Pista Iguana Terrestre

 

 

Avanzo  por la abandonada pista aérea, que asumo fue la pista secundaria de la fenecida base militar estadounidense; mejor aún, voy con los sentidos alerta por lo que hoy día es la pista de las iguanas terrestres. De la visión de lo que no es más un teatro rugiente de operaciones aeronavales pasé a la visión de una especie endémica  recuperada en Isla Baltra; de la vista de vestigios ineludibles por doquier del desmantelamiento de las instalaciones de La Roca (The Rock), pasé a los refugios y madrigueras en que se han convertido los cimientos agrietados de los edificios de la desaparecida base militar. Igual lo nuevo y útil le  sirve a la iguana terrestre para asolearse o refrescarse a la sombra de cuadrados plintos que sostienen simétrico tendido eléctrico de postes de hormigón armado, que proveen de energía eléctrica a las modestas bases militares ecuatorianas y al depósito de combustibles y al muelle de pasajeros de cruceros.

“Y si detrás del armatoste oxidándose a largo plazo hay lo que busco, una iguana acogiéndose a la mínima sombra que le brinda”, me dije haciendo táctico rodeo a la suerte de calentador de agua que ya tiene décadas de lenta descomposición. Evoqué las probabilidades vida o muerte, 50/50, del Gato de Schrödinger (solo un pestañeo para que el espíritu de Schrödinger, que en Mente y Materia nos legó su aporte filosófico, ni monte en cólera ni me arroje una maldición oceánica). Lo mío venía a ser una divertida apuesta mental en la que  no intervenía la entropía máxima; ¿había o no había una iguana, había o no había una sombra acogiéndola? Lo que sí tenía frente a mí y era acorde con el instante y sus circunstancias a la intemperie en la pista, era el objeto que disparó la intuición. En todo caso, salí ganando la iguana que al cabo sí estaba, y fue el cuadro divino del ejemplar medrando de la sombra que le proporcionaba la escoria sintética, estacionada ahí desde 1946.  Lo cierto es que si perdía la apuesta mental, de no haber existido aquel bello espécimen de por medio, la carcacha no hubiese tenido cabida en mi memoria ni archivo gráfico sino como una partícula más en las montañas colosales de basura y desperdicio inherente a la actividad humana.

Vine por el contacto visual con solitarios especímenes de Conolophus subcristatus, me avisaban de su presencia el característico residuo de la especie que se asemejan al bagazo, producto de la austera dieta vegetal de la especie, que contribuye a que sean mansos y escurridizos porque si fuesen carnívoros y, por añadidura, venenosos, ¿qué sé yo?… la serpiente Coralillo Sonorense o así se trate del hermoso, malquerido -por la expansión urbana-y peor etiquetado Monstruo de Gila, que sí es un lagarto con potente veneno en sus colmillos para aniquilar a presas menores; sin embargo, es un ser pasivo y de acción a cámara lenta, se podría decir que es el “perezoso de los lagartos”, tanto es así que a su lado las iguanas marinas o terrestres de Galápagos vendrían a ser tan veloces como el Dragón barbudo. En fin, si acá habitaran reptiles ponzoñosos letales tipo Coralillo de Sonora, no andaría así de alegre y ajeno al peligro de los animales puros, o más bien no se me ocurriría darle la vuelta despreocupado a Isla Baltra.

He aprendido a caminar con los sentidos concentrados en el propósito de descubrir individuos de Conolophus subcristatus, y el reto, en lo posible, es hacerlo antes que escapen a carrera y solo percatarme del sonido atropellado de su huida levantando polvo. Es un logro personal el ingresar a su mundo con una mínima o nula perturbación de su cotidianidad, teniendo como cómplice y encubridora a la mañana dando papaya tropical, distendiendo el calor seco ecuatorial, si no con la humedad que haría que broten flores diminutas creando abundancia comestible para los reptiles endémicos, sí con un cielo parcialmente cubierto e intermitente brisa que por momentos lanzaba una suerte de lamento existencial atravesando el tendido eléctrico y peinando las ralas hierbas y palos verdes que han conseguido anclar sus raíces en la tierra merced a las grietas de la pista que, a pesar de lustros de no tener aviones militares aterrizando y despegando, no ha perdido su forma y está firme a los pies que la pisan por fuera del suelo movedizo de tierra rojiza que da una pincelada marciana a la isla semidesértica.

