La Mica

 

 

Oleaje rítmico, arpegio de Eolo sosegado, trinar de jilgueros de altitud, estela de espuma blanca… Camino por la orilla solitaria embebido en los aromas míticos de la Mica-Cocha, ella acariciando el piso musgoso asociado a jardines diminutos y a ramilletes de pajonal verde-habano que danzan al son de la batuta de Eolo. Voy por el filo de tierra negra volcánica que a tramos se ha derrumbado propiciando pequeños abismos que interrumpen el seguimiento del sendero escondido, nada que no se solucione con pocos pasos extras al costado para volver a encontrarlo. Los instrumentos de viento de Eolo no copan el medio ambiente con el estruendo que en otros días y horas devinieron en fulminante tempestad. Cuando el coloso andino, el Volcán Antisana, echa chispas y se envuelve con plomizo capote, él y su zona de dominio se vuelcan a sus intimidades mimetizando el cielo y la tierra en la oscuridad reinante.

Mica-Cocha, masa de agua dulce que encanta cuando se exhibe azul, para la ocasión caminando por la orilla oriental, mientras las nubes arreboladas y volanderas permiten el paso del candente sol de altitud que la abriga y alegra con claros nítidos de cielo. Contrasta la luz y la vívida coloración herbosa con la visión de tormenta que se cierne en el lomerío al nororiente; allá, en el paso de montaña que cae a la cuenca amazónica, imagino un tiempo invernal de cellisca blanqueando los pajonales. La última caminata que hice en Mica-Cocha fue borrascosa, anduve por el filo cimero de la loma gorda, anduve ensordecido por las trompetas de Eolo, teniendo abajo la laguna cubierta por la niebla negándose a invitarme a abrir un senderito escondido entre las soledades del borde vegetal y el oleaje lamiendo las almohadillas de páramo. Esta vez sí pude bordear la orilla sin forrarme con pasamontañas y dos capas de ropa de calor antes de la chompa rompe-vientos y, cosa rara, a momentos alzando a ver a la loma gorda, lucía cual pared impracticable que apenas dejaba que cuelguen yerbas y recias plantas leñosas encendidas por flores amarillas.

No muestra a plenitud sus diversas caras y cumbres, se abstiene de posar para una instantánea panorámica de quilates; en todo caso está de buen talante el regio animal andino, y hasta luce su cara sur festonada por la serenidad gris de los milenios. La salvaje estridencia de Eolo está de siesta, me llega un ronroneo a mis oídos que es parte del conjunto acústico de las lomas y humedales que forman la silueta de la Mica-Cocha y la nutren de agua dulce. Agua deliciosa que nace en las entrañas de la cordillera, agua que se acopia en los pajonales que son monumentales esponjas que recogen el maná que vierte la atmósfera aún sana por acá, líquido que da vida al superpáramo que en sí es un tesoro biológico bebible. Cómo no beber de esa exquisitez que se filtra por los ojos, agua dulce que arriba a mi lar de valle andino estacionado entre mansos otoños y danzantes primaveras sacudidas de repente por veranillos ardientes, criminales.