muy tentadora la oferta, aves majestuosas al filo de la extinción que no veras  por ti misma, sin embargo eres afortunada, acabas de adquirir un recurso turístico invaluable porque no existe en mercado alguno, ir por un caminito que se transforma en serendipia. Te apagué móvil de última generación, y ganas tengo de estropearte del todo plaga maldita pero me niego a cargar tu chatarra todavía. Qué ritual iniciático fue resetearte hasta la médula de tus fibras hipnóticas, este bicho va a ser tu esclavo de silicio y no al revés tú la esclava de carbono del bicho. Bravo, fuiste capaz de neutralizar a la cosa como psicoterapia de la sicoterapeuta de prestigio que eres, que no te ubiquen Tilda, en especial el señor que sabemos va a desesperar por tu desaparición y retirada de su gran vuelta a las islas en un abrir y cerrar de ojos. Es elemental, date cuenta animalito bípedo veloz, entérate que Tilda vive en soledad radical y vas a  respetar la distancia de seguridad que te ponga así como ella respetó la distancia con la tortuga gigante que distendida devoraba espinada hoja verde de cactus opuntia, o mejor de cactus candelabro porque es fascinante la forma que da su nombre. Aquí con la novedad de que vas caminando a paso de galápago, ¡qué delicia chistosa! Tú la apurada por el apurado, no te sientes lenta por detrás de tu monitor que te ha contagiado de su cadencioso andar con rumbo fijo. Oye, Tilda, no tuviste que seguir un curso para ralentizar tu tranco de torre citadina, sintonizaste de una con él. He sido feliz sorprendida por la sicoterapeuta que acá no está sujeta a la prisa de las arterias de megalópolis artrítica y ahumada. El camino es largo y estrecho en contraste con el tiempo que se expande a los costados en el bosque leñoso infranqueable y prohibido para vos, no así para las especies que perviven acá donde tú estás de paseo nomás, ida por vuelta en un senderito reconocible por tus huellas marcadas en el suelo arenoso, te toparás con ellas cuando retornes al punto de partida en el Muro.

Tres cerdos cimarrones huyen a galope, por un instante la alivio comprobar que acá no existen  jabalíes con ansias de embestirla, tampoco eran especímenes endémicos inocuos, aunque se presenten simpáticos y saludables, sino individuos descendientes de la especie invasiva traída por colonos del continente y que al escaparse del corral cambiaron su naturaleza doméstica a un estado  salvaje, estos depredadores se han venido prolongando por generaciones y, a pesar de la sacrificada labor de control y exterminio de plagas por parte del personal de Parque Nacional Galápagos, subsisten cerca de los humedales. Tilda figuró a los puercos cimarrones escarbando con sus poderosos hocicos y pesuñas en los nidos de huevos de las tortugas gigantes, e inferir que junto a gatos y ratas son los devoradores de embriones de la especie insignia llamada a poblar estos pagos.

Pronto se distrae con el trajín de los pinzones de Darwin capturando semillas nutritivas del bagazo extendido que han hecho de las pelotas ovaladas, ahora es paja envejecida y tostada en el horno tropical, colige que son detritos de otros quelonios adultos que tomaron su rumbo fijo por la trocha horas antes que el gran espécimen que ella sigue.  Se maravilla sobre la marcha de la actividad de los pinzones, sabía que éstos eran diseminadores de semillas pero no cómo aprovechan la vida que los galápagos esparcen en sus residuos biológicos donde ha podido distinguir, -oh, sorpresa-, frutos enteros digeridos y expulsados de manzanillo, motejado el árbol de la muerte. Las distracciones del sendero ayudaron a conservar la distancia de seguridad con el galápago que continuaba avanzando a su ritmo, sin detenerse para esconder la cabeza  y bufar de enojo por el rebasamiento de cualesquier humano transeúnte. Tilda concluyó que la bicicleta estaba bien para dar vueltas en el pueblo y en las vías asfaltadas. Andará más, en lo posible descubriendo trochas de los guarda-parques, y será consciente de sus pasos ajenos al relajo de grupo.

Atenta, Tilda, noto cambio de ritmo y disminución de velocidad de nuestro espécimen monitor, presiento que va a girar a la izquierda para internarse en la maleza espinada y chao… nos manda a frenar del todo, a la vera del senderito se metió en su hueco, agujero, casa o cueva cubierta por ramas leñosas. Pero qué lindo iglú tropical te has montado y de cama mullida de tierra arcillosa hecha a tu semejanza, aquí estás bello durmiente con tu cabeza de anaconda y cerrando los ojos distendido, estirando las extremidades anteriores y posteriores mostrando tus enormes manos y pies, libres y al aire las garras de excavar, poderoso y frágil a la vez. “Oye Tilda, me voy de siesta, ya puedes retirarte en paz”. Y es lo que haces para no dañar la captura futura del instante.

De regreso al Muro la recibió un concierto de cucuves trepados en lo alto de las rocas grises, se recogió en el silencio cantor y tomando una piedra redondeada y porosa, negra azabache, de aproximadamente once libras de peso, la empató en el espacio inferior de la muralla. La roca milenaria calzó como un acto simbólico de solidaridad con los reos que levantaron la pared que despidió potente y cautivadora energía íntima. De repente se escuchó invocando al Espíritu del Muro, y tuvo horrendas visiones de matanzas de tortugas en el sitio, luego vinieron secuencias redentoras: cazadores y traficantes de especies huyendo aterrorizados por el guardián de las tortugas y los ruiseñores de volcán Cerro Azul.

Pajarero mirador

—Dandy, me voy a pernoctar con las estrellas en las alturas de Pajarero mirador.

—Quiere, su merced Ginebra, que prepare algo apetitoso para desayunar arriba, ¿qué le provoca?

—Ya que lo mentas sí, me encantaría una cosita sabrosa. Arriba amaneceré con la gana de hundirme en los sabores, olores y texturas de una tortilla española que incluya cebolla paiteña, pimientos morrones y guisantes verdes frescos… ¡Por Gea!, tú sí que sabes hacer la tortilla española de pandereta, cosita fina que a una la transporta al huerto en flor de olivos bíblicos de Getsemaní. No hay comparación con la tortilla instantánea, insípida y desangelada que provee en un pestañeo la cocina de integración molecular, lo tuyo es rara delicia que a golpe de fuego lento, en el dispositivo de adobe que es más que un adorno, se hornean los dones de nuestra huerta orgánica.

—Así será su merced Ginebra, de una así será —confirmó Dandy guiñando sus ojos grises, metido en ese tono jocoso y cómplice que fascina a la campesina, pues, él tiene la gracia de la especialidad cibernética Eugenio, Clase A Todoterreno, 7 oficios personalizados, reactualización mental y física automática, energía inagotable, etcétera—.

—Sí, mi estimado, así será porque quiero despertar en Pajarero mirador con sabores, texturas y aromas del Mediterráneo ancestral y no de la cocha asquerosa donde ahora mismo estarán embarrándose a gusto los Pipones Bullangeros.

La nitidez atmosférica de los luceros contrastando con la negritud terrenal motivó que sea renovada huésped de Pajarero mirador. Es su voluntad que todo lo que ha dispuesto para desayunar en el mirador de la finca cafetera, de la finca de olivos, de la finca hortícola Ginebra, sea de origen propio, cositas finas cosechadas en Valle Fin de Mundo, el suelo que –por derecho adquirido– la cobija en exclusividad. Saber qué va a desayunar allá arriba es un acicate más para refocilarse en la noche oscura.  ¡Oh, oscuridad primordial, libre de contaminación lumínica y acústica; oscuridad arrullada por vertiente de agua exquisita, eufónica!

Ginebra, fue el nombre que le vino primero a la mente –y así permaneció– para la finca del café de alcurnia, del olivar altivo, y demás frutas y hortalizas del huerto prometido para sembrar y cosechar. Vino con su hogar ambulante empaquetado, no fue una novedad de que la nave espacial de entrada le serviría de casa sino la creatividad que puso en los arreglos que hicieron que la nave pierda radicalmente su forma oval y se transforme en cabaña multimadera que en lo posible se ha mimetizado con el bosque endémico de Valle Fin de Mundo. Y se lo montó de maravilla,  trajo consigo la materia prima –semillas de crecimiento meteórico, a la vista, como en el caso de los árboles de olivo y los gemelos Podocarpus, que a la semana ya eran hermosos individuos añejados–, y lo principal vino con Dandy, es él quien maneja los dispositivos del ciclo entero de huerta desde sembrar a cosechar, él es la versatilidad en persona. Ginebra únicamente se concentra en planificar y exponer a Dandy –con mutua clarividencia– las tareas a ejecutar, el resto es el resultado sincronizado de una mente que tiene sueños de campesina y otra mente que los materializa. Ginebra, en su charla formal inicial con Dandy, entre otras ideas fundamentales manifestó: Parafraseando al legendario Vincent van Gogh: yo sueño despierta con escenarios agrícolas y tú haces de ese sueño realidades concretas.              

Ginebra soñó, con los ojos abiertos, en este lugar escondido entre el lomerío de la arrugada cordillera Sureña, lo buscó y encontró en el mapeo virtual transcurrida la luciferina guerra contra los Sórdidos. Conflicto feroz en el que combatió victoriosa con el grado de Comandante, no puede ser más que un triunfo para ella y los Contemplativos el que la guerra haya culminado en honroso empate dado la colosal superioridad numérica de los Sórdidos. Comandante Ginebra pertenece de espíritu y corazón a los Contemplativos, sección Metaleras Sinfónicas, y vaya que provocó estragos en la sección enemiga de elite auto denominada Pipones Bullangeros. Se puede afirmar que la verdadera paz entre las masas informes de Sórdidos y la minoría aristocrática de Contemplativos, vino con la implementación del Domo de claustro, tal como se lo conoce entre ambos bandos al escudo sónico y visual, esencial invento que permite a los Contemplativos librarse en soledad del espanto de la contaminación acústica y visual que infieren multitudes de Sórdidos consumistas y alienados bajo el yugo tecnolátrico, multitudes estancadas en estridente fealdad.      

