PLAYITA
El punto de partida a Playa Baquerizo es la colina o cerro Tijeretas (denominado así por la Fragata Real que anida en manzanillos de frondoso ramaje aéreo, colgando cual árboles trepadores de raíces artríticas con agarre y fuerza para aferrarse a las hendiduras de la pared irregular formada por una aglomeración de rocas volcánicas fundidas con tierra arcillosa). En los sendos miradores de la cima del farallón que forma la herradura de aguas turquesas quietas y diáfanas de Tijeretas, se muestra al noreste a la gran roca oceánica del León Dormido, y siguiendo ondulante orilla rocosa la vista abarca hasta donde asoma brumoso el Cerro Brujo. Mucho antes del tope paisajista de orilla a golpe de gran angular humano, se esconde la ensenada en la que reside Playa Baquerizo; “allá voy, sin apuros”, me dije aupado por el aullido existencial de lobos marinos que al descender a la orilla, por arte de la brisa marina colándose entre los espacios abiertos entre grandes piedras azuladas, arribaban al oído como chillidos agudos de seres infantiles atormentados o presa de alguna rabieta cósmica.
Bajando por el senderito tortuoso sorteando piedras y abriéndose paso lo justo por el bosque seco, buscaba la aparición del ciempiés de Galápagos (Scolopendra galapagoensis), y sucedió así otra vez: fue una aparición porque el temible y fascinante carnívoro rojizo desapareció, visto y no visto con sus tantas patas y cerca de treinta centímetros de largo, tan pronto sintió la vibración del ser extraño a su hábitat. Llegar a Playa Tijeretas, de arena gruesa cremosa acotada entre el bosque seco posterior y la barrera pétrea anterior, fue rememorar por inercia el instante del primer contacto con el cucuve de San Cristóbal (Mimus melanotis); aquel juvenil espécimen que portaba un anillo identificador en la pata izquierda, revoloteó alrededor del caminante y pasó a ser el observador. Este recuerdo ineludible fue el preámbulo de la sorpresa que me aguardaba en Playa Baquerizo.
La zona de influencia de Playa Tijeretas quedó atrás con el canario María trinando en la rama espinuda de Palo Verde. Ya ingresando al interior del bosque seco por la senda que engalana el árbol patrimonial de Cactus Candelabro, sobrevino el tramo corto pero de cuidado de molones angulosos yuxtapuestos del túnel vegetal. Por fin, más allá del claro de rocas ancladas en tierra color ladrillo, vino el senderito copado por la iguana marina anunciando la luz y el entorno salvaje de Playa Baquerizo que me acogió con marea baja, es decir con todo el esplendor íntimo a lo ancho de la ensenada embebida en la soledad y el silencio justos. Era el reclamo existencial de las especies allí reunidas para el goce del bípedo contemplativo inmerso en un santuario natural, tan frágil eso sí que con solo la presencia de una decena de humanos atendiendo insaciables a sus celulares incrustados en las palmas de las manos se vendría abajo el encanto prístino, se desvanecería el eros del santuario y reinaría la máquina de la modernidad siglo XXI, el sujeto extraviado en una época cuarteada, el sujeto de la estridencia y furor engullido por la prisa fatua, este cuadro de espanto se me vino a la mente por el libro Relatos del positivismo irracional, de Editorial Claverías, obra que reúne a varios autores del terror cósmico y que anoche inicié leyendo Mandicocha desencantada, del escritor y maestro del horror ecuatorial, Clemente Simancas Castillo. Hace semanas que tenía pendiente trabar conocimiento con las ficciones de Simancas, había escuchado de su novela corta de una gata devoradora de pacíficos doctores loqueros o algo así, y navegando en el ciberespacio la encontré y salí beneficiado con un dos por uno, bajándome dos libros. El relato sobre una recóndita y menuda cocha de pluviselva desencantada por el griterío impenitente de cuatro humanos enchufados a sus móviles, resultó aperitivo exquisito para abrir el rato menos pensado la novela corta Mashka en el estudio. Es gratificante contar con libros geniales de todos los tamaños y tiempos habidos y por haber, que aguardan su momento de lanzamiento en el lector electrónico que apenas pesa 180 gramos (menos de media libra), y que ya es parte del ligero equipaje de mano de mis viajes a las Islas del Silencio.
No habiendo competencia a la vista por el árbol de avanzada de manzanillo, el árbol prometido para con su venia ocupar su sombra y tomar la fresca en una mañana radiante hecha para la vida lenta, dispuesta para la siesta de ojos espectadores, árbol prometido porque en anterior ocasión no fue posible quedarse como es debido, lo impidió la marea alta a la que plegó pertinaz llovizna que hizo plomiza la ensenada y su entorno. Fui en pos del manzanillo rey, recorrí de un extremo al otro la playita de banquete, ahora vestida de mantel multicolor con la animación zoológica, vegetal y paisajista. Siguiendo la arena nivelada que colinda con el bosque posterior de manzanillos que ocupa una franja, de aproximadamente diez metros de ancho y pegada al detente de la pared que corría apenas visible detrás de la ensenada, este bosquecillo brindaba sombra y sosiego a las iguanas marinas en estado de gravidez, siendo zona de anidación aquí enterrarán sus huevos hasta la eclosión. El manzanillo dejó de ser una promesa, ni siquiera tuve que compartirlo con los lobos marinos que habían dejado libre ese espacio. Habiendo tomado posesión horizontal de la perezosa playera reclinable compuesta de arena, raíces nervudas, piedras de apoyo y teniendo de mullido respaldo a la mochila versátil del precavido fotógrafo. En caso de que se ofrezca hacer disparos intempestivos, tenía a la Nikon yaciendo en el pupo del mundo galapagueño.
Incorporado al tiempo inmedible de ensueño y relajación del manzanillo rey, de improviso me percaté que por el costado izquierdo superior venía raudo un lobo de mar joven, acercándose tanto que creí que su intención era desalojarme del lugar. No perdí el sitio y sin perturbarlo aplaudiendo fuerte para que se desvíe, opté por mantener mi estado estático en el mirador, al cabo escuché un resoplido de satisfacción del lobito tumbándose tres metros detrás del bípedo implume, cada quien ocupando la correspondiente sombra del árbol de manzanillo anfitrión. Más tarde, el lobo marino se deslizó moroso y juguetón, dejando una huella ancha y ahuecada en la playita, iba a por la piscina de aguas cristalinas formada en bajamar, cercada de rocas negras. En la laguna mansa se divertían los cachorros de lobos marinos hasta hartarse y salir en pos de sus plácidos refugios maternos al amparo de manzanillos apostados tras la playita de moderada inclinación, donde se acurrucaban en la tibia arena o berreaban reivindicando su tiempo de lactar.
Tendido bajo el árbol mirador llamé a los ruiseñores –cucu, cucu, cucu–, aquellos tres que se mostraron funámbulos entre las rocas que, cerrando el escenario playero, daban paso al campo gris pétreo rumbo al noroeste dirigiéndose a la ensenada con playa propia que solo conozco por su apellido mundano, Ochoa; ojalá algún día pueda llegar por mis pies a ese accidente geográfico, eso si hay un senderito escondido que seguir. Y vinieron los tres cucuves de San Cristóbal, el mayor número que he observado de una sola vez, una multitud asombrosa si nos atenemos a su estado global de hallarse en peligro de extinción, y los tres se acercaron lo suficiente y posaron sin remilgos para la congeladora de fotografías de especímenes sorprendentes contactados.