Laguna Tipopugro
Entrañable encuentro íntimo con la pequeña Laguna Tipopugro, se presentó oblonga y con aletas de cetáceo antediluviano. Ahora que solo con verla me hubiese quedado como si nada de contenido tuviese esa forma acuática bella y refulgente, tenía que conectar en la realidad volcánica de su entorno para sentirla completa. Qué delicia rumiante vino a ser el banquete ofrecido por las flores, arbustos y árboles brotando del senderito sobrio, austero, que atraviesa la cañada para desembocar en una llanura inclinada y amurallada por fenómenos naturales. No es difícil deducir que aquel terreno antes de ser pastizal para el forraje de ganado vacuno fue una mancha abigarrada de bosque primario. Imaginé el bosquecillo escondido entre colinas de rocas superpuestas que se crearon merced al flujo lávico promediando la sexta década del siglo XVIII, hay que agradecer el añejamiento de la cosa pétrea que rodea el verdor contemporáneo.
De repente, el paisaje gris que rompe con el panorama de transición o amortiguamiento de pisos biológicos andinos en ascenso al nevado Antisana, cobra la vida y misterio que es intangible desde la carretera principal o de los miradores del Antisanilla o incluso bajando a las instalaciones de recreo de establecimientos hosteleros al pie de Laguna Tipopugro.
La maravilla geológica se dio tan cerca del punto donde quedó estacionado Rocinante. El acontecimiento de descubrir estuvo a la mano y, sin embargo, se mostró como si el alejamiento de los lugares comunes fuese galáctico, tan cerca de lo corriente pero tan lejos, es el arte involuntario de sumergirse en agreste época. Qué fácil fue dejar atrás el tiempo de asfalto y polución indiscriminada, la mente y el cuerpo confluyeron en el tiempo mágico en vez de dispersarse cada quien a lo suyo. Rocinante me permitió abandonar temporalmente los mansos valles interandinos que albergan urbes ahumadas para entrar al verde escalón del pre-páramo evitando quedarse con la fealdad de la mina que explota sin cesar el material que obtiene del flujo lávico. Metiéndome en las intimidades de Laguna Tipopugro olvidé que a minutos de su encanto reside el desencanto con formas de volquetas acarreando lo que la montaña recuperará con creces en el próximo flujo lávico.
Cómo sería el bombardeo a discreción que se produjo desde la entrañas del suelo volcánico de Tipopugro, y que aún está bajo la influencia directa del cinturón de fuego de Gea; sí, la lluvia de piedras incandescentes, no fue producto de la erupción de la caldera propia del volcán Antisana. A esa hora alguien, digamos que un ser hecho a imagen y semejanza de Don Quijote, vagaba por el filo de las lomas contrarías al Peñón del Isco, teniendo de por medio el valle copado por frondoso bosque primario andino difuminado en colores otoñales de verde, crema, ladrillo y ámbar donde medraban a su aire osos de anteojos, pumas, lobos, venados de cola blanca, etcétera… y arriba cientos de cóndores patrullando el espacio aéreo, formando cuadrillas higiénicas prestas a eliminar la carroña de los animales puros caídos. ¡Cuán encomiable labor la de estas preciosas aves carroñeras!, habría exclamado para sí Don Quijote, ensimismado en el fastuoso portento de vida y muerte. Y estando en esa pacifica contemplación de arriba hacia abajo, en una tarde limpia y despejada de las que no volverán, comenzó incesante fuego de piedras desde las fisuras de la piel de Gea, molones ardientes libres de cenizas y torrentes de lava reventaron para asombro y gracia del espectador.
Millones de rocas quedaron superpuestas para ser la escoria volcánica sustentadora de las colinas que guardan el instante que hago mío, que ni siquiera es un parpadeo en los eónes astronómicos, sin embargo constituye lo perdurable y animado en el tiempo del existente-vividor. Si alucinas con las plantas y sus flores brotando de la tierra vegetal introducida entre estratos volcánicos, cómo no hacerlo con las rocas ciclópeas sueltas, apenas contenidas entre sí por el peso o gravedad mutua aplicada.
Cuando se habla de flujo lávico petrificado por el transcurrir de los siglos, vienen a la mente caprichos esculpidos por el génesis de los continentes de la Tierra. Existen ejemplos recientes de islas volcánicas que se crearon hace una minucia del tiempo geológico, como Isla Isabela, la más grande del archipiélago de Galápagos, que es una bebita de ochocientos mil años de edad; ahí, en diversos parajes de su costa volcánica, se camina ágil sobre formas de lenguas color miel y plataformas grises, y de rigor acompañado de iguanas marinas (dragones modernos). No es el caso de las aglomeraciones rocosas que legaron las fisuras escupidoras de piedras del Antisanilla. Al cabo, el pincel de la escoria volcánica desparramada a granel, combina el paisaje lacustre con campos, colinas y ríos de molones a la deriva. En estos días es lo que todavía nos brinda la visión de la pequeña laguna Tipopugro y su gran hermana la laguna de Secas, separadas por una franja de pastizales de humedal y una pizca remanente de bosque primario. Los sentidos comandados por la modalidad visual se benefician de esta suerte de represamiento de aguas freáticas recolectadas en vertientes subterráneas de los pajonales esponja y de aguas fósiles provenientes de los glaciares en franca retirada. En otra época –ayer nomás– se denominaba cándidamente a los glaciares andinos, por ejemplo, “las nieves eternas del Antisana”; a la verdad, todos los glaciares de las grandes cumbres ecuatoriales o tropicales (desde el Kibo, en África, al volcán prominente de Gea, el Chimborazo), están licuándose como helados al sol, avanzando al cadalso a zancadas de manicomio mundial.