Isla Floreana
Para adentrarse en la orilla rocosa de Isla Floreana, es de cajón estar previamente bien hidratado, y portar el suficiente líquido re-hidratante que debe administrarse acorde a la resistencia de nuestro organismo para enfrentar el clima seco tropical equinoccial isleño. Si se camina por la orilla rocosa es de rigor reservar como mínimo el 50% del liquido para el regreso, que es la señal inequívoca de que se ha alcanzado el punto máximo del trayecto de ida, y jamás alejarse de la visibilidad del puerto, por lo demás una ración de frutos secos ayuda y la gorra tipo turbante es imprescindible ante los ralos escondites que se presentan para reposar a la sombra. La apariencias engañan bien por acá, a golpe de vista general únicamente prosperan el bosque seco de palo-santo y el cactus brotando de rocas color miel, son ralas las manchas verdes de mangle y las hierbas rojizas tapando la arena gruesa, se turnan campos labrados de piedras multiformes con plataformas negras festonadas de musgos pardos y algas verdes o rojas. Mas, resulta un aperitivo suponer que no se ve nada y, sobre la marcha, encontrarse con fauna de orilla y marítima inofensiva que a uno lo petrificarían de espanto si se tratasen de bichos ponzoñosos. En lo último, me refiero a que si las bellas iguanas tricolores de Floreana fuesen venenosos monstruos de Gila, no habría este caminante prologándose a discreción en el tiempo de andar y ver, no habría el sujeto de la experiencia regalándose banquetes sensoriales arrullados por la brisa y el oleaje.
Isla Floreana o Santa María, con una superficie de 173 km² y alrededor de 180 habitantes, es la menos poblada de las cuatro islas con asentamientos humanos del archipiélago de Galápagos. Se estima la población humana permanente del archipiélago en 34.000 galapagueños, los últimos censos han arrojado información esperanzadora de que gracias a las restricciones para residir en las Islas Encantadas, parece que se ha detenido su crecimiento demográfico. A los residentes en Galápagos se suma el cupo anual de visitantes que ronda o supera su máximo permitido de 200.000. Ya sea un crecimiento descontrolado de la población fija y/o de los visitantes ecuatorianos o extranjeros a las islas, vendría a ser un factor desequilibrante no compatible con los esfuerzos nacionales e internacionales por conservar a este patrimonio natural planetario, siendo una de las maravillas de la creación planetaria aún no destruidas por la especie administradora del Antropoceno.
Isla Floreana, púber creación volcánica, surgió del piélago hace 4 o 5 millones, situada a 1000 kilómetros del continente suramericano, está entre las islas de mayor antigüedad del archipiélago, y viene envuelta en la fragilidad inherente a la joya biológica y geológica que es. Las hay que todavía no llegan a la pubescencia como la isla más grande de Galápagos, a Isla Isabela apenas le dan de 700.000 a 800.000 años de edad. En todo caso, allende lo mucho que se hace dentro y fuera del Ecuador por mantener latente estos laboratorios de cómo se creó la vida terrestre del fuego de volcanes submarinos, las islas están rodeadas de peligros. La amenaza mayor la encarnó el arribo del Homo sapiens, muy reciente, hace menos de tres siglos, pues, por añadidura a su básico instinto de arrasar, trajo consigo otras plagas que empiezan con las hormigas rojas en el ámbito zoológico. Aunque la lucha contra las plagas como los chivos ha terminado con su eliminación en Floreana, no así con otras especies invasivas que pueden ser mascotas adorables, ejemplo, el Felis silvestris catus. Aunque se observe de repente a un gato en la intemperie prístina sus huellas son fácilmente identificables en los senderos naturales, no hay duda de la presencia de los descendientes de gatos domésticos transformados en fauna depredadora de alto riesgo para especies endémicas de reptiles y aves. El gato es causa principal del exterminio del Cucuve de Floreana, ave que por su ingenua curiosidad innata facilita la cacería del ágil felino. Al Cucuve de Floreana, se lo encuentra en el islote Champion contiguo a la isla mayor.
