por Juan Arias Bermeo | Mar 13, 2023 | Mini Ensayo
De repente, donde se hallaba apostado el pequeño local de la ansiosa editorial de la que era su dueño, representante y único escritor, en la feria Revienta Ecuador Lector, cayeron los políticos locales dando lustre tragicómico a la masiva inauguración bailable con el combo Abre Luna & Señor Presidente. Alcalde, siga nomás… ¿le gusta leer? ¡Cómo no, y mucho! Todos los títulos que están expuestos aquí son un trabajo integral de autor-editor; esta novela, “La soledad del murciélago”, cierra un ciclo novelístico complejo… ¿se atreve a leerla?… ¡Cómo no, y mucho!
El paseante adorador de la técnica de probabilidades matemáticas aplicadas a hacer dinerillo ganando contratos en las empresas estatales conocidas por el mote de “bodeguitas del medio”, no se anda por las ramas y advierte que no lee nada fuera de su profesión de recolector de dólares provenientes del erario público; no obstante, manifiesta que igual se une a la queja por la falta de afición, en nuestra patria multidiversa, a la lectura que suscita pensamientos venerables. ¿Qué técnica usa usted para atrapar a los asistentes de la feria? La de la araña saltarina, estos libros pican al curioso que se acerca a este rincón brujo, pero abrumadora mayoría es inmune a la sed de leerse a sí misma a través de ficciones que invitan a la vida activa, hablo de ingentes masas de no-lectores. Ya regreso para seguir conversando, en todo caso, le deseo que tenga éxito en su lucha contracorriente, seguro que de esto usted no ha de comer. Se fue murmurando el sujeto del rendimiento que desconoce el significado que los pensadores y filósofos de la Antigüedad socrática y presocrática le daban a la palabra “éxito”, convertida en palabra insulsa y corriente de la modernidad pujante. Éxito es tener consciencia de contemplar y cuando de la angustia (o de estar en la nada) se construye un mundo autosuficiente, es vivir.
La joven ciudadana pregunta después de olfatear con fruición el libro abierto por la mitad que tiene entre manos, ¿de qué se trata su obra? En la tapa posterior tiene una reseña. Pero es que estando aquí el autor me gustaría que él mismo me cuente su novela. Este libro abarca diversas aristas y senderos mimetizados con la montaña, la selva, el bosque seco… los jardines de Gea. En un pico gélido de alta montaña, ejemplo el Sincholagua, la cima es una ilusión, una aguja de roca y hielo expuesta a los elementos, todo lo demás hace la cumbre: subir del llano y bajar al llano. Decirle de qué trata una obra de arte en tres minutos es como si yo le pidiera que me cuente su existencia en tres minutos. ¡Oh, guau!
El cineasta del último rincón del mundo leyendo la reseña del libro que le trajo involuntario recuerdo. Conque “el Saqueador Morris” encontró en solitario el tesoro de Quinara. Sí, y las partes que forman el todo son las ficciones del libro que ojea. Sabe que estuve a punto de levantar una película mitad ficción y mitad documental sobre el mentado bandolero Naún Briones, y el que iba a hacer de éste era Antonio Banderas, pero me fallaron, me fallaron los malditos gestores culturales.
El comandante con un grupo de cadetes de la Academia Militar Equinoccio. Díganos, señor, qué significa, mejor dicho, a quienes se refiere, esto que veo aquí colgado por doquier con negrillas: Bípedos Depredadores. Me suena sospechoso, ¿a ustedes jóvenes también?… Somos nosotros, la especie humana es el bípedo depredador por antonomasia. Eso mismo, acerté. Ya escucharon, soldados, nos matamos entre nosotros y acabamos con las demás especies.
Un señor mostrando prisa, de la mano del niño que observa ensimismado la cabeza cornuda de la iguana marina galapagueña, Amblyrhynchus cristatus venustissimus, que posa en la portada de Ser mudable, novela de ciencia ficción filosófica publicada bajo el sello editorial que me cobija, interroga: ¿Venden aquí historias de dinosaurios para niños?
La tía cazando un libro bélico de fuste. Por favor, me podría facilitar una novela de “Helena de Troya”. No, soy el autor de estos libros que tiene usted a la vista, pruebe a ver si le gusta alguno, son para reinventar e imaginar. Me encantaría, pero busco uno de guerras porque es para mi sobrino que se incorpora de oficial de policía.
El genealogista alucinado. Por los clavos de Cristo, créame… me he quedado pasmado con el señor que tiene en la portada de su libro, es como verlo a mi tío que falleció años ha. Le aseguro que es el tío de mi abuelo materno, es la única foto de él que encontré en el álbum familiar de principios del siglo pasado, nadie cercano supo dar razones de su vida-muerte en este retazo de planeta, y como quería la imagen de una persona de talante aristocrático para el personaje de Salvador Pineda Pinzano (marqués de Olivares y Yaguarzongo), que mejor que un antepasado. Ahora entiendo amigo mío, ¡somos parientes por la rama Olivares!
La sufrida joven que no se engancha con lo que lee a ritmo de feria de libros, Revienta Ecuador Lector. No me engancho, no me engancho… lo siento, pero no me engancho. No tiene porqué engancharse de una con este tipo de novela versátil que encierra narrativa, ensayo filosófico, prosa poética, ciencia ficción, suspenso, terror cósmico… Apenas la apuró cinco minutos, a lo mejor necesita años, o décadas de ejercicio lector, para entrar en ella espontáneamente. Ser un lector exigente toma la vida entera, y no es cuestión de engullir libros para desecharlos, sino de practicar el arte de rumiar contenido añejado en el paladar cósmico que es la antítesis de la lectura dinámica. André Gide, leyó algo que no le agradó de las primeras páginas de “Por el camino de Swann” (tomo primero de los siete que componen “En busca del tiempo perdido”, novela monumental -de aproximadamente 3.500 páginas- que Proust concluyó poco antes de fenecer), supongo que concluyó que él no iba seguir pasando tiempo en una obra snob-diletante-burguesa que gasta mucho papel para describir las vueltas que da un niño en la cama sin poder conciliar el sueño porque su madre no acude a darle el beso de las buenas noches. Gide rechazó empezar a publicar, en la revista NFR, la obra señera de Proust. Sin embargo, el Premio Nobel de Literatura 1947, en carta a Proust de enero 1914, tuvo el detalle de aclarar que se había equivocado de cabo a rabo con su precipitada decisión editorial.
El jovial guardián de la exposición. Por fin regresó, hace más de una hora que lo andan buscando para entregarle no sé qué cosa. Sucede que recién llego con retraso a abrir y mover la tienda librera. ¡En serio!… ¿En serio?, pero si yo saludé con usted temprano, mano y palabra, apenas la feria empezó a funcionar. Habrá sido un encuentro con el colega que me sustituyó, una suerte de bípedo implume de piel pegada a los huesos, y que por defecto es seguidor de Houdini en lo de esfumarse. Insisto que lo vi a usted, por eso le dije a la persona que lo ha venido a buscar dos veces que se debió haber ido a tomar un refrigerio… Aquí pasan cosas raras, de noche hay entes que corren y tumban libros, a ningún compañero le agrada la guardia nocturna. Debe de ser que la energía de tanta gente que transitó nerviosa por aquí, cuando era aeropuerto, todavía subsiste. De acuerdo, jefecito, parecido a lo que decía Einstein: la energía se convierte en masa y la masa en energía.
“Revienta Ecuador Lector”, fue la frase más repetida en el perifoneo de la feria. La sufrí sin amortiguadores, como una escalada libre de ferretería y en solitario al cerro Chiriculapo. Decenas de transeúntes se hicieron presentes en el rincón brujo de la editorial ansiosa, los que hubiesen hecho las delicias del mismísimo Carl Jung, si hubiese observado invisible en los tipos psicológicos que se destaparon al momento de inferirles ficciones en calidad de posibles lectores. Al final se vació la tienda. No faltaron las personas que adquirieron más de una obra, como la pareja que se paró a hojear detenidamente, con asombro. Estos preciosos libros de colección no se encuentran en librerías… ¡nos llevamos los ocho títulos!
por Juan Arias Bermeo | Jul 7, 2020 | Mini Ensayo
He cruzado océanos de tiempo para encontrarte…
Bram Stoker, escritor irlandés, autor de Drácula —obra maestra del terror romántico, y gótico, a la que Oscar Wilde calificó como la mejor novela de habla inglesa del siglo XIX—, murió sifilítico a principios del siglo XX en un miserable cubil Londinense. Acorde con el testimonio que dejó la viuda de Bram, tumbado en su lecho de muerte, señalaba insistente a una esquina bajo la penumbra del cuarto de alquiler, musitando con fervor, “¡vampiro… vampiro!”.
Es inquietante imaginar que la figura del mentado conde Drácula estuvo en la cámara mortuoria de su creador, así sea producto del delirio estertoroso de Bram. Fascino con la escena del Rey Vampiro presente en el lecho de muerte de Bram, iluminando de alegría el rostro del moribundo y trayéndole paz en medio de la miseria.
No vengo a despedirme de ti, ¡oh Bram!, esto no es un adiós sino un hasta pronto porque tú a través de mí serás indeleble maestro de la creación artística. Tu obra señera no sucumbirá ante el tiempo astronómico, no será cautiva de tus contemporáneos que sí serán barridos de la faz del mundo por el olvido; he ahí tu condición de clásico, pasar de largo por la intrascendente actualidad. Tú y yo viajando en la memoria mágica del Homo sapiens adolescente. Allá, en nuestra errante galaxia, ajenos a la tierra de sujetos podridos por la madurez zombi, nos preservaremos de los intentos chapuceros, cándidos, de emular a tu criatura, no habrá otro romántico Nosferatu como el conde Drácula.
Generaciones de lectores crecieron y aún medran a la sombra del conde Drácula, de B. Stoker, allende la imagen de asesino en serie que le infirió la industria cinematográfica con sus irrelevantes dráculas —salvo tres honrosas excepciones artísticas que son fieles al legado del irlandés: Nosferatu (1922), de Murnau; Nosferatu, Vampiro de la Noche (1979), de Herzog; Drácula, de Bram Stoker (1992), de Coppola—. Tanta bazofia subdrácula se ha producido que el propósito parece haber sido apocar al auténtico aristócrata que resplandece incólume tras el Paso del Borgo, sin embargo no ha sido esa la meta sino el hacer dinerillo con el entretenimiento vulgar que reivindica la masa zombi. La majestad del Rey Vampiro no ha sufrido ápice por los rodajes que han alcanzado la excelencia en la técnica para exacerbar lo sangriento mórbido, ofreciendo retahíla de descuartizadores y pica-cuerpos infatigables, máquinas de torturar y con licencia ilimitada para poner quietos del pánico a sus avezados seguidores, los que anhelan sufrir miedo percibiendo mejor la sangre que brota generosa de los cadáveres de película, aquellos que desean de una vez se invente la sala de cine que proporcione los olores putrefactos del tormento de la carne ajena, para de esto aullar con respeto: ¡Qué real que fue eso… qué real! El ser humano siglo XXI disfruta del zombi cinematográfico cual alter ego de su propia realidad cotidiana, la de ser zombi disfrazado con la normalidad del esclavo moderno: insaciable zombi consumista-desarrollista.
La gula de mis congéneres por comprar carnicerías en los rectángulos de la alienación, tiene la gracia de despertarme el apetito por lo original vampírico, y, en consecuencia, buscamos con ganas el rencuentro, sobre el lugar mismo donde trabamos amistad con el portentoso conde. ¿Cuántos lustros sin visitar el ayer espantoso edificio colgante —de paredes a pique precipitándose en Arges, el Río de la Princesa—, hoy la sagrada morada del Nosferatu inimitable? Qué importancia tiene aquello si entretanto uno ha sabido desarrollarse para comprender mejor el arte de vivir, y entender que Drácula está más allá del bien y del mal, como todo ácrata enamorado de las posibilidades lejanas que juntas forman lo imposible inmediato. Sentir un profundo asco y temor por el conde Drácula era tarea del lector novato, el apreciarlo como a un amigo del alma es un hecho del vividor que vino después.
Volvimos a viajar al reino perdido del Rey Vampiro con la misma tensión adolescente, para que desde el inicio se note la diferencia de la lectura que hizo el imberbe aprendiz con la lectura del barbado vividor. Mantenerse adolescente es tener lubricada la vocación por aprehender, y esta vez hicimos la travesía ya en calidad de huésped de la regia hospitalidad del conde que es amo anfitrión y servidor a la vez, quien nos abrió su portal recitando: Eres bienvenido a entrar por tu voluntad a mi morada, ven en paz a disfrutar de ella dejando tus preocupaciones afuera, y dispuesto a darnos algo digno de tu ser... El retorno a la novela de Bram tuvo la ventaja de hacerlo como si fuese el coautor de la misma puesto que, una vez que el irlandés la escribió y la donó al mundo, ésta dejó de ser toda suya para que sus lectores pasen a reinventarla a su albedrío.
Las novedades que se hallan en la agreste Transilvania, después de larga ausencia, son magníficas. Ya no era el paisaje indómito que circunda a la morada del conde un abreboca para el terror del muchacho citadino que apareció por primera ocasión allí; tampoco la suerte vertical de las paredes del castillo nos dio náusea, ni venía a ser una cárcel inexpugnable montada sobre el filo de lo teratológico. Encontramos aire renovado de montaña, y la noche nos invitaba a vivaquear bajo el titilar de astros refulgiendo sobre el dosel de un bosque templado proyectándose inconmensurable al amparo de creciente luna, todo ello matizado con el canto alegre de lobos rodeando a la hermosura de las hijas de la oscuridad. El trueno de los rápidos que nos ahuyentaba cual rugido lúgubre, devino en melodía de agua dulce corriente que arrulla. Las imágenes siniestras que aupaba la naturaleza virgen de los Cárpatos, se transformaron en oleos de ecosistemas primordiales para admirarlos a placer desde el balcón del anfitrión, siendo en sí mismo una maravilla arquitectónica asimilada a la abrupta cordillera. ¿Cómo no embriagarse con la soberbia vista de esa construcción aérea, a pique, que viene a ser una prolongación del peñón de granito que la sustenta? Tal grado de exposición lo tentaría aun al mago del alpinismo, Reinhold Messner, haber si arriesga una escalada por libre desde la base del cañón que aloja río fogoso de aguas turquesas producto del deshielo de los glaciares de las cumbres. Lo que sí querría por firme Reinhold, es que la instalación de Drácula, y el alucinante escenario que lo circunda, fuesen suyos para instalar ahí la sede principal de los museos de montaña que levantó en Tirol del Sur.
MEMORIA
El conde no ha salido de su hogar algunos siglos, desde que dejó de hacerles la guerra santa a los turcos para ser vampiro aristócrata beneficiándose del ocio salvaje, allá en el entorno paradisíaco del Castillo de Bran. Recidivante pena de amor lo ancló al tiempo-espacio de la mágica Transilvania. De repente, se le presenta la oportunidad de experimentar la modernidad en el Londres del siglo XIX, donde reside la sin par belleza de Mina, quien reencarna a su pasado amor posible pero ésta no tiene memoria de aquello por lo que se constituye en una pieza clave para la cacería y destrucción del “monstruo”, encabezada por el doctor Van Helsing.
Drácula, se llena de goce espiritual merced a su imprescriptible amor. Ha bebido de la sangre moderna de su reina ancestral, se vio forzado a cruzar océanos de tiempo hasta encontrarla transmutada en Mina Murray. Ella, sin memoria de su pasado aristocrático, ha cometido vil traición al ponerse de lado de la jauría humana que lo acorraló sin remedio en el viejo Londres. Drácula cortó con la uña del índice, cual bisturí, en su pecho para que Mina succione la sangre milenaria que la devolverá a la singular belleza de los viñedos, bosques y jardines del Castillo de Bran.
La implacable persecución del “monstruo” que bajo el sol pierde su poder nocturnal convirtiéndose en común ciudadano, hace que éste vaya perdiendo a sus féretros rellenos de tierra bendita por los pontífices de la fe cristiana, tierra que durante centurias ha preservado por ser el único lecho al que puede acudir para reposar imperturbable. El médico holandés, Van Helsing, devino en experto exterminador de vampiros deduciendo que una sobredosis de santidad sobre la tierra sagrada le haría perder su valor para el imprescindible sueño del vampiro, de ello que una hostia bendita dentro de cada cofre fue suficiente para echar a perder su paz diurna. Drácula, apenas logró conservar una de las tantas cajas que trajo consigo desde Transilvania por lo que se ve obligado a emprender heroica retirada al Castillo de Bran. Ante la desigual batalla que venía librando con Van Helsing y su tropa de valientes, no tenía más opción que la de huir, pues el experimento de Londres se convirtió en una lucha de un solo caballero feudal contra la mismísima organización del mundo positivista.
Escapó de Londres en estampía, con lo puesto y cargando el sarcófago remanente sobre los hombros, rumbó a los Cárpatos vía marítima surcando las aguas del océano Atlántico, luego todo el mar Mediterráneo y, tras cruzar el estrecho del Bósforo, seguir por el mar Negro. El barco de la huida del conde se abría paso como alma que empuja el demonio, siendo que el dueño y capitán del mismo –políglota a la hora de maldecir y proferir, de proa a popa, dicterios en diferentes idiomas-, ante el insistente reclamo de la tripulación para que eche al agua el siniestro ataúd que los atemorizaba y al cual imputaban los extraños sucesos que acaecían durante la travesía, se excusaba diciendo que él no era nadie para contradecir los designios del señor Diablo. Lo cierto es que la nave, durante los días y noches que cumplió su cometido de trasladar al decrépito cliente que la alquiló, de corrido estuvo invisible para otras embarcaciones, iba envuelta en una nube plomiza y próxima a la tempestad, como volando sin tropiezo sobre las aguas, subida en aires traídos del averno que no cejaron de animarla hacia delante.
Todo el poder de Drácula resultó impotente para enfrentarse a la tenacidad del doctor Van Helsing, quien, anticipándose al arribo de éste al Paso del Borgo, incursionó con la salida del sol en la torre donde reposaban las compañeras del conde. Una vez dentro del dormitorio de las vampiresas —tres beldades de la noche— procedió a eliminarlas con el ritual de rigor: estaca bendita partiendo el corazón, posterior degollamiento y embutir de ajos sus fauces. Y es aquí donde sufre el exterminador para realizar su cometido, duda ante la belleza terrible de las vampiresas; se enamoró de la principal de ellas, una rubia que lo embelesó con su potente feminidad primordial. Sueña, no sé sabe qué tiempo, con la dama de hipnóticos ojos de azul eléctrico; sueña con el peligro de quedarse ahí petrificado hasta que caigan las sombras, y una vez que despierte la agradecida vampiresa se dejaría amar por ella a morir. ¡Qué desperdicio!, habrá rumiado el implacable Van Helsing mientras, con lágrimas brotando a raudales de los ojos, daba fin a su abominable trabajo.
Drácula, segundos antes que la oscuridad le devuelva sus poderes sublunares, fue ajusticiado al pie del Castillo de Bran. Y, cual D. Quijote vencido retornando a su lugar, empezó la cabalgata de vencedor por la posteridad, a través de los lectores que contemplan en la novela de Bram Stoker. En la infelicidad metafísica reside el romanticismo del vampiro adolescente, el que nunca se cansa de conocer porque jamás madura para ser una fruta podrida, el que es amando a la naturaleza silvestre tanto como a la feminidad que esta encierra en su forma de Mina Murray.
por Juan Arias Bermeo | Jun 2, 2019 | Mini Ensayo
«Sólo sabemos lo que recordamos», era la conclusión délfica de aquella cultura, que andando los siglos encontraría en Proust la tristeza de los innumerables seres y cosas que mueren en nosotros cuando se extinguen nuestros recuerdos.
