por Juan Arias Bermeo | May 9, 2023 | Montañas
Avanzaba trepando por la sombra emergente de la huecada entre dos colinas de rocas superpuestas y sostenidas desde la cima a la base por su peso y gravedad, debajo de las formas ciclópeas no había suelo vegetal uniforme sino mantos finos de tierra que eran suficientes para que se apañen plantas de páramo y se den modos para crecer en tan inhóspito hábitat donde a simple vista solo medraba el legado del flujo lávico: campos de molones sueltos descendiendo del páramo de Muertepungo cual ríos grises petrificados que recorren doce kilómetros antes de desembocar chorreantes en la quebrada de pre-páramo del Isco. Este serpenteante fenómeno volcánico creó valles verdes amurallados para el jolgorio de danzante Dionisio, y nació gracias a las fisuras escupidoras de escoria volcánica del Antisanilla, como se ha dicho promediando el siglo XVIII.
La cosa empezó con un auto-engaño, me topé con estrecho senderito de montaña que trajo la ilusión de que continuaría hasta la cima de la colina que a su vez me obsequiaría el paisaje de Laguna Secas por todo lo alto, cual banquete visual de mantel largo y por ende magistral degustación de cuadros silvestres de otra época o al menos paisajes semisalvajes con pinceladas artificiales de actualidad humana. Aspiraba que se suscite distendida travesía desde Laguna Tipopugro hasta dar con el mirador natural que cubra cualquier forma de Laguna Secas, me decía que estaría contento si viese una de sus extremidades inferiores de náyade andina o si se quiere uno de sus cuernos de caracol creado por el fuego volcánico. No fue así de alegre la travesía, el senderito concluía en un remanente de bosque primario, la pintoresca arbolada se aferraba a piso abrupto, era una colorida excepción rodeada de estratos de escoria volcánica sujetos precariamente entre sí y que se levantaban empinándose a oriente, en perspectiva a la altura de los farallones del Isco. El bosquecillo atrapado entre grises cúmulos de piedra, caía al remanso escondido que en la hondonada contenía un charco divino a la vista desde arriba y, según la luz y la posición del espectador, el reflejo era ya azul marino, ya verde, ya turquesa o plomizo. Colegí que este cantarino pozo escondido, se alimentaba de agua lluvia y del líquido que se filtra de las corrientes subterráneas del superpáramo del volcán Antisana. Fue un hallazgo por que no tenía idea de que existía semejante oasis, pues en sí es el abrevadero de agua dulce de montaña para las ralas reses que deambulan en la arboleda como si su misión fuese destrozarla con sus pesuñas fuertes y excavadoras que abren surcos a discreción dentro de ella.
Da gusto fabular que si hoy día nuestra república tuviese la manejable y soportable población humana que tenía en la época colonial del flujo lávico Antisanilla, sería inmensa en territorio y moderadamente feliz en la práctica del acontecer cotidiano; sería el país de los ociosos emprendedores; sería el país de la campiña domesticada y la naturaleza salvaje abierta a las necesidades vitales de los bípedos senderistas; sería el país hogar de saludables filósofos de cualquier instante. Esto último acorde a la leyendas colgadas en el portal cósmico denominado Antiguos residentes del Reino de Quito, de hecho una leyenda que se me vino a la mente en cierta parada que hice para fotografiar especímenes de los jardines liliputienses entre cúmulos de materia inerte previos a la huecada que me puso a ascender por aquel ambiente lovecraftiano numinoso. De la leyenda en cuestión capté lo medular, aquellos jóvenes de toda edad de los Antiguos residentes del Reino de Quito, los quitensis, si estuviesen condenados a existir en el siglo XXI no se habrían deslumbrado con la magia del ciberespacio urbanícola que nos salva y entretiene a la vez en nuestros lugares de resistencia a la alienación de masas –incluida la tecnolatría–; aquellos se beneficiaban de la red de infinitas conexiones del universo micelio que es la vida oculta, bajo tierra, de los hongos visibles, y solo en pesadillas de excepción percibían formas protoplásmicas de terror precámbrico que sin saberlo correspondían a la cleptocracia rampante del corriente presente, o sea la realidad más visible en los cubiles del Proyecto Patria Soberana, residiendo en este superpoblado y obsceno siglo XXI ecuatorial. Concebí que de vez en cuando –como una suerte de catarsis cíclica– los quitensis visitaban el purgatorio en sí de una realidad que les era ajena, y por consiguiente sufrían el estado de conciencia alterada que los amparaba cual vacuna para evitar la decadencia Antropoceno–, tenían esas horripilantes pesadillas visionando el mundo de los honorables muertos de hambre siglo XXI, esos Homo sapiens enmascarados que aúllan inconsolables su paradoja atroz: ¡tenemos hambre!, pero que nada sea para nosotros y que todo sea para la patria soberana.
Por azar no tomé el sendero propio que tras la tranca reforzada descendía al charco, creí que me iría mejor salvando otra tranca menos expuesta y complicada que la principal, esto debido a que me dejé llevar por la aparente trocha sesgada que se internaba bosque arriba, pero resultó que no había tal vía fácil sino que se confundía con surcos varios que en ciertos espacios daban la falsa impresión de tierra arada y sembrada. Potentes mugidos territoriales de un toro invisible y la vista cierta de tres o cuatro terneros con cintas identificadoras en las orejas, me confirmaron que se trataba de ganado vacuno que fue arreado acá en fila india por el único sendero existente y repasado. A pesar de ser pocos especímenes deambulando en la arbolada, las huellas eran ostensibles por doquier en la tierra arcillosa.
Al cabo del fresco bosquecillo habitado por reses que al momento fueron indiferentes al bípedo senderista, desemboqué en la cruda realidad del desnivel gris y que había que ascender sin vestigio alguno del zigzagueante senderito de película animada que anhelaba, la única opción de continuar era abriéndose paso por suplicio de molones tostándose al sol. Tan corto era el trayecto en sí a la meta del balcón lacustre y tan largo el hacerlo por carecer de las cuatro patas hábiles de un chivo montaraz. No se trataba de libre escalada ni tampoco del reto de una pendiente que exija técnica aplicada al mundo vertical, aquí no había cabida para el arrojo de aquellos montañeros solitarios adictos a enfrentar desniveles de locura. Sí había que hacer acopio de paciencia para subir por la huecada a pies y manos apoyados en rocas que dejaban entre sí agujeros suficientes para desbaratarse al cubo.
Arribé al mirador natural de radiante mañana rumbo al mediodía, con moderado viento andino en popa, era tiempo para la calidez sin prisas porque en lontananza no había cabida a la cerrazón gélida de páramo. Cursaba una semana de jovial primavera que de un día para otro podría entregar la posta a encapotado otoño, que es la otra y única alternativa de una climatología carente de rigor invernal, los mansos valles ecuatoriales interandinos desconocen el frío polar nórdico. En todo caso, primavera y otoño se interponen entre sí, no importa si es julio o agosto que en teoría son meses en que deben anidar el sol ecuatorial, los cielos despejados y vientos propicios para las cometas. Una travesía a tientas por el flujo lávico hubiese sido desechada del todo si la meteorología seca y cálida le hubiese cedido el turno a la niebla, a la lluvia y el granizo, pues, no pasaría por la mente del bípedo senderista lidiar con piedras resbaladizas plagadas de hongos microscópicos, musgos y líquenes que revelan su naturaleza saponácea tan pronto se humedecen.
Eso de imaginar lo espantoso que sería moverse en campos rocosos azotados por el viento, el agua y el hielo de un pésimo día a la intemperie volcánica, hacía intenso el aprecio por la compañía de achupallas de raíces excavadoras que, cual anacondas, reptaban por los ínfimos corredores terrosos de las rocas yuxtapuestas al tope de la colina. La planta Puya aequatorialis se asemejaba a un animal de fábula cósmica que emerge de las entrañas planetarias, y junto a otras bromeliáceas se asociaban a espacios provenientes del mundo subterráneo fungi –reino de la red terrenal de los hongos–, eran islas vegetales en la vastedad mineral del flujo lávico. Así surgió el mullido lecho que recibió al espectador de Laguna Secas y sus ninfas espumosas contoneándose en las orillas. Cómo no saludar al Peñón del Isco acogiendo nidos de cóndores camuflados entre plantas epífitas colgando del barranco. Saludé al bosque primario tupido y a los humedales verdes con reses pastando al filo de Laguna Tipopugro, saludé al páramo del Antisanilla y a las lomas presidiendo el altiplano del volcán sumido en sueños magmáticos.
