Corazón
Montaña andina de 4788 msnm, ubicada en la Cordillera Occidental, en la hoya de Machachi. Su cara oriental a la distancia asoma como un pico lanceolado o esbozando la figura del corazón humano, de ahí su nombre en español. Se le atribuye otra bonita denominación aborigen Panzaleo, Guallancatzo (camisa de dormir). Cuando se trata de una elevación andina que fue incluida en las crónicas de uno de los más grandes viajeros del siglo XIX, es menester recurrir a las observaciones y pensamientos que el haber ascendido por su vertiente oriental suscitaron en el aventurero, alpinista, pensador y artista que fue Edward Whymper. No era riguroso geólogo tipo Hans Meyer o científico a la manera de Humboldt; en todo caso, más allá de los datos y conclusiones que aportó a la ciencia y conocimiento volcánico con sus trabajos de campo, es loable tener la narración de lo mínimo para imaginar cómo fueron los contornos del Corazón, la fauna y flora de una época perdida en la que lo prístino predominaba en los valles interandinos y no se diga por las estribaciones medias y superiores de los altos picos del Ecuador. No exageraba el caballero inglés al decir que estaba alojado en un «paraíso zoológico», sus aposentos en Machachi se habían convertido en museo de insectos y reptiles, y daba razón de la existencia de saludable población de ciervos y con ello de su depredador natural habitando las cuevas de los riscos, el puma. Hoy día, si hay suerte, se verán huellas de conejos o el planear de algún cóndor sobreviviente de los cazadores furtivos.
Whymper permaneció en el valle de Machachi entre enero y febrero de 1880, huésped del pueblito homónimo de entonces, a cuenta del obligatorio descanso del menor de los primos alpinistas Carrel, por sufrir principios de congelación en sus píes después de la legendaria primera ascensión a la cumbre del volcán Chimborazo. Su larga estancia en Machachi se dio en tiempos que era raro ver turistas y menos todavía avezados alpinistas con pretensiones de hollar las cumbres más altas de los Andes del Ecuador. El caballero andante inglés escalo once cumbres ecuatorianas, siendo ocho primeras ascensiones. Dos veces estuvo en el ápice del volcán Chimborazo, que él consideraba el techo del mundo. Tan convencido estaba de haber escalado la montaña más alta de la Tierra que, al final de sus días, recibió decepcionado la noticia de la altitud superior de los picos del Himalaya. Ahora sabemos (considerando distintos factores de medición científica) que sí estuvo en lo correcto, escaló la cima más alta del mundo, pues, el Chimborazo, asentado en el ombligo de Gaia, es la cumbre prominente del planeta.
De aquella estadía en Machachi sacó provecho para hollar la cúspide del monte Corazón; caminar por la carretera de Quito en aras de comparar sus marcas de andariego en los parques de londinenses con los tiempos logrados en la meseta andina; recolectar bichos para la colección entomológica y hacer grabados de estos, cosa que hizo creer a las buenas gentes que «el gringo loco» encarnaba a un devorador de sabandijas, así los muchachos del lugar le proveían con gran algazara de reptiles.
Lástima que Whymper no desarrolló más su vena narrativa, mejor hubiera hecho dejar las sustentaciones científicas a los geólogos de su tiempo, cuales envidiaban no tener a los Carrel en función de magníficos guías de montaña y en función de portadores de los delicados instrumentos de medición. Los barómetros de mercurio, denominados «bebés» y con un peso de 12 libras cada uno, fueron cargados a sus 52 años por Juan Antonio Carrel, a cumbres como las del Chimborazo y el Cotopaxi, sin sufrir daño alguno. Habría sido un banquete contemplativo leer ficciones del artista de la altitud Whymper, hasta uno que otro vulcanólogo de estos días las hubiesen acogido con admiración.
Aquí cito las jocosas primeras lineas del capítulo V, Ascensión al Corazón y excursiones por los alrededores de Machachi, del libro editado y traducido al español por Abya-Yala, en 1993: Viajes a través de los Majestuosos Andes del Ecuador.
Ciertas circunstancias me indujeron, a la mañana siguiente, a decir al posadero; «Señor Racines, sírvase decirme bajo su palabra de honor de caballero, ¿hay pulgas en su casa?” Hubo un movimiento de duda; mas, luego me contestó con aire de verdad: «Señor, bajo mi palabra de honor, sí las hay”.