Qué estupendo venía tomar el aire tibio de la noche estrellada entonando la melodía del arroyo y las piedras lavadas. Noche oscura inspiradora de fresca mañana que no le quepa duda reventará en sol calcinante a mediodía, aunque ese mismo bochorno sea el factor ideal para gozar del calorcito temprano después del desayuno. Entretanto la tibieza nocturnal la invita a subir por la rampa zigzagueando entre las dos coníferas gemelas de Podocarpus, de 60 metros de estatura. Las coníferas endémicas de la zona montañosa nublada que prendieron a manera de cortesía en dominios del bosque seco, fueron parte de las semillas de crecimiento acelerado que trajo consigo, y que se levantaron como cohetes vegetales por encima de arupos, faiques y arrayanes. Los gemelos Podocarpus son pilares separados lo justo para albergar la estructura colgante de Pajarero mirador.  Ginebra concibió desde el tiempo del conflicto con los Pipones Bullangueros, la idea de crear en algún lugar de calorcito seco y constante música de fuente freática, su propia obra de arte aérea inspirada en el Pajarero mirador de ficción que la cautivó de la remota novela señera del escritor Petronio Ojeda: El mundo de los Cachimochos en el país de los Coquinches, publicada bajo el sello editorial Bípedos Depredadores. Una cosa fue imaginar su Pajarero mirador en medio del evento bélico con los Sórdidos, y otra fue concretar en la tierra prometida este monumento a la creatividad equilibrista, joya de la arquitectura flotante arbórea.

Dandy enviará vía ascensor los elementos del buen yantar: recipiente conteniendo el litro del café tesoro de aromas y sensaciones de Finca Ginebra, tortilla española modificada a su gusto, pan crujiente a la gallega, bebidas hidratantes de agua de vertiente. La melodía salvaje la pondrán los trompeteros de la noche y tras reparador descanso los trinadores del amanecer. Ascendió con buen aire y de un tirón al rellano de Pajarero mirador. Saboreó el viento tibio acariciando ramaje matizado por crujidos de la madera viviente, respiró el conjunto que la hará verse como la comandante del galeón del Renacimiento cursando quieto mar de arupos blancos.  Surgió al tiempo de transición o sea el tiempo idóneo para que el nocturno de Finca Ginebra la llene de paz y alegría a través de los oídos, el olfato  y el tacto terrenos, mientras la modalidad visual viajará a las estrellas. Toda esta hermosura sin par era posible debido a la barrera sonora y visual que abarca en exclusividad el terreno y espacio aéreo correspondiente al vallecito perdido en el entresijo del lomerío sureño y que vino como hecho a la medida de la campesina que fundó Finca Ginebra. A vuelo de pájaro nocturno, ella mismo, se transforma en poesía disparadora del apetito por las cosas del espíritu encarnado, que es la certidumbre de tener de sobra lo que requiere para ser moderadamente feliz. Mientras se aclimataba a la torre daría las vueltas de rigor inherentes al ritual de reencuentro con los treinta metros cuadrados libres de estorbos que obstaculicen la circulación. Otro ambiente es cuando requiere de la modalidad sala de higiene, a lo largo y ancho del Pajarero mirador, entonces se dispara el dispositivo que la muda a buzo de funciones biológicas y abluciones tonificantes. 

Empotrados en el parapeto de los pasamanos descansan tres objetos permanentes, a la mano,  a saber: hamaca; gafas de uso diurno y nocturnal, es el dispositivo graduable que proyecta en gran angular hasta 360 grados y, por añadidura, facilita enfoque teleobjetivo y macro; disparador múltiple de rayos desintegradores, dispositivo amuleto de Comandante Ginebra,  yace flamante en vertical urna protectora. Las gafas y la hamaca son de uso regular, cada vez que sube se sirve de estos dispositivos. Mientras que el desintegrador molecular de la excombatiente no ha salido de su vitrina, no lo tocado siquiera desde que lo guardó en la altura de los gemelos Podocarpus. No niega que le place ver y tener a tiro de las circunstancias impredecibles  a la Chola (así llama al desintegrador de Pipones Bullangeros) que se acopló a su mente y brazo formando una trilogía imbatible, y volverían a incorporarse si traban contacto voluntario. Mi Chola está lista para la acción, por si acaso. Musitó ahuyentado escenas y escenarios que no empatan con la aclimatación a las delicias de Pajarero mirador.

Duerme. …soy yegua fina pastando en los prados del Edén.  

La mañana límpida y el baño y masajes que tomó a placer lento con el cancionero de jilgueros que desconoce sus nombres vulgares o científicos, le basta identificarlos apenas verlos y/o escuchar sus trinos del alma, por lo demás son el verdiamarillo flotador, el negro pico rojo, el atigrado copetón, el rojo enmascarado, el velociraptor fucsia, etcétera. Qué mejor aperitivo para disponerla  a desayunar con hambre, sana y voraz en las alturas. ¡Por Gea, cuánta sabrosura en la sencillez!, exclamó viéndose devorar rebanadas de pan gallego con la tortilla española que viene portando suculentos añadidos a la receta original de los campesinos mediterráneos que hace fu la crearon para hacerle el quite al hambre. Y esa exquisitez subía de quilates gastronómicos con cada sorbo del café campeón de su mundo. Y es la mañana en la que Ginebra está comiendo y cantando fuerte con las chirocas, es Ginebra yendo y viniendo por el Pajarero mirador, desayunando de pie y bromeando para sí se acordó de la frase que nítidamente brotó de su boca ayer, …soy yegua fina pastando en los prados del Edén. Ya cayendo en las simas oníricas, tuvo visiones celestiales que se distorsionaron al despertar. Y de festejar que las pinturitas oníricas de ayer sean borrosas hoy, para qué las quiere si lo que tiene aquí y ahora, son cuadros terrenales que no se arrugan ante espejos paradisíacos.  

La mente y cuerpo de Ginebra ya eran equipo con Pajarero mirador, ella era parte del espíritu de los gemelos Podocarpus y se impregnó del airecillo cósmico que aportó el desayuno aéreo. Pasado el momento de las cosas de comer que marcan el ritmo de una mañana llamada a ser de gloria arbórea, solo tiene que hacer visible y usable la hamaca empotrada en el parapeto transparente del pasamano y activar la modalidad de siesta y ensoñar a plena luz tropical. La siesta instintivamente concluirá antes de que caiga el bochorno ecuatorial, entonces su cuerpo–mente acatará la señal ineludible de abandonar Pajarero mirador, a tiempo. Para la campesina, los espaciados viajes a la cima de los gemelos Podocarpus, tienen condumio, sabores y aromas temporales que en la mente del sujeto de la experiencia se conservan involuntariamente y de igual forma retornan al ser consciente tras variable periodo de añejamiento rumiante en las bodegas del instante. Ella no ha hecho de Pajarero mirador una costumbre rutinaria sino una respuesta efectiva al llamado repentino de volver a subir.  Sucede que al minuto mismo de pedirle a Dandy que  prepare algo de comer diferente, los aromas del desayuno pasado y del mañana la invaden, pero de su boca no salen las palabras cocina lo de siempre Dandy, lo de siempre… y por encanto renueva la solicitud como si fuese un antojo de estreno, y suelta la suerte de la tortilla española.

Se caló las gafas de ver y reconocer aves  aquí, allá y acullá, y saltó al escenario que da nombre al Pajarero mirador. Hola harpía Barrabas, ya te enfoqué te guste o no, ¿estamos con progenie? Vaya, enhorabuena Barrabas y señora. Iba dando la vuelta de rigor a los pájaros que brotaban ante sus ojos selváticos, no faltaron especímenes irreconocibles para su regocijo a la vez que suponía que otros se habrían ido definitivamente. Adiós a los desaparecidos, el espíritu del Gran Pájaro perdurará por ustedes y por mí. Contemplo en la perfección terrenal que no es inmortal, pues, está floreciendo en terreno abonado por la extinción.

Para la ocasión el aire de faiques, de arupos, de arrayanes y demás gentileza endémica leñosa y arbórea de bosque seco tropical, se presentó como preámbulo aromático de la siesta. Ginebra despliega la hamaca y fluye en la fiesta emplumada que los dignos descendientes de los dinosaurios le han preparado para destilar ensueños, nada inmediato podría estropear este rato remolón que es finito e irrepetible porque se manda a mudar, es mudable para que cada siesta cometida en Pajarero mirador sea de estreno. ¡Qué rico instante terrenal! Dime Gea, ¿acaso son los cinco centavitos de felicidad que me das para moderar el contraste ineluctable de la infelicidad metafísica de la especie conocida en el multiverso como un error evolutivo? Amigo S. Lem, cuán tragicómico es eso de Bicho monstruo cadaverófilo furioso.

La siesta no se fue de largo y duró lo que tiene que durar para no descender bruscamente al vacío y convertirse en modorra y arruinar el instante. Por ello es lo de la suficiente antelación en ceder el espacio a la canícula del mediodía.  Intuyó que la siesta si bien fue intensa en ensoñaciones se quedó algo corta con respecto a otras del pasado. Probablemente la canícula ecuatorial se va a adelantar un tantito, toca descender a la morada de Finca Ginebra, en todo caso es mejor tener tiempo de sobra antes de que reviente a plenitud el calor infernal de la tierra prometida, seré yo bajando con los sentidos ahítos de percepciones que se pondrán a la sombra para madurar y reverdecer.