Bajarse del mirador de Laguna Secas fue doble trabajo que hizo del ascenso una maravilla a echar de menos. Resalta el hecho de que estuve a un tris de ser atropellado por el residente jefe del remanso escondido, saqué de quicio al toro padre que a la subida solo escuché su reclamo existencial. Fue una inesperada dosis extra de adrenalina que al cabo de los días se transformó en sofisticado ingrediente del condumio del tiempo, que es eso delicioso que se extrae de la conquista de lo inútil, o sea de las expansiones del espíritu en parajes volcánicos a la mano; sí, salidas regulares a la montaña pueden devenir en acontecimientos invalorables. No es raro que involuntariamente, cualquier rato, sean memorables este tipo de salidas sencillas, sin pretensiones más que de penetrar en lo asequible de la naturaleza salvaje que está al alcance del bípedo contemplativo, evitando complicarse con retos al límite de lo imposible, y así sea posible apearse de Rocinante y echarse a andar sin más trámites. El bípedo senderista no aspira a lo extremo que acarrea montañas de tiempo-fuerza, expediciones tortuosas y flujo de dólares constante. De hecho se dan parajes aristocráticos intempestivos, que acogen al cuerpo-mente a la vuelta de la esquina de la costumbre y el lugar común.Que confluyan los dos únicos instintos del arte de vivir, es decir lo apolíneo y lo dionisíaco dado de una vez, es tan raro y precioso como espontáneo y sobre la marcha, y no es más que la resolución del ser de florecer en lo posible .
El filósofo de la altitud R. Navarrete —andinista, alpinista e himalayista—, desapareció bajando de la cumbre máxima del Annapurna, cuando no había peligro inminente de precipitarse en los abismos, ya prescindiendo de las seguridades de rigor pertinentes a su oficio extremo. Bastó un instante de dispersión del himalayista para que se perennice en los anales legendarios del montañismo ecuatoriano, partió al más allá níveo antes de ingresar a la cuarentena. La despedida del mundo vertical de Navarrete se consumó en la misma montaña en la que desapareció el legendario Kantoborgy. La leyenda reza que hubo de por medio la metempsicosis (palabrota que quitaba el sueño a doña Molly Bloom, personaje sensual del Ulises joyceano) de Kantoborgy, renació en leopardo de la nieves y deambula a la fecha por los riscos de La Diosa Madre de la Abundancia, haciendo lo suyo como noctívago cazador y filósofo de cimas y simas. La circunstancia que me movió a rememorar a estos dos insignes montañeros esfumados en el Annapurna, fue mi encuentro repentino y sorprendente con el furioso toro padre de la mancha de bosque primario, ya de regreso de la colina de Secas. Sucedió que hallándome nivelado con la cocha escondida me relajé pronto, devoré chocolates y aun dormité no sé cuánto tiempo, parecía que la tarde temprana favorecería al bípedo senderista al abrigo de lo delicioso, pero se desvaneció el escenario romántico con el toro padre que asomó infranqueable, haciendo caso omiso a la paz que portaba el sujeto que había superado inmedible sufrimiento que padeció en el descenso lateral a ritmo de gasterópodo, aferrado a cuatro extremidades al flujo lávico.
Decía que reposaba junto a la regia cocha sin un rasguño ni haber sufrido resbalón alguno, era para celebrar estar libre de caídas lamentables. La tarde temprana sonreía y estaba bien acomodado frente a las aguas meciéndose al son de suave viento y criando algas sustanciosas, eran aguas dulces y ricas en minerales para el ganado que por las huellas de pesuñas repisando la otra orilla arcillosa hacían sentir que era un intruso en su oasis. No tenía intención alguna de disputar con el ganado vacuno por su abrevadero y ni siquiera pensé en que podría toparme con los terneros de la mañana en el pedazo de bosque primario. Lo cierto es que acaparó mi atención vislumbrar el sendero camuflado que se abría paso cuesta arriba por la arbolada, es decir había dado con el atajo que conducía a la tranca reforzada que no rebasé a la ida porque escogí cruzar el bosque en vez de descender al remanso. Este descubrimiento era una golosina extra a degustar, era el paso directo al sendero de regreso evitando rodear la cocha y luego subir por el campo rocoso hasta dar con él, siendo el único caminito que permitía avanzar erguido, en modo continuo y seguro. Al cabo seguí el atajo del bosque pero fui interrumpido antes de alcanzar la tranca; sí, eran de nuevo los terneros de la mañana pero cerrando el paso recostados a lo largo del sendero. No parecía difícil desalojarlos valiéndome de una rama y emitiendo el famoso “chu, chu…” sacado del archivo de películas de aventuras visionadas, aunque morosos se incorporaron y creí que podía arriarlos sin inconvenientes hasta que tomen el surco que los desviaría al costado. En ese trajín medio jodido y chistoso estaba cuando de repente saltó a escena el toro padre, formidable ungulado barroso con una gruesa argolla de metal en la nariz que le daba un aspecto de indomable corsario, y se puso al frente de los terneros que no se desviaron sino que por el contrario taponaron la tranca. Y el ingenuo bípedo senderista insistió en el error del “chu, chu…” empujado por la pereza de volver a los rigores del flujo lávico. El toro padre mugió cual poseso, pateó el suelo con sus cascos de las patas anteriores levantando una nube de polvo, bufó, babeó, orinó y defecó de pura ira. Tal vez lo que evitó que embista de una al impávido bípedo senderista es que no contaba con sus cuernos que habían sido cortados casi al ras de su enorme cabeza o mejor, que influyó en su ánimo las palabras sinceras y respetuosas que le dirigí: “ya, ya, cálmate… perdona el atrevimiento, me retiro vencido por la vagancia de no haber dado la vuelta a tiempo a la charca». No retrocedí ofendido, al contrario, agradezco la lección de dignidad recibida. Qué difícil es ser todopoderoso si eres carne y hueso temporal, adiós magnánimo toro padre. De regreso a la cocha tuve que hacer callado el trabajito que la ilusión del atajo me hizo creer que había salvado. El toro padre de sacrificio se habrá olvidado al rato del sujeto de la rama seca y el chu, chu… al que puso en retirada; a cambio, el bípedo senderista creó al ente mitológico, a saber, Minotauro del Remanso Escondido.
por Juan Arias Bermeo | Abr 23, 2023 | Montañas
Rocinante se quedó estacionado a 3.900 msnm., en el claro al costado del portón de hierro de control que estaba cerrado al igual que la caseta de información de Laguna Muertepungo. En todo caso, lo esencial no estaba negado al bípedo senderista y, al cabo, devino en beneficio el no haber previsto que alguien tenía que subir para abrir el ingreso motorizado a la básica carretera de montaña que administran los dueños de la Asociación Muertepungueros, que son las personas que tienen en propiedad fincas que llegan hasta Laguna Muertepungo. Esta asociación se formó con el loable propósito de que crear el espacio silvestre de amortiguamiento biológico previo a la Reserva Antisana, y su fin es recuperar y preservar la flora y fauna del páramo de Muertepungo, manejando así el acceso carrozable a la zona que cuidan de la depredación humana. La vía rústica de montaña vino seca y con oleadas de fino polvo arcilloso por los embates del viento, de haber transitado en lomos de Rocinante hubiese levantado desagradable nube polvorienta tras de sí y de haber habido caminantes o ciclistas habrían maldecido su paso, al igual que yo hubiese renegado de tener que lidiar con el polvo de autos que vayan por delante del mío. A la verdad no hubo otro carro subiendo a la laguna en todo el recorrido motorizado desde la iglesia de Santa Rosa. Fue cosa de agradecer la ausencia de tránsito vehicular e imaginé cómo sería el camino muertepunguero en trance lluvioso, con tiempo frío y mojado habría sido barrizal envuelto en la nada mimética en que se transforma el páramo, y se podría decir que encapotarse es su estado natural, la fortuna me acompañó al acertar en el pronóstico meteorológico de que iba a tener un día luminoso y generoso en reflejos que fabrican colores para solaz del viajero. Es de provecho moverse al amparo de cielos despejados que juegan con nubes volanderas que matizan haciendo figuras, así se aprecia más los distintos azules y celestes que vienen como el fondo y la luz mudable de cuadros de montaña estáticos.