José Lezama Lima
Paradiso, es una singularidad de la literatura universal, remitida desde la isla mayor del Caribe por el francotirador que no asomó en el mentado catálogo del “boom” de la literatura latinoamericana, como no lo hicieron Borges, Sabato y otros fundamentales escritores de nuestra América. Y no es que los autores del montado “boom” fueran menos que los francotiradores, pues, no hay cartabón para confrontar el nivel y estilo de un Cortázar frente a un Lezama Lima, a manera de ejemplo. Parafraseando a S. Lem, cada quien está en su galaxia con sus luceros titilando en los inconmensurables océanos de la negritud eónica y su eufonía de cuerdas. Las galaxias están para que uno las alcance y orbite en sus sistemas solares. Y fue un hecho que Cortázar cometió un viaje astral a la desconocida galaxia de Lezama Lima, y lo que descubrió en sus estrellas, nebulosas y gusano negro central que lo arrojó en un santiamén al punto de partida del astronauta, fue excepcional; apenas apearse de la nave, divulgó en la Tierra el hallazgo de la singularidad de Paradiso.
Ganó una pausa, como un pequeño leopardo en un ramaje inquietante.
José Lezama Lima
A transmigración o mejor a metempsicosis (para usar la palabra que conmociona a doña Molly Bloom en su insomnio joyceano), me sabe la madrugada en que conectan el general romano Atrio Flaminio, el insomne paseante de la lunática Habana Vieja y el crítico musical Juan Longo.
Atrio Flaminio, comandante de legiones romanas de ocupación, se enfrenta a la hechicería de la antigüedad griega, que no solo envía contra su ejército a fuerzas ectoplásmicas sino que manda a los demonios del inframundo a que destacen a los muertos en batalla. Los entes infernales echan mano de las partes y/o miembros que les falta, incorporando a sus desechos los restos humanos que hurtan, quizás usando el pegamento mágico o bálsamo de Fierabrás, del cual D. Quijote nos legó la receta.
El paseante en pos del alba es impelido por tres entes hogareños: el sillón móvil, la espiral de risas en la puerta entreabierta y el patio que lo empuja a la intemperie callejera. Rasurado y vestido con traje de oficinista, es sujeto de desvelamiento de los secretos de la Habana Vieja: aparecidos mezclados con noctámbulos corrientes y extraordinarios.
Juan Longo, miembro conspicuo de la Asociación de críticos musicales (esteticistas y anotadores de cualquier sonido que va desde el chirrido atónico de una puerta de cerrojos de antiquísimo castillo a la sonoridad completiva; además de afanosos por el whisky en las rocas que los vuelve conversadores, librándose de quedar congelados en el perplejo), a los setenta años es sometido a ejercicios de iniciación cataléptica a fuerza de presión de las carótidas y de retrocesos linguales, para una vez logrado el estado cataléptico echarle cera anti hexápodos y colocarlo en una vitrina esterilizada. Su mujer, la Circe habanera, celosamente existía para darle mantenimiento a su incorruptibilidad y que sea un burlador del tiempo, que sea un volador inmóvil, que sea un esplendor somnífero, que sea un dichoso intemporal, que sea un triunfo de la sonoridad extra-temporal, que sea un cuerpo ni exánime ni viviente en el que cada instante es la eternidad y el propio instante. Así, Juan Longo, reluciente por el barnizado anti ácaros en su urna de cristal, llegó a cumplir 114 años, y hubiese ido a por muchos más si no es por la intromisión de la directiva de la Asociación de críticos musicales que al despertarlo provocó su corrupción y el fin irremediable del ciclo cataléptico.
Frutal era su ámbito, no sus condiciones de hembra, frutal era también su pereza, el que se le acercaba se sentía como un holoturia que rebotaba contra una escollera algosa, entre mansos consejos y algodones de carnalidad.
José Lezama Lima
Paradiso, es cúmulo de estrellas en las cuales orbitar, ahí pululan los párrafos con ambiciones de ser por sí mismos un planeta verde que ha logrado el equilibrio justo para plantar texturas y aromas en su tiempo-espacio cara al sol, germinando sin requemarse ni ser una esfera gaseosa o una bola de billar gélida. Si abro el libro en el capítulo del ómnibus de turno público en el barrio El Vedado crepuscular, entonces subo al autobús a medio llenar y voy de tránsito por el estío de la Habana Vieja de los años cuarenta. De repente -o mejor dicho, a propósito-, cayendo la noche virginal, el transporte en plena viada de una recta sufre el desperfecto mecánico relacionado con la efigie de un toro de lidia y los piñones del motor, o algo así, y se orilla hasta reemplazar la pieza que lo pondrá de nuevo en circulación; en el ínterin, nadie se ha bajado, por el contrario, se ha llenado de pasajeros brotados de las sombras vegetales, entre ellos los destinados a tener vínculo invisible entre sí a través de intempestiva circulación de unas monedas de la Antigüedad clásica, dracmas relucientes moviéndose de una persona a otra. El ebanista apurado de dinero sustrae las monedas tintineantes y a la mano en el ancho bolsillo de la chaqueta del anticuario pero, al constatar que no eran los gastados pesos que buscaba para capear su necesidad inmediata, mete las monedas en los pliegues del acordeón de Madagascar de un joven ensimismado, y, por último, alguien más que se percata del hecho desde el comienzo, toma las monedas del acordeón y las devuelve limpiamente al bolsillo de la chaqueta del anticuario numismático. Por inercia se nos pone al día sobre los personajes que participaron del breve viaje circular, en el ómnibus, de las dracmas de oro intactas, las que no sufren la erosión del tiempo. La nocturnal y misteriosa interacción subliminal trajo consigo el ritmo sistáltico de las pasiones de la carnalidad pasando al ritmo hesicástico del equilibrio anímico de la poesía lezamiana.
Paradiso es una novela total: es prosa poética, es vivir de cara a la muerte, es alucinante realidad, es narración extraordinaria, es noctambulo tremor juvenil, es sueño barroco erótico, es arbórea metafísica, es gastronomía gourmet regional, es ancestral surrealismo, es preciosismo literario, es ensayo filosófico, es biografía íntima, es magia y mito… Mucha tinta se ha derramado a cuenta de una obra homeostática que ha fundado su propia galaxia y que, merced a la biblioteca universal ubicada en el ciberespacio, está al alcance de un clic para sumergirse por uno mismo en ella; sí, cuando llegue el momento propicio de sentirla sin amortiguadores ni muletillas de académicos. Obra que no es aprensible en modo lectura rápida, hay que bajarse del tren bala y caminar desocupado para hospedarse en cualquier párrafo tropical o capítulo en que a uno se le antoje o provoque pasar la noche. Es vano querer tomar a Paradiso por los cuernos y entender lo inentendible con la razón, no es cuestión de terminarla sino de recorrer –“…más contento que cabra en brisa”– los diversos senderos de su planetario, que es fluir sin resistencia en el lenguaje lezamiano. A Paradiso hay que sentirlo degustando sensaciones, saboreando sus giros paisajísticos, sudando en la canícula isleña los accidentes geográficos. El viajero expedicionario se toma el tiempo que le es necesario del mundo para sus travesías en Paradiso, y así descubrir los secretos de la isla caribeña de Lezama Lima, y guardarlos a futuro para disfrute del intempestivo rumiante. No es una novela lineal, ella se desborda exuberante abriéndose en múltiples ramificaciones cual cuenca de río mar desembocando en el piélago.
Paradiso, tras el primer reconocimiento oficial o de rigor capítulo a capítulo, poniendo meses o años de por medio, llama a los lectores que gozan del olvido –aquellos libres de padecer la enfermedad terminal de Funes, que no son anestesiados hasta perder la conciencia en la mnemotecnia–, a que la visiten por cualquiera de sus catorce y más portales. Y se alucina por donde quiera que uno reingrese a Paradiso, ejemplo, si uno reinicia por el catorceavo capítulo, habrá que seguir al noctívago estudiante José Cemí que, guiado por visiones sobrenaturales de la madrugada habanera estival, finalmente cae en la casa de tres pisos donde velan al vate de los cuarenta otoños Oppiano Licario, su mentor espiritual que lo aguardaba para que le sea entregada la poesía que escribió para él, y con ello desatar la definitiva simbiosis Cemí–Licario.
Tiempo le fue dado para alcanzar la dicha,
pudo oírle a Pascal:
los ríos son caminos que andan.
José Lezama Lima
por Juan Arias Bermeo | May 16, 2019 | Mini Ensayo
El doctor Robert Fähmel, dice de sí que es un arquitecto que no ha construido ni su casa, a cambio llegó al grado de capitán como especialista en voladuras, fue dinamitero eminente y condecorado oficial del ejército alemán, en la Segunda Conflagración Mundial. En las postrimerías del conflicto, el capitán Fähmel, fue asistente principal del general desquiciado que se ganó a pulso el apodo de Campo de tiro libre -esto porque en lo único que ocupaba su tiempo y espacio era en echar por tierra todo lo que se interponía al objetivo a derrumbar ya retirándose-. Robert Fähmel, azuzó la fijación que tenía su jefe. Se aprovechaba de la coyuntura para hacer el real trabajo de demolición que en sí, el experto en estática, era el ejecutor con precisión matemática. Tan solo a tres días antes de concluir la guerra, convenció al general Campo de tiro libre, para echar abajo desde los cimientos la Abadía de Sankt Anton, obra arquitectónica monumental y majestuosa, tal vez la más reconocida entre los edificios que diseñó y construyó el afamado arquitecto Heinrich Fähmel, su apreciado y respetado padre.
Con antelación a Billar a las nueve y media, ya me había beneficiado leyendo sendas historias cortas de Heinrich Böll, de esos sabrosos entrantes literarios me precio de haber retenido en la memoria mágica a dos sátiras de fuste, que me visitan sin previo aviso. El primer cuento, Los silencios del doctor Murke, es la historia del joven doctor Murke que, haciendo honor a su profesión de loquero de postguerra, se cura en salud contra los entes morbosos que pululan donde trabaja, es editor de la sección de arte y cultura de una radio pujante. Antes de ingresar a su oficina, toma el ascensor que le provee la dosis mañanera de intensos segundos de angustia para capear la jornada plagada de palabras que retumban por doquier, ejemplo, “arte” o “ser supremo”. Editar las cintas magnetofónicas de los oradores a sueldo de la cultura inyectada a fuerza de tirabuzón, desquiciaría al joven doctor si no fuese porque es un recolector de silencios; valiosos instantes de absoluto silencio del prójimo ajeno a él, le brindan paz y sosiego cuando los escucha en su hogar. El segundo cuento, Algo va a pasar (una historia de intensa acción), y no se equivoca el certero subtítulo en paréntesis; sucede que por la fábrica de jabones donde, el espacio-tiempo de los trabajadores de la A hasta la Z, transcurre a todo pulmón entre el “tiene que pasar algo” y en consecuencia la respuesta correspondiente de “algo va a pasar”, al cabo sucede algo tan conmovedor como irremediable: muere de súbito ataque masivo al corazón el director y propietario de la empresa, apenas recibió su postrero “algo va a pasar”. Y aquí es cuando el protagonista de la historia encuentra su innata profesión de silencioso doliente acompañante de cortejos fúnebres, por fin le pagan bien por meditar y es mandatorio el reposo.
Heinrich Böll, escritor considerado con justicia “la conciencia de Alemania”, herido en combate más de una vez siendo soldado raso en la Segunda Guerra Mundial (la novela que mejor retrata su paso y supervivencia de las atrocidades del conflicto bélico en el frente ruso es, El tren llegó puntual), reventó en escritor de obras cumbre de la literatura occidental. De sus novelas destaco dos que son de mis predilectas de todos los tiempos: Billar a las nueve y media -que motiva el presente artículo- y Opiniones de un payaso. La hipocresía de la clase media cristiana y en particular la de su propio círculo católico de nacimiento, es tema fijo en sus ficciones que destilan humor satírico y son una crítica rotunda a la sociedad maquinista que se obnubiló con el fascismo y, después de la hecatombe bélica, hizo como si nunca hubiese sido parte positiva y cooperante de ella.
Billar a las nueve y media, es la fascinante y estremecedora historia de la familia Fähmel antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial. La trama en sí se desarrolla en el día del octogésimo cumpleaños de Heinrich Fähmel, y desde la primera página salta a escena el personaje del ritual que da título a la novela. Robert Fähmel, acude a su boyante oficina de cálculos estáticos, pasadas las ocho de la mañana, y abandona sus tareas de experto demoledor de edificios antes de las nueve y media. Con puntualidad alemana, se dirige a atender su tiempo de exclusividad en la sala de billar del lujoso y tradicional hotel Prinz Heinrich. El doctor hizo una capilla de la sala de billar del hotel Prinz Heinrich, con la complicidad del personal de portería y recepción del establecimiento que no permite interrupción alguna a su ritual; la excepción a la regla de no estar para nadie son sus padres, sus dos hijos y un amigo judío de los tiempos de la pubertad y adolescencia. El afortunado jugador logra sendas carambolas de nueve y media a once de la mañana, mientras le cuenta su pasado, y por inercia, el de la familia Fähmel, al joven botones que lo escucha embelesado. Se ha organizado para trabajar en su oficina una hora al día, no más, nada de aceptar encargos que lo obliguen a romper sus rituales cotidianos, eso lo sabe muy bien su secretaria y las tres personas que a distancia, vía correo expreso, cotejan entre sí los cálculos estáticos, evitando errores a la hora de que se haga realidad la matemática de la dinamita.
Robert Fähmel, en esencia es el símbolo de la memoria que deprime a la sociedad alemana de postguerra. Este personaje en sí es la resiliencia de Heinrich Böll, es la resistencia a olvidar el enajenamiento de masas que, a través de mayorías de energúmenos, propició y sustentó al régimen nazi, teniendo como encubridores a los países claves de Europa, esto por su ceguera ante la hecatombe que se les venía encima a zancadas de manicomio. Entre otras objeciones de conciencia de Heinrich Böll, por el mismo hecho de haber sido católico de nacimiento, es la que apunta a la iglesia de su tiempo por haber coadyuvado al desastre físico y ruina moral de la familia católica. Y aquí tenemos a la acaudala, culta y libertaria familia Fähmel víctima de su época, la que avasalló la adolescencia y primera juventud de Robert Fähmel, la que mató a su hermano menor Otto en el frente de Kiev; la que llevó a la locura a su madre o mejor dicho se acogió a ella para no ser presa de campos de concentración, acusada de traición por su propio hijo Otto.
La voladura de la obra prima del aclamado arquitecto Heinrich Fähmel, pasó a ser parte de la lista de desastres que cometió contra la propia cultura alemana el general Campo de tiro libre, en su demente retirada. Así quedó a buen recaudo el secreto del especialista que en realidad dejó hecho escombros a la Abadía de Sankt Anton. Robert Fähmel creía ser el único en tener conciencia de ser el autor de aquella monumental voladura no obstante, su padre, descubrió el secreto cuando reconoció de entre las ruinas vestigios de cálculos matemáticos con la letra inconfundible de su hijo. Este descubrimiento nunca fue motivo de queja de Heinrich Fähmel, por el contrario, no se dio por enterado y, por añadidura, en la íntima celebración de su octogésimo aniversario con cinco invitados de honor, a alguien se le ocurrió halagarlo enviándole un pastel que traía la réplica dulce de la Abadía de Sankt Anton, y fue un placer para el homenajeado hacerla pedazos.
La paradoja que nos muestra hasta la saciedad Billar a las nueve y media, es que en la patria que ha dado pensadores, artistas, filósofos y científicos a granel -aquellos que habiendo salido de la caverna despiden claridad y serenidad en la cima de la sabiduría humana-, en ese mismo suelo generoso con los brotes de conocimiento e imaginación, se hayan activado las furias y potencias subterráneas con inusitada fuerza destructora. Paradoja vigente en las sociedades llamadas a ser las más inteligentes del planeta Tierra, pues, no se han librado de propender a la obediencia ciega, tecnolatría, y con ello ser engranajes de la entropía máxima.
por Juan Arias Bermeo | May 8, 2019 | Mini Ensayo
De repente entré al Hombre que ríe, como si nada y solo a ver qué pasa en las primeras páginas… y me quedé prendado de los dos capítulos del arranque del Libro Primero, exponiendo la vida errante y semisalvaje de Ursus, filósofo y Homo, el lobo. Entre ellos dos se había instalado una comunicación y amistad interespecies de fábula, que hacía que mutuamente se ayuden a capear la cruda y dura existencia de los nómadas del Reino Unido, cursando ya la década de 1690. El lobo mítico tenía una fuerza de tiro impensada, era capaz de halar el carromato hogar, de aldea en aldea, para vender las pócimas del doctor yerbatero Ursus que aconsejaba a Homo: “Sobre todo, no degeneres en hombre”.
Después vino la memorable noche de frío y tormenta polar del 29 de enero de 1690, que azotó al niño Guynplaine que fue abandonado por los comprachicos para que muera en la estepa que antecede a la rocosa y accidentada costa inglesa de Portland, no permitiéndole embarcar en la Matutina, urca de Vizcaya, del golfo de Pasajes. La Matunina, naufragó en el Canal de la Mancha, los comprachicos perecen ahogados en alta mar. La travesía del niño de diez años descalzo, y cubierto hasta las rodillas por un chaquetón marinero de cuero, buscando un refugio que lo libre del sueño blanco, de la hipotermia en la nieve, es digna de un relato de supervivencia épica, en especial para los que habitamos en la primavera-otoño que año corrido beneficia a los valles interandinos. Un calor metafísico impidió que sufra congelaciones que acaban en gangrena y miembros amputados, y no únicamente se salvó él sino que despojándose del chaquetón envolvió a la criatura de pecho que encontró en los brazos de una joven mendiga que expiró en la tormenta de nieve (“dichosa ella, muerta”, diría más tarde el filósofo Ursus cuando la buscó y encontró valiéndose del olfato de Homo). El niño, Guynplaine, a punto de desfallecer entró a la desolada aldea que tenía en un rincón parqueado al carromato de Ursus, salvador de los dos sobrevivientes que crío y protegió en adelante, y que protagonizaron platónicas nupcias desde que compartieron el lecho infantil de la noche gélida que dio paso a su renacimiento, -Dea, ciega; él, desfigurado-, hasta el prematuro deceso que ambos enfrentaron sin que sucumba su espíritu ante la materia volátil de la envoltura de carbono humana.
Los entes de ficción se prolongan más allá de sus creadores.
Transcurrieron años antes de ser buzo lector de El hombre que ríe, pues, a pesar de tenerlo a la mano, no estaba dispuesto mentalmente para sumergirme en él, esto porque me había quedado como el principio y el fin de la narrativa de Víctor Hugo, con el material leído hasta entonces, y creí haber agotado mi entendimiento con él. Concluí la novela histórica y llena de erudición arquitectónica Nuestra Señora de París, y realicé la maratónica inmersión en su novela monstruo y más mentada, Los miserables –obra de largo aliento, con el toque ensayístico existencial que imprime el autor en sus ficciones, aquí incluye episodios fascinantes de la derrota definitiva de las huestes de Napoleón, entrampados en los campos cenagosos de Waterloo y, por añadidura, cometiendo desastrosa retirada –. Cursando la Quinta Parte, y los capítulos finales de Los miserables, me hallaba exhausto por el dilatado sufrimiento de Jean Valjean, no había tregua en sus amarguras cotidianas, ni cuando las circunstancias trabajaban para que repose y se entregue al modo contemplativo, si otros no lo atormentaban el mismo se infringía riguroso dolor al grado de convencerme que padecía de masoquismo terminal, ¡no se perdonaba a sí mismo!; ¿de qué tenía que perdonarse el altruista extremo Jean Valjean?
Me congratulo por haber leído El hombre que ríe, es la obra que propició en mí indeleble nexo con Víctor Hugo. El romántico autor se estrenó en su penúltima novela con personajes que pudieran ser parte de la más selecta ciencia ficción filosófica, como lo es Guynplaine, apodado el Hombre que ríe. Oscuros individuos provenientes de España, Bélgica y Francia, a finales del siglo XVII, dirigían una banda comprachicos en la Gran Bretaña, conectados con cirujanos que poseían siniestra tecnología para transformar la faz de un bebé y desgonzando sus tiernos huesos transformarlo en saltimbanqui y contorsionista además de monstruo contra natura. El propósito de los comprachicos era que la víctima no sea reconocida -ni se reconozca a sí misma- por su fenotipo original nunca jamás, y darle un oficio vendiéndolo al errante mundillo circense. Esto condujo, por añadidura, a que los comprachicos sean contratados para ser ejecutores de crueles venganzas entre nobles de la monarquía inglesa de entonces, incluido el rey Jacobo II, que es el autor intelectual de una de esas revanchas cortesanas, en concreto de la que surge el fenómeno del Hombre que ríe.
