Sueños y discursos de verdades descubridoras de abusos, vicios y engaños en todos los oficios y estados del mundo

Francisco de Quevedo

El sueño del juicio final, El alguacil endemoniado, El sueño del infierno, El mundo por dentro, El sueño de la muerte, sumaron después de algunos años de haber sido publicados el postrero Infierno emendado o Discurso de todos los diablos, que cierra la saga infernal quevediana con humor arcoíris, sátira potente y refinada, prosa candente e indeleble. Cada sueño tiene un prólogo que es dirigido al lector como arte y parte de la sátira de marras, verbigracia: “Al ilustre y deseoso lector”; “Al pío lector”; “Al endemoniado e infernal lector”; “Al lector, como Dios me lo depare, cándido o purpúreo, pío o cruel, benigno o sin sarna”;  “A quien leyere”; “Delantal del libro, y sea prólogo o proemio quien quisiere”. 

El visitante onírico del infierno, que es el mismísimo D. Francisco de Quevedo –lo imagino calzando y vistiendo de caballero de Santiago–, es impelido a escuchar a los demonios con atención a su paso por las distintas zahúrdas plagadas de condenados y, al cabo, encuentra discreción y sabiduría en las razones que dan sobre los alojados y los castigos que les infligen acorde a sus distintas categorías. ¡Vaya lidia!, la de los diablos custodios de las masas incesantes que arriban hasta volando a los hacinados corrales del averno; las multitudes vienen por la avenida ancha, rectilínea, sin obstáculos y bien provista de placeres mundanos que conduce al portal paradójicamente estrecho y de una vía no retornable que –a mi manera de leer– tiene dos letreros, el primero dice: “Estimado gobernante, político, cortesano, juez, boticario, doctor o linda ponzoña graduada, mercader, alquimista, astrólogo, sastre, librero, y etcétera de oficios incluidos, y que los siglos venideros te etiquetarán con diverso nombre… estás donde en vida pediste ávidamente estar”; el segundo dice con letras grandotas: “Abstenerse de bajar los espantosos sujetos que traen la consigna de ganarse el favor de Lucifer, esto con el ánimo descarado de expulsar a los sufridos y auténticos Diablos. Ejemplo, los malos alguaciles que no son víctimas de los diablos sino que nos encierran a nosotros en ellos”.  Esto último porque montón de allegados al infierno en vida habían sido más endemoniados que los propios diablos valiéndose de oficios, profesiones y/o cargos políticos que a la fecha persisten en nuevas formas y colores generadas por entes para la esclavitud mental y física de masas como la corpocracia, bancocracia, despotismo burocrático.

Tenemos dos sueños y discursos en los que D. Francisco de Quevedo no desciende directamente a las zahúrdas del infierno, y son El mundo por dentro y El sueño de la muerte. Siendo estos dos episodios un caldo onírico de potentes ingredientes filosóficos. El mundo por dentro, no requiere que se aleje el protagonista de su cotidianidad, basta con que Desengaño lo conduzca a la Plaza Mayor para que constate que Hipocresía es la suerte que domina el quehacer humano en el mundo del deseo por las cosas y posesiones.  El sueño de la muerte, aquí se le viene a Quevedo la mujer que lo pilló desnudo en su lecho, y que “No me espantó; suspendióme, y no sin risa, porque bien mirado era (como vulgarmente se dice) figura donosa […]”. Al saber de quién se trataba, el pensó había llegado su hora de irse al más allá o más acá, pero ella lo tranquilizó diciéndole que era tiempo de que un vivo visite –con pasaje de retorno asegurado– a los muertos cuando de corrido tantos muertos visitan a los vivos, añadiendo que lo acompañe tal cual estaba reposando en su lecho ya que a su lugar nadie iba vestido. Al ser interrogada del porqué no venía en calavera y huesos y con la guadaña entre manos, respondió que ella no posee cráneo ni huesos y que lo que le endilgan pertenece a los muertos cual restos de los vivos.

