Tongo Reef y Cañón

 

 

 

Andando por detrás del filo costanero rocoso de olas turquesas que ponen el ritmo de lobos marinos surfeando y, por añadidura, el contraste divino entre el cielo celeste matizado de nubes volanderas. Camino al Humedal, Tongo Reef y el Cañón, cuán refrescantes devienen los prolegómenos de la salida de engorde existencial: senderito mullido, grácil, camuflado como una iguana tricolor entre jardines de yerbas rastreras verdes y rojizas, salpicando colores a la arena gruesa y cremosa. Aporta al gran angular la franja de reluciente azabache de rocas espumosas lamidas por el mar, rocas burbujeando, donde las iguanas grises pasan desapercibidas y los canarios son puntos amarillos que aparecen y se esfuman. La brisa se transforma en sofoco repentino cuando nos sumergimos en  la trocha que se abre lo justo, solo para fundirse con la tupida maraña de vegetación leñosa, pajiza y reseca por la ausencia de lluvia sostenida en el filo costero. Mientras en la línea costanera al Cañón cundía la luz y el calor ecuatorial en la zona alta agrícola y con mayor rigor más arriba, en las rechonchas y ondulantes montañas de la cordillera isleña -que en su máximo punto de altitud alcanza 730 msnm- había espacio para el tiempo nublado y lluvioso. Alzando a ver hacia el Cerro Gato, donde yace el mayor lago de agua dulce del archipiélago, El Junco, todo era presagios de que no llegaría la mañana diáfana que dispare una nueva visita al lugar donde suben las fragatas reales a sacudirse la sal marina con agua dulce, entre veloces y fulgurantes inmersiones en la superficie acuática, no se clavan y hunden el agua como los piqueros, más bien es una suerte de chapoteo que les permite alzar el vuelo ligeras, portando un mínimo peso en sus alas desplegadas, y así elevarse para  soltar la sal marina sacudiéndose –compulsiones rítmicas– en el aire, un ritual que es memorable cuando la vista y el oído, unidos en la acción de testigos privilegiados, dan testimonio del acontecimiento. He sufrido empapado lo que es una terca, ciega y sorda subida al Junco en modo brumoso y húmedo, andando desde el pueblito El Progreso. Oh, inolvidable jornada la del Junco encapotado –cerrado a las visitas intempestivas–, cómo no recordarla cuando se está en transición por un campo seco y leñoso festonado por ralos cactus candelabro y pinzones de Darwin, paisaje que da la impresión de infinitud del momento metido en el horno vegetal que preside a verde y frondoso Humedal y al campo rocoso de orilla “El Velero”, denominado así por la embarcación que naufragó años ha y que aún son visibles parte de sus restos dispersados en tierra por los aguajes.

Un rato de esos que dejan huella en la mente, me acerqué a una iguana tomando calmoso y vertical baño de sol en una roca solitaria, rodeada de arena y yerbas rastreras, ahuecada y rara como tanta escoria volcánica de orilla, –exponerse horas al potente sol ecuatorial es imprescindible para regular la temperatura corporal interior y así digerir su dieta de algas marinas en dilatada digestión–, me hallaba buscando un ángulo del espécimen que me lleve a dar un clic en  la extensión mecánica-electrónica que uno carga para atrapas imágenes que a futuro asombren a los ojos ambulantes y extasiados del testigo, el que no deja de sorprenderse por la configuración de la trompa de la iguana, esos labios que remiten una sonrisa hierática y que parecen estar tan a gusto como el transeúnte con la brisa marina. Noté que a la sombra de la iguana feliz, había otra que no portaba más su faz armoniosa exponiendo una mueca chueca, la mueca de la caducidad de su envoltura de carbono, había expirado aferrando sus garras a la misma piedra, no hace mucho había iniciado su proceso de momificación natural.

Saliendo del infiernillo seco y leñoso, ingresé a los manglares del Humedal. Tupidas ramas vestidas de hojas verdes, relucientes, se levantaban entre sendas charcas salinas, más o menos escondidas. En visitas pasadas al Humedal he visto y retratado patillos de Galápagos, garzas nocturnas, teros reales y más avifauna, esta vez no hubo variedad; no obstante, fue suficiente halago visual el cuadro de una solitaria garza de lava (Butorides striatus sundevalli). Después se sucedieron  playas de arena granulada y guijarros de conchas y erizos de mar presidiendo parcelas rocosas que ante los ojos y oídos atentos obsequian pinceladas de trinos amarillos y rojos, siguiendo la inquietud de canarios en pos de presas diminutas; son canarios funámbulos entre pequeños charcos y diversidad de piedras –planas y redondeadas, ásperas, agujereadas o lizas–, recién bañadas por el mar.

De aquí en adelante se percibía el ambiente surfista, la ensenada de Tongo Reef es el santuario de las tablas que contienen personas beneficiándose del oleaje rítmico que propicia el deporte físico y mental de surfear, confundiéndose con la habilidad de lobos marinos para jugar con el océano generoso en olas para soñar y experimentar. Siguiendo la mañana rumbo al Cañón, andaba entretenido por la senda luminosa y serpenteante flanqueada por brotes de mangle y manzanillo, y,  antes de pasar de largo el punto de reunión del personal a su cita con las olas en Tongo Reef, instintivamente el cazador de instantes se echó a ver al costado de la entrada a las rocas de lanzamiento de surfistas, y tuve el cuadro prístino de la ave enigmática, glotona –capaz de engullir a una anguila, he sido testigo de su voracidad en una caleta de Playa Brava, Bahía Tortuga, de repente se lanzó a zancadas en la arena contra una morena que atrapó y colgaba de su pico cuán larga es, al cabo la presa logró zafarse y se escurrió entre las fisuras de la plataforma rocosa–; era la garza ceniza de Galápagos (Ardea herodias ssp. cognata), que en radical soledad se erguía estática cual centinela de la orilla rocosa. Más allá, la ensenada del Cañón vino con el encuentro de dos piqueros patas azules tomando la fresca, o mejor, vino con la sensación de que a los tres nos acariciaba la brisa galapagueña.