El único genio perverso que poseía el conocimiento para crear al sujeto de la risa indeleble, era un cirujano flamenco de Flandes, y ejecutó su maligna técnica en la criatura raptada, de dos años de edad, que llegó a sus manos para que sea presa de la operación denominada “bucca fissa”, la cual jamás no se volvió a repetir en otro ser humano. Así esculpió, en el bebé Guynplaine, una risa perpetua –no cualquier risa sino una demencial, similar a la del Guasón de la filmografía de ciudad Gótica–. En el rostro de Guynplaine, se fijó la risa de una enorme boca abierta de oreja a oreja, mostrando a tope saludable y fuerte dentadura; su boca estaba impedida de volver a su rostro normal, no había un acto reflejo, automático e inconsciente para que pare su muda mueca. El hombre que ríe, no podía reprimir la máscara que en principio provocaba carcajadas ruidosas en los que lo observaban de cerca, cuales pasaban a mostrar su repulsión al caer en cuenta que el saltimbanqui no controlaba a su careta por sí mismo. A costa de indecible dolor punzante y concentrándose en la acción de borrar su risa, Guynplaine, conseguía que por segundos desapareciese la mueca, siendo un sacrificio inútil puesto que su rostro convulsionado por la rigidez que traía el esfuerzo, se tornaba feroz y sin que desaparezca ápice de lo teratólócico en él.
En esta obra encomiable del erudito Víctor Hugo, no faltan tramos de ensayo histórico anovelado, resaltan las comparaciones que hace de su época ya remontando el cuarto final del siglo XIX, con la época de la acción del Hombre que ríe, que vienen a estar separadas por cerca de doscientos años. Es suficiente para entender que el Reino Unido de la novela estaba dominado por los señoríos, por los Lores, que dictaban el presente y porvenir de un imperio naciente que ascendió imparable ante los siglos que dieron testimonio de su inclemente reinado. Y como todo imperio humano decayó, la Segunda Guerra mundial fue el factor que apostó fuerte en su decadencia porque dio paso al nuevo imperio occidental hegemónico de nuestros días, al otro lado del charco. Ubicándose en esos tiempos de señoríos pujantes, donde el joven Guynplaine afirmaba que el infierno de los desposeídos sostenía el paraíso de los Lores (suena a actualidad siglo XXI, con otros nombres que globalizan la rapiña Homo sapiens), esto antes de que cual mazazo tan embriagante como corrosivo, le cayó el hecho de que él mismo era un Lord de la cúspide de la nobleza del Reino Unido. Y que fue objetó de la venganza del rey Jacobo II, contra su padre subversivo, republicano. Este acontecimiento llamado a darle poder y gloria con el señorío donde era dueño de palacios, tierras, rentas fijas, y el dominio sobre ochenta mil súbditos de los cuales disponer en las aldeas de su heredad, no le duró ni un día, pues, al cabo le trajo desdicha total, entropía máxima. Guynplaine, relacionó que siendo saltimbanqui y parte del elenco artístico del teatro ambulante de Ursus, había sido moderadamente feliz merced al amor platónico de Dea que, en él, veía a un ángel.
por Juan Arias Bermeo | Abr 26, 2019 | Mini Ensayo
Sueños y discursos de verdades descubridoras de abusos, vicios y engaños en todos los oficios y estados del mundo
Francisco de Quevedo
El sueño del juicio final, El alguacil endemoniado, El sueño del infierno, El mundo por dentro, El sueño de la muerte, sumaron después de algunos años de haber sido publicados el postrero Infierno emendado o Discurso de todos los diablos, que cierra la saga infernal quevediana con humor arcoíris, sátira potente y refinada, prosa candente e indeleble. Cada sueño tiene un prólogo que es dirigido al lector como arte y parte de la sátira de marras, verbigracia: “Al ilustre y deseoso lector”; “Al pío lector”; “Al endemoniado e infernal lector”; “Al lector, como Dios me lo depare, cándido o purpúreo, pío o cruel, benigno o sin sarna”; “A quien leyere”; “Delantal del libro, y sea prólogo o proemio quien quisiere”.
El visitante onírico del infierno, que es el mismísimo D. Francisco de Quevedo –lo imagino calzando y vistiendo de caballero de Santiago–, es impelido a escuchar a los demonios con atención a su paso por las distintas zahúrdas plagadas de condenados y, al cabo, encuentra discreción y sabiduría en las razones que dan sobre los alojados y los castigos que les infligen acorde a sus distintas categorías. ¡Vaya lidia!, la de los diablos custodios de las masas incesantes que arriban hasta volando a los hacinados corrales del averno; las multitudes vienen por la avenida ancha, rectilínea, sin obstáculos y bien provista de placeres mundanos que conduce al portal paradójicamente estrecho y de una vía no retornable que –a mi manera de leer– tiene dos letreros, el primero dice: “Estimado gobernante, político, cortesano, juez, boticario, doctor o linda ponzoña graduada, mercader, alquimista, astrólogo, sastre, librero, y etcétera de oficios incluidos, y que los siglos venideros te etiquetarán con diverso nombre… estás donde en vida pediste ávidamente estar”; el segundo dice con letras grandotas: “Abstenerse de bajar los espantosos sujetos que traen la consigna de ganarse el favor de Lucifer, esto con el ánimo descarado de expulsar a los sufridos y auténticos Diablos. Ejemplo, los malos alguaciles que no son víctimas de los diablos sino que nos encierran a nosotros en ellos”. Esto último porque montón de allegados al infierno en vida habían sido más endemoniados que los propios diablos valiéndose de oficios, profesiones y/o cargos políticos que a la fecha persisten en nuevas formas y colores generadas por entes para la esclavitud mental y física de masas como la corporatocracia, bancocracia, despotismo burocrático.
Tenemos dos sueños y discursos en los que D. Francisco de Quevedo no desciende directamente a las zahúrdas del infierno, y son El mundo por dentro y El sueño de la muerte. Siendo estos dos episodios un caldo onírico de potentes ingredientes filosóficos. El mundo por dentro, no requiere que se aleje el protagonista de su cotidianidad, basta con que Desengaño lo conduzca a la Plaza Mayor para que constate que Hipocresía es la suerte que domina el quehacer humano en el mundo del deseo por las cosas y posesiones. El sueño de la muerte, aquí se le viene a Quevedo la mujer que lo pilló desnudo en su lecho, y que “No me espantó; suspendióme, y no sin risa, porque bien mirado era (como vulgarmente se dice) figura donosa […]”. Al saber de quién se trataba, el pensó había llegado su hora de irse al más allá o más acá, pero ella lo tranquilizó diciéndole que era tiempo de que un vivo visite –con pasaje de retorno asegurado– a los muertos cuando de corrido tantos muertos visitan a los vivos, añadiendo que lo acompañe tal cual estaba reposando en su lecho ya que a su lugar nadie iba vestido. Al ser interrogada del porqué no venía en calavera y huesos y con la guadaña entre manos, respondió que ella no posee cráneo ni huesos y que lo que le endilgan pertenece a los muertos cual restos de los vivos.
Se vive de cara a la muerte, porque uno es el futuro muerto total, y esto es debido a que empiezo a morir desde que nací al mundo, y la vida-muerte es mi estancia natural en el tiempo-espacio o lapso terrenal. No es que expiro de una sino que acabaré de morir viviendo cuando venga el último suspiro, por decirlo así. Siglos después de Quevedo, Heidegger -el filósofo de Ser y Tiempo-, nos escribe que una vida auténtica se hace de cara a la muerte, pues, de todas las posibilidades que baraja el ser humano es la única imposible de ser evitada. A la vida fui arrojado para trascender desde los primeros chirlazos que me propinaron los doctores; sin embargo, apenas uno profirió el alarido de horror para dar cuenca que cayó en el mundo ya se es lo suficientemente viejo para morir. Escuchemos a la muerte del sueño quevediano: “Si esto entendiérades así, cada uno de vosotros estuviera mirando en sí su muerte cada día y la ajena en el otro; y viérades que todas vuestra casas están llenas de ella, y que en vuestro lugar hay tantas muertes como personas; y no la estuviérades aguardando, sino acompañándola y disponiéndola […]”.
Mientras que la trocha al cielo era un acenso extenuante por el filo rocoso y selvático de una montaña que metía miedo, que tenía a su favor a arrojados ascensionistas dispuestos a padecer con tal de hacer cumbre. Las trabas de la senda al cielo es lo que confundió en inicio al protagonista de Los sueños, que se convenció de que tan peligrosa vía era la del infierno. A la verdad, el viajero sí advirtió su error conforme avanzaba en la ancha carretera que ofrecía a los peregrinos placeres dignos de su carnalidad mundana, ese era el señuelo de Lucifer para que las masas de condenados no escapen de su destino infernal. Aunque había atajos para cambiar de vía de lado y lado, los pocos se atrevían a dejar su comodidad andante por el álgido sendero al cielo. En todo caso, sin ese providencial error nos hubiésemos quedado sin discursos diabólicos y a cambio tendríamos un monólogo medio venenoso de D. Francisco de Quevedo de visita en el cielo, éste ya había advertido que de La Divina Comedia, el condumio que atrae a la inmensa mayoría de lectores es el Dante dando cuenta de los círculos del infierno y que reducidos son los lectores que se interesan por la ascensión dantesca al cielo. Al cabo, llegándose al ridículo -por estrecho- portal de acceso al infierno, quiso devolverse por donde vino pero fue cordialmente solicitado a que ingrese a él en calidad de cronista con boleto de regreso, bajo palabra de ser enviado a su hogar apenas concluya su trabajo de andar y ver. Esa fue la palabra de honor del dictador absoluto de las pailas del averno.
Sueños y discursos, joya barroca y de la prosa castellana del siglo XVII, fruto ingenioso del afán satírico de D. Francisco Gómez de Quevedo y Santibáñez Villegas, nacido en cuna cortesana (Gómez de Quevedo, fueron sus apellidos paternos; Santibáñez Villegas, fueron sus apellidos maternos). Acá es menester aplicarse en la lectura lenta así como a fuego comedido los diablos se chamuscan y se cuecen los discursos infernales que, según el autor, eran magma hirviente cuando parte de ellos fueron plasmados antes de cumplir los treinta años. Los primeros sueños y discursos, fueron suavizados en la madurez por cortesía hacia sus lectores -¿cómo serían?, dinamita pura, imagino yo-, y para de cierta manera contrarrestar la censura de los inquisidores del Santo Oficio de la época, que no cejaban en la intención de hacerlo presa de sus fauces oscurantistas.
Quevedo, tuvo enemigos que escribieron convincentes libelos desacreditándolo (así como él también los levantó por cuenta propia o por encargo de los mecenas que lo cobijaban). Quizás el libelo más contundente que le infirieron fue el que titulaba: El tribunal de la justa venganza, erigido contra los escritos de Francisco de Quevedo, maestro de errores, doctor en desvergüenzas, licenciado en bufonerías, bachiller en suciedades, catedrático de vicios y protodiablo entre los hombres […]. Se presume que aún contando con el favor del rey Felipe IV, uno más libelos supieron hacerle daño y provocar que sea encerrado más de tres años en el frío convento de San Marcos, en León, cerca ya de su fallecimiento.
Quevedo vivió décadas desterrado en recóndito municipio de Castilla – La Mancha, donde mucha de su versátil obra fue creada, incluidos Los sueños y discursos, gracias a la mansión solariega que adquirió su madre para que tenga como tuvo un refugio a las fatigas cortesanas y disputas públicas, entre los olmos y la paz bucólica que acariciaban su silencio. Por entonces ya fue la luz del caserío que habitó en los destierros de la corte madrileña, y que hoy día es la urbe patrimonio cultural y museo del genio quevediano. El espíritu del poeta se quedó para dar título al municipio y ayuntamiento de la actualidad: Torre de Juan Abad, Señorío de Quevedo.
por Juan Arias Bermeo | Mar 21, 2019 | Mini Ensayo
“Un árbol que ha recibido lentamente la virtud misteriosa de los siglos, junto con la recóndita substancia de la tierra, es objeto que infunde respeto y amor casi religioso. Hay quienes destruyen en un instante la obra de doscientos años por aprovecharse de la mezquina circunferencia que un árbol inutiliza con su sombra: para la codicia nada es sagrado: si el ave Fénix cayera en sus manos, se la comiera o vendiera. Cosa que no produzca, no quiere el especulador: para el alma ruin, la belleza es una quimera”.
Juan Montalvo, autor de Capítulos que se le olvidaron a Cervantes – Ensayo de imitación de una obra inimitable, nos lega en el capítulo XVI pequeña joya escondida de la literatura universal, que vino a ser la casi aventura de D. Quijote. Montalvo, con su única y póstuma novela, no pretendió rivalizar ni competir con el Quijote cervantino –jamás habrá otro como él-, dejando en claro desde el subtitulo el respeto y reverencia que profesaba al irrepetible caballero manchego. El afán de sus letras es rendir sentido homenaje al buque insignia de la lengua española, a la par que aprovechó para que D. Quijote no sea vencido por ningún bachiller prosaico y, por inercia, se negó a que haga testamento con cordura inapetente, se negó a que muera sobrio como una tumba. Montalvo lo quiso haciendo su cuarta e interminable salida por los magníficos paisajes del Ecuador. Acá, lo tenemos a D. Quijote cabalgando al infinito, y más allá aún, menos andariego que reflexivo, irascible cual dinamita, incansable emitiendo los dicterios que encantaron a don Miguel de Unamuno.
El capítulo XVI asombra porque en él, D. Quijote, no resuelve entuertos entre seres humanos desavenidos, no espanta a malandrines, tampoco acomete endriagos y vestiglos, hasta Sancho está de vacaciones. Sorprende por la época, finales del siglo XIX, que asome D. Quijote defendiendo pequeño bosque ante un ramplón de los de su tiempo, el criminal de turno de lo prístino que a cuenta de ser propietario derriba árboles porque le son inútiles. Así el Estado desarrollista actual, cuando hay que monetizar el subsuelo de la amazonía en aras de aumentar el rendimiento-país (la esclavitud-país, la cleptocracia-país, el endeudamiento-país), clama ser dueño absoluto del territorio que guarda el mentado oro negro, reivindica que debe explotarlo ahora más que nunca porque no vaya a ser que mañana pierda su valor devastador merced al advenimiento incontenible de energía limpia, renovable, y a la larga apenas costosa en relación a la energía sucia. El positivismo para la destrucción es insaciable, irracional, no soporta la idea de tener bajo tierra el petróleo que, cual maldición, no fue ni es el oro negro que ahuyente la miseria-país sino que fue y es la peste negra que arruina a las masas cándidas en tanto engorda a la cleptocracia patriota. (Cleptocracia patriota: uno por ciento de la población de un Estado que hace patria declarando “recurso natural” a todo lo que enriquece a ese uno por ciento mientras a las masas imberbes les remiten cuentos chinos).
Estaba D. Quijote reposando de sus fatigas al descampado, tumbado a la sombra fresca y cantarina de venerable ciprés, cuando escuchó el ruido macabro del deforestador. El caballero, encontrando al dueño del bosquecillo, le reclama sin aspavientos por el atropello al espíritu del ciprés añejo, y por extensión a la paz que trae al caminante el contemplar envuelto con sus aromas y trinos centenarios. Es aquí cuando oímos el magro discernimiento del talador, su mundana excusa para tumbar árboles, la que desde entonces ha pululado monstruosamente en nuestra pequeña república y en el orbe entero. ¡Cuán semejante es la manera de obrar de los modernizadores de la naturaleza de estos días, allende su clase social y tendencia política! Allende su educación, ¿cuál educación?, ¿cuál adoctrinamiento?… Doce, diecisiete años, y más todavía, gastando miles de horas encerrados en Centros de Estudios Borreguiles, que van de apellido humilde a rancio pedigrí, que van de instalaciones de medio pelo a fastuosas, pero que tienen algo en común: no enseñan a vivir conforme al gran libro de la naturaleza. Los sujetos del rendimiento incesante de hoy aúllan al unísono con el ramplón del siglo XIX: “Los derribo porque nada producen y ocupan ociosamente la heredad. Éstos y los demás, todos los echo abajo…”.
D. Quijote, intenta convencer al dueño del bosquecillo de que no cometa tal acto abominable en nombre de la utilidad, aun se ofrece a pagar de su peculio por la vida de los cipreses. Mas el agricultor aduce que no está en sus planes vender su campo sino cultivarlo a tope, y que esos árboles no pliegan a su propósito de hacer producir a la tierra hasta la última consecuencia. “Cortados no valen nada, replicó el caballero; vivos y hermosos como están, valen más que las pirámides de Egipto…”. Y de nuevo pidió por la vida de los cipreses en aras de preservar la música y la alegría poética que brindan los hijos de la madre Tierra, pues, teniendo tanto espacio para sembrar bien y variado, no había que hacerlo en pro de la acumulación insensata que es la última consecuencia del explotador enceguecido. Pero la discreción y sabiduría de D. Quijote cae en piel insensible, el zoquete no sabe de sombras celestiales, para el dueño del bosque todo el espacio terrenal ha de reducirse a la siembra de lechugas y coles, y con socarronería invita al caballero a servirse de esas verduras cuando llegue la hora de la cosecha.
D. Quijote, perdiendo la poca paciencia que hace gala en el país andino, conmina al palurdo a ceder en su acción destructora. El dueño lo manda a paseo y provoca la ira del caballero que apenas con el ademán de arremeter lanza en ristre, a lomo de Rocinante ecuatorial, hace que el otro se eche atrás, panza arriba, pidiendo clemencia a gritos y prometiendo no talar la arbolada, y ofreciéndose a curar de inmediato las heridas de los dos ciprés magullados por el hacha.
Promediando la parte álgida de esta “casi aventura que casi tuvo D. Quijote…”, se allega de no se sabe dónde el carruaje del obispo que, avisado por los alaridos de socorro, pide a D. Quijote le participe la razón de la disputa y así dar su veredicto con la autoridad que lo sustenta en esos pagos. D. Quijote, pone al tanto de lo sucedido a su Reverendísima, que admirado por el entendimiento del caballero, lo toma por el filósofo que realmente es, y que si pasa por loco entonces que sea un loco divino. Su Reverendísima se une a la causa de D. Quijote y procede a dar un sermón de ecuanimidad al agresor del bosque, quien se persigna con hipocresía y queda como arrepentido de su ambición demoledora. Pero, no hay manera de engañarse con los ramplones de todos los tiempos, apenas ida la amenaza de castigo corporal, y solventado el peligro de la condenación del alma, se diluirá la gracia del bosque y retornará la gana irrefrenable de monetizar el suelo a trochemoche.
A la verdad, el dicho de que el hombre es lobo del hombre, viene a ser una metáfora apócrifa puesto que el comportamiento del lobo nada tiene que ver con la realidad del antropófago. El individuo depredador de nuestra especie, tanto como el Estado depredador que es su reflejo, degüella árboles porque trae dentro de sí gen indeleble, llámese: exterminio. No es el demonio extraterrestre de ciencia ficción quien porta el mensaje -no negociable- de “exterminio” al planeta Tierra, no es algo así como un apocalipsis zombi el que pondrá fin al Antropoceno, es el Homo sapiens quien destruye el futuro al perder su jardín-hogar.
por Juan Arias Bermeo | Mar 3, 2019 | Mini Ensayo
Hay libros con un barniz infantil que son para bucear en ellos bastante después de haber superado la niñez, como El Principito, de Antoine de Saint Exupery. El autor del Principito, desde la dedicatoria, deja en claro que el libro va dedicado al niño que aún reside en el corazón del adulto de cualquier edad, o sea, va dirigido al joven de por vida, el que no ha perdido su capacidad de asombro, de admirar y alimentarse de lo sencillo que es en sí lo complejo. El Principito, en su asteroide B 612, amaba a la flor vanidosa que cuidaba junto a una oveja y a tres diminutos volcanes, dos en actividad y uno apagado al que también deshollinaba, por si acaso despierte de repente y no lo vaya a sorprender con una erupción plínica.