Son memorables las experiencias de campamento en la niebla y cellisca de la media montaña y tres-cuartos de montaña (y más arriba aún), aquellas jornadas duras de roer ancladas en las cimas del gran sufrimiento se vuelven preciosas gracias al contraste con salidas efímeras de equipaje ligero y que apenas exigen traje rompe-vientos y que, de repente, se resuelven como maná del bípedo senderista sin pretensiones de coleccionista de testas de picos andinos. Cuando la intemperie del páramo ha sido brutal contra el intrépido expedicionario este vislumbra la promesa de soñar tendido en mullido y tibio lecho herboso con vista a parajes divinos de arriba hacia abajo en las altitudes de mediodía primaveral. Las altitudes desconocidas por su carácter afable son redentoras cuando dan a conocer el lado íntimo de salvaje calidez que poseen, cuando se transforman en pinturitas con música de los instrumentos propios de la montaña que se reinventa en el tiempo inexorable.
Seguí a pie la senda carrozable de la Asociación Muertepungueros que se encontraba en mejores condiciones que la carretera polifacética principal hacia el páramo de Muertepungo (ya de piedra, ya de arena y tierra arcillosa que con lluvia forman barrizales a discreción fundidos con zanjas que serían como para quedarse varado o perder los frenos, sea a la ida o a la vuelta). A partir de la iglesia de Santa Rosa, se abandona el asfalto subiendo veinte y pico de kilómetros, ascendiendo más de mil metros en altitud sobre el nivel del mar, por la tortuosa y rústica vía general que confluye con las entradas particulares de las fincas, esto hasta dar con el control de ingreso muertepunguero cubriendo los pisos biológicos y microclimas que separan a los acogedores valles interandinos de la cruda intemperie del páramo andino oriental. Era previsible que el tramo de acceso privado a las fincas de Asociación Muertepungueros fuese mejor que la cuarteada carretera pública principal, pues, desde el control de ingreso solo había una distancia de aproximadamente siete kilómetros a Laguna Muertepungo, y sobre un terreno mucho más nivelado que la vía general. Al cabo se asciende cien metros en vertical a la cocha y doscientos metros en vertical a la máxima altura de la vía muertepunguera, a saber, el mirador del flujo lávico Antisanilla. Merced a la mañana y tarde bonancibles –excepcionales, a todas luces, para el cometido del bípedo senderista– la caminata se dio en parte por la altiplanicie, en parte bordeando lomas traviesas y cerros adustos. El accidente geográfico medular de la zona es el flujo lávico Antisanilla, pues, este acontecimiento geológico hizo que surja Laguna Muertepungo y desaparezca la quebrada serpenteante acarreando agua dulce del superpáramo al pre-páramo, dando lugar al paisaje pétreo que irrumpe entre los verdores de la gradiente andina con un brochazo gris que impresiona.
Qué privilegio es caminar en radical soledad (estado que anima a la república de células del ser reflexivo), fueron nutritivos kilómetros recorridos hasta el pie de la laguna y de regreso al portal de control muertepunguero donde aguardaba Rocinante; así reivindiqué para el bípedo senderista las dos caras distintas de una misma travesía. Por arte del lapso temporal del páramo muertepunguero que me adoptó, libre del ruido de la maquinaria positivista Homo sapiens, anduve con los instintos contemplativos en modo de cosecha de instantes para que sean develados en distinto mediodía. ¡Qué rotundo diálogo con los instintos primordiales, con el mito y la magia muertepunguera!
La primera sorpresa de ida a la meta fija de Laguna Muertepungo, fue conocer que la Asociación Muertepungueros estaba reforestando la zona con flora endémica como el polylepis y otras especies vegetales de páramo, no hice fotografías de la flora a la ida a pesar de lo tentador de congelar imágenes de diminutos jardines laterales de gencianas exhibiéndose, ¡cuán graciosas son apretujadas en lechos de jugosas almohadillas de páramo! Estas ondulantes formaciones verdes además de ofrecer nutrientes a las flores violáceas de genciana, las protegen contra el deshidratante viento gélido y de los potentes rayos solares de la altitud ecuatorial. De hecho pensaba más en recibir la dosis de adrenalina extra que me daría la visión de la laguna deseada, así imaginaba que después de tal recodo obtendría el acicate mental para continuar airoso la caminata. Antes de obtener la certeza de que el descenso a la cocha era irreversible, tuve que superar la única cuesta empinada del recorrido de ida que se presentó en perspectiva como si fuese la cicatriz de un corte quirúrgico perpendicular en la frente del herboso cerro. A cierta distancia creí que hubiese sido el solo tramo de la ruta entera, desde la iglesia de Santa Rosa, en el que Rocinante habría utilizado su tracción 4×4. Ya subiendo la cuesta supe que no habría estricta necesidad de poner en modo tractorcito a Rocinante y que si lo haría es porque en sí constituye una muletilla psicológica para el conductor, más que por exigencia de la vía que venía expuesta al barranco pero era solida y sin obstáculos o zanjas peligrosas. Intuí que al cabo de la cuesta obtendría la repuesta de cuán cerca o lejos estaba Laguna Muertepungo, y por fin pude tener cierto reflejo de la cocha aún lejana, aproximadamente a un kilómetro abajo del mirador del flujo lávico Antisanilla, era apenas visible porque se hallaba escondida tras la fantasmagórica barrera pétrea que la tapona y represa sus aguas. El parapeto lávico, conforme se acercaba al bípedo senderista, aparecía cual soberbio castillo medieval de Transilvania, allende el Paso del Borgo, es decir era como un sucedáneo andino de la morada del Voivode de Drácula, y él dispuesto a repeler con fiereza inquebrantable al invasor turco y así defender el tesoro acuático luminoso que resguarda entre lúgubres farallones.
Encaramado a cuatro mil ciento y pico de metros sobre el nivel del mar, desde lo alto del cerro ventoso y punto de inflexión rumbo a Laguna Muertepungo, ya elegí cual “pungo” o puerta montañosa que encierra a la cocha iba a ser el Predicador de silencios. Como es de esperar del contacto con los balcones andinos naturales, recibí atento la lección de geografía vivencial inolvidable hecha para la modalidad de lo visual que se apoya en la modalidad auditiva dominada por el rugido de Eolo y la modalidad olfativa envuelta por los aromas de la flora de páramo que perdura, con su perfume salvaje, en los trapos del transeúnte. Trepado en terraza verde cubierta de almohadillas de páramo asociadas con gencianas violetas y celestes, el protagonista del paisaje panorámico era el flujo lávico Antisanilla. En reciente pasado había gozado de horas primaverales bajo el influjo de cadenciosa melodía de las ondinas de Laguna Secas y Laguna Tipopugro, acá estaba pisando el otro extremo del fenómeno volcánico escupidor de rocas, a más de mil metros de altitud y once kilómetros distante de la quebrada del Isco, completando la visión del flujo lávico de arriba hacia abajo, magnífico panorama que no había imaginado iba a contemplar días antes. Si fuese cosa de bajar a las cantarinas lagunas del Isco por una lengua compacta de magma que se enfrió cual parejo engrudo borboteante, sería maravilloso descender erguido y silbando hasta toparse con ellas, pero la cruda realidad es un poderoso detente para regocijarse de lejos en lo de franquear los once kilómetros de campos de molones sueltos, superpuestos y yuxtapuestos. Semejante trabajito vendría a hacer del cuerpo-mente una piedra a cargar –no la del mentado Sísifo, sino la que uno es en sí en semejantes circunstancias–, o sea la propia unidad de carbono puesta a rodar cuesta abajo por inefable zahúrda de los sueños infernales de Francisco de Quevedo.