La cosa sobrevino como una bomba sónica aturdiendo los sentidos, y no era una alucinación proveniente de las secuelas oníricas de la pasada guerra con los Sórdidos. Si en un sueño profundo la visitan escenas de combate,  eso no hubiese sido una novedad dentro del intento del subconsciente de paralizarla de miedo con recuerdos bélicos, tales pesadillas vienen a ser un estímulo para preservar la memoria guerrera de Comandante Ginebra, una manera de probar su capacidad de respuesta a cualesquier contingencia inesperada. En todo caso, ella tiene el antídoto para cortar de raíz las pesadillas de guerra que de vez en cuando la acometen, con la palabra clave: café. Y dijo café no una sino tres veces. Pero acá no había donde perderse, salía de la siesta de Pajarero mirador con sus sentidos alerta en el presente-futuro de Valle Fin de Mundo. Está entrenada hasta la medula para la defensa y contraataque y, por reflejo instantáneo, incorporó a su brazo izquierdo, a su mente–cuerpo, el desintegrador molecular de Sórdidos que en conjunción con las gafas de enfocar ubicaron la burbuja enemiga que, ante inusitada falla del escudo sónico visual, invadió Finca Ginebra con las ondas del ruido siniestro y propio de Pipones Bullangeros, era el pinche Capulina y sus mariachis “emulando” al afamado artista Alejo. Vaya remedo ridículo y estridente de un compositor y cantante que al cabo dio lo suyo otrora, Alejo sí había hecho roncha entre las masas fatuas que son el antecedente histórico de lo que en esta época suya se materealizó en multitudes de Sórdidos.

¡Pinche Capulina!, te me escapaste por las mechas la última vez que nos topamos en singular batalla… ¡dale con todo Chola feroz, que no quede huella del condenado Capulina y su banda de bestias Homo sapiens! Acto seguido atacó con el efecto racimo del desintegrador molecular, se esfumó la burbuja y a las cenizas de Capulina y sus mariachis no sabrá distinguirlas de la tierra sureña, imagina que servirán de alimento a los sembrados orgánicos de Finca Ginebra.

¡Por Gea, Dandy!, ¿qué diablos fue eso?… Eufórica y de buen talante, no podía ocultar que el final de su espaciotiempo en Pajarero mirador había sido una escena digna de un rodaje de ciencia ficción memorable. Es que a su merced se le apareció algún ser luciferino alado. Dandy distendido, no respondió a la cuestión porque no mostraba mayor sorpresa cuando Ginebra y sus circunstancias eran motivo de júbilo privado, propio del ser que lo experimenta, la diferencia más bien venía por la súbita presencia de ella. De hecho en las anteriores visitas al Pajarero mirador había  descendido zigzagueando por las rampas y ahora usó el ascensor y en un suspiro estuvo frente a él. Entiendo, tú no te enteraste de nada, fue cosa mía y de… favor comunícame con la jefatura de Metaleras Sinfónicas, mismamente con la Comandante Freya.

La conversación con Freya estuvo cargada de buenos augurios y risas nerviosas que pronto ascendieron a fraternales bromas de excombatientes de la legión Metaleras Sinfónicas. Tal como lo presentía no hubo falló del escudo sónico y visual, el holograma del pinche Capulina y sus mariachis fue parte de un programa experimental para divertirla con juegos de guerra inocuos y de paso verificar en situ su estado físico mental en transición de campesina en contemplación a combatiente endemoniada.

Soda Bar Andrómeda 2/2

La noche en la que acaeció el portento de Soda Bar Andrómeda es el meollo de este relato que mi amigo el loquero onírico, me recomendó activar en modo terapia del alma, o más bien diría yo que es en modo ficción de una realidad que experimenté a plenitud y que no es posible clonarla sino apenas hacer de los hechos concretos una narración extraordinaria o algo así. Voy a ello sin más preámbulos, la noche empezó saludable como en las otras ocasiones que acudí a la Milla Histórica o Ciudad Vieja, cenando delicioso menú vegetariano en Cueva de Godzilla, magnífico establecimiento festonado con hologramas nítidos de retratos de especímenes de iguanas marinas, qué maravilla de imágenes subacuáticas y de orilla gris rocosa volcánica, qué colores de estos expresivos dragones que evocan a godzilla en miniatura, qué lagartos tan fotogénicos como inofensivos que sin el menor esfuerzo destilan salvaje hermosura. Estos seres luminosos, endémicos de las Islas Encantadas, inspiran el nombre, las texturas y sabores de Cueva de Godzilla, de ahí que era mi abrevadero y punto de degustación gastronómica especializada antes de hacer el recorrido por Ciudad Vieja y su arquitectura barroca y tesoros patrimoniales que datan de los siglos coloniales. Concluida la vuelta de rigor entre soberbias catedrales, me dispuse a tomar el  exquisito bajativo que es más que caminar un deslizarse calmoso, sobrado de tiempo, desocupado del mundo de termita Homo sapiens, por Callejón Anticuarios. Esta vía de exclusivo uso peatonal devino en amplia calzada de grandes planchas rectangulares de piedra azulada, simulando al camino del Inca provisto de porosidad para en días de lluvia evitar resbalones molestos y así facilitar el andar distraído entre las vitrinas de la variopinta oferta que en su abrumadora mayoría vende objetos decorativos intrascendentes, como dije antes son tiendas que no son anticuarios en sí sino un remedo de lo de Arturo.

La noche de media luna matizada por sendas nubes estriadas, vino seca y brindando cierto calorcillo primaveral que no es raro pero tampoco algo corriente en el clima montañés templado  al pie del macizo de Los Pichinchas. Fue bienvenido el usar americana ligera merced a la calma eólica y la claridad atmosférica, caminaba sin el menor asomo de aire avasallante y con el ambiente histórico resplandeciendo como si un chubasco repentino hubiese acontecido hace poco, fungiendo de limpiador ocasional y, por añadidura, perfumando el lugar con efluvios de granos de café recién molido y aromas de menta silvestre de la montaña andina.  De entrada, además de la inusual nitidez atmosférica me llamó la atención que no había gente en el callejón que tiene la etiqueta SS (seguro-seguro) para el turista nacional y extranjero, jamás se ha escuchado de conatos de asalto a desprevenidos transeúntes y peor aún de crímenes, es tal cual reza la leyenda municipal, sin ápice de exageración: “Callejón  Anticuarios está libre de violencia”. O como dice parte de la letra satírica de Paseando en el cielo, del conjunto metalero SOS, “[…] soy una bestia feral pero acá seguro-seguro no he derramado una gota de sangre humana”. En todo caso, me sentía muy a gusto con la calzada vacía, al grado que lucía más original que nunca en vez de una ilusión temporal, y, después de algunas noches de media luna en el río del tiempo, ha prevalecido en la memoria así de atractiva y profunda.

Caminé absorto en el centenario silencio del callejón hasta topar con el granito del Anticuario de las estrellas (hago esta referencia a la  noveleta de Siluro porque se me vino patente el momento en que al personaje principal, Vivanco, se le abre la puerta al espacio sideral… Sí, en una noche tan espectacular y fantasmagórica como la mía).

Las tiendas estaban cerradas al público aunque las vitrinas mostraban los productos de la oferta, parecía que los dueños acababan de cerrar sus puertas para tomarse un recreo nocturno a distancia de Callejón Anticuarios y que cualquier rato retornarían al igual que el vaho humano despedido por multitud de turistas. Sí, algo fundamental echaba en falta en la calzada sin que me percate a conciencia de ello, me había ido de largo a la pared de granito azabache porque titilaba cual cúmulo de estrellas vistas desde el desierto de Atacama, y yo era el escogido para atender su lamento celestial. No paré hasta que palpé y posé segundos las palmas de mis manos en el portal que de cerca perdió su magia estrellada y no se abrió para mí como sí lo hizo con Vivanco, por un momento había creído que se me iba a dar la puerta sideral y que desaparecería sin dejar rastro tal cual sucedió en la ficción de Siluro.

No es chiste, estaba presto a desaparecer a voluntad, quería ser succionado por la pared de granito, no importaba si hubiese sido para que al cabo “los marcianos” hagan ceviche del curioso impertinente que de una quiso ser viajero estelar. Esto de “los marcianos” devoradores de especímenes Homo sapiens, cual si fuesen rara exquisitez de la gastronomía galáctica, sí es un chiste. Ahora más que ayer no me cuadra en la mente que extraterrestres que conocen y practican traslados intergalácticos, que se sirven de la tele-transportación, no tengan para sí la integración molecular de su menú alimentario y nutritivo, ¿qué sé yo qué comerán?; de pronto, el aire es su comida y bebida, y en un santiamén degustan lo que les brinda el horno atómico de la buena mesa universal.

Creo que los monstruos lovecraftianos devoradores de hombres pululan dentro de mí, son las criaturas dantescas de un  infierno personalizado; después de haber sido cliente VIP de Soda Bar Andrómeda, sé que es una realidad innegable que el ente de sin par belleza integral cósmica que se llevó algo de mí, o quizás lo correcto sea decir que tomó todo de mí, no se nutre en absoluto a semejanza del máximo bípedo depredador y omnívoro cadaverófilo terrenal.         

Regresando de la pared sin haber sido premiado con un viaje a las estrellas, fue que tomé conciencia de que la realidad mía en Callejón Anticuarios superaba la aventura espacial de ficción de Vivanco. “¿Dónde estás?”, interrogué en alta voz como cuando se pierde una cosa funcional que  se tiene a mano y de repente asoma en tus narices porque se movió de su sitio habitual lo suficiente para uno desconcertarse.  Parado bajo el toldo de El Transeúnte, la tienda imperdible frente a lo de Arturo, revisé minuciosamente que los establecimientos vecinos con sus membretes respectivos seguían dentro de la normalidad aparente, y no daba crédito a la novedad que por fin se materializaba ante los ojos como sacada del Teatro Mágico… solo para locos, no para cualquiera, que atrapó a Harry Haller, alias el lobo estepario, con los irresistibles efluvios seductores de Armanda, la joven que en un vano intento de amansar al maduro y feroz espécimen aunque sí le enseñó a bailar el foxtrot…  (A propósito, hubo chance para el humor y pensé que hubiese sido divertido practicar el alegre baile de las grandes praderas estadounidenses,  “el paso del zorro”, aunque extraño, paradójico, siendo como soy lobo de páramo andino).