El Principito abandonó temporalmente a sus compañeros planetarios por el prurito de observar qué había fuera, tal vez lo suyo era caduco y no valía la pena tanta devoción por los ralos habitantes del asteroide B 612. Así viajó en el espacio visitando otras esferas donde la gente se hallaba desquiciada por sus afanes acumulativos de materia y poder. Sus aventuras no fueron a saco roto, moverse hacia otros mundos fue aleccionador, estar lejos de su hábitat lo hizo verse a fondo a sí mismo, y entender que sus rituales en casa constituían su verdadero tesoro.
El escritor ecuatoriano, Juan Montalvo, decía que hay hombres que son privilegiados con una segunda y hasta tercera juventud. El aviador Antoine no llegó a la tercera, desapareció bendito en los cielos cursando la segunda. Y su espíritu sigue vigente en el tiempo-espacio de su creación, donde El Principito nos comparte la sencilla existencia del complejo vividor, del que hay que imbuirse sin que el educando sea oprimido por lecturas que sólo responden a obligaciones escolares, para que después engrose la masa de adultos estacionados en la decadencia. Paradójicamente, la inmensa mayoría de estudiantes que se les ha dictado la lectura porque sí, cual deber ineludible a corto plazo, pasando a su devenir adulto no se dan tiempo para evolucionar con lecturas exigentes, su pensamiento reflexivo fue destruido temprano por el cálculo de qué posesiones voy a ser capaz de adquirir mañana y no ambicionan nada que los haga ser revolucionarios de su propia existencia. En estos días de desprecio a los valores de la Pachamama, Gaia o Gea, apenas cesa la obligación de nutrir la mente filosofando vía embudo, no por cuenta propia, con el fin de rendir exámenes de “cultura general”, las masas se ocupan de la mañana a la noche en hacer realidad sus sueños de esclavos sirviendo ciegamente a la bulimia del bípedo depredador encaramado en su máxima expresión: bancocracia, corpocracia, cleptocracia, despotismo burocrático, neoliberalismo recalcitrante.
Cervantes, manco tras la batalla de Lepanto que el Quijote la calificó como la más célebre de la era humana, ya nos advirtió que para entrar en sus ficciones había que estar predispuesto al recogimiento y el activo reposo. Desocupado lector…, así empieza el prólogo de Don Miguel a su obra indeleble que la concluyó con un pie en la tumba. Don Quijote, y El Principito, nos enseñan que cuando se trata de ir a por aventuras bien surtidas de portentos, de mito y magia, de vestiglos y endriagos, hay que hacerle el quite a la lógica del absurdo del monetizador.
El mensaje del Principito no llega a los individuos amarrados a las cosas que apenas entretienen y han banalizado su existencia, volviéndose tan automáticos como los útiles que adoran y para los que trabajan hasta la amnesia de la espiritualidad inmanente al ser humano, convirtiéndose en celadores de la cadena perpetua que el libre mercado ha dictado contra ellos, colgados de por vida en los percheros de los templos del consumismo. Monetizar la cotidianidad garantiza la excelencia para la explotación de los recursos terrenales, y todo es legal con tal de que sostenga el desquiciado objetivo de dejar en soletas al otrora «jardín de las delicias», la consigna para monetizar la Naturaleza es sugerida desde el vientre materno, y continúa por décadas en los centros de adoctrinamiento borreguil. Destruir al niño que cuida de su flor y deshollina sus volcanes, es la meta de una sociedad de enjambre que no forja humanos reflexivos sino enfermos incurables que no saben vivir ni morir con dignidad.
Aunque no hay manera de escapar cabalmente del constante bombardeo de los mensajes subliminales para no-vivir, de la propaganda enajenante para no-renacer, la resiliencia de los pocos persiste y vienen a ser los que al cabo de un largo desasimiento se gradúan de Desocupados lectores, y éstos se dan modos para reivindicar al Principito preocupado porque la oveja se puede comer a su flor. La tarea del Principito es la de rescatar al niño que lleva adentro el adulto y sacudirlo de su fantasía maquinista, redimirlo con las pequeñas felicidades que brinda lo original, las únicas que el hombre concreto tiene a mano con sus sentidos, la mente y el corazón puestos en las parcelas verdes, en los humedales y bosques secos que ha preservado a su rededor.
La Sirenita, de Christian Andersen, es un cuento dorado con pincel infantil que encierra aberraciones masoquistas. La donosa Sirenita vende su alma a horripilante bruja oceánica para tener las dos piernas de la bípeda humana y así enamorar y ser amada por el príncipe de sus delirios, al que en noche aciaga lo liberó de morir en alta mar luego del naufragio del barco que sucumbió ante la tempestad. Fue un pésimo negocio para la Sirenita caprichosa, el precio que pagó a la maga no compensó el castigo que se auto infringía, pues, transformar cada vez su larga cola de pez en sensuales piernas de mujer prieta, era ganarse el calvario con la bipedalización. Perdió la hipnótica voz de las sirenas y, moverse hacia el objeto de su deseo, el hombre anhelado, le provocaba dolor atroz, sentía como si le hundieran agujas en los píes. Sumándose al espantoso tormento físico de la Sirenita perdida por su deseo contra natura, el asediado galán nunca le correspondió como ella esperaba, él no reconoció a su salvadora en aguas pelágicas, sólo tenía memoria de ser quien la recogió devuelta por el océano, en una sábana de sargazos, y desde entonces la amparó con el cariño fraternal y solidario de un ex náufrago hacia la náufraga que pasó a ser parte de su familia cual huérfana. Mientras que la Sirenita, que hasta danzaba para su amado, apenas usaba las piernas sufría el tormento de cuchillos atravesando su piel, y se tragaba el dolor disimilando la tortura con cierta sonrisa medio venenosa.
El derroche de amor masoquista de la Sirenita se fue al garete. A las agujas pinchando su delicada carne, se añadió la herida involuntaria que le propinó el príncipe, quien pronto contrajo matrimonio con la doncella propia para ello, la que lo descubrió inconsciente en la playa y él perennizó en su memoria como su ángel guardián.
La Sirenita no consiguió más que infiernos por su insano propósito de ser humana, la sentencia de convertirse en espuma de mar que pendía sobre ella por no lograr su propósito de llevar a su amor al tálamo nupcial, vino a ser la liberación de sus tormentos. No terminó comiendo perdices con su príncipe elegido, mas su deseo de inmortalidad se ha cumplido hasta la fecha. Está viviendo en los que hicimos seguimiento de su historia posterior, ¡oh, fatal Sirenita! Si el príncipe hubiese sido tu amor platónico te habrías ahorrado mutaciones y cuchilladas, en la esfera platónica no se requiere el concurso carnal del ser anhelado, te bastaba estar contigo misma para montar la fábrica de mieles y temores de un amor imprescriptible.
La Sirenita, más allá de su actualidad como cuento infantil, se ha ganado -en mi caso- especial atención por la mención que hace de ella Thomas Mann, en su obra ceñera, Doktor Faustus. Si no hubiese sido por la lectura del Doktor Faustus, nunca me hubiera conmovido con el sufrimiento de la Sirenita de Andersen, habría permanecido como una fábula más de la niñez. Thomas Mann toma prestada a la Sirenita de Andersen para que Lucifer se la ofrezca, como parte de su paquete tentador, al talentoso y joven músico Adrián (personaje inspirado en un episodio de la pubertad del filósofo de las altitudes aquilinas, el poeta del martillo y la dinamita: F. Nietzsche).
En la trama del Doktor Faustus, la Sirenita de Andersen, pasó a conceder sus favores al músico Adrián cual, insensible al dolor de su presa, la usó durante los veinticuatro años que duró el pacto con el Tentador. El músico que se encaramó en las más altas torres sinfónicas, como el poseso genial que las alcanza, en un acto de contrición pública, al final de la novela, reconoce que si bien le agradaba la Sirenita en su forma natural de pescado, holgaba a plenitud de su cuerpo cuando con sus piernas de mujer se retorcía del dolor en el lecho abrasante. Y lo insólito, Adrián procreó con ella al vástago de abrumadora belleza integral, un querubín, cosa que produjo la temprana desaparición de la criatura porque le inspiraba al frío músico verdadera veneración, y ese tipo de amor le está vedado al que es cautivo de sus demonios.
por Juan Arias Bermeo | Jul 5, 2018 | Mini Ensayo
Sabato, anarquista existencialista, anarquista cristiano (otra variante de la versátil modalidad del anarquismo), resistió a la aplanadora del nihilismo consumista, no fue buzo del desperdicio a granel que en vez de ser sucedáneo del paraíso es la paila donde la acumulación genera mendicidad. Ha manifestado que lo razonable sería existir dos mil años para saciarse de salud y cantarle a la Parca más alto que en Utopía. Tenemos a lo mucho cien años para acogernos al fin voluntariamente, o sea sin resquemor a eso que denominamos “muerte” y que en realidad viene a ser la comprobación, el sello irrefutable, de haber sido humanos. Don Ernesto fue un vividor reivindicando el término como lo que es en su primera acepción y no en el sentido prosaico que se le da a tan encomiable palabra. En Utopía, el ciudadano que había malvivido y fallecía entre alaridos de angustia por dejar este mundo más miserable que nunca, era objeto de compasión y sollozos por parte de sus familiares y conocidos, pero a los vividores se los despedía con suma alegría, entre cantos y loas.
Soy sabatiano desde que despegué con la potente trilogía novelística de don Ernesto, el caballero de Santos Lugares quien, habiendo sido eminente físico, doctor en matemáticas puras, temprano renunció a los laureles del desastre racionalista tecnolátrico que en sí constituye el positivismo irracional, no se resignó a ser engranaje de la maquinaria destructora del Antropoceno.
Regio sería que le preguntemos en son de chanza a alguien llamado Lucho que, recién cumplidos novecientos noventa y ocho años de vida, nos participa que está saludable porque no es oficinista, no acude a un centro de altos estudios borreguiles, no atiende talleres de yoga para alquilar paz desechable, no es pasto de loqueros a los que ha dado vacaciones perpetuas, ni se casa ni hace plata… “¿Dime, Luchito, ya has pensado en asentar cabeza, qué vas a hacer de tu bulto en los próximos mil años?”. Si fuera así, de vivir dos mil años, don Ernesto, no dejaría de echar a la hoguera gran parte de sus escritos, quemaría lo necesario para desembocar en la trilogía sabatiana, entregándonos a razón de una novela cada quinientos años, y los últimos cincuenta lustros habría de dedicarlos a dialogar con la Parca, en Santos Lugares.
La veintena es propicia para engancharse con El Túnel, así me sucedió a mí ayer y les sigue pasando hoy a jóvenes del orbe entero que se inician en la literatura del francotirador que inyecta cruda realidad, la verdad de las mentiras de ficción, esa que sirve para despertar en el momento justo, cuando el voraz monstruo del entretenimiento de masas nos quiere reventar por inacción, y la fantasía virtual se agolpa ofreciéndose impúdica en las calles y supermercados porque así lo ha ordenado el dios que pasma al homínido apenas pensante. El Túnel es un golpe fino en los maseteros del lector juvenil, un remezón que adoctrina a tiempo el caletre. Juan Pablo, el pintor que acaba siendo un instrumento de las potencias oscuras para consumar una venganza contra Allende, asesinando a María Iribarne (así lo revela Fernando Vidal Olmos, en Sobre Héroes y Tumbas, y por ello es que un Allende iracundo le grita a Castel: ¡insensato!). Juan Pablo Castel devela la otra cara de la belleza teledirigida, la paranoia. En mí habita el lado tenebroso, no está adormecido por los edulcorantes que ingerimos para atenuar el ruido y el hedor de la esclavitud posmoderna, que ha lanzado al ser humano a la crisis más palpable de su estancia terrenal, cuando se juega su prolongación en cuanto especie. La humanidad es por antonomasia el depredador de su propio futuro y, el planeta, Gaia, ya no la tolera más. Leer El Túnel, es tomar conciencia del mito y la magia que cargamos adentro, de que no hay que pretender sepultar lo atávico a base de orgasmos racionalistas porque a la postre Las Furias retornarán con poder aniquilador inusitado.
El Túnel es el aperitivo psicológico que me preparó para deglutir los platos fuertes de Sobre Héroes y Tumbas, la treintena me parece una mesa apropiada donde sentarse a servirse de la variedad que brinda Sabato, suculencia que no empacha. Para leer a Sabato hay que desatenderse de lo útil, no en vano Cervantes Saavedra empieza el prólogo del Quijote con estas dos palabras, Desocupado lector. No hay manera de meterse en una gran obra sino es imaginando ser partícipe de ella, así lo exige Sobre Héroes y Tumbas, ahí compartí la luz y tiniebla que despiden esas extensiones de la personalidad de Sabato que son sus personajes. Más allá del terror cósmico que desata Informe Sobre Ciegos, hay espacio para el humor refinado y penetrante del maestro. Bruno paseando acompañado de Martín ve y alcanza a Borges que está ensimismado por la calle Perú, lo aborda presentando a Martín como amigo de Alejandra Vidal Olmos; Borges, estrechando la mano del joven que lo admira en silencio, atina a decir, “caramba, caramba… Alejandra… pero muy bien”; luego Bruno le inquiere acerca del duro oficio, cómo va la cosa con la pluma, Borges replica borgeanamente: “Caramba… y bueno…, tratando de escribir alguna página que sea algo más que un borrador ¿eh, eh?…”.
Alejandra, dragona-princesa que no logra redimirse en la bondad que fluye de Martín. Siguiendo a Martín me hechizó la terrible belleza de la muchacha que a los dieciocho años ya tiene un alma antiquísima, lista para inmolarse con su siniestro padre, Fernando Vidal Olmos, para que los dioses del incesto y el suicidio, de la melancolía y el crimen, no hagan más presa de ella. Barro de cloaca es la madre de Martín, no obstante alumbró a un ser humano que de estar al borde de la autoeliminación pasó a irradiar futuro en la estrellada noche de la pampa argentina. Martín encarna la superación de los gigantescos manicomios que son las nuevas babilonias de la postmodernidad, y vive la esperanza esclarecedora de la pampa tras haber sido sujeto de la oscuridad del túnel.
Alejandra Vidal Olmos
Dragona cuando devora hombres en el clímax orgiástico,
princesa ante los lánguidos ojos del adolescente enamorado.
Fuego de añosa juventud, temprano se tragó al mundo;
romántica guardián de la heroica familia decadente,
sepulturera de su rancia aristocracia en las ruinas urbanas.
Natural heredera de la furia subterránea de Erinia,
encarnando una divinidad de la noche esperpéntica;
belleza terrible que surge como el magma tectónico
y arrasa con la pureza del muchacho que adora a Ceres.
Jamás se somete al tenor de la normalidad del ámbito solar;
mientras más la refunden en la torre de la lógica del absurdo,
se desencadena y, con renovada ira salvaje,
reina en las sombras,
acometiendo con su poder tenebroso contra la falsa luminosidad.
[JAB]
La heroica retirada que hizo hacia Bolivia el zarrapastroso centenar de guerreros que sobrevivió de la gloriosa “Legión de Lavalle”, huyendo con los huesos, el corazón y la cabeza del general niño, del Cid de los ojos azules, y así no permitir que Oribe veje su memoria colgando su testa en una pica de la plaza de la Victoria, es la página más poética y por ende bella que he leído de un episodio bélico americano. Si la historia se narrara con esa fuerza terrenal, divina y demoníaca, que le imprime Sabato a Sobre Héroes y Tumbas, haría que nuestros próceres salgan del limbo y nunca se exhiban en bronces donde execran noctívagos, éstos serían caballeros andantes en el imaginario popular y no lenguaje exánime, ese que usa en su discurso el mitómano disfrazándose de político. Los prohombres vivirían de verdad en nuestros corazones, no serían pasto de celebraciones mediáticas y aquelarres virtuales.
La trilogía va creciendo en aristas e infiernillos, en altitud y perspectiva, conforme se avanza en ella y, Abaddón el exterminador, constituye la cima/sima final, el súmmum de la integral sabatiana, aquí la acción es versátil, fragmentada, es la novela total del Antropoceno (nuestra era geológica meteorito). Abaddón el exterminador, es ficción filosófica, ensayo, autobiografía y sobre todo es la literatura de la literatura de don Ernesto. Es de rigor leer primero El Túnel y luego sumergirse a lo ancho y largo de las cavernas gatoserpentosas y campos de batalla de Sobre Héroes y Tumbas. El doctor Sabato es personaje fascinante en Abaddón el exterminador, allí es asediado por las criaturas de sus ficciones. El contemplativo Bruno, merced a su amor ideal por Georgina Olmos -madre de Alejandra- es la memoria de los hechos acaecidos en la destartalada mansión de Barracas y de lo que sucede después en los sesenta y setenta del siglo pasado. Bruno, que conoció la tragedia de los distintos adolescentes sabatianos, posee material precioso para levantar su propia obra y dejar de ser por fin el escritor que no escribe, pero la abulia y el peso del mundo lo reprimen sin remedio. Bruno hace tres viajes azas separados en el tiempo a su pueblo natal Capitán Olmos, y en la postrera visita se topa con la lápida de su alter ego.
Ernesto Sabato/ quiso ser enterrado en esta tierra/ con una sola palabra en su tumba/ PAZ
[Abaddón el exterminador]
El doctor Sabato como personaje de Abaddón el exterminador, es medular. Lo encontramos atendiendo nutrido correo, y de su actividad epistolar surge el fragmento titulado “Querido y remoto muchacho”. Es el escritor que deshollina la chimenea de sus borradores para reunir cuartillas de la novela que no saldrá a la luz. En el laberinto del Buenos Aires, entra y sale de las cafeterías y bares percatándose de que es vigilado, vagando por calles y plazas se siente perseguido por los fanáticos de la Secta de los Ciegos. Asiste a reuniones espiritistas, en una de esas sesiones su hijo Jorge Federico, a través de una joven médium, toca en el piano un opus de Schumann. En paralelo otros personajes arman sus encrucijadas, Nacho y su hermana Agustina sufren el estigma del incesto y el ansia de cazar absolutos. El analfabeto Carlucho tiene abiertas las puertas de la percepción, filosofa a su aire en el quiosco de revistas, cigarrillos y chocolates alineados como escuadrones atentos al toque de trompeta, allá le alcanza el llanto crepuscular del inconsolable bisonte atrapado en el zoológico bonaerense. El muchacho asmático, Marcelo, de casi santo revolucionario pasó a ser mártir anónimo; torturado a reventar por el prójimo en una comisaria suburbana, es arrojado dentro de un saco con cemento al fondo del Riachuelo. El profesor Alberto J. Gandulfo expone la teoría demonológica que raya con la comedia.
Sabato visita algunas papelerías para adquirir las libretas de apuntes que imaginó pero no las encuentra. Imposibilitado de comunicar la forma de su idea, finalmente adquiere dos libretas que más tarde pasaron a ser parte del armario que guarda las cosas que nunca le servirán. Sabato perdiéndose intempestivamente al mando de su coche, por un fantasmagórico Buenos Aires, hasta parar en el callejón sin salida que lleva el nombre del héroe que fue señalado con el dedo por algún motivo inexplicable, cuando tuvo la compulsión de corregir algo de sus manuscritos en la imprenta y abrió una hoja al azar. Mucho más, mucho más… es Abaddón el exterminador. ¿Cómo acaparar los instantes que ahí hacen relativos absolutos?