Si la claridad atmosférica lo permite desde la cima-caldera seseante del cerro Pajas (640 msnm), Floreana es una pintura impresionista panorámica y redonda al gran angular humano, abarcable con los matices que aportan los distintos pisos biológicos de su geografía de 173 km². La transparencia atmosférica es un fenómeno de ocasión ya que la zona alta goza de un clima fresco subtropical por las nubes dadoras de humedad que rodean las cumbres verdes del volcán que en sí constituye la isla entera. No es raro la invisibilidad de la isla tras una cortina de nubes, esta suerte de desaparición súbita hace que haga honor a la leyenda de las Islas Encantadas, que es el sobrenombre o etiqueta adquirida del archipiélago de Galápagos. Es cosa de caminar ocho kilómetros para cubrir los diferentes hábitats de la isla, descendiendo desde el verdor de la base del cerro Asilo de la Paz, 450 msnm, que contiene el tesoro más preciado de los habitantes de la isla, la única fuente de agua dulce que brota de las entrañas de la montaña. Se pasea por la zona agrícola que con alrededor de 200 hectáreas cultivables materializa la esperanza de lograr una independencia alimentaria de la parroquia Santa María, la carretera pasa entre el cerro Pajas y el mirador del cerro Alieri (340 msnm) y luego baja atravesando el bosque seco hasta concluir en el pintoresco muelle de Puerto Velasco Ibarra.
La visión de las tortugas terrestres gigantes endémicas de Floreana (Chelonoidis nigra) está negada por el exterminio total que sufrió esta especie en la isla. Así lo confirma Doña Margret Wittmer, en su libro Floreana, lista de correos: una mujer Robinson en las Islas Galápagos (1960, Editorial Juventus, Madrid). Fue grato hallar este libro en la biblioteca pública de la Estación Charles Darwin, Puerto Ayora, es la única copia que he hojeado de la primera edición en tapa dura traducida del alemán al español.
A propósito de esta tortuga extinta, en junio de 2017, tuvimos la buena noticia del trabajo de laboratorio y de campo realizado para recuperar a la Chelonoidis nigra en Floreana. Esto tras una década de planificación y cooperación entre Universidad de Yale, Parque Nacional Galápagos y Estación Científica Charles Darwin, aprovechando el hallazgo de híbridos de la especie extinta en el volcán Wolf de Isla Isabela, que vinieron a ser descendientes de los individuos traídos de Floreana y por razones desconocidas liberados en la mayor isla de Galápagos hace un siglo o más. De los híbridos de la tortuga endémica de Floreana se obtuvieron los huevos que eclosionaron a las 32 tortugas que con cinco años de edad fueron trasladadas del Centro de Reproducción y Crianza de Tortugas Gigantes Fausto Llerena (Puerto Ayora, Isla Santa Cruz), al corral acondicionado para el desarrollo ulterior de la especie en el cerro Asilo de la Paz. A la fecha, los críos de tortuga Chelonoidis nigra siguen bajo el buen cuidado de los funcionarios del Parque Nacional, atención que se refleja en el apetito y la actividad de los individuos, en sus caparazones relucientes. El fin de este loable proyecto es que las tortugas importadas lleguen a su edad reproductiva -25 años- y con ello se consumaría la repoblación de una especie que no se resignó a pertenecer a la larga lista de animales puros esfumados.
El real hecho de estar parado en cualesquier paraje de los distintos pisos biológicos de Floreana salvaje ya es un privilegio o mejor todavía es un encanto a develar. Vagar en lo ignoto es sembrar en un campo fértil para futura cosecha de asombros, lo demás son extensiones de una aventura mudable que a futuro nos visita con imágenes, aromas, sabores y texturas que han capturado el condumio del tiempo de Galápagos, que el rato menos pensado rescatan al citadino de la estridencia y furor ahumado de la civilización-purgatorio. Andando por los costados de Puerto Velasco Ibarra, se logran dos visiones diferentes del filo rocoso costanero: una experiencia es caminar desde Playa Negra con dirección al suroeste hacia el sitio denominado La Botella y otro cantar es hacerlo por el lado noroeste tomando el senderito que parte de la sede del Parque Nacional y que conduce a las caletas y charca de Pulpos. Cautiva lo a la mano (en este caso sería propio decir lo a los píes) de acceder a lo distinto de estas dos visiones caprichosas de orilla marina teniendo como campamento base de lujo al pueblito de Puerto Velasco Ibarra, donde no falta una muestra de la mayoría de las especies nativas, migrantes y endémicas como las iguanas tricolor o si se tiene suerte ver a una pareja de pingüinos tropicales deslizándose cual torpedos submarinos.