En el lugar preciso del que se había esfumado la tienda inconfundible de joyas de arte escondidas de Callejón Anticuarios, se mostraba intermitente un letrero rutilante de neón que avisaba de la presencia de un negocio ajeno, incompatible, en su totalidad no solo a lo de Arturo sino al espíritu de la calle romántica por antonomasia de Ciudad Vieja. Soda Bar Andrómeda, decía el cartel en letras rojas de fuente gótica ubicándose en el centro de una figura hipnótica monocromática, circular, que en primera instancia creí simulaba la boca de un túnel o agujero gusano en perspectiva. ¿Cómo fue que en el lapso de cuarenta días se mandó a mudar el anticuario de Arturo sin que él mismo no me haya avisado de su partida del callejón?  ¿Cómo  fue posible que no me haya enterado de un suceso que debió haber sido noticia en el ciberespacio que navego? Fueron las preguntas de rigor que me hice frente a lo que esa noche no me devolvió la imagen del anticuario que, cual rayo de lucidez, me hacía descubrir preciosidades para que dejen el anonimato de tienda y pasen a ser forma y materia sublime del hogar del montañés.  

Estaba despierto y atento, tenía conciencia de que a lo de Arturo me dirigía no con la idea de comprar cosas que no quiero sino de hacerme de otra pinturita que aligera el alma y alegre la cruda realidad interior del existe-vividor. Quería una flamante obra de arte incorporándose a los arboles y las flores que expelen poesía acotada por muros de bambú domesticado, esto a falta de paisajes oceánicos como los que alimentan el espíritu inquieto del capitán del Mar de Sargazos.  No era asunto de restregarse los ojos ni pellizcarse el cuerpo, frente al transeúnte  se enmarcaba el túnel rutilante de Soda Bar Andrómeda en lugar del anticuario de Arturo, y hacia ese espiral hipnótico me dirigí con la firme intención de romper su encanto externo y ver de cerca su fealdad de neón. Quise forzar a que se despeje el fenómeno artificial y que tome la forma vulgar del negocio que había expulsado de Callejón Anticuarios al único establecimiento que respondía con creces y mayúsculas a la etiqueta de Anticuario.  Me dije cruzando la calzada a paso de lobo vengador, que si había manera de entrar al sitio lo haría sin pestañear para descubrir cuán repelente debía ser por dentro, iba dispuesto a consumir uno o dos tragos de whisky, en lo posible Wild Turkey 101, y así pasar de tener pena de no volver a Callejón Anticuarios sabiendo que había rescatado a tiempo un tesoro de lo de Arturo. Pero la obviedad que iba a destapar con los sentidos me fue negada, nada de husmear en un soda bar intrascendente donde pedir whisky serviría para inferir las cuestiones  indispensables, ¿qué ocurrió con lo de Arturo, a dónde se fue?

La forma, que más o menos a nueve metros de distancia, reflejaba una suerte de espiral magnética, la que yo creía una puerta falsa gracias a los efectos especiales de las luces de neón, resultó que no era ilusión óptica para devenir en una realidad insoslayable. La boca rutilante y monocromática de agujero de gusano, era la entrada en sí del soda bar, y dejó de ser un letrero alucinante y, de repente, la voz de Andrómeda me invitó a pasar con cadenciosas palabras que fueron directo al caletre. La voz de Andrómeda -¿cómo llamarla de otra manera?-, iba más allá de calificativos de sensual, picante, caliente, etcétera… diría que  su llamado mental fue irresistible para el sujeto del pensamiento. La respuesta mía no se hizo esperar, ingresé al túnel sereno como si fuera asiduo cliente de Soda Bar Andrómeda. Fue un instante en mi memoria y sin embargo creí haber hecho un viaje largo e impensado en la nada, digamos que en cosa de segundos inmedibles en el tiempo astronómico pasé de estar estático en el túnel rutilante a verme inmerso en un ambiente saludable e íntimo que movía al relajamiento en vez de propiciar tensiones corporales. Estaba incorporado a una sala de estar magnífica, el piso venía cubierto de madera de fondo blanco con betas rojizas que se expandían cual red de micelios del reino fungi, esto bajo el techo visual que consistía en un domo solar y paisajístico tridimensional. La primera acción de voluntad fue cerciorarme del diámetro de la sala: conté sesenta pasos regulares de un extremo a otro y di una vuelta completa por el borde del límite marcado por la circunferencia del domo, fui palpando las paredes del contorno con las manos, eran hechas de la misma madera y colores que la del piso.

Conforme la modalidad de lo visual se fue acoplando a la sala, el diorama decorativo que cubría el techo y buena parte de las paredes, era visto desde cualquier lado la sala, su profundidad en perspectiva se acomodaba a la distancia de enfoque óptico y remitía la pinturita ideal de un pajonal de superpáramo andino que peinaba el viento y el sol naciente doraba sus hebras hasta toparse con la azulada roca cimera del Ogro Quilindaña. La voz de la anfitriona intervino en mi mente para comunicarme que era la pirámide estrato-volcánica del Ogro Quilindaña y de sus pajonales sublimados desde mi subconsciente. O sea yo mismo era el creador del diorama que ponía serenidad y alegría ambiental al lugar de Andrómeda.

El ser femenino que aguardaba conocer con los sentidos se materializó en el domo, ¿acaso fui yo el que encarnó a esa diosa cazadora? No hubo  necesidad de abrir la llave de las palabras vocales, entablamos una conversación mental sin tapujos y sucedió lo que yo deseaba que se concrete: carnalidad pura y dura.  “Muerte cruzada”, dije yo bromeando hasta el final. “No, esto más bien será vida cruzada”, dijo ella divertida. “¿No digas que me has inoculado una especie de virus creador de vida extraterrestre?”, dije sin ápice de aprensión por cualesquier intercambio de protoplasma que se haya producido entre nosotros. “¡Qué chistoso eres!, me refiero a que fuiste tele-transportado, es decir el otro está allá y tú te quedaste aquí, ¿entiendes, mi queridísimo representante de la humanidad?…”. Dicho esto esa figura perfecta de lo femenino en el varón domado, se des-materializó pero no se fue de la mente, ella dio explicaciones de todo lo que tuve a bien pedirle esclarezca mientras me hallaba de nuevo afuera del portal rutilante de Soda Bar Andrómeda, ya caminando por la calzada vacía en pos de salir del amable silencio y nítida atmósfera de Callejón Anticuarios.

A la verdad no estaba preocupado por cómo mismo funcionó la tele-transportación, si yo podía retornar a mi hogar seguía aquí y, el sujeto de la experiencia que se fue por el agujero gusano al planeta de Andrómeda, que prosiga allá con su destino manifiesto. De regreso a mi lar, cuando me enteré de la hora que era -antes de apearme miré con atención en el panel electrónico del taxi que me trajo a casa-, y vi que apenas daba diez minutos  pasados  de las nueve de la noche.  No elucubré sobre la relatividad del tiempo porque lo que había sucedido en Soda Bar Andrómeda era una realidad indiscutible, así que sin encender luces como es mi sana e inveterada costumbre, y encima acolitado por el claro de luna iluminando los amplios espacios de circulación libres de puertas, fui directo al dormitorio y me metí en el sobre, y ¡buenas noches!  Dormí de un tirón, tan a gusto que a la mañana siguiente disfruté como si fuese un santo saliendo de una temporada de infierno en el desierto de Gobi, los pequeños placeres de la ducha y el café sibarita hicieron el resto para agarrar al flamante día por los cuernos.  Me tomó una hora y pico atender el tele-trabajo de ingeniero máster en proveer formulas mundiales para dinamitar mamotretos espantosos y espantables fruto del letal desarrollismo humano, esto fue  actualizarme con el futuro en lo de ganarse el pan cotidiano, esta vez estuve inspirado y lo hice para los tres meses venideros, un récord; sí, tuve fortuna, la última ocasión tardé lo mismo en lograr las habichuelas de dos meses.

Por lo demás, las acciones posteriores a seguir tras el portento acaecido en Callejón Anticuarios, las dejé como tarea del descanso nocturnal. Evité elucubraciones diurnas de lo acontecido bajo el influjo lunar, remití al subconsciente lo pertinente al lado oscuro y tenebroso de mi encuentro con Andrómeda. La respuesta de qué hacer vino diáfana: no hice nada al respecto, solo tenía que aguardar a que la información me llegue por sí misma a través de los medios de comunicación del ciberespacio. Transcurrieron cincuenta días y me había mantenido en mi intención de no volver a Callejón Anticuarios, la fecha coincidió con mi gana de visitar la página literaria Deambulando, y recién sacado del horno virtual me encontró la noticia que quería escuchar, servida en bandeja de silicio por La crónica urbanícola de Mariangula: “Ha pasado una semana , el martes trece de julio del año corriente caí con la tardecita en Callejón Anticuarios, donde el plato fuerte fue develar, en exclusividad, el reino de Arturo, el anticuario […]”. Hurra, y mil veces hurra, lo de Arturo no desapareció, el que desapareció de allí fui yo.               