Cierro. La trilogía sabatiana no necesitó subirse a la carroza del mentado “boom” de la literatura latinoamericana para conformar tres clásicos en vida del autor. El doctor Sabato es indefinible francotirador, es un universo que gira sobre su eje renovándose a sí mismo, y cuando vuelvo a él lo descubro de nuevo, no hay forma de encasillarlo en la memoria técnica. La obra entera permanece adolescente, la conforman adolescentes de mayor o menor edad astronómica en el tiempo relativo del ser que aprehende, allí el sujeto de la experiencia surge espontáneo. De alma conflictuada tendía al gélido nirvana matemático; entre la capilla y la acción, entre la sangre y la letra, su corazón no se ha cosificado. Sufrió exento de amortiguadores lo ineluctable de un existente vividor, la complejidad, embebido en la realidad de carne y hueso y en la verdad de las ficciones.
por Juan Arias Bermeo | Jun 7, 2018 | Mini Ensayo
Si hubiese tenido que conocer a genios de la ficción literaria como Onetti y Rulfo, motivado por una entrevista radial o televisiva, probablemente no habría entrado en sus obras. La gana de verlos actuar ante Joaquín Soler, me vino mucho después de haberlos leído a cabalidad en lo que me ha sido dado de ellos por los dioses de la creación, y cursando ya la segunda década de este siglo, aprovechando que dichas joyas históricas pueden ser visionadas en la pantalla de mi esclavo de silicio. El blanco y negro de A fondo, con esa inolvidable música instrumental de introducción, brinda un escenario idóneo por su higiénica austeridad, teniendo la impresión de que se ha suscitado una reunión de dos amigos para conversar y filosofar en la cabaña minimalista de Henry David Thoreau. La cálida sencillez de la instalación de A fondo concuerda con la personalidad de sus invitados, ahí hay dos sillas, una para el entrevistado y otra para Joaquín, una mesa lateral para contener la obra impresa del autor y copas con agua o whisky; paredes vacías e imaginaria ventana, de persianas cerradas, al bosque de Walden. Al otro lado estoy ocupando la tercera silla, la del espectador. Nada más, todo lo demás viene de esos raros y entrañables escritores que apenas se expresan de viva voz, acostumbrados a la riqueza de sus monólogos. Soler intuye cómo tratar con semejantes personajes ensimismados, no se entrega a la pantomima propia del periodista tipo impertinente, sino que su tino es fruto del seguimiento que hizo de la psicobiología de éstos a través de la lectura de sus obras. En todo caso, no hay entrevista que sea comparable a la creación del escritor, solo lo conoces a fondo zambulléndose en la verdad de sus mentiras; ahí reside la integridad de Rulfo y Onetti.
El formidable escritor uruguayo que estaba muy lejos de ser un orador, no escondía su fobia a los preguntadores de oficio, que no lo era Joaquín por ello aceptó la invitación y, siendo ambos vecinos de Madrid, la noche anterior se habían citado en un foro citadino para tratar sobre la entrevista en A fondo. Imagino a Soler ofreciendo todas las garantías para que Onetti se sienta lo menos oprimido en un espacio medido por el tiempo de la normalidad calculadora que está muy distante del tiempo reflexivo onettiano, ese que discurre pausadamente tal como en el denso mundo de sus ficciones. Onetti no durmió bien pensando en lo de mañana, pero ya metido en el escenario bonachón de Soler se sintió relativamente cómodo con alguien que lo conocía por las lecturas que tenía de su obra, alguien que podía responder por él en caso de un ataque de ataxia o cosa parecida, y se lanzó a la entrevista marcando el ritmo onettiano, estirando y ralentizando el tiempo a su antojo. Hubo un momento que se le inquirió sobre el génesis de la imaginaria Santa María -la urbe ribereña onettiana- y, Onetti, que se volvió para echar mano a un vaso largo portando el líquido que refrescaba la sequedad bucal del fumador empedernido que intermitentemente giraba a sus costados a vaciar la ceniza, clavándole sus ojos de demonio al bueno de Joaquín, le dijo que no hay respuesta para esas cosas. Soler sonriente replicó, “algo podría decirme de aquello, maestro…”. Entre calada y calada, un resignado Onetti, especuló que Santa María podría ser un híbrido entre Montevideo y Buenos Aires. Cuenta Onetti que había estado dictando conferencias en una universidad estadounidense, donde pudo observar la radical oposición de faulknerianos y hemingueyanos, con bandos tan enfrentados como los hinchas de béisbol de los Demonios, de Illinois, y los hinchas de los Lagartos, de Misisipi, esto equiparando el campo de las pasiones beisboleras con la arena de las pasiones literarias, qué sé yo… A la verdad, son dos escritores de profundidades distintas, me atrevo a decir que leyendo a Faulkner no se me cierran las puertas de Hemingway; mas, si solo me acostumbraba a leer a Hemingway, me sería muy difícil ingresar conscientemente al universo de Faulkner. Es una tarea leer a Faulkner, muy jodida si uno no paladea, no huele, no escucha, no ve, la terrible y a la vez deliciosa decadencia de una familia sureña de cierta estirpe como en El sonido y la furia (The sound and the fury), novela escrita bajo la influencia de Joyce. El mundo onettiano es de ese calibre, es denso y devastador, ahí no hay lugar para la lectura veloz, tienes que estar al acecho y aguardar el momento en que estás maduro para explorar en él. ¿Quiénes están dispuestos a esperar el tiempo de sufrir sin amortiguadores la embestida de la lectura lenta? Los pocos que tras salir de los Centros de Alienación Superior, empiezan a ser lo que al fin pueden ser por sí mismos después de haber sobrevivido a lo que hicieron de ellos su familia, la sociedad y la patria (parafraseando a Sartre). Me he quedado con la imagen -parte invento mío- de un Onetti por instantes eufórico participando a Soler que a veces lee algún párrafo al azar de una novela suya y aúlla “eres lo máximo, Onetti”, pero apenas decirlo estampa con furia el libro contra el piso. Señores, si lo quieren encontrar a Onetti hay que meterse de cabeza en lo que les toque, con el favor de los astros, de su obra. Nada hubiese sacado hablando con él en su piso madrileño una o tres horas -Joaquín lo hizo cuarenta y dos minutos por mí en el saludable escenario de A fondo-. Me habría encantado tocar la puerta de sus últimos años de encierro voluntario para que me pase por debajo esta nota de su puño y letra: “Onetti no está”. Onetti sí está en los diálogos a fondo, y por años, que hemos sostenido en las dos novelas y una noveleta que leí y releí: El Astillero, Juntacadáveres, Los adioses.
Juan Rulfo se presentó en A fondo portando su magnética impasibilidad y a ratos remitiendo al espectador una sonrisa adolescente, fruto del niño que nació a la desolación de un pueblito perdido que no asomaba ayer ni asoma ahora en los mapas del estado de Jalisco. Apenas abrió sus ojos presintió un futuro devastado por una revolución estúpida, la Guerra de los Cristeros, que trajo extrema violencia y miseria a los suyos. Se crió con gente que apenas abría la boca para soltar palabras tristes entre los vivos, comprendiendo que el monólogo era la catarsis que lo puso en franca comunicación con los muertos. Se puede decir que desde su estancia acuática en el vientre materno ya estaba zambullido en lo fantasmagórico y teratológico, que luego aflora sin amortiguadores en Pedro Páramo y los diecisiete cuentos que nos legó como una creación contundente y rotunda, hija predilecta de la angustia. Rulfo dejó quietos a todos los que clamaban un mayor rendimiento del escritor “…denos otro cuento, otra novela corta, no sea malo don Juanito”. Un buen día dijo aquí me quedo jóvenes, se acabó el combustible astral para hacer nuevos fajos de palabras, no doy más porque mi tío Celerino abandonó su corporeidad, y él era el que me platicaba todo, yo hacía de amanuense. (Acá, en esta parcela ecuatorial del planeta, gozamos de la alucinada genialidad de Pablo Palacio 1906 – 1947, que dio su espíritu al Universo -y más allá aún- a los cuarenta y un años de edad, el que también tuvo un tío Celerino que lo condujo a desligarse de la literatura antes de entrar a la treintena; se fue incomprendido, sin que la fama -la bastarda que deslumbra- lo visite). Rulfo nunca cedió a la tentación de ser un profesional de las letras, no hay cosa más horripilante para un escritor que se precie de serlo que le claven ese título ponzoñoso. Fue un contemplador melancólico. De su estancia en el internado escolar -el orfanato de monjas adictas a un orden policiaco, que también servía como correccional de púberes de padres ricos-, saca en limpio que por inercia aprendió a deprimirse, afirmándose en su tendencia de crecer en la intimidad del ser propio, del Rulfo adentro. Joaquín Soler, previsor, tiraba de la lengua de su invitado valiéndose de los datos circunstanciales que tenía a mano de éste. “…y usted cómo sabe eso”, dijo Rulfo llegando al cénit de la charla, gratamente sorprendido por los pasajes de su vida que sacaba a flote el entrevistador, que Rulfo había sido vendedor de llantas –él aclarando que prácticamente se vendían solas-, Rulfo agente secreto de emigración que no pescó ni un emigrante ilegal, Rulfo detective portuario deteniendo a dos buques cargueros de la Alemania nazi, etcétera. El A fondo con Rulfo duró dos minutos más que el de Onetti, nuestro diálogo a cambio se estira a la fecha. Si alguien me preguntara ¿quién es Pedro Páramo?, contestaría como el arriero fantasma de la Media Luna que guió a Juan Preciado a Comala: “es un rencor vivo”. Y a ese alguien lo dejaría en las mismas porque no está en darle pinceladas de la complejidad de Pedro Páramo, sino que éste tiene que hundirse por sí mismo a rumiar en esa singularidad de ultratumba. Rulfo, que había autopublicado dos mil copias de su obra para obsequiarle al género humano, tuvo que esperar quince o más años a que sea reconocida por el público lector de la generación que sucedió a la suya. El mismo escritor señaló que para que cunda su novela cumbre en el caletre del lector hay que leerla tres veces, y si te pasas involuntariamente no produce empacho, el arte del olvido hace que transcurrido un cierto tiempo la extrañes. A propósito de Rulfo y Onetti, admiraban la obra del otro, pero en la sola ocasión que se toparon y tuvieron oportunidad de charlar de largo por haber sido ubicados con intencionalidad en asientos contiguos durante un traslado a no sé dónde -dentro de la programación de un congreso internacional de escritores-, aparte de mano y saludo “hola Juan”, “hola JC”, no cruzaron palabra. Ambos preferían quedarse con una botella de Wild Turkey 101, en sus respectivas habitaciones cuatro estrellas, a hacer turismo de masas.
La segunda entrevista de A fondo con Borges, en los ochenta, no tuvo el aire de rincón claroscuro de escritor por la falta del blanco y negro del escenario de los setenta, perdió el ambiente acogedor en el que a su hora participaron Rulfo, Onetti, Cortázar, Sabato… ¡Apenas nombrarlos de golpe y me estremezco! El A fondo de 1976, tenía a un Borges joven, lozano, alegre, acoplado a la instalación minimalista que le sentaba a su carácter, a su personalidad, a su ceguera. Si bien seguir su discurso oral no era fácil había tiempo para completar lo que decía el genio siempre que uno esté al tanto de las lecturas y maestros favoritos de él, pues, como le agradaba repetir estaba más orgulloso de lo que ha leído de lo que ha escrito, y muy campante pedía borgeanamente hablando al futuro lector que pasen de Borges, que en sí era una subliminal astucia que convocaba a que no sigan al Borges público palabrero sino al escritor solitario que escribe para sí mismo. “Yo me enseñé alemán a los dieciséis años solo para leer en su lengua materna a Schopenhauer…”, recalca Borges, y de ahí que el mentado escepticismo borgeano es una influencia temprana del filósofo del mundo como mi voluntad y mi representación. El A fondo, a colores, en un primer visionado da la impresión de que fue atropellado, pero Soler -más feliz que Borges por el premio Cervantes recién otorgado-, planteó una distinta estrategia ya que en cuatro años la situación del escritor había dado un giro notable y anhelaba que su queridísimo maestro se luzca evitando en lo posible que tartamudee y apenas sentía que podía caer el ritmo frenético que impuso desde un comienzo lanzaba una interrogación, un comentario, o leía versos para que Borges critique a velocidad de crucero la poesía de Borges, “está bien eso… ¿no?”, “a ese táchelo… ¡qué vergüenza!”. Mandó al olvido a Inquisiciones pero no así a Otras inquisiciones, libro que cambié de sitio de la entrañable librería londinense que proveyó buena parte de los escritores que leí con devoción en mi primera juventud, y que pensé iba a disfrutar a rabiar, -como un adolescente fugándose de la secundaria para ir al billar Playboy-, en mi cuartucho compartido de Bolton Gardens, pero me abrumó su erudición y al cabo lo detesté, fue una mala elección porque ahí no estaba el Borges de los laberintos fantásticos ni la milonga de Manuel Flores que buscaba. Un par de lustros después hice el hallazgo de los relatos que traía consigo el Informe de Brodie (inspirado por Viaje al país de los houyhnhnms, de Swift), que me arribó con el tomo de las obras completas de la foto de abajo, que tuve el privilegio de heredar de la biblioteca de mi abuelo materno junto con los siete tomos de En busca del tiempo perdido, de Proust. El siguiente encaramiento con los aborrecidos ensayos de Otras inquisiciones, me regaló una buena nueva que hizo que la aversión que les tenía se vaya a pique, me refiero a la declaración anarquista de Borges: Nuestro pobre individualismo. Digamos que él fue un anarquista spenceriano. (Ser anarquista es haber superado al hombre fósil, es haber dejado atrás al sujeto convertido en mero combustible de la cleptocracia mundial. El estadio anarquista es libertario, amplio y heterodoxo; el anarquismo es incomprendido por los perezosos mentales, los esclavos modernos y cándidos malvivientes se han convencido que anarquismo es sinónimo de lanzar bombas incendiarias a discreción con el fin de paralizar al individuo y sumirlo en perenne terror, que en sí es lo que hace con el hombre-cosa la imagología, los imagólogos sí que tienen al ciudadano sujetado de la mañana a la noche en el redil del absurdo consumista. El ciudadano-masa, sumido en abyecta estupidización, no escucha el llamado emancipador del anarquismo). No lo conozco a Spencer, Borges no lo conoció a Thoreau, y en su forma de vivir y en sus proyectos existenciales estos dos filósofos que fueron contemporáneos sin saber uno del otro podrían estar en las antípodas. Sé que Henry temprano consumó su ideal de caminante, le bastaron cuarenta y cuatro años en el planeta Tierra para vivir milenios, su Utopía fue realidad palpitante en los bosques y laguna de Walden. Guardo con cariño ráfagas inolvidables del Borges acuchillador del prójimo, así cuando Joaquín le dijo que paradójicamente su ceguera podría ser una bendición porque gracias a ésta dedicó su vida a las letras, y Borges replicando “…a mí me que conviene que sea verdad lo que usted dice… debo estar muy agradecido de mi ceguera, según sus palabras”. Lo mejor del A fondo de 1980 vino el momento que Soler comedidamente le pidió al maestro que mejore su posición en el asiento porque el camarógrafo le avisó que estaba echado hacia delante, demasiado agachado para un buen cuadro, entonces Borges se re-acomodó en el respaldar alzando su noble calavera y, justo antes de que arribe el auxilio verbal del interlocutor, lanzó su saeta: “ofrezco mi decrepitud a sus ojos”. Por lo demás, recuerdo de Borges diciendo que él le gana a cualquiera en timidez, que no conoce (no ha leído) a Vargas Llosa; que Neruda no era de los suyos; que Cien años de soledad es grande ahora y lo será mañana; pidió disculpas por únicamente haber leído Casa tomada de Cortázar, cuento que publicó en una revista bonaerense bajo su égida (esta ficción es considerada como una crítica al peronismo, y a Borges la sola mención de Perón lo crispaba, éste era “el innombrable”), debido a que después le cayó la ceguera absoluta y que una vez saludaron en París cruzando breves palabras tan corteses como frías; manifestó que de repente discute largamente con el doctor Sabato, que no sabría decir si son amigos y que del mismo había leído Uno y el Universo, no sus novelas porque no es la suerte literaria que apetece. “Olvídense del Borges palabrero…”, JLB.
Es un gusto nombrar cada vez la trilogía novelística del milenario Ernesto Sabato: El túnel, Sobre héroes y tumbas, Abaddón el exterminador, que, flanqueada por sus adoctrinadores ensayos, le alcanzó y sobró para colocarse en lo alto de los creadores universales, sin echar de menos la soltura de un francotirador anarquista insobornable, allende el mentado boom latinoamericano. El doctor Sabato emergió al escenario de A fondo despejado, concentrado, incisivo, emotivo, y sobre todo para plácemes del espectador (incluido Joaquín que no se privó de señalar aquello públicamente) de buen humor. Para escarnio de sus monstruos interiores, no asomó el maestro de carácter podrido que su hijo Mario, por estos días del 2014, dijo haber heredado pero que desgraciadamente no le fueron transferidas ninguna de sus virtudes, esto lo recogemos de una carta que le escribió a su padre siguiendo la costumbre que en vida de éste tenía cuando se trataba de algún asunto que requería comunicación familiar ya que la modalidad hablada estaba casi negada entre ellos dos. Mario Sabato, le participa a su difunto padre que kafkianos políticos y burócratas no colaboran para que concluyan los trabajos de Casa Museo Ernesto Sabato, y por fin abrir la mansión de El escritor y sus fantasmas en Santos Lugares a los peregrinos del arte. “…no quiero que caigas en esas depresiones que tanto nos agobiaban en casa. Quédate tranquilo (aunque me cuesta imaginarte tranquilo, aún después de muerto), porque lo vamos a lograr”, se despide Mario. A Sabato, no es que le agradaban las entrevistas, por el contrario, hubo un momento que pidió preocupado que se termine ya la cosa dando a entender que el tiempo es dinero para los imagólogos, pero Soler replicó que tenía vía libre en el asunto puesto que nunca más iba a haber otra oportunidad de hacer un contacto así de memorable con Ernesto Sabato. No se equivocó, Joaquín. El instante emocional vino cuando Soler topó el escape de Sabato de ir a parar en los centros de lavado de cerebro estalinistas. El joven Sabato fue secretario de las juventudes comunistas de Argentina, y lo premiaron enviándolo a Bruselas para que ahí aguarde el ansiado viaje a la URSS; no obstante, tras una fuerte discusión con un camarada sobre el gulag de Stalin, presintió que podía ser presa de los pozos infernales que más tarde se comprobó existieron para que ardan millones de soviéticos, y decidió fugarse del cautiverio dogmático al que voluntariamente se había sometido por el ideal comunista que hasta el final de sus días abrigó como una sociedad de comunidades cooperativas donde no se someta al individuo creativo y pensante a la tiranía de masas tan felices como abstractas. En París, halló posada en el cuchitril del camarada indigente que compartió con él todo lo que tenía para capear un duro invierno, su bondad congénita y fajos de periódicos para cobijarse en el lecho. La explosión existencial parisina del joven Sabato lo condujo a refugiarse en el impoluto e inmutable universo de las matemáticas, -la antípoda del mundo putrefacto y biodegradable de la unidad de carbono Homo sapiens-, que había abandonado para cumplir con la ilusión que generaba ser un observador directo del comunismo soviético. Esta huida trajo la eclosión del físico matemático graduado con honores, nos facilitó al doctor Sabato que fue becario en el famoso laboratorio de los cónyuges Curie -esto gracias a la recomendación del científico argentino Houssay que en 1947 le fue otorgado el Nobel de Medicina-, regresando a París para protagonizar una nueva rebelión microcósmica. En los deslumbrantes laboratorios de la ciencia preparándose para la segunda guerra mundial, fue un beato rodeado de los físicos y químicos que abrieron las puertas de la fisión nuclear, mientras que afuera de su pasantía se embriagaba de irracionalidad en los templos de surrealistas, “…me sentía como una ama de casa que de día se entregaba abnegadamente a sus quehaceres domésticos y de noche se prostituía con la misma abnegación”. Al cabo, tras rechazar la invitación a cometer suicidio que le extendió el auténtico pintor surrealista Óscar Domínguez (posteriormente acabó con sus trágicos días, cuando la depresión, el alcohol y la acromegalia o elefantiasis lo acorralaron), reventó el artista pensador que renunció a la ciencia previendo las aplicaciones que condujeron a la tecnolatría hoy reinante, declarándose ex-físico y ex-matemático, durísima decisión que le quitó el saludo de la secta de Houssay. Para conocer a fondo al doctor Sabato de sus demonios liberadores hay que llegar al fragmentado Abaddón el exterminador, habiéndose sumergido obligatoriamente en Sobre héroes y tumbas; la lectura de El túnel, viene a ser el aperitivo levantamuertos en esta portentosa trilogía. El pensador que adoctrina lo tengo a mano en sus ensayos, ahí está el maestro de letras que no aceptó una silla en la academia de la lengua consecuente con su reacción ante los doctos que pretenden hacer del lenguaje un cementerio. Hace poco pillé en el ciberespacio una carta fina, depurada, que data del año sesenta, de Ernesto Guevara a Ernesto Sabato, en la cual, discusión o aclaración política aparte, el Che expresa su admiración por la obra sabatiana, celebrando expresamente a Uno y el Universo. Aparentemente las cosas quedaron ahí, pero la respuesta de Sabato al Che la podemos deglutir en las ficciones de Abaddón el exterminador (1974), ahí late su respeto por el vividor Ernesto Guevara; favor remitirse al fragmento titulado: ¿No, cómo Marcelo podría preguntarle nada?