Entrar a Laguna Muertepungo pegado a la ciclópea pared nororiental fue una suerte de contemplación eónica del mundo. Cuán grato vino el encuentro con la puerta (pungo) del comedido Predicador de silencios y el resto de puertas (pungos) de sus pares, formando en conjunto imponente herradura montañosa. Los pungos (puertas) no dieron lata insufrible al transeúnte, al contrario, lo honraron con su pose hierática resplandeciente aún resistiendo el embate de los siglos. Fue inevitable que uno que otro plástico o restos de vidrios de botellas estampados contra el suelo asomen en nombre del Antropoceno, la huella de neumáticos de automóvil, motos y bicicletas avisaban de visitas recientes, en todo caso de jornadas pasadas inexistentes en el espacio-tiempo en el que anduve. Al desembocar en la laguna, cuando se dejó ver entera, la primera impresión fue la catedral de silencio que los farallones erigían, y no fue a cuenta de la forma acuática que venía coloreada desde el gris plomizo al ocre rojo o rojo siena, dependiendo de la luz reflejando en algas ferruginosas. Después vino la impresión de aguas que al son del viento en popa eran como un caldo espeso meciéndose sobre el flujo lávico que reposa en el fondo. A falta de la visión del oso andino de anteojos, la vista de los patos de páramo alimentándose de bichitos que medran en la película de agua algosa, la vista de hermosos caballos pastando en los espacios verdes nivelados, fueron complementos agradables de la inmensidad de las viejas murallas herbosas y boscosas en las que dominaba el Predicador de silencios. Era el receptor humano de los encantos individuales y en conjunto del anfiteatro volcánico, no hubo más visitantes transeúntes en el lugar; la casa-refugio color ladrillo de Asociación Muertepungueros daba cuenta de que tenía gente adentro por la ropa tendida que azotaba el viento como si fuesen las banderas rojas y blancas del Predicador de silencios, agitándose airosas. La gente muertepunguera no se dejó ver y correspondiendo a su buen talante no hice mención de acercarme siquiera a su morada. Esta ausencia de visitantes me permitió moverme a ritmo de perezoso de bosque tropical, el lente de la cámara viajera capturaba con el mínimo esfuerzo imágenes profundas y vistosas de Laguna Muertepungo.
Si se hubiese dado el hecho de que la Asociación Muertepungueros abría el portón de control de la carretera para recaudar fondos que ayuden a sostener su propuesta ecológica -ya alertados con antelación de la presencia de grupos de turistas-, las extremidades doble tracción de Rocinante habrían galopado y cubierto la distancia a la regia cocha como si no existiese la aclimatación a lo desconocido muertepunguero, ese salto habría dado origen a otra aventura senderista que hubiera empezado en la laguna y concluido en ella. No habría sido el recolector de silencios que fui, la vista y murmullos de la humanidad motorizada hubiesen achicado el espacio-tiempo y difuminado la impresión de lo eónico de los pungos (puertas de la percepción), el ruido de la civilización siglo XXI habría cundido en las murallas y hubiese pasado desapercibido el Predicador de silencios. Habría ganado otra aventura si llegaba al pie de Laguna Muertepungo con mi propia bulla y nube de polvo al mando de Rocinante, ¿qué sé yo?, de pronto hubiese optado por perderme en la flora de los riscos o mejor extraviarme en los campos pétreos del flujo lávico. Pero no fue así, me quedé con la oportunidad única de dilatar la mañana y tarde primaveral pisando los distintos suelos biológicos del páramo muertepunguero.
Sí, ayudó que escogí a propósito un martes de una semana regular, con esa precaución a cuestas la posibilidad de que haga paso a paso la caminata no prevista –tal vez soñada– aconteció como si hubiese sido planificada de ese modo con antelación. Y así se plasmó, fue por añadidura el vuelo inmedible de ojos atléticos a horizontes volcánicos que no volverán sino es en el tiempo recobrado de las alturas del páramo muertepunguero nunca antes visitado por este mortal. De hecho, subir más de mil metros desde la iglesia de Santa Rosa, retrepado en la butaca de mando de Rocinante a una velocidad de crucero de diez a quince kilómetros por hora que es la velocidad natural del azaroso camino de campo que supera la zona agrícola ganadera y que da lugar a sendos miradores de lo exquisito volcánico que es una vitrina a los volcanes del círculo mágico de Lovochancho, los cuales se exhibieron como sobrias deidades apolíneas y a la vez siendo sátiros ebrios de soledad musical en lontananza de un martes raro por su generosidad ambiental .
Imaginé que la mayoría de las fotos de flora de páramo las iba a conseguir al pie de Laguna Muertepungo, dada la exuberancia selvática montañosa que la rodea, no sucedió así porque fui poseído por la deliciosa pachorra de un perezoso de pluviselva, aunque sí me salió una chuquiragua, un botón de senecio que no había conocido antes, un par de margaritas y un escuálido dedo rojizo. La mayoría de instantáneas de la flora de páramo muertepunguero vinieron en la caminata de regreso, y tuve primero que sacudirme del perezoso de pluviselva encantado por el Predicador de silencios y sus secuaces. Hice la cuesta de regreso a la pequeña plataforma verde del mirador del flujo lávico Antisanilla, en el trayecto me obligué a retratar a la flor de Calcitium reflaxion, a flores de racimo de Monticalia andicola y, lo mejor, a las alucinantes hojas lanceoladas, felpudas y nervudas pertenecientes a la planta Gynoxys hallii, no me llaman la atención sus flores amarillas sino las hojas que se acoplan milimétricamente por su lado verde dando la impresión de ser una sola hoja de color pizarra y sedosa preparada para capear los rigores de la altitud andina. Acabando la extensa cuesta que hizo que lo demás sea papaya dulce, volví al campo de almohadillas de páramo de cara al flujo lávico que desciende a la quebrada del Isco, esta vez para aprovechar el tiempo de fotografía retratando a las especies de gencianas que se agrupaban aquí y allá matizando el piso verde con los colores celestes y violáceos de diminutos jardines de Gentiana sedifolia y Gentianella cerastioides.
por Juan Arias Bermeo | May 2, 2021 | Montañas
El volcán Cotopaxi no se percató o también podría ser que a consciencia pasó de contestar el fraternal saludo de Taita Chimborazo. Nada de aspavientos, fue una ligera venia como viene siendo inveterada costumbre intervolcánica, aunque sí le infirió discreto guiño al compañero de orogenia, esto a manera de cortesía avisándole que la medianoche está servida para un banquete de poesía primordial. Taita Chimborazo no se sorprende por su heteróclito vecino, en cierto modo todo volcán que se precie de sí tiene algún grado saludable de anarquista y no diría que son malos modos del joven Cotopaxi, es cosa corriente su adolescente distracción y humor intempestivo a veces eufórico, a veces cascarrabias y no menos veces envuelto en la serenidad de perezoso andino filósofo.
“No se sabe con este muchacho vividor a tope, rayado, díscolo, a lo mejor está lidiando con la muela del juicio… ¿Qué sé yo?”, vibró para sus entrañas Taita Chimborazo, divertido y de buen talante. La noche límpida de luna llena viene a punto de golosina geológica para la modalidad del poeta que es él en noches como esta. Sus ojos privilegiados se han acomodado en el pedestal volcánico de la montaña tropical más prominente de Gaia que es y será hasta que las erupciones acaben por achatarlo y devenir en una loma cualquiera perdida entre el lomerío, mientras tanto es la mole andina dominante, superalfa, es el Taita Chimborazo que se levanta desde las entrañas del cinturón de fuego equinoccial y tiene a su haber tres miradores: dos pre-cumbres y la cúspide que culmina la silueta proa a la cara pálida de Selene, la deidad monocromática que irradia paz y silencio en el vasto territorio visible merced a la nitidez ambiental. El coloso andino abarca con su mirada kilométrica, caleidoscópica, que cubre trescientos sesenta grados de paisajes de tierras altas en primer plano, incluidos los colosos andinos vecinos, y vistas panorámicas de las gradientes y pisos biológicos que descienden al océano Pacífico y a la cuenca amazónica.