Sigo siendo el mismo dinamitero de ayer y el individuo de allá, el espécimen tele-transportado, asumo también lo será porque, de acuerdo a Andrómeda, él iba a hacer su existencia a imagen y semejanza de la mía. En otras palabras hará la cotidianidad que esos seres que habitan una dimensión inmaterial le han implantado, esto sin que sufra traumas emocionales tipo nostalgia patológica. El ser de la experiencia tele-transportado tendrá sus demonios y ángeles interiores, vivirá a tope en el planeta diseñado para ser carne de cañón y a la vez edén de especies incorregibles como la nuestra. Andrómeda, me dijo de yapa, para una mejor comprensión del todo, de qué se trataba el experimento de los suyos: “allá estamos montando continental zoológico de especímenes Homo sapiens”.

Soda Bar Andrómeda 1/2

Las aguas del río temporal han corrido lo justo para relatar a manera de psicoterapia los hechos acaecidos en Soda-Bar Andrómeda. Empiezo con los acontecimientos previos que desembocaron en el portento dado en Callejón Anticuarios. Sucedía que cumpliendo el mes o teniendo como tope inconsciente pasados cuarenta y cuatro días de la última visita a Callejón Anticuarios, volvía a él en plan contemplativo y de adquisición de piezas de arte tan valiosas como raras. No es que de antaño sea un ávido coleccionista de antigüedades sino que de repente tuve la necesidad estética de que el hogar minimalista que habito tenga un toque de artistas en el anonimato o en todo caso desconocidos para uno, deviniendo en obras que por una fuerza íntima impensada me cautivaron en el establecimiento denominado Arturo, el anticuario. Donde Arturo hice adquisiciones intempestivas de arte auténtico. Arturo nunca me mostraba más de una obra cada vez que entraba a su anticuario a ver lo que tenía que ver tras recibir expresa y sucinta invitación: “venga conmigo, caballero, acá tengo una maravilla que usted sabrá apreciar”. Arturo era el único anticuario que tuve la suerte de encontrar entre las tiendas de curiosas baratijas que en realidad eran el resto de establecimientos del famoso callejón que se remontaba a la época colonial, eso sí los dueños se esmeraban en montar una decoración tipo “Arturo”, que sin tapujos ni vergüenza les ha sido útil para chantarse nombres suculentos, por ejemplo, “Anticuario las 3 Manuelas”. Arturo, no les hacía ascos a sus compañeros de cuadra pues, a la sazón, se beneficiaba de ser la estrella luminosa del callejón sin salida que culmina en monumental roca de granito liza, cortada a pique, como si lo hubiese hecho una enorme máquina de diamantes atómicos, ofreciendo de lejos la figura de un arco del triunfo romano y de cerca la figura de un portal o túnel azabache que motiva a tocarlo para cerciorarse de que no es un agujero negro al infinito, aunque no extrañaría que así sea el rato menos pensado. De hecho, en el imaginario ciudadano, se llama “agujero gusano” a esta peculiar formación rocosa que ya inspiró una novela corta o cuento largo de ciencia ficción filosófica, del escritor macareño Clemente Simancas Castillo, alias Siluro, que titula Anticuario de las estrellas, recomiendo su lectura, y, si el lector ha tenido la suerte de haber sido transeúnte nocturnal de estos pagos, la obra rendirá a tope.

Supe que Arturo, el anticuario, era una persona de respeto y admiración desde la primera vez que ingresé a su tienda, atraído por el cuero etiquetado “Piel de Chivo Judas”, que se exhibía vertical en la vitrina y no fue porque me entusiasmaba el poder comprar dicho artículo, sino que me vino cual relámpago esclarecedor cuadros yuxtapuestos de la novela de Honoré de Balzac, La piel de zapa, y con ello una gana compulsiva de husmear largo y tendido en el establecimiento que se me antojó encantador y de donde, al cabo de los meses, salí con impresionantes mascarones de proa y en especial pinturas al oleo danzantes y de fuertes colores, de brochazos salvajes cual violines tempestuosos, de pinceladas armónicas y ritmos semejantes a las flautas y tambores de las fiestas indígenas del Inti Raymi. Así fue que nunca adquirí la Piel de Chivo Judas y, por añadidura, ni de lejos cosa parecida a cueros curtidos, por más atractivos que sean. No obstante, aquel objeto que en principio disparó en la mente el drama espeluznante de La piel de zapa, fue mucho más que evocación literaria, fue el detonador para meterme en la realidad de un mundo inexplorado hasta entonces, fue el impulso para dar un giro radical a las paredes escogidas en los interiores de mi hogar, que de repente dejaron de estar vacías, en contrapunto con el marcado minimalismo de gustos visuales casa adentro.

Arturo, intuyó apenas arribé al umbral de su tienda que se me había venido a la mente el anticuario donde la intención de un suicidio fulminante, piadoso, se alargó en las tensiones de un suicidio tan lento como insufrible, borrascoso, y cerrando con el último suspiro el deseo ardiente y primordial por antonomasia del suicida: morir mordiendo el rosado, turgente, voluptuoso, pecho de la mujer amada. “Nada que hacer con la piel tenebrosa de Honoré de Balzac, lo que vio es la piel pintona de un chivo Judas de las islas Galápagos, los llamaban así porque fueron obligados a hacer el papel de “Judas”, los chivitos involuntariamente ayudaron al exterminio de la plaga letal que constituyó su especie invasiva, plaga que arribó con los colonos de las islas y con el correr del siglo veinte se volvieron indómitos y se comían el escaso alimento natural de las tortugas gigantes. Una vez que era capturado el chivo que iba a  fungir de “Judas”, se le implantaba un chip y luego era liberado para rastrear desde helicópteros su retorno a la manada y proceder con fuego aéreo de cazadores a su exterminio. Ayer nomás hicimos feliz trueque con el hijo del cazador que se llevó algo mío que ya tenía vendido con antelación y yo igual tengo vendida la piel que el futuro dueño la retirará mañana junto al chip identificador pertinente, no dudo de la procedencia de la piel y como pudo observar es una pieza fina, bien trabajada, pero usted no está acá para adquirir ninguna piel ni cosa similar a eso… lo digo porque tengo algo que sí le conviene”. Así más o menos me habló Arturo al inicio y luego me infirió la frase que cité textualmente arriba, y que repito cual mantra cuando me paro frente a una pared de las mías a contemplar la obra de arte que gracias a su anticuario las tengo colgadas a disposición de los ojos y el tacto del alma —“venga conmigo, caballero, acá tengo una maravilla que usted sabrá apreciar”—. No exagero al decir que cuando Arturo me lanzaba la frase clave, era inevitable que yo aprecie tanto la obra de arte que me era presentada que a la mañana siguiente la recibía en casa y con cierta aprensión la colgaba en la pared que había destinado con antelación, ni bien amanecía, para que la acoja en exclusividad. Al cabo, la aprensión era injustificada y eso le otorgaba un extra espiritual a la pieza, no solo que tenía íntegra a la obra de arte que me conmovió en lo de Arturo, sino que el remezón interior del ser era la afirmación cabal de que la pared es el complemento secundario ideal del huésped y el huésped el complemento despertador, regenerador, del anfitrión.                     

Me siguen agradando las paredes desnudas que no llegaron a alojar una única e irrepetible obra de arte, y en conjunto con las paredes reflectoras de creación artística resaltan, en nítido contraste, los cuadros vegetales, los mándalas vivientes de las ventanas del velero anclado en la altitud de meseta andina y su clima estacionado entre el otoño y la primavera. Antes de la aparición del anticuario de Arturo, para qué quería adornos teniendo el mándala del arupo blanco y su selvita, el mándala del chereco y su selvita, el mándala del arrayán y su selvita, etcétera.  Y de súbito, sin cargar con más de una obra arte por pared, evitando el horror que provoca llenarse de cosas que los ojos pasan de contemplar y el tacto rehúye sentir, al cabo tengo la esencia de lo artístico irradiando la modalidad visual, más allá de paredes vacías o llenas. Tenía una biblioteca con incontables libros, no los conté desde que empecé a acumular volúmenes grandes y vistosos por una suerte de vanidad intelectual de presumir de insaciable lector ante otros «insaciables lectores» que sacaban pecho de sus propias bibliotecas, y al preguntarme cuántos tomos contenía mi librería, haciendo una mueca de no sé con exactitud cuántos pero sí sé que son demasiados, replicaba: “creo que ya van por los cuatro mil y pico, ¿qué sé yo?”. Y ese ¿qué sé yo?, de a poco, vino a ser fastidioso porque ni siquiera hacía cuentas de cuántos libros había sentido cual corrimiento telúrico, de cuántos libros apenas había hojeado, de cuantos había leído y releído como un viajero espacial reconociendo otra Tierra y, por real aproximación a ella, reconociéndose a sí mismo en la profundización del ser oscuro y olvidado del sí mismo.

Un buen día, bueno de verdad, me visitó Franz portando la tarta preferida de él y que en esa ocasión también fue mi golosina predilecta, la tarta de manzana que Franz no disimulaba su orgullo por haberla horneado. Se trataba de la tarta lograda en base a las frutas maduras que con sus manos recogió del adorado árbol dador de suculentas manzanas. «Vamos a hacerle honores en la biblioteca… que sirva para algo mi cementerio de libros», dije ante el asombro risueño de Franz por el jodido chiste mío. Una vez instalados cada quien en su canapé árabe, como mandado a hacer para el momento vino el tema de la biblioteca, esto aprovechando que estábamos ahí tendidos y relajados por la degustación de la torta de manzanas, de convertidos en estómagos diletantes y mentes abiertas al diálogo. De pronto dije lo que él quería escuchar a manera de sincero agradecimiento: “Sabes hermanito, en una biblioteca ahíta de libros virginales, no hay mejor tarta de manzanas que las que uno cosecha con sus propias manos, mejor dicho las que vos trasladaste del árbol a la cesta y de la cesta al mesón de cocina donde montaste la receta que el horno devolvió en digna torta de Adán”. Y para reafirmarme en lo dicho saboreaba con fruición cada pedazo atrapado en la boca de la mitad de la torta que me tocó; sí, como si fuera un descubrimiento gastronómico mundial.  Imagino a Franz y su tarta de manzanas, visitando a Pablo Neruda, allá en lo que es hoy la Casa-museo Nerudiana de Isla Negra y, habiendo el vate paladeado la exquisitez le habría dedicado un homenaje poético tan sabroso como “Oda al caldillo de congrio”.