Grato sabor me dejó el A fondo con Julio Cortázar que empieza con un campechano “aquí me tienes”. Joaquín Soler, celebró haber pillado al escritor existencialista tras meses de insistir para que participe en A fondo, siguiendo la pista de Fantomas contra los vampiros multinacionales, quien de repente abandonaba las delicias de su agujero hobbit para enfrentar con denuedo, en desigual batalla, a las potencias oscuras enquistadas en el poder económico y político latinoamericano. Un Cortázar romántico, pluma en ristre, salió poco antes de su fallecimiento en París a defender a la revolución sandinista, con su libro ensayístico Nicaragua tan violentamente dulce, 1984. (Por estos días, Cortázar, ni muerto iría a Nicaragua a contar cuentos y recitar versos junto Ernesto Cardenal, pues, el nonagenario poeta de Isla de la juventud es perseguido por el nuevo Somoza del siglo XXI; la otrora heroica revolución sandinista devino en tragicómico remedo de la familia Somoza echando de sí todo vestigio del libertario Sandino, una pareja de desquiciados tiranuelos se enquistaron en Managua para «sembrar» árboles multicolor de lata fosforescente). En la instalación de A fondo se vislumbra a dos personas afines fumando y tomando whisky mientras conversaban amenamente. Cortázar alabó lo bien informado que estaba el entrevistador sobre su obra literaria, a diferencia de ciertos fantoches que sin haber leído sus libros lo habían entrevistado por capricho y obligación mediática, a los que con asco y algo de compasión se vio forzado a ayudarlos a que hagan una entrevista potable, mediocre. Un momento dado, nuestro querido Cogtázag (esto aludiendo a su involuntaria pronunciación francesa de la R, debido a una irregularidad congénita de vocalización), se quedó sin whisky y, antes de volver a entrar en materia sobria, le pidió a su anfitrión que le ceda parte de su copa aún llena, “¿me convidas un poco de la tuya? …a mí cualquiera me gana una discusión política, no soy un sujeto de ideas”. Sí. Lo que perdura saludable, a cien años de su nacimiento, es el fabulador buceando en el individuo bifronte, zambulléndose en la relatividad del tiempo mágico encarnado. Cortázar advierte que después de concluir Rayuela tomó conciencia que El perseguidor más que anunciar a Rayuela, fue el precursor de Rayuela. Oliveira, el alucinante intelectual de Rayuela vino a ser amanuense de Johnny, el semisalvaje saxofonista de El perseguidor que paraba de súbito una sublime improvisación para reclamar airadamente que esa música no era de ahora sino que la estaba tocando pasado mañana, exigiendo al ingeniero productor del estudio de grabación que la borre de inmediato del presente que no le correspondía. De esos instantes puros del perseguidor de la realidad del otro lado de la matrix, donde era un ser milenario, vivían sus seguidores íntimos como el periodista condenado a existir bajo la tiranía del reloj racionalista en contraste con el artista que transcurre en el tiempo de la imaginación creativa. Pablo Palacio diría de esto: El vacío de la vulgaridad frente a la tragedia de la genialidad… El crítico de jazz, Bruno, que se nutre espiritualmente del estrellado genio, pero escoge ser su biógrafo musical y no del hombre conflictuado porque ahí no hay provecho útil, tintineante, ha sacado un buen billete con la primera edición del libro sobre el revolucionario saxo alto de Johnny, y lo hará ganar más todavía la segunda edición que al cabo fue embellecida por el trágico fallecimiento del perseguidor de Utopía. Alguna vez Johnny saludó con su seguidor, entre cariñoso y despectivo, así: “el compañero Bruno es fiel como el mal aliento”; mas yo lo oigo repitiendo con sorna cada vez que se lo encuentra, “eres fiel como el mal aliento”. Cuando Bruno conectaba con la dimensión de Johnny viajaba a los últimos rincones de su propia conciencia, pero una vez devuelto al mundo del ejecutivo cotidiano la influencia del músico cedía como un sueño para fundirse con el bocinazo de la realidad callejera que le urgía volver a su razón pecuniaria de la existencia, y toda la realidad del otro lado se diluía, no podía ser como el saxofonista que vivía quince minutos dentro de sí por un minuto y medio del tiempo controlado por las paradas en las estaciones del metro parisino. La primera vez que leí El perseguidor me chocó lo de llamar drogadicto a Jhonny por el consumo de marihuana -como si eso fuese parejo a los estragos del alcoholismo o al daño físico mental que provoca la adicción a la heroína, por ejemplo-, buceando años después en el ciberespacio encontré a Cortázar admitiendo que cometió un error porque al momento de escribir su noveleta señera inspirada en la vida corta y tormentosa de Charlie Parker, era zanahorio, no tenía noción de los efectos, particularidades y diferencias entre las substancias psicotrópicas no convencionales. Doce años transcurrieron desde el surgimiento de El perseguidor para que, por arte de su destino cortazariano, caiga en un nido de hippies y ahí se dé -exagerando- un atracón de cannabis, “[…] durante toda una noche descubrí hasta qué punto no solamente no son el cáncer social que denuncian los bien pensantes, sino que el cáncer es precisamente lo que los rodea y los hostiga; en todo caso, en ese grupo había algo muy parecido a la felicidad, al término de un largo viaje, a una reconciliación. La marihuana ayudando, claro (la fuman, la fumamos sentados en las escalinatas de la catedral, lo que tenía su chiste, y sin que la policía se metiera para nada a pesar del olor que poco tiene que ver con el del incienso) […]”. En Rayuela, ya no se mete con productos exóticos, tiene a Oliveira haciendo lo que sea por la yerba popular y no vedada del cono sur del continente americano, el mate. Matear es un ritual que no espera así se ponga en riesgo la integridad corpórea de la mujer amada del vecino (Traveler), tal cual aconteció con Talita en el episodio del puente de tablones, capítulo 41.
por Juan Arias Bermeo | May 1, 2018 | Mini Ensayo
Nostalghia (película)
“1 + 1 = 1”, reza en uno de los cuadros cinematográficos húmedos que brotan de la nostalgia de Tarkovsky. Las paredes rústicas y las ventanas silvestres le sirven para mostrarnos una obra de arte maestra, acabada. Son las pinturas elegidas para el orden de su universo una vez que superó el caos de la gran explosión creativa. Las imágenes ruedan ralentizadas ante los ojos del iniciado, es como si estuviera presenciado una exposición pictórica del genio que ha capturado el mito y la magia, que tiene abiertas las puertas de la percepción de corrido, no como una graciosa inspiración callejera sino como un despertar místico inherente a su conciencia de vividor.
“Los sentimientos no hablados son inolvidables”, Tarkovsky
Si cae un trillón de gotas de lluvia en un bache seco hace una charca y no un mundo de gotas aisladas. Si colocas una gota de agua sobre otra gota de agua en tu mano, no hacen dos gotas de agua separadas sino una más grande, afirma el general “loco” del pueblito montañés petrificado en vahos de aguas calientes, sulfurosas, santificadas por la fe del esclarecido. Las ruinas del castillo del general “loco” están rodeadas por los verdores de la campiña otoñal, colindando con un pueblo de callejas entregadas al amor de líquenes y musgos. Llueve, llueve, por todas las habitaciones de la morada invadida por los charcos y las botellas que tintinean proveyendo la última sinfonía acuática a los sobrevivientes –el general y su perro-, que están en un tris de abandonarla sin retorno. El general “loco”, no regresará a sus nublados óleos montañeses porque va a inmolarse por el agua que ensucia el hombre indiferente a la sencilla belleza de la creación, porque la humanidad se ha convertido en una efigie ajena a la naturaleza prístina. Magnífica arenga la del general “loco”, en un italiano eufónico, seguida por los activistas que protestan dispersos en los graderíos y en la plaza del capitolio romano, interpretando con sus cuerpos rígidos como estatuas la inacción humana ante su autodestrucción. El general “loco” representará la capacidad que tiene la humanidad para arrasar consigo misma, lo hace ardiendo desde lo alto de la escultura ecuestre del emperador romano poeta-estoico Marco Aurelio, esculpida en el Renacimiento por Miguel Ángel.
Los versos de Tarkovsky padre guían la contemplación de Andrei, son chispazos del pasado que inventan la música del agua del presente. En la cinematografía las formas del agua no faltan, en Nostalghia es líquido viviente que despliega poesía en el metraje de principio a fin, ya en vapor, ya en lluvia, ya estancada en una piscina, ya corriendo cristalina por el soleado remanso del ritual de los adioses. La habitación claro oscura del hotel, pintada con una soberbia monocromía y sobriedad minimalista, muestra una riqueza espiritual abombada, turgente, es parte de la sensual humedad. El máximo adorno de esa habitación que invita a poseerla, a hundirse en su cálido regazo, son el baño y las ventanas. El baño no tiene puerta para ser un cuadro romántico de luz blanca enmarcado dentro de la pintura grande que es la habitación que se refleja en el espejo. Las ventanas son visillos que se bambolean con el viento y dejan pasar una lánguida luz aunque vigorosa, lo justo para que el cuarto entre en pálido calor. Esta sobria habitación de alquiler contrasta vivamente con el cuartel colapsado del general “loco”, ahí sólo él y su perro pastor conocen las islas con techo entre un sinfín de charcos y botellas melodiosas. La nostalgia de Andrei Tarkovsky, no es el sentimentalismo absurdo del ser humano que desea perennemente la utilidad de lo que lo rodea para nunca calmar a su fantasma famélico de posesiones y consumismo desaforado, es la sobreabundancia que brota en las montañas tras la tempestad, es conectarse con la intemporalidad del hogar fundido al sol, a la luna, al bosque, al estanque y al silencio.
por Juan Arias Bermeo | Mar 24, 2018 | Mini Ensayo
“¡Y habláis del cielo, vosotros que deshonráis la tierra!”
H.D.T
Walden, llama la soberbia laguna septentrional de Concord, Massachusetts, que propició el amanecer de Henry David Thoreau. Walden, en estos días de oscurantismo tecnolátrico (de medioevo digno de la ciencia ficción lemniana, donde el progreso del antropófago consiste en rendir pleitesía a sus cadenas), aún se presenta encantadora. Su ecosistema lacustre y entorno boscoso, ha resistido a la época del ser humano caído en la cosificación de su alma, luce tan fresca y dominante como el legado filosófico del yanqui anarquista, el padre de la Desobediencia civil (Gandhi la exportó al mundo un siglo después). Thoreau, se negó a pagar impuestos para la injusta guerra de su país contra México, y, sobre todo, desobedeció la orden mundial de plegar a la esclavitud positivista, afirmándose con su propia experiencia de vida proclamó que el mejor gobierno es el que no se lo siente. Lo paradojal de esta bifurcación de senderos entre la sociedad que escogió orar dentro de las catedrales del consumismo y el hombre que siguió la estrella de su emancipación, es que esa misma sociedad del desarrollo para la entropía supo conservar intacto el santuario natural, sin amortiguadores, del vividor.
El testimonio de Thoreau habitando la cabaña con vista a las profundidad policromática de árboles centenarios, y a la cambiante luz que emerge de los estremecimientos de la laguna transitando por las cuatro estaciones, viene con el título: Walden; o, La vida en los bosques. Este libro fue escrito por Thoreau gracias a la presión y urgencia de sus amigos y, al cabo del tiempo, somos los beneficiados de que nos llegue su formidable pensamiento y pragmatismo. Walden, es canto épico a la naturaleza indomable, es un poema de los sentidos alertas y la contemplación innata. Thoreau, mimetizándose con la vida en los bosques, llega a ser el explorador de las altitudes del instante, sufre las crudas transformaciones de la intemperie, es parte del gélido letargo blanco del invierno, es la renovación que trae la primavera con el despertar de los ruiseñores y el creciente movimiento vivace de las entrañas de la Tierra.
La compenetración del hombre de bosque con la laguna de peces reluciendo en un fondo cristalino, no surgió de la ambición de convertirse en “ejemplo”, lo ejemplar hiede a político mendicante de votos, a buen ciudadano corrupto en la corriente cleptocracia. Thoreau se condujo como los grandes conquistadores de la realidad con los pies y manos hundidos en la tierra, devolviéndose a la matriz por una imperiosa voluntad de descubrirse a sí mismo ante sus limitaciones de hombre, viajando con su integral cuerpo-alma-espíritu a los confines, y orígenes, de las cuatro estaciones que pintaron oleos perdurables del venero, variedades de turquesa, de celeste y de gris; como para imaginar Walden mañana, donde quiera que se esté, con los ojos de la poesía.
Thoreau exudaba vida-muerte con los sentidos inmersos en las creaciones de Walden. ¿Cómo explotar a mansalva el suelo que lo acogió para que aprenda lo que en los predios universitarios le está negado a los obedientes educandos? Un parásito académico, un gestor cultural, no sabe integrarse al milagro del líquido vital festonado por aromas eufónicos de bosque añejo. Un sujeto del rendimiento global, no sabe recibir el pan de cada día sin infringir daño a la tierra donante. La amplitud agreste lo envolvía con el goce del ocio divino que se regalan los que no huyen de la aventura por antonomasia de un existente: la travesía por los fiordos del microcosmos. Viajar dentro de sí es poseer el coraje de quien se arroja a lo inconmensurable, hay que tener arrojo para explorar en soledad las cimas de la hermosura amable y también descender a enfrentar lo atractivo negativo: los infiernillos de los terrores atávicos y cósmicos.
“Vivir con lo mínimo indispensable”
H.D.T
Thoreau echó a andar su retiro libertario allá por el otoño 1845, previamente a ese cometido ecologista adquirió, acudiendo al ágora de la Arcadia, dos insobornables servidores gemelos, Simplicidad y Sencillez, los que lo ayudaron a levantar y mantener su experimento anarquista durante los dos años que habitó en los bosques de Walden.
La cabaña de puertas abiertas a los visitantes que construyó a la velocidad de un mago, con sus manos de creador y también favoreciéndose de una minga merced a las amistades que tenía en Concord -el pueblo natal dentro del estado de Massachusetts-, resultó una edificación rústica bien parada, muy asequible al bolsillo del joven anarquista. Fue una estancia donde reinó la calidez aireada, dada a la luz y la sombra de los cambiantes tonos del soto viajando en las estaciones. Allí gozaba de franca circulación entre los contados muebles que, aprovechando los días de limpieza minuciosa, los sacaba a que se oreen a la intemperie. Sus cosas también tomaban baños de sol, le agradaba verlas confundiéndose con el bosque, perfumándose largo con la esencia de las flores. ¡Cuán grato le venía, de vez en cuando, aquí sí echar la casa por la ventana!
Cualesquier paseante podía entrar a la morada del joven poeta de Concord, que era de un solo ambiente, la vista del visitante de una podía capturar la sencillez y simplicidad interior, y tenía acceso a sus lecturas y la opción de reposar junto al hogar generoso en lumbre durante los días fríos de invierno. Thoreau jamás echó cerrojo a su sólida y humilde madriguera, incluso cuando se iba de “vacaciones”, a andar y ver por otras riberas y lagunas de las cercanías, constatando que en millas a la redonda no tenía parangón la acuática poesía de Walden.
El ermitaño “sociable”, se encontraba con las sutiles huellas de la gente variopinta que en su ausencia ingresaba al hogar, alegrándose por no hallar desordenada la cabaña ni echar en falta nada del mínimo menaje. Una réplica fiel del refugio se exhibe a la fecha en Walden, ahí perduran las tres sillas thoreauianas: una para la soledad, otra para la amistad y la tercera para la sociedad del rendimiento global cuestionando, de rato en rato, cual fijación: ¿…pero hombre, hombre de Dios, qué hace usted aquí metido a salvaje, con su inteligencia podría emprender en muchas industrias de provecho?
La empresa de provecho que montó Thoreau fue la de no ser conformista y no resignarse a la desesperación del sujeto que desconoce el ocio divino. Thoreau creció en la floración primaveral que llena de color la intemperie, no se resignó a dar gusto al sujeto insalubre que cría mixomicetos entre muros rutilantes. El hombre supo hacer sus días libertarios sin descuidar las horas que le dedicaba al agricultor de subsistencia y al cazador-recolector. Obtener la suficiente comida para reponer el combustible vital del ser corpóreo, era en él un deporte y no un tormento cotidiano. La vida del hombre boscoso, desde el despertar claroscuro con la eufonía de los cantores de la aurora al incendio crepuscular, fue un desprenderse del vicio de la acumulación gratuita. Ya en 1845 fue renuente a servir como engranaje de la máquina insaciable del desarrollismo que hoy funge de sucedáneo del paraíso.
Promediando el siglo XIX, se empieza a producir y acumular la basura que es la marca planetaria del Antropoceno, y el hombre se convierte en instrumento de sus instrumentos. La premonición thoreauiana del trabajador enajenado por los instrumentos de su agotamiento existencial, se hizo realidad plena con nuestra sociedad del progreso para la entropía. La edad de la superpoblación de esclavos viene rodando neumática por el gigantesco parque temático en que se han convertido las grandes urbes. La fantasía no está encerrada en los parques de diversiones Disney, los mundos Disney pululan por doquier en la estridente realidad ciudadana.
¿Qué observaría Thoreau en el urbanícola de estos días? Vería el rostro de un sujeto simulando humanidad por reflejo de la cotidiana sugestión de ánimo gratuito, la dosis de auto-ayuda que le inoculan los medios para “Un Mundo Medio Feliz” porque, ¡lástima!, todavía no se descubre el psicotrópico total, el amortiguador todoterreno e innocuo para el hombre-cosa. No hay el Soma de la fábula de A. Huxley, Un Mundo Feliz. Todavía no tenemos el Soma que haga del paso del tiempo un trance dichoso sin que se presente la resaca moral y el deterioro físico que producen las drogas de la actualidad, incluida la perenne información no del instante sino de la novedad que se pudre al instante. La careta de humanidad que se calza el sujeto que ríe anegado en sus miasmas es el rostro de la vigorexia que gozan los diez mandamientos del nihilismo mercantil, es la carita del hidrocarburo que reina con el hedor del averno que sustenta nirvanas sintéticos. Thoreau, vislumbró al enfermo terminal que transita por el infierno de lo igual. El sujeto del consumismo no está conectado con los valores de Gea, deambula semidormido entre las muchedumbres, perdido de las manifestaciones de la Tierra.
Qué formidables sirvientes resultaron Sencillez y Simplicidad; el primero amanecía a sus labores de músculo trinando, “¡sencillez, sencillez, sencillez!”; el segundo se recogía a su tarea de filósofo crepuscular exclamando, “¡simplicidad, simplicidad, simplicidad!”. La austeridad que practicó Henry en los bosques de Walden es la que la normalidad llamaría “existir rasguñando la extrema pobreza”, mas para el caminante fue vivir a tope con lo suficiente que le brindó la madre naturaleza para que alterne con lo que le tocó mamar en cada una de las cuatro estaciones. Así, las musas de Meteoro, se sucedían proporcionando la variedad de sus temperamentos, pasando del bienestar que inicia con la prímula y va descendiendo conforme avanza el otoño hasta la hibernación que provoca el visitante polar. Sin un riguroso invierno que congele la vida no hubiese sido posible el renacimiento que, tras la fascinación del hielo azul berilo de Walden, surgió como cuando, hace cien millones de años, se dio el gran florecimiento que llenó de colores y fragancias a la Tierra con la aparición de las plantas angiospermas.