En la temprana noche primordial contempló a la mega-fauna pululando en los valles desparramados en sus cercanías, manadas de mastodontes y otros grandes herbívoros paciendo y ramoneando mientras sus depredadores naturales acechaban por tierra y aire a los especímenes más jóvenes, débiles, enfermos o mejor aún, que son ya carroña conformando una comida fácil. Es la ciega evolución aferrada al ensayo y error de la lucha de las especies por preservarse en las parcelas de Gaia. Taita Chimborazo fascina con la visión de la mega-fauna en los valles interandinos que circundan sus estratos inferiores, aunque por su condición de ente geológico está sujeto a la orogenia planetaria y ha sido, es y será atento testigo del proceso evolutivo de las criaturas zoológicas que batallan en la Arena Gaia. Adora el vaivén de ejemplares mamíferos que a sus ojos lucen adorables, desde los osos a tigres dientes de sable. No obstante, añora la visión de los tardíos dinosaurios de su infancia, los últimos que avistó antes de la total extinción de los lagartos terribles que pulularon en su memoria mágica, asume que es por su forma reptiliana que le remiten un no sé qué de los Dragones de Gaia, más allá de que estos últimos lograron una estética depurada y fractal sin menoscabo de su poder defensivo y de repulsión contra cualquier ente interno o externo que amenace el equilibrio terráqueo. Lo rústico de los lagartos terribles trajo el recuerdo sofisticado de los Dragones de Gaia, y no es en vano, es una suerte de aviso de que en breve tendrá el honor y placer de que se dé el encuentro milenario de rigor con los mensajeros de Gaia, seres divinos que lo visitan en veladas de atmósfera clara como esta noche de ensueño.
Extasiado en la medianoche se nutre de poesía estrellada; como el potente volcán que es, se atiene al tiempo eónico al que pertenece y que transcurre entre milenios, lo demás es vivir a todo pulmón las circunstancias de la era geológica que lo acoge en el presente y futuro inmediato. Así, Taita Chimborazo, flotaba a discreción en el delicioso manantial de poesía ancestral y lunática brindaba cuando el Cotopaxi prendió la alerta con una desapacible vibración subterránea, «no vaya a querer erupcionar justo en este instante encantado, y eche a perder las siete armonías que lo cobijaban».
– ¡¿Qué te acontece animalito de Gaia?!
– Me tiene podrido la muela del juicio… estoy tratando de expulsarla de mí sí o sí, ¡¿entiendes?!
Taita Chimborazo tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlar las fortísimas vibraciones de una carcajada monumental que hubiese sido receptada a cientos de kilómetros a la redonda, al cabo consiguió trocarla en sendas muecas moderadas de conmiseración y solidaridad con su vecino. No le iba a contar que el chiste que se mandó para sí mismo, eso de “no se sabe con este muchacho díscolo, a lo mejor está lidiando con la muela del juicio…”, se hizo realidad y ahora no le toca hacer de doliente sino ser algo más que eso, fungir de juicioso consejero y así ganarse pizca de aprecio y consideración del otro.
–Si te calmas y dejas de eructar a lo bestia primordial y paras de lanzar maldiciones procaces a los cuatro vientos te podría servir mi experiencia al respecto, ¿qué me dices?
–Dale Taita, dale… por una vez en tu eónica existencia preocúpate por mí.
Taita Chimborazo sonrió evocando la lucha que tuvo para deshacerse de su propia muela del juicio que a la postre se transformó en gigante mineral viviente e insoslayable, una joya de la orogenia. “Oh, memoria mágica ven a mí”, vibró entrando en reorganización retrospectiva a la noche lunática en que él mismo fue protagonista de la expulsión de la mayor muela del juicio que jamás se ha posado en el cinturón de fuego de Gaia y que, por añadidura, tomó vida propia convirtiéndose en volcán independiente. Aquel diente fue bautizado con el nombre epiceno de Carihuairazo, devino en una mole andina que creció a largos tirones sobrepasando los cinco mil metros de altitud sobre el nivel del mar, y que se yergue apenas a diez kilómetros de su progenitor. “Veamos qué gema nos arroja el joven aún”, vibró interesándose por la coyuntura fenomenal del Cotopaxi.
–Vamos de lleno a la cosa mi dilecto vecino. Solo hay un primer paso indispensable, el resto rueda por gravedad. Y es servirse para hacer gárgaras del elixir espirituoso que nos donó Gaia a través de Pangis –Oh, divina reina dragonil de los Guardianes de Gaia–, en la última convocatoria a la asamblea de los volcanes de nuestra zona ecuatorial, ¿imagino, joven aún, que debes de tener una reserva del líquido del multiverso mágico embodegado, o no?… Que recién te acuerdas del elixir, que lo tienes todo a tu disposición, entonces estás hecho almita de Gaia. ¡Vaya cogorza bendita y sin resaca que vas a agarrar! Yo voy a traer de lo poco que me sobra para acompañarte en el ritual de la expulsión de la muela del juicio, es momento de escanciar mis reservas hasta el concho, presiento que voy a re-abastecerme del elixir ya mismo, respiro en el aire el advenimiento de la convención milenaria con los Dragones de Gaia, se acerca a aletazos uniformes del comandante Aleph Dark.
–O sea que me vas a acompañar en el dolor hasta que se rompa la noche y los dragones de oriente incendien el pajonal al alba, así se habla Taita Chimborazo… Voy por lo mío y tú vete a por lo tuyo, aquí nos topamos en breve. Me amanezco, Taita… ¡Me amanezco!
Quedó atrás la medianoche y, Taita Chimborazo, se ve metido en las gárgaras que vinieron a ser preámbulo cómico antes de la cosa en sí. El condumio del ritual son las abluciones de mente y materia con el elixir de Gaia. A la verdad, no está metido en esto únicamente de puro comedido y gracioso, es auténtico placer hacer de instructor personal y que por imitación se anime el Cotopaxi “a sancochar de raíz” la muela en cuestión al punto que se insensibilice y ablande lo suficiente para que de repente surja el tremendo estornudo que por inercia eche afuera el objeto del suplicio del doliente. Se guarda de avisar al otro de que le sobrevendrá tan repentino como potentísimo estornudo tectónico, el proceso tiene que fluir natural y que conforme avanza sea ocasión para el encuentro intervolcánico atento con el coloso que presume de tener la mayor reserva de poder de fuego, acá en las entrañas de la mitad del mundo de occidente continental.
–Oh, dragones divinos, inolvidables Aleph Dark y compañía festiva, cuánto los recuerdo y aprecio ahora que exprimiré hasta el concho el elixir de Gaia… Oh Pangis, dragona portadora del sagrado encargo del que me había olvidado, desconociendo sus cualidades por simple negligencia. Oh, elixir de Gaia, que no prescribes en el tiempo y estás a punto de manjar milenario espirituoso en boca. Mira tú por dónde vengo a trabar una cogorza del padre y señor mío a cuenta de la muelita que ya va sancochándose de raíz como bien anotaste, magnífico Taita Chimborazo, era el paso previo para hallar alivio y solaz en la noche lunática e impoluta que empiezo a gozar tal cual lo hacía en la niñez cuando surgió la gran floración en estos pagos, el portento natural que puso colores y perfumes embriagantes a un paisaje vegetal pálido e imberbe que venía mustio, gris, ¡qué explosión de fanerógamas fue aquella que pintó la infancia! Así, limpiando el gaznate y sosegando los nervios de los múltiples conductos de la muelita fastidiosa, ¿quién no se vuelve juicioso? Me amanezco, Taita. ¿Qué me dices, acolitas? Si te hace falta más elixir yo poseo de sobra para compartir contigo cuando gustes.