Franz, a la hora de agasajar el gaznate con vino blanco chileno, un caldo afrutado de fuste, me supo expresar que sintió una cosa parecida a la pena al posar la vista en la ordenada e impoluta biblioteca mía. “Sí, está toda limpia y perfumada con fragancias de eucalipto, pero la percibo desangelada, parece que tu alma no se zambulle en ella, no exagerabas cuando entre chistoso y jodido dijiste que era un campo santo de libros, se nota que tus dedos ya no palpan en su sabiduría”, dijo con voz cavernosa e intencionada mirada acusadora, solo faltaba que me señale con el índice y me arroje del ambiente librero que se sostenía a fuerza de profilaxis. “Sí, de un tiempo acá la tengo de adorno, jamás me agradó leer sentado durante la plenitud de la luz solar y dejó de ser apetito del alma leer de noche recostado en este canapé o bajo sábanas en el dormitorio, me molesta la luz artificial de las bombillas, y siento grima de ver esa cantidad de libros apiñados, inactivos, dormidos, aguardando ser pasto intelectual o espiritual del dueño que los desdeña, al punto que hasta he tejido visiones de que los bomberos del gran Bradbury, los personajes siniestros  de ficción de Fahrenheit 451, llegan a mi hogar a quemar hasta el último libro de la abigarrada biblioteca del subversivo denunciado por…”. Franz emitió festivas carcajadas y copa en mano se levantó del canapé, le hizo mucha gracia que haya mentado a los bomberos de las distopía de Bradbury, aquellos que no apagaban incendios sino que los propiciaban, incinerando más que libros quemaban el símbolo del alimento del alma. Tragicómico era verme, en Fahrenheit 451, tendiéndome una emboscada a mí mismo. “Hermanito, qué oscuro te pusiste en medio de la claridad, mas aquí estoy inspirado para hacerte una oferta mejor que la de los bomberos incendiarios y de facto rescatar tu biblioteca de las visiones dantescas que generas por haberla echado al abandono profiláctico…”.

Si Franz tenía algo fenomenal que ofrecerme además de la torta de Adán, por inercia iba a ser el florecimiento del árbol de manzanas que rumiaba en mí paladar. “Venga tu propuesta, desembucha hermanito”. Franz, preclaro y conciso como es, no se hizo esperar, y la cosa rodó en satinada plancha de mármol de Carrara, hubo trueque. Yo doné mi biblioteca entera, incluido mobiliario, a la Fundación Pompas Paradiso, y Franz a cambio me donó un paquete exequial a mi medida en las instalaciones de Paradiso. Tuve yapa, cuando se concretó la primera parte del trueque porque la segunda parte la pondría yo de cuerpo presente como sujeto de adioses nada fúnebres, recibí obsequio sorpresa que me sacaría de un estado catatónico frente a los libros, el dispositivo electrónico para leer libre de bombillas en la noche cerrada y llena de murmullos de animalitos nocturnos que como yo huyen de la contaminación lumínica. A mano tengo el lector de libros anti-reflejo que apenas pesa como una obra de cien páginas o menos, provisto de luz discreta e interna que no cansa a los ojos. “Aquí el libro que contiene a todos los libros”, fue la nota que vino con el dispositivo irrompible; si estoy leyendo algo que me pone eufórico lo lanzó a chocar con la pared y rebota indemne al piso. He vuelto a leer a conciencia donde respiran mis ángeles y demonios; viajo en pos del adentro en la noche más oscura, lluviosa, de relámpagos y truenos.

Del trueque salimos ambos beneficiados e incluso, cada quien por su cuenta, presume de haber hecho un gran negocio. De mi lado puedo decir que más pronto que tarde hubiese ido donde Franz a solicitarle me incluya en calidad de cliente intempestivo en el calendario de actividades de Paradiso, lo que sé es que en dicha empresa uno participa a cabalidad como ser vivo y consciente antes de dar el espíritu a quien corresponda en el universo o multiverso; creyente o no propones la forma y fondo de lo que será la despedida de este mundo en los predios sinfónicos de Franz. Lo cierto es que Paradiso te entrega una demostración visual de cuán imaginativo y dichoso será el evento exequial (sí, para los invitados tiene que ser una ocasión feliz para los sentidos y la mente porque no existen pompas fúnebres en Paradiso, no hay lugar ahí a semejante oxímoron).  Fue genial que Franz se adelante en el tiempo a mi intención de contratar los servicios de Paradiso, la cosa vino por sí misma gracias a la gentileza de compartir la torta Adán conmigo, y que yo haya escogido la biblioteca para engullir la golosina entera y que de ahí se pasó al meollo del diálogo rociado por el vino blanco del vate de Isla Negra, fue la consumación de la genialidad.

Es curioso que me encuentre a la fecha activo con el libro virtual que contiene a todos los libros que como lector aristocrático escojo para experimentar. El menú principal del trueque, los adioses definitivos, están en lista de espera en Paradiso. La actualidad es releer el Quijote, releer el Ulises joyceano, y por arte sincrónico internarme en la profundidad junguiana del Libro Rojo.

Charco contemplativo

Entro a la zona de amortiguamiento del Charco contemplativo, ha llovido y la senda barrosa serpentea entre  verdes sudando en la maleza y el bosque de árboles lechosos dispersando perfumes salvajes de dríades propiciando mugidos de estación de acoplamiento de tortugas gigantes. Jilgueros trinan y se extraña la larga ausencia del pájaro brujo que, a la sazón, no he avistado ni siquiera de lejos en las tantas inmersiones que he venido haciendo a los fragmentos de isla que son parte del menú de andar y ver, fragmentos que en sí constituyen mundos aparte, son creaciones prehistóricas que han venido incorporándose al comensal ancestral conforme se descubren en tiempos y espacios distintos. Me congratulo por  ser un “comensal ancestral”, ¿a quién de mis conocidos reales o de ficción se le ocurrió esta regia auto-denominación?  No existe una respuesta exacta, siendo que fueron algunos a la vez  -me incluyo en ellos- los que  lanzamos al “comensal ancestral” en el ciberespacio conocido… y más allá aún. Lo verídico es que le calza bien al sujeto de la experiencia y del descubrimiento que está  descendiendo por amable desnivel hacía el charco contemplativo, eso sí batiendo barro y enjuagando, en menudas concavidades que han recogido agua lluvia, las sandalias de senderismo con suela para doblar espinas y provistas de tracción pantanera.

Penetré al mundo de las tortugas gigantes del oeste embebido en los aromas, flujos y reflujos del próximo encuentro con el charco contemplativo. Qué me deparará la vuelta de rigor al silencio que durante meses abastece de cantares  prístinos a la mente del citadino anclado en  la desquiciada megalópolis Medusa Multicolor, que en sí es el reino del sujeto sujetado a sus herramientas desarrollistas y los objetos inherentes al diario tránsito por versátil contaminación psicobiológica, psicofisiológica, el pan de cada día para la estupidización de la especie humana, ejemplo rampante, el ente del rendimiento positivista que no pasa de la tercera página de una ficción exigente. Sí, tengo una isla verde dentro del purgatorio terrenal de la rebelión de las masas, es el mínimo espacio arbolado que permite respirar dignidad entre la prisa de los engranajes que mueven  la máquina del colapso del planeta de los humanos. 

La inmediata anterior visita a este lugar que me llena de la gracia original de lo mudable, se difumina para dar paso al tiempo mágico y al instante de siembra, a la vida suculenta en borrador e incorregible. Los huecos oblongos construidos por las tortugas para ser espacios de higiénico placer, otrora vacios y cuarteados en la temporada de sequía, están húmedos, semillenos y dispuestos para rebosar de agua lluvia. Vacíos no lucen, y hoy resaltan los ocupantes refocilándose en ellos; son tinas que tienen espíritu porque ha llovido lo justo para ser animadas con gracia tortuguil.  Y es el tiempo de piletas ovales agradecidas por recientes aguaceros que las vuelvan una tentación ineludible para el hedonismo acuático de regios especímenes de Chelonoidis porteri. Cuánta poesía derrama el sotobosque cuando  se muestran los quelonios  beneficiándose de bañeras hechas a la medida de su soledad aristocrática.

La expectativa mayor era cómo iba a encontrar los parajes selváticos de orilla y cómo se presentaría el charco de mi ambición contemplativa; al cabo, la senda estaba despejada aunque en ciertos tramos había batido  barro con los pies, y no se había perdido bajo el agua que  en pasada visita me llegó a las rodillas y con ello me negó la entrada a la fuente inundada. Sí tuve acceso a espacios herbosos húmedos pero fácilmente transitables antes de toparse con  lirios vistiéndose de gala para el banquete de mariposas monarca. De repente alzo a mirar al cielo celeste parcialmente adornado por nubes volanderas que se reflejaba en la fuente, y veo la réplica del instante.  Con esto quiero decir que tengo ante mí al otro espectador que me observa como yo a él, ambos alzando a ver hacia  arriba y en el espejo del  agua que de súbito se formó sobre mí y de hecho sobre  el charco replicado o desdoblado en el cielo abovedado y que seguramente para el de arriba es al revés… complicado es esto de contarme a mí mismo el fenómeno pero la cosa fluye nítidamente en los sentidos comandados por la modalidad visual. Mi momento es tu momento, dijimos yo y el otro yo al unísono.  ¡Qué serendipia!, vine a encontrarme  con las tortugas gigantes copando el paisaje de la cocha y me hallo conmigo mismo arriba y abajo, pues, en el reflejo de la película de agua veo igual al trasunto que alzando a verlo al son de tibio viento. Al cabo, el otro yo –de cada cual– se expresa  y reflexiona idéntico. El humedal se había expandido y con ello haciendo que desaparezcan las pinturitas veraniegas de playitas copadas aquí, allá y acullá por sendas manadas de quelonios bañistas, y no había tampoco cáfilas de patillos brincando al agua desde trampolines rocosos para nadar en hileras cruzadas. No extraño la voluminosa y gentil presencia de las tortugas gigantes porque tuve suerte de que en el sendero retozaban ya en soledad, ya en parejas y tríos beneficiándose de piletas aristocráticas.