La sencillez pragmática radicó en el cuerpo y el espíritu de Thoreau. Vida saludable como la del jovial Jesús de quien Nietzsche, otro caminante, dijo que fue el último cristiano. Vida saludable la del predecesor estadounidense de Thoreau, el botánico-poeta William Bartram –Cazador de flores, como lo renombró un rey de la tribu Seminola-. Bartram, promediando los años mil setecientos, ante la hermosura primordial de las “ninfas” cherokees refrescándose en arroyo de aguas cristalinas, proclamó que aquellas beldades eran la imagen de la inocencia silvestre, hijas de la Creación que el positivismo aún no había corrompido.
La pobreza horripilante no es la que nace de la falta de cosas sino la que proviene del sentimiento de estar desahuciado por verse impedido de servirse del festín fatuo. El sujeto de rendimiento no vive, inmerso en la vorágine del Gran Gobierno y la Gran Empresa, malvive sometido a necesidades que lo hacen sentirse desamparado frente al mensajero global de la cleptocracia que le susurra de la mañana a la noche: produce, produce, produce…; compra, compra, compra… Ésa es la verdadera indigencia del trabajador, del ciudadano, ser un muerto viviente entre multitud de tentaciones para adquirir, existir para aumentar su cansancio psicobiológico, respirar para venderse a su Acreedor.
“Yo he encontrado que es un lujo singular el hablar a través de una laguna con un interlocutor situado en la otra orilla”
H.D.T
Thoreau, incorporó su cabaña dentro de lo prístino no para ser un santón o un ídolo del arte de la supervivencia, ni por encomendarse al ángel del dinero en aras que éste de súbito lo agasaje con la peste de los prósperos, la dicha muelle, sino con el fin de tener su amanecer en Walden. El hombre debe construir su casa para convivir en armonía con la gran morada original de la vida. ¿De qué dulce hogar hablamos si está levantado en medio de la desolación del hormigón armado, y la música sinfónica de la Tierra se ha trocado en chillidos de engranajes?
El experimento de Thoreau en laguna Walden, su soledad boscosa intrínseca, hizo que al cabo nos llegue como experiencia ajena, que nos la comparta a través del libro que se ancló en la posteridad. Leer a cabalidad la vida de Thoreau en los bosques de Walden, es comprender que no se vive acompañado. Uno no vive por otro ni el otro vive por uno, esto bajo el influjo de José Ortega y Gasset. Es connatural al sujeto de la contemplación nacer y morir en soledad, y en el intermedio hace su camino de vida-muerte, que es amanecer en su propio Walden, lejos de aspirar a ser una ruina acompañada. Si alguien, cualquiera, se pasa las horas y días de su existencia acompañado sin caer en cuenta de que no se vive acompañado y que debe buscar la libertad de su conciencia por sí mismo, adolece de la enfermedad terminal del rebaño, es incapaz de desobedecer porque ya sólo obedece mecánicamente a la matrix.
El sujeto del pensamiento calculador teme contemplar como el sátrapa tiene fobia a los objetores de conciencia. Desarrollar la personalidad es resistir a la enajenación mediática en medio de una multitud y de la familia opresora. Si no se es capaz de hacer crecer saludable al objetor natural, no será suficiente tener ganas de oponerse a la estupidización puesto que hay que sumar al coraje la certeza de que se ha iniciado el viaje más arduo y difícil de un existente despejado: bucear en los confines del ser olvidado desobedeciendo el mandato de afuera, del superyó, el que dicta total sumisión a la soledad abominable en descomunal colmena.
El sentido de poner distancia con el fantoche autómata era fiel a un hombre que sabía andar para delante sin que le inyecten luces de control para que no se pierda en lo agreste, y por ello era veloz al momento de ir a donde él debía llegar fuera circunloquios. Andar a campo traviesa es marcar un sendero junto a la vida silvestre que lo rodea, rodar en un coche dentro de un parque florido es ir de un punto a otro sin percibir la naturaleza que bulle a los costados y en el horizonte. Henry podía moverse dentro de la noche más oscura (de esas que en las ficciones sirven para cortarlas a cuchillo, como si fuesen un pastel de petróleo), y no perdía el intrincado sendero al hogar, sus pies distinguían las particularidades del suelo cual serpiente de regreso a su cálida madriguera. Solía visitar a menudo la aldea de Concord para entretenerse con las “novedades” que los parroquianos no dejaban de comentar con fervor así se trate de realidades ajenas a su cotidianidad. Ya en 1846, las noticias volaban y era necesario mantenerse al tanto del telégrafo y de los tabloides para no pasar por desinformado. En 1846, los ralos libros que habían sido escritos para una cabeza exigente permanecían, igual que en nuestros días, adornando los estantes del lector dinámico que no aguanta la tensión que le imprimen las creaciones literarias que trascienden más allá del edulcorante de los predicadores. Thoreau era un lector aristocrático, escogía las mejores horas del día para entrar en los libros que lo estremecían como la corriente del arroyo que refresca los pies y calma la sed corporal; accedía a las lecturas que reconocía desde sus experiencias y prendía la chispa de una mente viajera, cosmogónica.
Mientras más se aproxima uno al prójimo más uno tiene que gritarle al otro, siendo una ilusión lo de entenderse mejor estando muy cerca, casi frente con frente como en las redes globales de amigos sin límites. Apenas observen a los presidentes demócratas que se acercan a resolver sus diferencias al filo de sus límites patrios: se comen vivos allende la rigurosa melosidad que se infieren los respectivos cuerpos de sus cortes diplomáticas; más rápido se comprenden y actúan las mafias mercantiles que se hallan en las antípodas del planeta. Lo que se logra estando tan apretados es que ya no se dialoga sino que se discrepa a voces, por eso hay que ir separando las sillas hasta el tope de las dos paredes opuestas del recinto que aloja a los animales políticos, hasta salir a la intemperie por las puertas traseras y así conseguir la mínima distancia que genere una conversación fructífera. Hay que hacer como el caminante y su sombra, desprenderse de las cuatro paredes que los acorralan y fundirse con lo remoto, hallar por fin la amplitud que brindan las diferentes orillas de laguna Walden, entonces se dará el diálogo que no se arruga y por inercia ennoblece.
por Juan Arias Bermeo | Mar 5, 2018 | Mini Ensayo
Incendios, así se denomina la película que me introdujo en el mundo cinematográfico de Denis Villeneuve, una obra devastadora sobre la alienación del fanatismo religioso y de la política sectaria, generadores de máquinas biológicas diseñadas para la entropía máxima, productores de engendros vacíos de contenido auténtico para la vida. Este no-vivir viene emparentado con la obsesión del sujeto del desarrollismo por estar inmerso en informaciones útiles, cautivo de los datos que aportan a su estado de hombre bólido, quien huye de lo bello elemental para volcarse en el precipicio del nihilismo tecnolátrico.
Visionando al Homo sapiens de Blade Runner 2049, visionamos también al sujeto del desarrollismo de estos días entregado al sueño de perfección de las máquinas y al no-dolor del universo virtual. Sueño que al genio creador de androides lo lleva a ir en pos del parto natural de sus amazonas tipo Y, y que de ahí surjan los ejércitos de “ángeles endemoniados” que tomen por asalto el Edén y que él, Luzbel, sea el Dios Todopoderoso del Universo. Este Luzbel ciego pero que lee a profundidad la psiquis del otro sea humano o androide, tiene más y mejor vista que cualquier mortal soltando a sus sensores de ciencia ficción filosófica. Él habita en un mundo de suaves entonaciones crepusculares, en interiores esterilizados por una profilaxis extrema que contrasta con su alma fracturada; medra entre la cárcel concreta de su unidad de carbono aunque prolongándose como materia a través de la cibernética y la sed de ser Dios eternizándose en el Edén con su ejército de ultra-hombres vencedores del caducado Homo sapiens. Mientras la amazona tipo Y no dé el salto cuántico para procrear con el todoterreno tipo K, los ejércitos de ángeles de Luzbel seguirán siendo un sueño, pues, no le ha sido dado obtenerlos por el método a goteo de su fábrica de androides.
Los corredores marmóreos se proyectan en incendios acuáticos, el crepúsculo de los dioses copa la estética que trae al mundo a un “ángel” adulto que, a imagen del hombre, desde que nace es lo suficientemente viejo para morir, y teme por sí mismo apenas caído de la funda de plasma que lo contenía, se ha quitado del estado ideal en nuestro universo: no haber nacido. Un prototipo de amazona yace a los pies de su creador y, a pesar del indescriptible dolor de nacer, del temor consciente a la vida, se aferra a ella con desesperación. Luzbel, puñal en mano, la mata por no portar consigo el salto cuántico de ser un vientre de ángeles.
El sujeto del desarrollismo, sometido a la libertad del capital para multiplicar la servidumbre moderna, globalizando el tiempo laboral que enajena hasta su descanso, está pendiente del llamado de volver al redil como en los tristes recreos de la época escolar carcelaria, así no se vive para darle sustancia a la muerte sino que se es un condenado a perpetuidad a trabajos forzados. Así el arte también es libre pero encuadrado en la libertad de mercado, debe venderse y prostituirse creando burbujas de alienación acumulativa, hay que darle anti-valores al consumo desaforado, jamás valorar la belleza intangible del cuadro puesto en subasta de Leonardo da Vinci o de Vincent van Gogh. Pura utilidad bursátil, pura especulación estética monetizada, apenas la percepción del acaparador narcisista: “…esta obra de arte cuesta más de trescientos millones de dólares porque tal fue el precio que pagué por ella”.
De las aportaciones a granel de la cinematografía comercial engullida por las masas vía pantalla gigante, grande o mini, la excepción vienen a ser largometrajes que tengan como fundamento hacer que lo suyo sea el séptimo arte, sea el arte más cercano a la realidad de la modalidad visual que es el sentido que por inercia dispara la imaginación de los demás sentidos del sujeto de la experiencia, así sueñe con los ojos cerrados. Qué refrescante y verídica es la lentitud de los incendios de Denis Villeneuve en Blade Runner 2049, una exquisitez para demorarse lo que a uno le plazca en su pos-visionado, como una montaña no se puede abarcar de una todas sus aristas, vertientes y demás accidentes geográficos. Tiene condumio para rumiar de largo, su contenido poético filosófico no es una ficción futurista sino que machaca en la realidad actual de nuestra especie, es una reflexión de este mundo satinado, sin mancha original, de perfección claro oscura que en sí es el habitáculo donde mora el sujeto narcisista, el sujeto de los imperativos de la calocracia.
Da risa nerviosa, y otras sensaciones inocuas visionar el paroxismo de las películas huecas de afectada no-ciencia ficción, en este entretenimiento uno no se vincula ni se demora, es un pasar por la zona sin sustancia del me-gusta, un seguir por la dimensión que no regresa a ver porque en los templos del consumismo hay que embelesarse rápido y atragantarse sobre la marcha. Qué bien surtidos de placebos están los pasillos del enfermo terminal. En la estética volandera del me-gusta, la reminiscencia se va de excursión a la nada, allá no se generan recuerdos que animen el mañana del sujeto de la experiencia. El niño, púber y adolescente Proust sí generó futuro, hizo que el escritor Proust recobre el tiempo perdido en siete tomos y 3.500 páginas, allí los aromas de la eternidad se repiten como un sueño, sin caer en la transparencia que es en sí lo pornográfico recurrente. La pornografía de nuestra era del desperdicio es la ausencia de pudor y desnudamiento de la intimidad, desacralizándola en la cotidianidad virtual.
Las realizaciones cinematográficas anti ciencia ficción filosófica, que apenas avanzan en la curiosidad, son la generalidad a cuenta de la insaciable novedad de las masas. La escatología extraterrestre no es otra cosa que la proyección del ser humano, ese muerto viviente digno de pantalla. Las especies de pacotilla que pululan en el cine-basura, esos monstruos venidos de algún lugar de la Vía Láctea, sacados de los confines del universo o de dimensiones paralelas, al cabo son efectos visuales a precio de oro que retratan al bípedo depredador que funge de amo de la Tierra aquí y ahora. Las formas alienígenas sacadas de la amplia gama de insectos terrenales, se abalanzan sobre todo lo que entienden como suyo para hacerlo papilla, a nuestro uso y semejanza.
La estética del consumismo fomenta la bulimia del usuario por producciones que se embotan a sí mismas al par que se anulan en el espacio desechable del me-gusta no-gusta. Es prioritario en el ciclo del desperdicio dar lugar a flamantes productos que urgen ser arrastrados a su vez por la corriente de lo inmemorable y, como los periódicos y noticieros, oxidarse entre montañas de basura informativa y datos intrascendentes.
El director canadiense no asumió el reto de hacer una réplica de Blade Runner 1982, no aceptó que su producción sea una vulgar y predecible continuación de la joya cinematográfica de R. Scott, el creador de la marca Blade Runner (matador de androides subversivos). Tampoco lo ha hecho para competir o emular a R. Scott, superarlo sí en el sentido de fundar su propio taller Blade Runner. Villeneuve se metió en su propio laberinto movido por la realidad actual del ser humano embebido en la tecnolatría. Lo cierto es que el mismo R. Scott se encarga de poner peros a la realización del colega y amigo heredero de la saga Blade Runner, se quejó entre jodido y chistoso de que el metraje le vino “endemoniadamente largo…”. Este dicho de R. Scott le conviene, y mucho, a Villeneuve, en suma es la certeza de que no fue un amanuense o servidor de lo que el caballero inglés esperaba del rodaje si hubiese estado bajo su dirección. Se impuso el artista, el estilo Villeneuve de hacer cine prevaleció, y de esto es que tenemos una producción endemoniadamente distinta a la de R. Scott.
Blade Runner 2049, mantiene la etiqueta de estar inspirada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (publicada en 1968,), es una cortesía que se le debe a la obra psicodélica del gran Philip K. Dick, esto sin que sufra la distancia real de la película con el libro precursor de ciencia ficción filosófica. Es más, se agranda la distancia por el tiempo transcurrido desde la elaboración y lanzamiento de Blade Runner 1982, entonces el escritor Philip K. Dick estaba en pie y al tanto de la filmación del largometraje por el que mostró simpatía sin que pueda visionar el resultado final, falleció en marzo de 1982, meses antes de su estreno. En lo principal, Blade Runner 2049, se aparta de la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, por el mismo instinto de distancia que lo separa del estilo cinematográfico de R. Scott, porque es una condición inalienable del cineasta Villeneuve hacer arte por él mismo. Villeneuve marca la diferencia de lo que es la literatura en sí y de lo que es el cine en sí, acercándose con ello a la independencia que proclama Andrei Tarkovsky. No es cuestión de perder la influencia de las artes entre sí, o de extirpar la inspiración que provoca en el cine las artes más antiguas, se trata de que la cinematografía esculpe en el tiempo secuencia a secuencia, crea poesía cuadro a cuadro, y con ello se acerca como ningún otro arte a la realidad concreta del ser humano que está anclado a la modalidad de lo visual.
A un poeta andante le basta una libreta o la pantalla de su tableta para levantar su obra, la austeridad es inherente a su rescate de la belleza. Matsuo Bashō lo hacía haiku a haiku en el siglo diecisiete, caminando meses cargando lo mínimo en su morral, calzando alpargatas que hoy se exhiben en vitrina del sol naciente ido, haciendo una vida de subsistencia por los senderos del Japón feudal del período Edo, aquietando la marcha para asentar poesía de cualquier paraje que pida acción contemplativa. Haikus brotando de la floración de cerezos y duraznos, de la hojarasca del bosque de bambú, del ciervo sika rumiando el otoño, del chapoteo de una rana en el estanque de lotos primaverales. En comparación con el romántico minimalismo oriental de Bashō, de la picante austeridad quijotesca de la literatura, lo que sí se puede afirmar de la producción de Villeneuve es que fue endemoniadamente costosa. Con un presupuesto así de monumental el cineasta checo Jan Švankmajer, sin menoscabo de su magnífico arte total, a lo mejor no sabría qué hacer con el montón de plata que le sobraría. Esculpir el tiempo en Hollywood puede llegar a tener un precio obsceno, vale la burbuja cuando en lo esencial el arte no se ha prostituido y, como directos beneficiarios de Blade Runner 2049, somos demorados gastrónomos del condumio del tiempo lento, de la demoledora verdad de la condición humana difuminada en sueños robóticos y de la poesía visual que ahí se destila.
Una vez liberada la obra en el ciberespacio, por cuenta propia acudimos a su encuentro fuera de estrenos en cines rimbombantes, en nuestro escritorio y con la pequeña pantalla de la laptop como herramienta de arte visual se dio el punto de reunión con Blade Runner 2049, no es el romántico escenario de un cinéfilo tradicional, pero al fin acomodamos la circunstancia cinematográfica a nuestra circunstancia de espectador de mini-pantalla. Tenemos como principal sentido para capturar el contenido de una película a la vista, siendo el acompañante de rigor el oído, y ambos sentidos se han acoplado sin queja alguna al visionado en pantalla mínima, ya defenestrada la televisión con su pantalla grande de pared, ya defenestradas las salas de cine enclavadas en una sección de los templos del consumismo. Si fuese a un teatro de proyecciones regular saldría lagrimeando por la migraña que me ganaría por la costumbre perdida de acudir a los puntos de encuentro del cinéfilo tradicional, de ahí que sería un tormento mantener la cabeza alzando a ver a la pantalla gigante y, por añadidura, aparte de los efectos especiales que son de ficción, sufrir el volumen “normal” al que se emite el rodaje como si gozara de un mega oído, vendría a ser intolerable estridencia. Supongo que pierdo algo o mucho de la espectacularidad de los sonidos y colores del cine Hollywood y sus sucedáneos a nivel global, pero por contrapartida he sido favorecido con la imaginación que vuela a la hora de recrear lo visionado en mini-pantalla porque nos hemos detenido a discreción en la sustancia y sus detalles. Así se experimenta el contrapunto con la pantalla gigante o la pantalla grande de pared que viene a ser el rectángulo del tiempo hecho trisas, el rectángulo de la prisa artificial, el rectángulo bulímico.
La pantalla de televisión de hoy día no es nada chica, es lo suficientemente grande, transparente e hipnótica para equipararse, en sus efectos devastadores en la psiquis humana, a los efectos de “la caja de ánimos” de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? A través de la pantalla grande se ofrece el ánimo que encaje con el ánimo del televidente, y la oferta de ánimos es prácticamente inabarcable a toda hora y todos los días del año televisivo. No sé si llegue al televidente interactivo con una oferta de programas en tiempo corriente tipo “como la vida mismo”, siendo una suerte de usuario-actor del teatro montado a la manera psicodélica de los hogares de Fahrenheit 451, novela de Bradbury. En las redes sociales ya el usuario está inmerso en actuaciones de “como la vida mismo”, y puede asumir distintos papeles en tiempo corriente, que van desde el de mero observador casi-invisible hasta avezado actor casi-presencial del acontecer mundano, yendo del campo familiar al conocido general y, por extensión, explorando si le apetece en el último rincón planetario político/social que los robots buscadores lo conduzcan.
Se espía y se es espiado a gratuidad, sin manchar ni arrugar el espacio de acción concreta del sujeto de la experiencia que está de vacaciones indefinidas en el limbo -plano e insensible-, es el ente del ciberespacio el que navega en la información a mansalva de las redes sociales, retratándose a muerte con el paloselfie injertado en el brazo. Parafraseando al doctor Sabato, acá en el mundo virtual, la suma de comunicaciones hace una incomunicación.