Taita Chimborazo, se contagio del recogimiento aristocrático del joven Cotopaxi, son dos entregados a la psicoprofilaxis que es la poesía lunática rezumando de los pajonales descendiendo a las delicias que proveen los valles interandinos a la mega-fauna rumiante, ya en reposo nocturnal. La libación del elixir provoca melodiosas vibraciones, suscita silencio filosófico y soledad divina, nada más lejos de expansiones estridentes de ebrios alucinados. El Cotopaxi pasó de las gárgaras explicitas del inicio, que fue una suerte de broma compartida con su tutor, a cometer abluciones rítmicas que dispersa el elixir en los conductos de la pieza rebelde y por añadidura fluye el grueso del valioso líquido en la intrincada red subterránea de canales lávicos, haciendo una limpieza idónea hasta el origen del complejo sistema eruptivo del volcán.
El silencio de la noche estrellada se va apagando junto al efecto monocromático de Selene encendida, la amplia visibilidad ambiental del páramo cede a los incendios de los dragones diurnos de oriente, la alborada entra con el trino de jilgueros de altitud entre vapores y perfumes almibarados, picantes, del rocío bañando verdiamarillo pajonal. De repente, irrumpe en la melodía alada del amanecer el gran estornudo tectónico del volcán Cotopaxi, la muela peleona salió disparada a la estratosfera pero la gravedad detuvo su viaje espacial y la mando de regreso aterrizando en caída libre con estrépito. Taita Chimborazo, supo de inmediato que se había dado el acontecimiento esperado en medio del delicioso letargo en que lo había sumido el sol naciente.
El volcán Cotopaxi, que se hallaba sumido en sabrosa vigilia, activó la alerta ante el estremecimiento que se produjo desde los cimientos de su ser volcánico; a no dudar fue el salvaje estornudo que le vino de súbito lo que lanzó algo suyo, muy suyo, por los aires. Al escuchar el impacto de una roca hundiéndose en algún lugar del arenal que circunda las estribaciones limítrofes con sus glaciares, constató que había volado la muela del juicio. No cabía de gozo al enterarse que se libró del problema en un suspiro y sin que haya previsto esta situación sublime, vaya que la cosa no se quedaba en “sancochar la muelita”, como aconsejaba Taita Chimborazo –mostrando su lado humorista–, sino que en realidad lo que proponía era la expulsión aérea del diente rebelde.
Tras el sol naciente no hubo helada mañanera y el joven Cotopaxi vislumbra que disipada la niebla habrá límpido cielo celeste arriba de los valles cálidos y altiplanicies templadas de la serranía. Los picos andinos serán pinturitas indelebles en su memoria mágica, esto después de que en un instante de los incendios del alba estornudó con tal fuerza que se rompió el exquisito arrobamiento que lo arrullaba. Para él no había la expectativa de ver brincar a la muela en el claro de luna nocturnal ni al amanecer, y por ello el sacudón lo conmovió aunque se perdió el espectáculo visual porque la niebla lo impidió, en todo caso fue un suceso sonoro y chispeante el choque de la pieza contra el suelo volcánico, asumiendo que se clavó en algún punto de sus estribaciones menores. Una vez que se disuelva el mar de nubes que se suspende volátil cubriendo su masa estrato-volcánica, tapando la visión de los arenales y páramos que lo rodean, se sabrá cuán grande es es el diente y su secuela del impacto y cuán lejos fue arrojado de su cráter escupidor de magma.
Taita Chimborazo agotó sus reservas del elixir porque la ocasión vino propicia para ello, está en paz con la dosis recibida y también contento de no haber requerido de echar boca de las copiosas existencias del Cotopaxi, pues, no va por la vida de ansioso. Además, esto de gastarse lo suyo a tiempo, lo coloca en mejor disposición ante la próxima visita del milenio de los Dragones de Gaia, no lo quepa duda de que la convención de dragones en la mitad del mundo del altiplano andino va a reventar en un encuentro aún más celebrado que el vivido en el milenio inmediato anterior, cuando tenía un sobrante del elixir que aumentó sus reservas sin que se haya propuesto acumularlas.
– ¡Me amanecí!, Taita Chimborazo, me amanecí en libación celestial. Se ha renovado el tuétano de mis conductos lávicos; he limpiado mi mente y materia pasando por el guargüero, sin desperdicio, hasta la última gota del elixir de Gaia. ¿Dónde estará la muelita? No tengo cabeza para buscarla… Ayuda con tus ojazos de alcance telescópico y de gran angular trescientos sesenta grados, a rastrear la pieza disparada por arte del estornudo salvador que arribó como todo lo memorable, intempestivamente. Imagino que habrá que bautizarla, ponerle nombre, tal como es la tradición ancestral de los nuestros cuando un fenómeno orogénico nos despierta el alma y remece la materia de la que estamos compuestos, ¿o no?
Taita Chimborazo hizo cálculos mentales valiéndose de la experiencia de sus oídos receptando ondas sónicas, y clavó sus ojos en las faldas sur-occidentales del joven Cotopaxi, siguió la pista por la cañada humeante, recién abierta, que se dirigía al arenal de los glaciares bajos del volcán y ahí estaba la muelita reluciendo cual joya orogénica color miel parda. “¡Fascinante!”, vibró en sus fibras íntimas. Al pie del joven Cotopaxi, demasiado cercana como para desarrollarse a la manera del gigante en el que se convirtió el Carihuairazo, yacía una muela encantadora, apacible, hecha y derecha. “Y así se va a quedar”, volvió a vibrar para sus adentros.
–Joven aún, mira junto a tus pies sur-occidentales, es toda una figurita digna de la hermosura terrenal de Gaia. Resplandece, no hay dónde perderse, ¿la ubicaste?
–Pero qué cosa fenomenal resultó mi muela del juicio, vendrá a ser relajamiento involuntario de mis ojos. Y has pensado en algún nombre, Taita…
–Es tu opción y privilegio, no el mío. Yo le chanté a mi monstruoso diente el primer nombre que se me vino como un rayo, cual inspiración del fuego planetario.
– ¡Morurco…! Ya está consumado tu bautizo, diente mío: tú nombre epiceno y orogénico es Morurco.
por Juan Arias Bermeo | Mar 2, 2021 | Montañas
Nanga Parbat, Montaña desnuda, llamada también Diamir, Rey de las montañas, fue de hecho la cumbre del destino de Reinhold Messner antes que la Montaña del Destino Alemán, como al expedicionario Karl Maria Herrligkoffer le gustaba denominarla para ensalzar el deber que él tenía de hollar su ápice por la ruta más difícil, aunque sea de manera subliminal, a través del trabajo de escaladores con convicciones nacionales y fe en las cuerdas fijas que aseguran kilómetros de un desnivel de vértigo.
Karl Maria invitó a los hermanos Reinhold y Gunther Messner a unirse al ideal de vencer a la tenebrosa vertiente Rupal, superando los más de cuatro mil metros de pared vertical que separaba el vacío de la vulgaridad terrena con la inconmensurable altitud alumbrada por Odín. Tener una imagen del tamaño monstruoso de la vía por la vertiente Rupal, que en su mayor parte la abrieron los hermanos Messner camino a la cima del Nanga, sería como colocar cuatro veces, una sobre otra, la cara norte del Obispo ecuatoriano (la cima más expuesta y exigente de los picos que conforman el circo volcánico del Altar) que tiene alrededor de mil metros de caída perpendicular.
Los jóvenes Reinhold y Gunther –de 25 y 23 años, respectivamente–, en el verano de 1970, arribaron del Tirol del Sur para incorporarse a la expedición de Herrligkoffer, venían con la etiqueta de superdotados para la escalada libre. Ellos encarnaban el símbolo de la autosuficiencia de “la bestia rubia” en los Alpes, aún no se habían contaminado con las ascensiones piramidales clásicas, las que proponían el ritual de plantar la bandera patria en la cima como máximo objetivo, donde no contaba el liderazgo individual sino únicamente los logros del conjunto, siendo la base del éxito de estas empresas monumentales la tracción animal de porteadores que trepan el circo humano a la altitud.