A golpe de ojos mansos y adormilados apenas se habría reflejado una charca verdosa vacía de las especies zoológicas endémicas que engalanan el bochorno vegetal,  pero no es la charca de aguas fangosas recalentándose en la quietud de bosque primario lo que veo porque estoy inmerso en la modalidad visual del bípedo despierto, y es la que se disparó duplicando el paisaje y al espectador donde por obra de caprichosa meteorología  se esfumó el balneario, el comedor y el abrevadero de tortugas gigantes, donde batir y untarse de lodo no solo limpia y provee vitaminas a su cuerpo acorazado y piel rugosa, sino que viene a ser idóneo  desparasitante externo. Aquí  flota la poesía de nenúfares de isla tropical sudando el medio día. Y más allá de cualquier observación naturalista tengo por delante a la fuente de las delicias festonada por bosques de manzanillos y guayabos que la circundan.

Me veo haciendo la vuelta a la doble charca, ya por dentro pisando entre lirios de flores fucsias y pastizal reverberando cara al sol, ya por fuera tomando el senderito abriéndose paso en la espesura de ramaje artrítico de guayabos barbudos y manzanillos de frutos prohibidos al paladar del bípedo goloso. Aspiro el aire benigno de la fuente de las delicias, es parte del maná del que estoy siendo convidado en este esplendor y hechizo mimético. Evoco a la avifauna del lugar y su reflejo asoma en la película acuática: hileras de coloridos patillos, gavillas de gallinulas de cresta roja; una pareja de garzas de Tero real picoteando larvas en la orilla, las mentadas monjitas americanas  dan zancadas dejando terrosa estela  a su paso; fragatas magníficas provenientes de la línea costanera portan consigo música de cuerdas aerodinámicas al quitarse la sal del cuerpo emplumado con sacudidas fulgurantes, un pestañeo sumergidas y a mandarse a mudar.  

Papelitos

Nos olvidamos de que nunca está nadie más activo que cuando no hace nada, nunca está menos solo que cuando está consigo mismo”.  (Catón)

La mente no prescribe ante el tiempo y tiene como compañero de viaje, en este punto del planeta azul -licuándose-, al cuerpo que le tocó despertar para que se entregue a la rutina de ejercicios y abluciones que hacen renegar a mi trasunto, el jovial Chancholovo, cual amaneció con el síndrome de apóstata que ha puesto el olfato en el manjar consagrado de Semana Santa, y sugirió ir a por un baño de pueblo en la Plaza de la Independencia y de paso saborear la Fanesca Vegetal que la hizo famosa el Café Madrilón. “Rica suerte la suya, no tiene otro horario y calendario que el suyo”, me dijo Genaro Bustamante apenas lo puse al tanto de mi intempestiva visita a la plaza donde atiende consulta con voz de tenor. Ahí estaba con el loquero musical, en el centro de Plaza de la Independencia, al pie del héroe epónimo que cohabita con las cuatro grandes joyas arquitectónicas de la patria que persisten a la fecha, que interactúan entre sí con sincronización siglo XXI, a saber: Manicomio Estatal, Manicomio Metropolitano, Manicomio Eclesiástico, Manicomio Positivista Irracional (el más monumental y abarrotado de los cuatro).

Amanecí rumiando la cita de Catón que encontré ayer inspirando el ensayo filosófico La sociedad del cansancio, del pensador coreano Byung-Chul Han, que escribe al amparo de la lengua de Nietzsche y Heidegger. Hice lo de todos los amaneceres, reanimarme. Reanimado el cuerpo la mente lo integró a la pinturita del florido arrayán que a su rededor ha salpicado farolillos amarillos perlados por el rocío matinal. Todavía puedo renacer tras delicioso preámbulo entre cantores alados que atenúan el espasmo de la materia calentita en su cueva, donde los huesos amanecen dudando si están vivos o muertos. Vine al día de máximo ayuno de esta Semana Santa, ayuno taxativamente simbólico. Los feligreses evitan fagocitar carne de mataderos de animales terrestres, yo muy campante la evito a diario y sin sufrir recaídas, y eso cuando aún tuve a mano los últimos  jamones serranos de casa Chancholovo -que fueron permutados por vegetales-, dado su gran valor en mercado saque ventaja del trueque. Ahora menos todavía me tienta atragantarme con un filete sanguinolento en los templos del carnívoro, nada que ver con la dolorosa abstinencia del alcohólico o drogadicto anónimo. En mí no hubo ni hay fuerza de voluntad para huir de lo que fuera mi adicción a devorar tres veces por semana el lomo de falda apenas cocido a la plancha, y al menos una vez al mes el solomillo de res crudo, servido al modo tártaro. Sin contar con la degustación del exquisito jamón serrano del séptimo día con Adelaida. No hubo transición para esta metamorfosis radical, de la noche a la mañana me volví rumiante total (yo que usaba el término rumiante para burlarme de los vegetarianos, y lo de rumiante total para hacer mofa de los veganos), y, de repente, fue como si no hubiese sido otra cosa que rumiante total.

A la fecha proclamo a mucha honra mi condición de vegano, ya ha pasado el tiempo suficiente para mostrar sin ambages lo que soy en el ámbito gastronómico. Por añadidura, el veganismo, ha venido a ser una suerte de homologación con el rumiar innato de mi alma raskolnikoviana-kafkiana-sabatiana.

Para racionalizar mi súbita transformación de casi carnívoro total a rumiante total, tengo una explicación que no escatimo a nadie que pregunta por la razón de mi extremismo gastronómico. Sufrí una premonición con imágenes nítidas e indelebles de mí mismo, sucedió en instantes de vigilia clarividente, poco antes de ser presa de las profundidades oníricas. Si tuviese que ponerle título a esa escena en una ficción, relato o novela, sería El amanecer del antropófago aristócrata. Era yo con mis modales epicúreos desayunando radiante, disfrutaba a rabiar del solomillo al tártaro fruto de anónimo Homo sapiens. Desde entonces tengo la certeza de que la próxima vez que coma carne cruda será de la proveniente de los tantos mataderos humanos que existen en el planeta Tierra, así dejaría de ser inconsciente o pasivo antropófago para pasar a ser activo o concreto antropófago.

La semana de la Fanesca, es un ejemplo flagrante de cómo se hace lo contrario del ayuno que predica la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana. El llamado al recogimiento espiritual de estos días se convierte en pretexto para la voracidad de los feligreses o no, similar al ente glotón que ataca en navidad. He dicho que soy creyente, creo en la indestructibilidad de la mente frente al tiempo, me he cultivado para mudarme con la contemplación de lo divino que hay en el andar y ver del minitransecto nacional que se proyecta a megatransecto transnacional. Chancholovo, es la afirmación de la tripa reivindicando las dulzuras del gastrónomo exigente lejos del apetito troglodita.

Estoy consultando, para evitar invenciones ridículas, que atormenten el buen juicio de los gastrónomos nacionales, cómo se lo define técnicamente a este potaje que fue denominado Fanesca Vegetal, y para ello me valgo de su creador, una autoridad en las cosas de comer, consultando su Diccionario de la Alta Cocina Ecuatoriana. Me refiero al cocinero de selva Pompilio Dela Cruz, para los nacionales; Pompilio Delacroix, para los súbditos de la Comunidad Económica Europea y sus aliados de Norte América. En lo que me agrada y concierne, tomo lo siguiente del Diccionario de la Alta Cocina Ecuatoriana: “Fanesca Vegetal: no es émula ni rival del platillo señero de la tradicional cocina ecuatoriana, la Fanesca que nos llega al paladar exuberante, indómita, porque fusiona el bacalao danzarín (encantadoramente seco, del que no sobra en su lugar de origen, las islas Galápagos), con los granos sobrios, dulces, de los valles fértiles apostados en la meseta andina. Gastronómicamente hablando, la Fanesca Vegetal, resulta sabrosa, potable, sin ser delicia desbordante. Este platillo fue creado para ser un antojo vegano de Semana Santa, recalco en que no compite con la Fanesca tradicional sino en lo referente a la cantidad y calidad de sus ingredientes…”. Vaya jerga la de este tragaldabas residente en la hostería de pluviselva Remoto; no obstante que está refundido por la cuenca media del río Napo, allá en la bioalegría asaz degradable por su fragilidad ante el positivismo irracional, su imaginación comestible está presente en Plaza de la Independencia a través del programa de menús de Café Madrilón.

Desayuné temprano y con frugalidad para no estropear el banquete que me aguardaba a mediodía en el Café Madrilón. Cierta angustia me acompañó en el desayuno frutal, por una cosa que no son los encargos estadísticos que le hacen al matemático Lovochancho para que se gane el menú de mantel largo que pide Chancholovo a diario, que se ha vuelto minucioso a la hora de escoger en la variedad del mercado de ingredientes vegetales, luego de que de golpe desaparecieron en su despensa los productos cárnicos y lácteos, que sumados eran como tres cuartas partes de su dieta cotidiana. Fuera del hogar arbolado, rodando anónimo por la vía rápida, me sucedió lo que ya no es desagradable para mí cuando dejó pasar ocho, diez, quince días sin salir de casa, sin circular por las arterias ahumadas de la  metrópoli ni entrar en sus templos del consumismo, sentí estar de paso en Matrix. Antes –hace un eón- me perturbaba la sensación de estar desconectado con la realidad de la metrópoli bullendo, hoy cumplí quince días sin ver afuera de mi agujero guangopolero, y aproveché la ocasión para hundirme en el pulso de la milla histórica como un visitante de otra dimensión.