Whymper fue engañado por la distancia y la aparente falta de selvas y accidentes geográficos que hace que se vea desde Machachi un suave ascenso a la cumbre del Corazón, tardando 14 horas en hollar el pináculo de la roca cimera. Mis propias ascensiones partiendo de la estación ferroviaria del recinto Aloasí Alto, siguiendo la vía directa por el filo de la garganta central de la cara oriental del Corazón, han confirmado que cubrir las estribaciones menores y medias del Guallancatzo no es la travesía apacible ascendente por la “camisa de dormir” que a la distancia se contempla. Es una extensa y extenuante montaña andina por subir con la carga a cuestas para hacer campamento en los jardines de Bollón Roscón, en la base de la mole cumbrera, y más arriba aún en su ápice que se ubica al fondo de la cima seseante que alberga el castillo de Nosferatu. De esto último, acogiéndome a la ascensión en solitario de Lovochancho, tomo algo del capítulo Retorno al Corazón, de la novela episódica De montañas, hombres y canes.
El sueño lo está acorralando, teniendo como cómplice al fallido intento de atacar a La muerte de Iván Ilich. Aquí le sirve para sestear el caso tragicómico de Iván Ilich, vigente en la psicología humana de todos los tiempos, lo retomará donde duela lo que debe de doler el releerlo. Cierra los ojos concluyendo que acá no puede desviarse de atender el timón de su bergantín, siendo que está en la cresta de aguas picadas que pintan para confluir en océano monstruoso, donde se incuban olas de kilométrica oscuridad. Abajo, con tempestad y todo, los predios de Bollón Roscón, vendrían a ser remanso de elfos y hadas madrinas, comparado con la temible sombra que comienza a cernirse sobre la calavera del Corazón. “¡En realidad, quemé las naves!”, aúlla entre sueños. Relaciona que una vez el puente de entrada a la morada de Nosferatu se alzó, no hay retorno a la luz de valle primaveral sino hasta la mañana siguiente, si sobrevive a la cortesía de las insaciables chicas del conde.
La cima del Corazón se encierra en nubes borrascosas gran parte del año a partir del mediodía, no obstante la mañana temprana de estos días invernales suelen ser nítidas para la contemplación del paisaje andino, los balcones naturales de la altitud permiten capturar regios cuadros de cerca y de lejos. Cuando la alta montaña se cierra, dentro de su contorno se sufre el clima invernal de la cellisca y el granizo, y no hay otra opción a la de recogerse en la tienda de campaña. Mientras arriba ruge la montaña abajo, en la hoya de Machachi, puede estar resplandeciendo la tarde, o en todo caso disfrutando del benévolo clima de los valles interandinos que medran entre el otoño y la primavera.
Se está a gusto en los valles interandinos, pero salir del fragor humeante de la cotidianidad citadina es amanecer en los jardines de Bollón Roscón, en una radiante mañana invernal ofrece el mar de nubes bajas que cubren las instalaciones humanas hasta donde alcanza la vista, es cuando los picos andinos toman la forma de islas de un archipiélago antediluviano, verbigracia: al sur, el Atacazo adelantándose a los picos del Macizo del Pichincha; o al oriente, las agujas del Sincholagua asombradas por el coloso de glaciares en extinción del Antisana -a la verdad, todos los nevados tropicales del orbe están en franco proceso de desglaciación-.
Cierta ocasión ascendiendo la roca cimera con el crepúsculo matutino, el hado dictó fuego de dragones del sol naciente hacía la cresta y las alas del Cóndor de Piedra (volcán Rumiñahui ), encendiendo los matices de su cara occidental al punto de apocar al volcán Cotopaxi que de corrido acapara las miradas en torno a sí por su tamaño, forma y latente actividad eruptiva. Yacía el Cóndor de Piedra desplegando sus alas sobre un mar de nubes picadas chocando contra sus estribaciones menores y, tras la imponente figura azabache de la montaña, el horizonte oriental incendiado. Con los dedos agarrotados por el aire frío del alba logré congelar el instante que reposa en un casillero de lo memorable. Acampar en la sinuosa cima del Guallancatzo es aventura completa, si la noche oscura goza de transparencia atmosférica ofrece a la vista titilantes constelaciones y, en la mañana temprana, pinturas de la belleza gélida de los picos Illinizas.