Reinhold gustaba apostar con los muchachos de su pueblo natal a que iba a subir tal cumbre, por cierta vía, en tantas horas, sin drogas vigorizantes ni dejar huella de pitones en la pared, ultraligero y apenas alimentándose durante el reto ascensionista. Imaginaba el pico de turno y luego pronosticaba el resultado, a semejanza de su ídolo Mohamed Ali, quien decía “en el quinto asalto lo voy a tumbar a Mike”; asimismo, Reinhold, sentenciaba: en diez horas hago la cara norte del Ogro.
Los hermanos Messner, a su corta edad, habían llenado una hoja de vida “hacia arriba” envidiable, eran ya veteranos de los Alpes que los capacitaba para soñar con los montes ochomil del Himalaya, siendo que a fuerza de buscar la conquista de lo inútil les llegó el reto más grande del himalayismo de entonces, hacer la inexpugnable vertiente Rupal del Nanga Parbat. De entrada sólo Reinhold fue invitado a participar en la expedición, pero más adelante un escalador canceló su participación en la misma y, ante el pedido de Herrligkoffer de que se le recomiende otro alpinista que sustituya al saliente, Reinhold le propuso incluir a Gunther. Ambos hermanos, tragándose el discurso del deber nacionalista de Herrligkoffer, a sabiendas de que éste no comulgaba con la espontaneidad del individuo para lograr sus propias metas fuera del objetivo colectivo, tuvieron que contemporizar con el “jefe”, no existía otra forma de ascender por lo más escarpado de la cara sur del Nanga Parbat, en un tiempo donde no se daban auspicios corporativos a una aventura personal por los Himalayas. La juvenil ambición de enfrentarse a la vertiente Rupal, la pared del miedo y la locura por antonomasia, hizo que se dieran al experimento de grupo, haciendo a un lado su verdadera vocación: escalar por sí y para sí en su montaña mágica.
Reinhold, graduado de Arquitecto, aunque todavía ganándose las habichuelas como profesor de matemáticas, cumplía con lo mínimo que le exigía la apariencia de estar uncido a la normalidad imperante. Sin embargo, ya había decidido que iba a dedicar el resto sus días a la exploración de lo ignoto dentro de sí y afuera en el mundo salvaje, liberándose de las ataduras que le impedían tomar posesión de su destino. No temer a la libertad individual de consciencia fue una fijación temprana en la voluntad de vivir de Reinhold, mientras que Gunther aún parecía conformarse a su futuro de empleado bancario. En esa proyección existencial diferente los encontró a los Messner el viaje al Rey de las montañas, donde el hermano mayor portó la voz cantante de los dos y tuvo acceso a discutir con el maduro líder de la expedición el rumbo de la ascensión al Nanga Parbat, ejerciendo suficiente influencia en las decisiones que tomaba éste. El “jefe”, a pesar que le irritaba mucho la tendencia de los Messner a hacer lo suyo, se dejó asesorar por Reinhold. No obstante guardó instintiva desconfianza hacia ellos dos, suponía bien que en los campamentos de altura corría el riesgo de que no se acaten sus planes por impracticables, y con ello convertirse en burla de los escaladores ya ajenos al deber de equipo que, allá abajo, en la calidez y abundancia del campo base montado a 3.600 msnm, la encarnaba el “jefe” (ya le sucedió antes con el desobediente Herman Bull, quien asaltó la cumbre del Nanga en solitario, vía el Collado y la Meseta de Plata, contraviniendo su orden de retirada de la montaña). La fobia que tenía el doctor Herrligkoffer a que los Messner tomen decisiones propias donde le estaba negado controlarlos, lo llevó a que al final los separe en sus funciones ascensionistas, haciendo lo posible para que al menos Gunther no haga la cima.
Cuando cundió el desaliento luego del primer intento de atacar la cumbre y se acababa el tiempo para ello, puesto que había que hacerlo antes de la temporada de los monzones, y todo indicaba que la retirada era la única opción en adelante, Reinhold convenció al “jefe” para que le dé un postrero chance a la ambición de completar la vertiente Rupal. De esto surgieron las decisiones que marcaron la suerte que corrieron los hermanos en la Montaña de la locura —como sacada del horror lovecraftiano— , todo lo que acaeció por encima del incomunicado campamento V (ubicado en una repisa sobre los 7000 msnm), fue una travesía en la zona de las parcas, y hollar el ápice fue una forma de estulticia. El error no enmendado de las bengalas, que protagonizó Karl Maria, dejaba en libertad al mayor de los Messner para intentar un ascenso a la cumbre en solitario. Kilómetros más abajo, desde el campo base de la expedición, se lanzó la señal roja que implicaba mal tiempo, habiendo lo contrario, o sea un ambiente meteorológico favorable a la ascensión de equipo. Así se desencadenó lo que Reinhold no esperaba de su hermano menor, que éste se rebele a su deber de equipar con cuerdas fijas el corredor de hielo para asegurarle el retorno por la misma ruta del ascenso. Gunther se negó a hacer ese trabajo extenuante, tal gasto inhumano de energía lo dejaba inhabilitado para cualquier intento de coronar el Nanga Parbat.
Reinhold partió rumbo a la cima a las dos de la mañana. Gunther abandonó la labor de cuerdas antes del alba, siguió la huella de su hermano realizando un esfuerzo supremo, cubriendo en cuatro horas seiscientos metros verticales le dio alcance a éste a pesar que le llevaba una ventaja muy difícil de igualar. La campana de la autodeterminación sonó para el joven resignado a su empleo en una casa bancaria y, revelándose contra la ecuanimidad que mostraba al lado del genio indomable de Reinhold, se fue él también a por la cumbre.
A las cinco de la tarde ambos posaron sus pies en la cumbre. ¿Alegría consciente?, ninguna. ¿Cómo se puede disfrutar de un sitio donde el mundo es un desierto empinado, un congelador convexo, y morir es la euforia de no sentir dolor ni apego a la existencia? Apenas había que sentarse y dejar que el dulce sueño blanco los acoja. La vida le es indiferente a un cuerpo anestesiado que ha empezado a morir. Y no puede ser de otra manera, estaban a más de ochomil metros de altitud ahogándose por la falta de oxígeno, portando un botellín de agua, media libra de cacahuates, una colcha térmica para enfrentar los cuarenta grados bajo cero de la noche. Fácil de imaginar para los guerreros del hielo polacos a la zaga del rinoceronte psicológico, Jurek Kukuczka, pero inimaginable para el urbanícola que reside en la constante primavera de los valles interandinos.
El anhelo de eternidad que reventó en Gunther, esas cuatro horas de ascenso forzado sobre una altitud demoniaca, lo incapacitaron para intentar un descenso por la misma ruta de ascenso que los hermanos abrieron para que la posteridad la llame vía Messner. Gunther acusa el tremendo esfuerzo que realizó al no resignarse a ser la sombra que Karl Maria quiso que fuese en “su expedición” al Nanga Parbat, de esto que le propone a Reinhold hacer la única salida lógica que les quedaba, es decir, bajar por la vertiente Diamir, siendo que su parte posterior, la Cuenca Bazin, se presentaba como un paseo de hadas en comparación al infernal declive de la vía Messner (no había otra alternativa de descenso, tal como lo corroboró en 2005 el escalador estadounidense Steve House, quien al estilo alpino, ¡en cinco días!, coronó el Nanga por otra variante de la vertiente Rupal).