Han pasado seis días, llegó el séptimo al que se le debería añadir al menú de casa Chancholovo una gracia, el ingrediente afrodisíaco de Adelaida Matute, quien no se había quejado en serio por mi “locura vegana” siempre y cuando no falten buenos postres y buenos vinos, el rumiante total le venía cual capricho cómico o manía inocua. Mi “locura vegana” no fue la causa de nuestro rompimiento, lo otro hizo que hoy esté ausente de mi morada guangopolera, todo por los papeles que en sí no vendrían a ser la formalización de nuestra relación amorosa sino meterla en formol.

Ya de pie en el centro histórico, con tiempo de sobra para darle una vuelta de rigor, caminé cual turista en asombro, husmeé relajado por los recursos turísticos de la lista patrimonial, evitando caer antes de hora a Plaza de la Independencia. De paseo por las callejuelas del casco colonial apenas extrañé la falta de las dulzuras venusinas del séptimo día, me felicité por acolitar el instinto de Chancholovo y no quedarme en casa a sufrir el desaire que le hicieron al macho endemoniado. Con el baño de masas se diluyó el amago de inestabilidad emocional al que pude haber desembocado si me quedaba en casa con la autocompasión de compañera. Perdiéndome en los encantos desempolvados de la milla histórica, haciendo como si el lumpen fuese un atractivo añadido, pude enfrentar con meridiana claridad el hecho de que no habrá más intercambios de fluidos corporales con Adelaida Matute. Sí, ella me hizo el favor de cortar conmigo cansada de amenazarme con hacerlo el rato menos pensado. Así fue porque no hice mención de formalizar lo del séptimo día para que sea un día cualquiera, un día muerto, un día obtuso, un día triste, en fin, me negué a que nuestra jornada baquiana se esfume en Matrix. Viéndolo bien tras esta jornada en Plaza de la Independencia, es de agradecer, y mucho, que la última vez nos acopláramos como si no hubiese otra ocasión para la acción de nuestra libido en brasas. Con ello nuestra relación quedó congelada como un rapto feliz e irrepetible. Nuestra historia de amor no podía tener un final  más feliz, librándome de la maldición de los eternos jóvenes de Eskorbuto para los que habitan en Matrix. Mientras más días me alejo de Matrix más fuerte escucho en mi cabeza la frase final de una de las piezas musicales potentes y desesperadas de Eskorbuto: “Estáis muertos, estáis muertos… cerebros destruidos”.

Ella me exigió la firma de notario y, por añadidura, la bendición de un curita para ser infelices por el resto de nuestros días, sonaba lindo lo que reivindicaba: “Nuestra relación es demasiado lovochancheana, o chancholoveana –o como tú quieras incorporarla al extraño lenguaje que manejas-, pero el asunto es que tenemos, óyeme bien, ¡sí o sí!, que efectivizar lo del compromiso ante las leyes del hombre y sobre todo ante las leyes del Padre Eterno”. Tú propusiste la muerte de Eros y yo escogí el renacimiento de Eros. Que es si no lo del curita haciendo juego de equipo con el notario, ambos siendo necesarios para honrar nuestra devoción semanal a Eros. A tú quimera de vivir acompañada la convertiste en idea fija.

Papelitos, me pedías papelitos. Yo que nací indocumentado, no tengo el menor apego a los trámites que impliquen derivados de celulosa o petróleo de por medio. Para navegar en el ciberespacio no me piden pasaporte ni visados en regla, y nada me impide crear mi propia utopía. Este estado de semisalvaje a semiplatónico, de medio visible a medio invisible y viceversa, con las respectivas gradaciones del caso, es el mío. Mi amigo Genaro Bustamante, loquero burócrata por necesidad de un sueldito a tiempo, psicoanalista de los artistas filósofos de la Plaza de la Independencia y del café Madrilón, por innata vocación de servicio a la comunidad, afirma que lo de semi-tal y lo medio-tal tiene un significado a la luz de su secta: “Cholito…, yo sé que usted no suele alterarse por mis juicios del alma ajena. Que no le quepa duda, hágame caso, no necesito ser el Sigmund Freud ecuatoriano para concluir categóricamente que lo suyo es un tránsito incesante, circular, de ida y vuelta, entre sus fluidos protoplásmicos visibles –súper consciente diurno- y sus fluidos protoplásmicos invisibles -subconsciente nocturnal-”.

Cuán agradable es charlar con este chamán ad-honoren, de traje y corbata moderados por la honradez, que atiende consultas gratis (Bustamante come de su trabajo de loquero del Manicomio Estatal, de lo que comparte de la sabiduría de su secta psicoanalítica no cobra un centavo arguyendo con júbilo, “de eso sí vivo”), a la intemperie en la Plaza de la Independencia, cuando la meteorología lo permite, o sea si no llueve. Acá no hay más que dos estaciones, la primavera y el otoño, que se intercalan sin concierto ni respetando el turno de cada cual en el calendario climatológico. Ocasionalmente atiende consulta bajo techo, tomando la mejor agua municipal del mundo (como califica al liquido precioso que brinda el páramo de la reserva ecológica del volcán Antisana), y beneficiándose del menú largo estrecho del Madrilón. Hoy lo invité a servirnos de la Fanesca Vegetal de temporada, tomando una mesa de mármol con vista al rincón de los artistas filósofos. El principal del café Madrilón, Tomás Vanbeberen, implementó para los artistas filósofos un rincón que apenas alimenta la caja registradora con espaciados tintos sobre la marcha de sus regias disquisiciones, a donde llega la mejor agua municipal del mundo en jarras de cristal festonadas con cubos de hielo. Bustamante dice que el rincón de los artistas filósofos le rinde tanto al dueño de Café Madrilón como las facturas de provecho: “es una estampa que da dignidad a su boyante establecimiento”.

Adelaida Matute no se ha enterado que los enlaces tipo matrimonio no los separa la muerte sino la ¡vida! Estábamos gozando de equilibrio así separados, a la sombra del saludable instinto de la distancia, sí, comprometidos con nuestra libre individualidad reunida en el lecho de los que saben que lo de pasar acompañados es eso, “pasar”. Adelaida, mi amor del séptimo día, pasar acompañado no es vivir acompañado, nadie existe para otro sino es inventando a ese otro. Te había imaginado para compartir el séptimo día, que es como festejar cada semana el nacimiento solar de Venus, y tú eras ella sin que me acostumbre a verte igual a ella: renacías, renacías, libre y silvestre cada seis soles. Maldita sea la hora en que me abandonaste por querer ser tú en una intimidad que no es la tuya.

Mis cofrades alemanes están experimentando cosa parecida a lo que este matemático ecuatorial pregona robando la sentencia del chamán de Plaza de la Independencia, que textualmente dice: “A los matrimonios no los separa la muerte sino la vida, ¡carajo!”. Ellos son astrónomos de campo, prácticos, y tienen una salida para la frase de Bustamante. No sé cómo los matemáticos nórdicos harán para aullar el ¡carajo!, pero lo que hicieron con la pesadilla de los papeles es encomiable, y usando los mismos papeles es lo esperanzador del asunto pues, ahora, con otros documentos pueden anular la enfermedad que contrajeron o seguir enfermos si les da la gana, dejando la posibilidad de rendirse a eso de que la costumbre es más fuerte que el desamor. Así se embarcan en contratos matrimoniales que duran de dos a cuatro años, es decir los cuatro años largos que como máximo perdura, científicamente hablando, el deseo carnal mutuo de los esposados.

Encantado firmaría un contrato matrimonial renovable de seis meses con  Adelaida; como es natural, al tenor de las leyes de mi utopía. De hecho, especificando en una cláusula, que las obligaciones conyugales sólo tendrán efecto un día pasando seis días de por medio, y sin que haya consecuencias reproductivas que sumen vástagos a las ingentes masas humanas, nada de formar familia en Matrix. Añadiría otra cláusula que especifique que al octavo día, o sea la jornada que sigue a la conjunción del séptimo día, si uno de los dos implicados en el empate semanal quiere romper con el otro, bajo cualesquier razón, adelantándose a los seis meses estipulados para la posible renovación del contrato amoroso, lo puede hacer ipsofacto, sin consecuencias judiciales o morales. He ahí las enmiendas fundamentales que haría al contrato matrimonial de mis cofrades románticos de la Selva Negra.

Encargué a mis secuaces de Islandia que levanten mi pedigrí rosado. Me llegó anteayer, ya está colgado como el único diploma digno de ser exhibido en las paredes del hogar. Este pedigrí rosado certifica hasta la cuarta generación mi naturaleza de lobo hiperbóreo. La parte chancheana de mi ser no tiene ninguna confirmación en los libros genealógicos del orbe; mejor dicho de ese lado no existen los trámites de registro genético, por ello Chancholovo es mi alterno, está condenado a ser suplente hasta el fin de nuestra sociedad material, puede sugerir o exigir lo que le venga en gana pero el que decide y manda es Lovochancho. Adelaida se burlaba de lo del pedigrí de Lovochancho, según ella era otra ficción mía. La facilitadora en divertimentos digitales, maestra en electro-felicidad, nunca va a ser más noble que Lovochancho así sea el reflejo rasguñable de Venus. Aquí tienes mi pedigrí, incrédula vendedora de electro-paraísos, mira de una vez si te electrocutas de dicha con el trabajador que te firme los papeles, y a ver si te brinda el dulce cimarrón en su punto mágico. Capturarme es como pretender atrapar el crepúsculo.