Es de festejar que a la vista brotan una o más iguanas al pie de sendos cactus gigante Opuntia, es un cuadro ancestral que busco y encuentro. Suelen caer hojas aún verdes y suculentas que, a pesar de estar ahítas de espinas blancas y fuertes, no desperdician las iguanas a la hora del almuerzo a la sombra de tan rústico como gentil hospedaje vegetal. La iguana roe la hoja con ayuda de las garras que la inmovilizan como el perro podenco apresando un gran hueso, la rodean tierra arcillosa marciana, cúmulos de rocas volcánicas y la escoria de herrumbre para el olvido.

Cada iguana que detecto en la pista es una pinturita que da calor de vida a la fealdad del cemento antiguo ennegreciéndose y también al cemento flamante de las plomizas instalaciones del tendido eléctrico, sin el reto de congelar el instante con retratos de individuos de la especie de vuelta a su hábitat original. Conolophus subcristatus,  después de lustros de ausencia en Isla Seymour, incorporó a su medio ambiente la huella del Antropoceno. No habría propósito para caminar por acá si solo se tratara de un escenario de desolación y ruinas de una base militar ida.  Pero no, anduve por la pista donde anidan, nacen, crecen, viven y mueren las iguanas terrestres de Galápagos.

No se ven a las iguanas terrestres en manada, como son observadas con facilidad las iguanas marinas, y al paso si uno no anda con sigilo se tornan escurridizas y se camuflan bien en la vegetación leñosa (hay  excepciones que ratifican la regla, tal cual la iguana terrestre que estaba impertérrita en el parqueadero del muelle Itabaca en Isla Baltra, su color gris la podía hacer pasar por iguana marina, y de hecho no llamó la  atención de los turistas que se aprestaban a subir al colectivo que los trasladó al aeropuerto). Contar  una docena de ellas es una fortuna visual a tope, y si seis o diez se dejan retratar respetando el perímetro de seguridad de la especie, evitando espantarlas con la mirada petrificante del otro ajeno a su hábitat, entonces ha sido una mañana de expansión integral del sujeto de la experiencia, fruto jugoso y exquisito de un acontecimiento que remece la conciencia. Los individuos que visten colores naranja, ladrillo o pardos amarillentos, son fantásticos como la iguana que puedo afirmar, taxativamente hablando, que a año corrido la he visto dos veces  si no en las misma piedra sí en las mismas rocas ámbar tras el aeropuerto y antes de tomar el vuelo de retorno al continente.  Seguro que reconocí al individuo, Seymour, y me fascina creer que dicho  espécimen también lo hizo conmigo.

Isla Baltra o Seymour, es una de las islas más planas y secas del archipiélago de Galápagos; no obstante,  fue el territorio idóneo —no se sí en arriendo o sin más trámites cedido en aras de la seguridad del Canal de Panamá— para que se instale la base militar aérea  y estación aeronaval estadounidense conocida como La Roca (The Rock), en los tiempos de la segunda guerra mundial, funcionando a tope como tal de 1942 a 1945, y clausurada y luego demolida en 1946. Siendo Isla Seymour contigua a Isla Santa Cruz, apenas separadas por Canal Itabaca, de 150 metros de ancho, la pista aérea principal de la base USA quedó intacta para ser usufructuada a  la fecha por el  Aeropuerto Seymour, que constituye la entrada al Archipiélago de Galápagos con mayor número de viajeros. La repatriación a Isla Baltra, del Conolophus  subcristatus, se inició en 1991 desde Puerto Ayora (Isla Santa Cruz), tras décadas de preparación por parte de científicos y personal operativo del Parque Nacional Galápagos PNG y la Estación Charles Darwin. Se data que la iguana terrestre se extinguió  en 1954 en su isla original. No obstante, la cepa primigenia del Conolophus subcristatus de Baltra, está vigente gracias a los 70 especímenes  que el capitán Hancock y miembros de su expedición experimental, llevada a cabo entre 1932 y 1933, trasladaron a Seymour Norte, la menuda isla vecina que estaba libre de especies invasivas traídas por el Homo sapiens como chivos, ratas, gatos (adorables mininos en nuestro lar, pero acá se convierten en demonios exterminadores de especies endémicas).