El androide tipo K, de Blade Runner 2049, no sueña con ovejas eléctricas sino con una androide tipo Y, así ella sea la maldita de la película y, en consecuencia, sueña en procrear la especie que no deje más asidero al Homo sapiens para proclamar superioridad moral sobre los androides a cuenta del fenómeno reproductivo mamífero y su capacidad de superpoblación sustentada en el número de vientres activos. Cuando ya el androide tipo K ha superado con creces al prosaico Homo sapiens, no es el adefesio de súper-hombre útil de la calocracia o útil de la vigorexia horizontal. No, el androide K, empujado por la locura religiosa de su creador humano que quiere trillones de “ángeles” para reconquistar el paraíso, toma consciencia de que él ha concretado al ultra-hombre contemplativo vertical, al salvador de lo bello distinto y vinculante, aquí como si se estuviese remitiendo a la filosofía de Byung Chul Han.
por Juan Arias Bermeo | Mar 1, 2018 | Mini Ensayo
¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, es el título interrogativo de la novela de P. K. Dick que inspiró la película dirigida por R. Scott, Blade Runner (traduzcamos su significado como algo parecido a esto: matador de androides subversivos). Primero había visionado el rodaje que es un gigantesco engranaje de humanos y material fantástico, para conseguir una de las ralas producciones señeras del cine de ciencia ficción. Esto me motivó tiempo después a leer el libro que inspiró tan memorable película, y que tiene un título ajeno al rodaje puesto que si bien allí se visionan androides no aparece ninguna oveja eléctrica. ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, es obra de un solo creador (escritor), a diferencia del producto de un equipo bajo la batuta de un director que carga con la fama de haber realizado Blade Runner. No así, el libro de Dick, que está entre el montón de obras de ciencia ficción que dejó su alucinada prodigalidad, basta decir que en su diario inédito acumuló más de un millón de palabras. ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, en sí es una interrogación existencial, y que a la sazón carece de sintonía con el título de la cinta Blade Runner, y es debido a que la película toma un rumbo diferente del que tiene la obra psicodélica de Dick.
Blade Runner, en su ámbito celuloide, está en la cima de la pirámide; ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, es una novela que seduce leerla gracias a la película, y no es emblemática como lo es La naranja mecánica, de A. Burgess, libro que procreó a la película homónima. Burgess, catalogó a La naranja mecánica como su “media novela”, en comparación a las otras novelas de su autoría que consideraba de más condumio, pero ésta tuvo la suerte de que el irlandés Kubrick la escoja, y use su mismo título, para su laureado largometraje, que es paralela a la novela sacando un provecho extraordinario de ella aunque sin tomar en cuenta el capítulo final, de lo que Burguess se quejó amargamente puesto que allí los extremos de la ultraviolencia frente a la paz borreguil, se amalgaman para abrir un camino intermedio de armonía sin renunciar a las sinfonías de Beethoven. No se puede homologar una película con una novela así nomás, el cine imagina por uno dando su versión de las ficciones literarias con un máximo de cuadros y un mínimo de palabras.
Un libro existencial que sacude, página a página, hasta los cimientos del lector, se niega a ser transferido a una película, se niega a ser empaquetado en un tiempo-espacio ínfimo que no le corresponde pues, se debe al lector-recreador en exclusividad quien, en radical soledad y con todo el tiempo del mundo, lo repotencia y extrapola a su propio lenguaje en constante fermentación. Del salto cuántico cometido por el creador-escritor se sirve el lector-recreador para a su vez dar el suyo.
Hay películas que arruinan el imaginario de novelas sencillas y fáciles de digerir, como El Hobbit. La magia de los personajes y escenarios de El Hobbit, de J. R. R. Tolkien, se diluyó visionando la superproducción cinematográfica, desde Bilbo Bolsón para abajo se me quedaron grabados con la fisonomía que les otorgaron los disfraces aunados con maquillajes y efectos especiales. La película me sirvió los paisajes acabados para que no pueda añadir nada a su artificial perfección, así que maldigo la hora de haberla visionado porque destruyó la capacidad que tenía para recrear a mi antojo a las criaturas míticas de la lectura de El Hobbit. Pagué caro la gula de querer ver más donde los efectos especiales hicieron trizas mis ficciones literarias para que se colen las fantasías de la matrix. Esto no me sucede con novelas cumbres de la literatura existencialista que he tenido la suerte de haber leído y releído, pues, no son víctimas del perfeccionamiento cinematográfico y, por el contrario, éstas liquidan a las películas que pretenden capturar su estatura literaria.
Por ejemplo, la producción de Bajo el volcán, del director J. Huston (rodaje que metió sin miedo billete, técnica cinematográfica, engranaje humano, para obtener grandes recaudaciones), no obstante su huella es deleznable, ni las pisadas de la novela Bajo el volcán, de M. Lowry, no transmite el espíritu de las páginas gloriosas del ebrio universo que gira infatigable con el cónsul Firmin, ¡qué alegría me dio constatar que es inmune a la picadura del entretenimiento comedido! En eso de “inspirarse” con Bajo el volcán, le fue mucho mejor en términos de creatividad artística al largometraje de bajo presupuesto Mezcal, del mexicano I. Ortiz, que toma su propia senda con una fotografía y guión original, vislumbrando el monólogo copioso del genial alcohólico Firmin/Lowry o podemos decir también Malcom/Geoffrey. Mezcal, aglutina ciertos aires de la complejidad indefinible e inabarcable de la novela Under the volcano, como en la recreación del escatológico caserío de Parían y las sombras que filosofan en la cantina El Farolito, en el magnífico caballo que luce sereno a la luz del día, y que aterrorizado por los truenos de la tempestad pos crepuscular se desata, se desboca, atropella y mata. Nadie podrá hacer una película que se equipare a los demonios del cónsul Firmin, como los borrachones que descienden al inframundo que anhelan porque el paraíso es la sede del tedio. En la Divina Comedia, Dante, crea un edén que no es tentador a la lectura, la figura del infierno es tan dominante que del cielo dantesco apenas puedo dar fe que lo ascendí sin emociones fuertes puesto que no tengo de él recuerdos preponderantes. El paraíso dantesco sirve para el engolosinamiento de académicos y autodidactas de la A a la Z, como el autodidacta de La Náusea, de Sartre. Bajo el volcán, es el “non serviam” -no serviré- de un genial endemoniado que no oculta su desdén por el feliz más allá humanista, prefiere hundirse en un ebrio averno antes que estar sobrio como una tumba en el campo santo de los autómatas.
No serví para seguir lo preceptos de los apóstoles del positivismo irracional, la cantaleta de que hay que triunfar a troche y moche me hacía el efecto de un somnífero, he sido inmune a la droga que hace que olvidemos de raíz cómo vivir por sí mismos, y si alguien me pregunta qué aprendí de los años de cubil en cubil en los centros de estudios borreguiles (CEB) -de la primaria al PHD, donde la perdición del ser creativo está garantizada-, diría que nada, o sea que fui honestamente nihilista en sus fantásticos reductos. Y eso me salvó de estar sometido a la matrix de por vida, desperté, renací conforme avancé a la adultez, el gran desasimiento es para los pocos, las masas no conocen esta suerte, y lo penoso es que cabezas privilegiadas que conocí se arruinaron en aras de ser ponzoñas graduadas de los CEB, quedando inútiles para reinventarse, convirtiéndose en epígonos de la nada o sea en humanistas a sueldo. Juan Rulfo, en una memorable entrevista en blanco y negro con Joaquín Soler -que hacía malabares para sacarle palabras de la boca a su impasible invitado-, lanzó una frase imperecedera cuando le preguntaron con intencionalidad qué de provecho sacó del internado escolar: “Aprendí a deprimirme y hasta ahora lo hago muy bien”.
Es loable que con unos pinchazos al teclado del esclavo de silicio, uno tenga a disposición a Blade Runner para visionarla, y para leer a ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, y emparentar sus valores aunque nunca fusionarlos. No hay necesidad de enfrentarlos el uno al otro porque están en diferentes dimensiones. Cuán fácil es bajarse el conocimiento Homo sapiens del ciberespacio ya sea para visionar, contemplar, leer o escuchar en un portátil convertido en cineteca, pinacoteca, discoteca y abismal biblioteca. Con la actual sobreabundancia literaria colgada en el ciberespacio, no habría cabida para el autodidacta de la A a la Z de La náusea, a menos que quiera cometer suicidio por atragantamiento de fajos de palabras. Sartre, se ensañó con su personaje sartreano de lo que puede hacer un autodidacta por pretender aprehender lo que se le ponía por delante literalmente empezando por la A para nunca llegar a la Z en la biblioteca provinciana de su desastre total. Sartre, no tuvo compasión alguna con el sujeto que fue libre para escoger su enajenación en la biblioteca que sirvió para quemarse la mollera con tomos y tomos de la A…, físicamente por más que lo ilusionara al desquiciado autodidacta arribar a la Z era una empresa imposible, pues, no había hecho los cursos de lectura dinámica que dicen que cualquier vecino se puede tragar sin digerir en seis minutos, ejemplo, la novela El Túnel, y ahí no estuvo el doctor Sabato para hacerle entender al depravado que “la suma de posibles hacen un imposible”. No hay manera de imaginarlo a este bichomonstruo sartriano, desaparecido a mediados del siglo XX, bajándose indiscriminadamente libros a su portátil para que le presten una vida de la A… Pero, ¿quién sabe?, a lo mejor al autodidacta se le iluminaba el caletre y habría optado por la bulimia de las redes sociales, y hubiese escogido plegar al chismorreo incesante para ser curioso de la A a la Z , y se hubiese convertido en compulsivo megustero no-mesgustero, en un ente hiper-sociable que a diario reparte generosa e indiscriminadamente, por doquier en los portales del ciberespacio, sus versátiles “me gusta” y “no me gusta”, evitando todo lo que huela a tiempo-espacio de reflexión.
No es fortuita la voluntad de entrar en acción con mi propio entendimiento para emparentar las dos obras de arte que celebro haberlas pasado por el gaznate como un aperitivo de los dioses de la ciencia ficción filosófica -etiqueta que hay que colocar para diferenciar ambas obras de los enlatados de bazofia futurista-. Blade runner, tiene dos horas de metraje y, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, se aproxima a las doscientas páginas de extensión. Con la película, en mi esclavo de silicio, pude hacer regresiones a placer, reforzando las partes que requieren más de un visionado para ordenar mejor la concatenación imparable de su acción, p. ej., cuando el androide filósofo da su último discurso enardecido a favor de la vida, en un mundo donde los humanos no viven propiamente -¿quién hace una vida auténtica ahora mismo?-, y fenece con una sonrisa en los labios después de haber exprimido cada instante de sus días que apenas alcanzaron a reunir cuatro años.
Con la lectura del libro ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, te queda de una lo que propone P. Dick, la demencia de una sociedad distópica donde el Homo sapiens tiene a la mano opciones para fugarse de su espantosa realidad, y así huir de la elección de autoeliminarse. Una posibilidad es pinchar en la “caja de ánimos” lo que el usuario cree lo pondrá en un estado similar a los deseos cumplidos, otra posibilidad es sumergirse en la caja masoquista del calvario que lo llevará a la redención. Estas dos alternativas de no-vivir no son el fuerte de la película Blade runner y, gracias a que la visioné antes de leer la novela que la inspiró, he tomado los cuadros y diálogos de ahí para redondear lo que en el libro no brilla por su exquisitez, así he mejorado -para mí- la forma y sustancia de la novela que al fin al cabo mete a una oveja en su trama, la que dice mucho de los animales puros que por haber sido exterminados del planeta son muy codiciados y mientras menos quedan más caros son en el catálogo de mascotas orgánicas, de ahí que la inmensa mayoría de urbanícolas ha de contentarse con tener mascotas eléctricas, y sueñan con obtener un bichito de carne y hueso para que dé algún valor a su obtusa existencia (no más absurda que la existencia de la humanidad actual, Kafka ya la describió tal cual es promediando el siglo XX). ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, es una cuestión existencial que sugiere que el androide es más vividor que el ser humano entregado a la fantasía de un mundo feliz.
por Juan Arias Bermeo | Ene 22, 2018 | Mini Ensayo
El consumismo Homo sapiens está llegando a los picos más altos del Antropoceno, la era que a pasos de manicomio ya marcó calavera planetaria; nuestra especie apenas necesitó una minucia del tiempo geológico para imponer su entropía máxima. Hedonismo europeo, o sueño americano, ambas son baratas versiones de bienestar que se posesionaron de la Tierra, y presionan como una marmita letal donde anidan las mayores masas de bípedos depredadores exigiendo incorporarse al ideal último del síndrome de la plaga: aniquilarse a sí misma aniquilando a las demás especies. Este colofón de fuego de nuestra civilización es el triunfo del instinto de entropía máxima, triunfante viene la apuesta fundamental de su genoma: acabar con el futuro de la plaga que es para sí y, por extensión, destruir a Gaia que ya tiene etiqueta de expiración junto al Antropoceno. Al cabo de la administración Homo sapiens del globo terráqueo, de los segundos en la historia del tiempo que le tocó fungir de gerente general del Antropoceno, habrá cumplido con su única y gran meta de hacer del edén original de Gaia una bola de fuego.
La realidad Antropoceno o era del mundo Disney, o era Mundo Feliz para rendir honor a Aldous Huxley, se va haciendo lapidaria conforme palpamos la falsa austeridad que no es la Austeridad con mayúscula que vive el filósofo en sus banquetes de recogimiento, pues, la propia existencia austera es vivir a tope con lo mínimo, ejemplo, la vida en los bosques de H. D. Thoreau. La falsa austeridad es la degradación impuesta por el desquiciado 1% de la humanidad que se atraganta con el desarrollismo y el terrorismo financiero que lo sustenta, modelo criminal que ha convertido la espiritualidad de la Austeridad en sinónimo de decadencia para el individuo de clase media y sinónimo de mendicidad para el proletario.
Putrefactos políticos reivindican a la falsa austeridad en aras del equilibrio fiscal y/o la salvación de la patria, pero no acometen lanza en ristre contra la cleptocracia inmanente a su ideal romano: consumamos, consumamos que mañana moriremos. Están diseñados para subir la temperatura de la paila que abrasa a las masas esclavizadas y freírlas en irreversible miseria física y mental. La falsa austeridad es sinónimo de franco retroceso de la existencia digna, no es sino un pasar miserable por la vida-muerte, una negación del instante en el perímetro de la estupidización de la especie humana, donde el tiempo-espacio para la contemplación se diluye irremisiblemente cual los glaciares de los picos ecuatoriales, los que otrora albergaban lo que los poetas de la Gran Nación Pequeña denominaban “nieves eternas”. No hay espacio para capturar el condumio del tiempo, la vista del jardín de frailejones gigantes debe ser una postal satinada que no duela.
Poetas, artistas, filósofos, pensadores y científicos que predijeron el consumismo exacerbado del mono pensante caído en la cosificación, también lo hicieron con los holocaustos que ha desatado el racionalismo irracional a trochemoche. Los genocidios del siglo XX, a buen ojo de las masas hipnotizadas por el instinto de entropía máxima de sus líderes criminales, en su momento fueron razonables por antonomasia. Los grandes criminales del siglo XXI, siguen hipnotizando a las masas en aumento y constante fermentación, ellos continúan invocando a la razón a la hora de activar un mundo feliz.
Nietzsche, momentos antes de su colapso en Turín, se topó con el caballo sudoroso y de ojos desorbitados que recibía azotes de su amo, entonces el filósofo del martillo y la dinamita abrazando al equino le pidió perdón por la especie humana que se traga al resto de las especies del orbe. Esta escena nietzscheana indeleble inspiró la película El caballo de Turín de Belá Tarr; ahí, al son del caballo y sus amos, se va al fondo del extremo minimalismo que preside a la desintegración que es la otra cara de la creación. El caballo de Turín, no muestra la acción del mega metraje de Satantango, no se llega al paroxismo alucinante de la escena del baile con la música mesmeriana del acordeón de Mihâly Vigo, donde los desquiciados granjeros se embriagan más de lo corriente antes de la diáspora, huyendo de sí mismos dejan que alcohólico demiurgo apague la luz del caserío enclavado en la modernidad medieval siglo XXI, y sea tragado por el barro invernal de la estepa húngara. El caballo de Turín, es extremo minimalismo retratado en veinte y tantos cuadros cinematográficos que encierran los seis días que toma el viaje al blanco y negro esencial del mundo de Belá Tarr: la llanura estéril, al pozo de agua dulce exhausto, la casa de adobe y piso de tierra con dos ocupantes que van perdiendo la gana de comer la papa de cada día (literalmente una patata y sal constituían la sola comida cotidiana). El brioso caballo que aparece en la primera escena, tirando con denuedo de la carreta contra el viento huracanado y la cellisca, se echa a morir días después en magro establo, prediciendo con su actitud de cascos caídos el último rayo de claridad de sus malditos amos. El fondo de El caballo de Turín, no es apocalíptico más bien es el Homo consumericus desapareciendo.
Circulan fotografías espantosas de niños africanos agonizando junto a buitres que aguardan el momento de devorar su cáscara; tanto repiten en la tele-basura imágenes monstruosas de inanición, de saqueo, de los horrores que comete el Homo sapiens contra sí mismo que ya es parte de la cotidiana realidad Antropoceno lo que en la ciencia ficción filosófica de S. Lem tampoco es novedad, se trata del mismo bichomonstruo repugnante cadaverófilo furioso, a falta de un alíen que lo sea. La tele-basura, los medios-basura, han activado el pasivo instinto antropófago de las masas: “Danos, Señor, el cadáver de cada día”, es la oración de la humanidad ansiosa de novedades carroñeras, estamos ante el derecho adquirido que tienen los medios-basura privados o públicos para la alienación por inercia del usuario. ¿Cómo escandalizarse por la capacidad que tiene el sujeto de la alienación para ejercer crueldad atroz contra sus congéneres? ¿Cómo ser humanistas atormentados por el dolor del prójimo al par de rogarle al ángel de la plata que no nos desampare en el afán de adquirir posesiones? Jodidas cuestiones si se está respirando con el móvil injertado en la palma de la mano, si la existencia del sujeto positivista no es más que una prolongación de la curiosidad de supermercado.
El Homo sapiens ya es un robot biológico que existe únicamente para que lo den actualizando en su estupidización, por eso Blade Runner 2049 no es una película de ciencia ficción sino que machaca en la llaga de la realidad Antropoceno. En los incendios Blade Runner 2049 del cineasta Villeneuve, se visiona la total supremacía de los entes de la autentica inteligencia artificial y cibernética sobre la incapacidad del muerto viviente humano para recuperar al sujeto de la experiencia que integre a su mente-cuerpo la vida lenta, la contemplación salvaje.
¡No es ético que mientras un infante toma estiércol de vaca en el Sahel, a falta de agua potable, hayan seres humanos que se preocupen por la extinción de tortugas, bisontes, lobos, rinocerontes, tiburones martillo…¡, aúlla el humanista de tele-basura. Tamaña candidez aún pervive en humanos que se han culturizado en las pomposas instalaciones de las escuelas universitarias del sujeto para el consumo desarrollista a muerte. Es el mismo humanista que ha montado purgatorios en un planeta que lo tenía todo para que su fatal administrador sea moderadamente dichoso en consecuencia con su moderada infelicidad metafísica. En los primeros sesenta años del siglo XX se exterminó al 99% de los individuos de la ballena azul, algo así como 360.000 ballenas, que a un promedio de 200 toneladas de peso dan más o menos 72.000.000 de toneladas de carne viva, y si esto dividimos para el peso promedio de un ser humano, digamos 70 kilogramos, tendríamos el peso de algo más de mil millones de humanos. Hagan sus propias cuentas, sin sentimentalismos, pertenecen a una especie inteligente para calcular. La cuestión es, acaso el exterminio de la flora y fauna prístina por parte de élites desquiciadas, sirvió para abolir la miseria de los seres humanos desposeídos de futuro: ¡No! El sacrificio de trillones de mamíferos, aves y otras especies de matadero, ha servido para mejorar la condición humana: ¡No!
En países desarrollados o en los emergentes en fuegos fatuos, todos subdesarrollados de espíritu, ahora con la China subida en el podio de la plaga vencedora, se embodegan montañas de carne de atún azul y otras especies marinas para que los gastrónomos del mundo degusten sushi o similares delicias acuáticas durante los próximos veinte años, cuando los precios del menú de la cocina de la extinción únicamente estén al alcance del bípedo cleptócrata. El elefante, el oso, el tiburón, la morsa, la pantera, etcétera, no tienen que ver con el destino de las personas que se alimentan de tortillas de barro porque la tierra se volvió estéril debido a la deforestación que lleva en su genoma el progreso para la entropía máxima o destrucción indiscriminada.
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