Rumbo a la zona de La Botella y más allá aún, se atraviesan jardines de mangle combinados con hierbas rojizas arribando a playitas y remansos de aguas turquesas encerrados en cúmulos de roca negra. Acá, la reunión de diez humanos parlantes se asemejaría a una multitud, pero dejando atrás las caletas de La Lobería no hay bañistas entregados al disfrute de deportes acuáticos. Se suceden paisajes milenarios de silencio de orilla marina esculpido en fuego volcánico, así tras un campo de rocas asoman mínimas ensenadas que guardan tortugas marinas de estación danzando en piscinas cristalinas con fondo de surcos de arena luminosa. No hay expectativas por hallar cientos de reptiles tomando vitaminas solares en una plancha quemante o aves apiñadas en una roca sobresaliendo del agua como una botella de vino derramando espuma blanca, no hay esos regios encuadres para la foto masiva que haga las delicias del futuro espectador de instantáneas galapagueñas de orilla; aquí basta con los cuadros intempestivos de individuos endémicos, nativos o migrantes formando pequeñas sociedades interespecies o mimetizando su magnífica soledad con el paisaje en gran angular. Allí la playita de marea baja que camufla a su único habitante que resulta ser una tortuga verde de Galápagos en reposo; allá una escondida poza salina cercada por inusitado verdor pantanoso, y lo luminoso: dos flamencos y tres patillos tomando los organismos y microorganismos que produce el agua estancada. A falta de sombra y de vertientes de agua dulce; la frescura del omnipresente cerro Pajas con sus helechos y bosques de Scalesia affinis perlados por la humedad que despiden las nubes generalmente se queda arriba, no baja al secano, un chubasco en la zona árida es una bendición. Alejarse de la ligera brisa que corre por la línea costanera, así sean pocos metros, internándose en el bosque seco dispara la sensación térmica del cuerpo, es como estar inmerso en un horno de vegetales mustios aferrados a rocas sueltas, al mediodía el golpe de calor es de justicia.
Por el lado de Playa de Pulpos, es una caminata corta y apacible pero no exenta de sorpresas paisajistas y zoológicas. A simple vista el panorama de esta orilla noroeste luce más vacío que el lado rocoso del suroeste, factor que anima la diferencia, es patente el contraste por la falta de jardines de manglares asociados a vistosas hierbas rojas llegando a playitas de arena crema bañadas por remansos de agua azul salpicada de manchas turquesas. Playa de Pulpos, llamada así por los pulpos idos hace mucho, tiene sus encantos reservados para el caminante que se ayuda volviendo al sendero que está coronado por ensenadas de piedras, entonces sí hay suerte cuando se retorna a lo mismo para toparse con lo que ayer o anteayer era inexistente. No hay secreto en ello, vagar es darse a sí mismo tiempo y espacio, y en eso consiste ser pudiente en el tiempo-espacio del sujeto de la experiencia. Así en la estación de apareamiento de tortugas marinas verdes de Galápagos (Chelonia mydas), hoy se las ve fuera del agua descansando al abrigo de una cama de piedras, mañana no. Al tope de Playa de Pulpos, aguarda la pequeña Charca de Pulpos, donde es posible verla repleta de color y sonido con cuatro flamencos rosados y una garza morena medrando ahí. La parte media del sendero es fascinante, se avanza a través de campos rocosos que proyectan formas dignas de las pinturas del polaco Zdzislaw Beksinski.