Se vive de cara a la muerte, porque uno es el futuro muerto total, y esto es debido a que empiezo a morir desde que nací al mundo, y la vida-muerte es mi estancia natural en el tiempo-espacio o lapso terrenal. No es que expiro de una sino que acabaré de morir viviendo cuando venga el último suspiro, por decirlo así. Siglos después de Quevedo, Heidegger -el filósofo de Ser y Tiempo-, nos escribe que una vida auténtica se hace de cara a la muerte, pues, de todas las posibilidades que baraja el ser humano es la única imposible de ser evitada. A la vida fui arrojado para trascender desde los primeros chirlazos que me propinaron los doctores; sin embargo, apenas uno profirió el  alarido de horror para dar cuenca que cayó en el mundo ya se es lo suficientemente viejo para morir. Escuchemos a la muerte del sueño quevediano: “Si esto entendiérades así, cada uno de vosotros estuviera mirando en sí su muerte cada día y la ajena en el otro; y viérades que todas vuestra casas están llenas de ella, y que en vuestro lugar hay tantas muertes como personas; y no la estuviérades aguardando, sino acompañándola y disponiéndola […]”.                    

Mientras que la trocha al cielo era un acenso extenuante por el filo rocoso y selvático de una montaña que metía miedo, que tenía a su favor a arrojados ascensionistas dispuestos a padecer con tal de hacer cumbre. Las trabas de la senda al cielo es lo que confundió en inicio al protagonista de Los sueños, que se convenció de que tan peligrosa vía era la del infierno. A la verdad, el viajero sí advirtió su error conforme avanzaba en la ancha carretera que ofrecía a los peregrinos placeres dignos de su carnalidad mundana, ese era el señuelo de Lucifer para que las masas de condenados no escapen de su destino infernal. Aunque había atajos para cambiar de vía de lado y lado, los pocos se atrevían a dejar su comodidad andante por el álgido sendero al cielo. En todo caso, sin ese providencial error nos hubiésemos quedado sin discursos diabólicos y a cambio tendríamos un monólogo medio venenoso de D. Francisco de Quevedo de visita en el cielo, éste ya había advertido que de La Divina Comedia, el condumio que atrae a la inmensa mayoría de lectores es el Dante dando cuenta de los círculos del infierno y que reducidos son los lectores que se interesan por la ascensión dantesca al cielo. Al cabo, llegándose al ridículo -por estrecho- portal de acceso al infierno, quiso devolverse por donde vino pero fue cordialmente solicitado a que ingrese a él en calidad de cronista con boleto de regreso, bajo palabra de ser enviado a su hogar apenas concluya su trabajo de andar y ver. Esa fue la palabra de honor del dictador absoluto de las pailas del averno.

Sueños y discursos, joya barroca y de la prosa castellana del siglo XVII, fruto ingenioso del afán satírico de D. Francisco Gómez de Quevedo y Santibáñez Villegas, nacido en cuna cortesana (Gómez de Quevedo, fueron sus apellidos paternos; Santibáñez Villegas, fueron sus apellidos maternos). Acá es menester aplicarse en la lectura lenta así como a fuego comedido los diablos se chamuscan y se cuecen los discursos infernales que, según el autor, eran magma hirviente  cuando parte de ellos fueron plasmados antes de cumplir los treinta años. Los primeros sueños y discursos, fueron suavizados en la madurez por cortesía hacia sus lectores  -¿cómo serían?, dinamita pura, imagino yo-, y para de cierta manera contrarrestar la censura de los inquisidores del Santo Oficio de la época, que no cejaban en la intención de hacerlo presa de sus fauces oscurantistas. 

Quevedo, tuvo enemigos que escribieron convincentes libelos desacreditándolo (así como él también los levantó por cuenta propia o por encargo de los mecenas que lo cobijaban). Quizás el libelo más contundente que le infirieron fue el que titulaba: El tribunal de la justa venganza, erigido contra los escritos de Francisco de Quevedo, maestro de errores, doctor en desvergüenzas, licenciado en bufonerías, bachiller en suciedades, catedrático de vicios y protodiablo entre los hombres […].  Se presume que aún contando con el favor del rey Felipe IV, uno más libelos supieron hacerle daño y provocar que sea encerrado más de tres años en el frío convento de San Marcos, en León, cerca ya de su fallecimiento.

Quevedo vivió décadas desterrado en recóndito municipio de Castilla – La Mancha, donde mucha de su versátil obra fue creada, incluidos Los sueños y discursos, gracias a la mansión solariega que adquirió su madre para que tenga como tuvo un refugio a las fatigas cortesanas y disputas públicas, entre los olmos y la paz bucólica que acariciaban su silencio. Por entonces ya fue la luz del caserío que habitó en los destierros de la corte madrileña, y que hoy día es la urbe patrimonio cultural y museo del genio quevediano. El espíritu del poeta se quedó para dar título al municipio y ayuntamiento de la actualidad: Torre de Juan Abad, Señorío de Quevedo.