Reinhold aún abrigaba esperanzas de que el espíritu de equipo de la expedición se hiciera presente, confiaba en que la cordada que subiría al día siguiente siguiendo sus huellas les proporcionaría ayuda, al menos una cuerda para descender rapelando por un paso extremo y dar con el corredor de hielo Merckl. Vivaquearon en la brecha al pie de la cima, mejor dicho se sentaron a alucinar dentro de los cuarenta grados bajo cero que trajo la noche interminable, sólo existiendo para mover sus manos y pies, evitando congelarse y dormir a la vez, perder del todo la conciencia era entregarse al abrazo de la muerte dulce. A la mañana siguiente, Reinhold, avistó al dúo que ascendía por la ruta que ellos les marcaron e intentó comunicarse con Félix Kuen, que se hallaba ochenta metros más abajo del paso impracticable donde él se encontraba solicitándole la cuerda que facilitaría el descenso de Gunther. El viento, la distancia entre ellos –insalvable a esas alturas– y, sobre todo, la imposibilidad de entenderse con otro cuando el cuerpo ha empezado a morir de agotamiento y por falta de oxígeno, hizo que dialogar con Kuen sea una pesadilla inolvidable. El dúo se fue tras la cumbre, y, Reinhold, aullando como un poseso, por fin se dio cuenta que nunca llegaría la ayuda de equipo. Habían desperdiciado un tiempo irrecuperable en bajar por donde ya Gunther lo señaló hace tantas horas.
El descenso fue liderado por Reinhold, abrir ruta hacia abajo era lo único que podía hacer para ayudarse a sí mismo y a su hermano. Lo hacía invocando el espíritu de pioneros como Mummery, desaparecido en la inmensidad de la Montaña desnuda. La fascinación por el montañismo de renuncia, hizo que antes de embarcarse a la expedición de Karl Maria, estudie a fondo la trayectoria de Mummery en la vertiente Diamir, y esto lo llevó a intuir la salida del laberinto. Lo de aquel hombre fue definitorio porque, allá en 1895, ascendió por vez primera la vertiente Diamir a dúo con el gurja, Ragobir, llegando a las puertas de la Cuenca Bazin, y lo consiguieron apenas calzando botas claveteadas, sin portar pitones para asegurar las cuerdas en la escalada o descender rapelando, llegando tan alto que hasta habrían vislumbrado el último tramo a la cumbre. Merced a la memoria que hizo de lo hecho por el desaparecido alpinista inglés, 105 años después, descendió por la ruta que éste abrió, hallando el paso entre la parte superior del espolón Mummery y la Cuenca Bazin, el que se podía superar sin el apoyo de cuerdas y más tecnología moderna de escalar.
Durante ciertos tramos de la travesía por el descomunal jeroglífico del Diamir, Reinhold, percibía que ya había hecho antes ese descenso kilométrico, y así se lo comunicaba a Gunther, quien fue adquiriendo confianza mental y arrestos físicos conforme la posibilidad de resolver el enigma de roca y hielo se imponía. Apenas contaron con una breve parada a medianoche en la parte superior del espolón Mummery, y el precario vivaque se suspendió con la luna alumbrando la oscuridad a la que ya estaban acostumbrados. En todo caso, apareció la certidumbre del tercer escalador que descendía a la par que Reinhold. ¿Quién era ese tercer escalador que bajaba a su costado en la claridad sublunar? Lo acolitaba el observador de sí mismo, su yo escindido se veía desde afuera y viceversa, dándose mutuamente ánimo. Con el advenimiento del nuevo día, la conciencia de apurar el paso para no ser víctimas de las avalanchas que provoca la solana, y ya encontrándose sobre un terreno fácil de cubrirlo, hizo que Reinhold cada vez se alejara más de su hermano, sin darse cuenta de lo rápido que podía ser ante la lentitud que acusaba el otro. Fuera del entresijo de las torres de hielo pendiendo sobre su exhausta humanidad, emergiendo triunfal de los mayores peligros del descenso, al pie de la pared ya podía escuchar la música del agua donada por los glaciares deshelándose, mientras el cálido ambiente mañanero se henchía con el perfume de los valles floridos que presentía en lontananza. Por fin se detuvo a esperar al rezagado y a procurar calmar la sed abrazadora de su cuerpo, junto al manantial, adormilado, escuchaba los pasos de Gunther aproximándose a él, la voz de éste llamándole le indicaba su cercanía. Pasó el tiempo corriendo entre las aguas turquesas, y de repente le sobrevino la certeza de que Gunther no iba a llegar al lugar, premonición que al cabo se cumplió.
Reinhold buscó alrededor de dos días al pie de la vertiente Diamir, sólo había hallado la huella fresca de un alud por donde podría haber pasado Gunther, su corazón se negaba a creer lo que su mente le mostraba: el cuerpo inerte de su hermano yacía sepultado bajo toneladas de hielo. Lo demás fue el trabajo del instinto de conservación, su carne moribunda echó mano a esa dosis extra de poder que es propia del genoma Messner. Reinhold se arrastró hasta el pequeño valle donde fue encontrado por los pastores con los que inició el largo y penoso traslado de su funda biodegradable al hospital de Innsbruck, siendo que su alma se quedó con el Rey de las montañas, rastreando al amigo, hermano y dúo de la cordada irrepetible. ¿Dónde dejaste a Gunther?, fue el reclamo que le hizo la sociedad personificada en la autoridad paterna.
Treinta y cinco años después (la montaña que se llevó varios dedos de los pies del superdotado escalador por libre para que se dedique al aburridor pero comercial y harto bien remunerado propósito de ser la súper-estrella que hizo por primera vez la cumbre de los catorce ocho-miles, sin oxigeno artificial), la montaña a la que Reinhold regresaba en una suerte de peregrinación, a conversar con el espíritu de Gunther, finalmente le entregó la prueba física de que nunca abandonó al hermano menor a su cuidado. Esto último a cuenta del retiro de los glaciares de la vertiente Diamir y en general de las estribaciones menores del Nanga Parbat, desliéndose por el recalentamiento global.
por Juan Arias Bermeo | May 2, 2020 | Montañas
Reinas en angelados páramos y lagunas,
vigilas el sueño del volcán Chiles con tus legiones,
eres turgente paisaje de remota altitud.
En perenne talante de guerrero presto a cantar su fado,
resistes el embate de la tempestad y sus agoreros
meciéndote al son de furioso ventarrón gris,
amaneces enhiesto y cubierto de escarcha
que cede al fulgor de la luz ecuatorial.
Revestido de impavidez,
hermano Frailejón,
sufres la existencia sin amortiguadores,
cargas el genoma del gladiador salvaje
y el de amante generoso,
prevaleces ante gélido temporal,
te mimetizas con el rigor primigenio.
Radiante te entregas a veranillos intermitentes,
tu faz de seda despide perfumes almendrados,
donde van a refocilarse polinizadores
atraídos por las feromonas del estro.
Alados diminutos yacen en el tálamo afelpado del amor,
ellos portan la semilla de los guardianes de la serranía.
Desde la atalaya humeante del diezmado cóndor,
te nutres abismándote con el nacimiento andino.
Bajo azur mañana se yerguen los pilares del sur,
los volcanes desnudos y los nevados en desglaciación,
añudados por el entresijo que hace prieta a la Pachamama.
Testas de medusa envuelven un pozo sagrado,
al filo del barranco gozan con las cuerdas del universo,
música visual:
perfil dentado de la cordillera,
trampolín a pacífico océano de nubes.
Allá bulle la caldera repleta del maná de los trópicos,
por el cañón sube el piar de golondrinas de bosque nublado,
trepa el aroma de encendidas bromelias e invisibles orquídeas,
desparramándose en almohadones y esterillas de páramo.
Camufladas entre murmurantes colinas,
aguas de intenso celeste reflejan,
cual oasis de un desierto de pardos verdes,
flores que revientan amarillas de tu esbeltez.
Oler la pureza lobuna es caminar contigo,
hermano Frailejón;
respirar aquí arriba hecho fauno,
es beber de los humedales de Gea.
Oh, multitud de frutos dorados,
perdido en el rumbo fijo de los ojos que se duplican,
broto del cuerpo y el alma de un ser bifronte.
Somos el espectador que voltea a ver al otro andante,
el que sonríe tan cerca y tan lejos de humeante civilización,
confundido con ejército apolíneo proa al sol.
Voy arropándome con las múltiples orejas de conejo,
el otro va clavándose de cara en un remanso de suspiros,
ya está holgando con seductores efluvios de Gaia.
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